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DESCRIPCIÓN DE LA APARIENCIA PERSONAL DE LA VIRGEN BENDITA
Mientras estos tristes eventos estaban teniendo lugar yo estaba en Jerusalén, a veces en una localidad y a veces en otra; estaba bastante vencida, mis sufrimientos eran intensos, y me sentía como si estuviera a punto de expirar. Durante el tiempo de la flagelación de mi adorable Esposo, me senté en la vecindad, en una parte en la que ningún Judío se atrevería a acercarse, por temor de contaminarse; pero no temí a la contaminación, solamente estaba ansiosa porque una gota de la sangre de nuestro Señor cayera sobre mí, para purificarme. Me sentía tan completamente descorazonada que pensé que debía morir, ya que no pude aliviar a Jesús, y cada golpe que recibía sacaba de mí tales sollozos y quejidos que me sentí bastante asombrada de no ser ahuyentada. Cuando los verdugos llevaron a Jesús a la Guardia, para coronarlo con espinas, ansié seguirlo para poder de nuevo contemplarlo en sus sufrimientos. Fue entonces que la Madre de Jesús, acompañada por las mujeres santas, se acercó al pilar y limpió la sangre de la que éste y el suelo alrededor estaban saturados. La puerta de la Guardia estaba abierta, y escuché la risa brutal de los despiadados hombres que estaban ajetreadamente ocupados en terminar la corona de espinas que habían preparado para nuestro Señor. Yo estaba demasiado afectada para llorar, pero me esforcé en arrastrarme cerca del lugar donde nuestro Señor estaba por ser coronado con espinas.
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Una vez más vi a la Virgen Bendita; su semblante era descolorido y pálido, sus ojos rojos con llanto, pero la simple dignidad de su comportamiento no puede ser descrita.
A pesar de su tristeza y angustia, a pesar de la fatiga que ella había soportado (ya que había estado deambulando desde la noche previa por las calles de Jerusalén, y a través del Valle de Josafat), su apariencia era plácida y modesta, y sin un pliegue de su vestido fuera de lugar. Lucía majestuosamente en derredor, y su velo caía grácilmente sobre sus hombros. Se movía despacio, y aunque su corazón era presa del más amargo pesar, su semblante era calmo y resignado. Su vestido estaba humedecido por el rocío que había caído sobre él durante la noche, y por las lágrimas que había derramado en tal abundancia; fuera de eso estaba totalmente impoluto. Su belleza era grande, pero indescriptible, ya que era sobrehumana – una mezcla de majestad, santidad, simplicidad y pureza.
La apariencia de María Magdalena era totalmente diferente; ella era más alta y más robusta, la expresión de su semblante mostraba una mayor determinación, pero su belleza estaba casi destruida por las fuertes pasiones a las que por tanto tiempo había dado cabida, y por el violento arrepentimiento y la pena que desde entonces había sentido. Era doloroso observarla; era el mismo retrato de la desesperación, su largo cabello desgreñado estaba parcialmente cubierto por su velo mojado y rasgado, y su apariencia era la de alguien completamente absorbido por la aflicción, y casi fuera de sí por el pesar. Muchos de los habitantes de Magdalum estaban parados cerca, contemplándola con sorpresa y curiosidad, ya que la habían conocido en los días de antaño, primero en la prosperidad y luego en la degradación y la miseria consecuente. La señalaban, incluso arrojaban barro sobre ella, pero ella no vio nada, no sabía nada, ni sentía nada, excepto su angustiosa pena.
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LA CORONACIÓN CON ESPINAS
Tan pronto como la Hermana Emmerich recomenzó la narración de sus visiones acerca de la Pasión que de nuevo se puso extremadamente enferma, oprimida con fiebre, y tan atormentada por una violenta sed que su lengua estaba perfectamente reseca y contraída; y el lunes siguiente al cuarto domingo de Cuaresma, estaba tan exhausta que no fue sin gran dificultad, y después de muchos intervalos de descanso, que narró todo lo que nuestro Señor sufrió en su coronación con espinas. Apenas era capaz de hablar porque ella misma sentía cada sensación que describía en el siguiente relato:
Pilatos arengó al populacho muchas veces durante el tiempo de la flagelación de Jesús, pero lo interrumpieron una vez, y vociferaron, “Debe ser ejecutado, aún si morimos por eso”. Cuando Jesús fue conducido adentro de la Guardia, todos clamaron de nuevo, “¡Crucifícalo, crucifícalo!”.
Después de esto hubo un silencio por un tiempo. Pilatos se ocupó en dar diferentes órdenes a los soldados, y los sirvientes de los Sumos Sacerdotes les trajeron algunos refrigerios; después de lo cual Pilatos, cuyas supersticiosas tendencias lo ponían mentalmente inquieto, fue dentro de la parte interior de su palacio para consultar a sus dioses, y para ofrecerles incienso.
Cuando la Virgen Bendita y las santas mujeres habían reunido la sangre de Jesús, con la que el pilar y las partes adyacentes estaban saturadas, abandonaron el forum y fueron a una pequeña casa vecina, el propietario de la cual no conozco. Juan no estaba, creo, presente en la flagelación de Jesús.
Una galería circundaba el patio interior de la Guardia donde nuestro Señor era coronado con espinas, y las puertas se abrieron. Los cobardes rufianes, que estaban ansiosamente esperando gratificar su crueldad al torturar e insultar a nuestro Señor, eran alrededor de cincuenta, y la mayor parte esclavos o sirvientes de los carceleros y soldados. La gentuza se reunió alrededor del edificio, pero pronto fueron desplazados por un millar de soldados romanos, que fueron desplegados en buen orden y estacionados allí. Aunque se les tenía prohibido dejar sus posiciones, estos soldados, sin embargo, hicieron hasta lo último, mediante risa y aplauso, para incentivar a los crueles verdugos a que redoblen sus insultos; y como el aplauso del público da energía fresca a un comediante, lo mismo sus palabras de aliento incrementaban diez veces la crueldad de estos hombres.
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Allí en medio del patio estaba el fragmento de un pilar, y sobre él estaba colocado un taburete muy bajo al que estos crueles hombres maliciosamente cubrieron con piedras afiladas y pedazos rotos de alfarería. Entonces arrancaron las vestimentas de Jesús, por ende reabriendo todas sus heridas; arrojaron sobre sus hombros un viejo manto escarlata que apenas llegaba a sus rodillas; lo arrastraron hasta el asiento preparado, y lo empujaron rudamente sobre él, habiendo colocado primero la corona de espinas sobre su cabeza. La corona de espinas estaba hecha de tres ramas trenzadas entre sí, la mayor parte de las espinas estando apuntadas hacia dentro como para punzar la cabeza de nuestro Señor. Habiendo colocado primero estas ramas retorcidas en su frente, las ataron juntas firmemente a la parte posterior de su cabeza, y tan pronto como esto fue logrado a su satisfacción, pusieron una larga caña en su mano, haciendo todo con burlona solemnidad como si estuvieran realmente coronándolo rey. Entonces tomaron la caña, y golpearon su cabeza tan violentamente que sus ojos se llenaron de sangre; se arrodillaron ante él, se burlaron, escupieron su cara y lo abofetearon, diciendo al mismo tiempo, “¡Saludos, Rey de los Judíos!”. Voltearon entonces su taburete, lo levantaron del suelo al que había caído, y lo volvieron a sentar con la mayor brutalidad.
Es casi imposible describir los crueles ultrajes que fueron pensados y perpetrados por estos monstruos bajo forma humana. Los sufrimientos de Jesús por la sed, causada por la fiebre que sus heridas y sufrimientos habían traído, eran intensos [1]. Temblaba por doquier, su carne fue rasgada poco a poco, su lengua estaba contraída, y el único refrigerio que recibió fue la sangre que goteaba de su cabeza sobre sus labios resecos. Esta escandalosa escena fue prolongada por media hora completa, y los soldados romanos continuaron durante todo el tiempo aplaudiendo y alentando la perpetración de aún mayores ultrajes.
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ECCE HOMO
Los crueles verdugos entonces recondujeron a nuestro Señor hasta el palacio de Pilatos, con la túnica escarlata aún tirada sobre sus hombros, la corona de espinas sobre su cabeza, y la caña en sus manos encadenadas. Era perfectamente irreconocible, sus ojos, boca, y barba estando cubiertos de sangre, su cuerpo hecho sino una herida, y su espalda curvada hacia abajo como un hombre de edad, mientras cada miembro temblaba mientras caminaba.
Cuando Pilatos lo vio parado en la entrada de su tribunal, aún él (insensible como usualmente era) se sobresaltó, y se estremeció de horror y compasión, mientras los bárbaros sacerdotes y el populacho, lejos de estar movidos por la compasión, continuaron sus insultos y burlas. Cuando Jesús hubo ascendido las escaleras, Pilatos avanzó, la trompeta fue sonada para anunciar que el gobernador estaba por hablar, y se dirigió a los Sumos Sacerdotes y a los circunstantes con las siguientes palabras: “Vean, lo traigo a ustedes, para que sepan que no encuentro causa en él”.
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Los arqueros entonces condujeron a Jesús hasta Pilatos, para que la gente pudiera de nuevo deleitar sus crueles ojos en él, en el estado de degradación al que fue reducido. Terrible y desgarrador, en efecto, era el espectáculo que presentaba, y una exclamación de horror estalló desde la multitud, seguida de un silencio de muerte, cuando él con dificultad levantó su cabeza herida, coronada como estaba con espinas, y lanzó su exhausta mirada sobre la excitada muchedumbre. Pilatos exclamó, mientras lo señalaba a la gente: ¡Ecce homo!¡Vean al hombre!”. El odio de los Sumos Sacerdotes y de sus seguidores fue, si es posible, incrementado ante la vista de Jesús, y clamaron, “Ponlo a morir; crucifícalo”. “¿No están contentos?”, dijo Pilatos. “El castigo que ha recibido es, más allá de toda cuestión, suficiente para privarlo de cualquier deseo de hacerse rey”. Pero clamaron aún más, y la multitud se unió en el grito, “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Pilatos entonces hizo sonar la trompeta para demandar silencio, y dijo: “Llévenlo y crucifíquenlo, ya que no encuentro causa en él”. “Tenemos una ley, y de acuerdo a esa ley él debe morir”, replicaron los sacerdotes, “porque se hizo a sí mismo el Hijo de Dios”. Estas palabras, “se hizo a sí mismo el Hijo de Dios”, revivieron los temores de Pilatos; llevó a Jesús adentro de otra habitación, y le preguntó, “¿De dónde sois?”. Pero Jesús no dio ninguna respuesta. “¿No me habláis?”, dijo Pilatos; “no sabéis que tengo el poder de crucificaros, y el poder de liberaros?”. “Vos no tendríais ningún poder contra mí”, replicó Jesús, “ a menos que os fuera dado desde arriba; por lo tanto, el que me ha entregado a Vos tiene mayor pecado”.
La indecisa, débil, conducta de Pilatos llenó a Claudia Procles de ansiedad; ella de nuevo le envió la prenda, para recordarle sobre su promesa, pero sólo devolvió una vaga, supersticiosa, respuesta, implicando que debería dejar la decisión del caso a los dioses. Los enemigos de Jesús, los Sumos Sacerdotes y los Fariseos, habiendo escuchado de los esfuerzos que estaban siendo hechos por Claudia para salvarlo, hicieron divulgar un informe entre la gente, de que los partidarios de nuestro Señor la habían seducido, que él sería liberado, y entonces se uniría a los romanos y traería la destrucción de Jerusalén, y la exterminación de los Judíos.
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Pilatos estaba en tal estado de indecisión e incertidumbre como para estar perfectamente fuera de sí; no sabía qué paso siguiente dar, y de nuevo se dirigió a los enemigos de Jesús, declarando que “él no le encontró ningún crimen”, pero ellos demandaron su muerte aún más clamorosamente. Él entonces recordó las acusaciones contradictorias que habían sido traídas en contra de Jesús, los misteriosos sueños de su esposa, y la inenarrable impresión que las palabras de Jesús le habían dado, y por ende, determinó interrogarlo de nuevo para así obtener alguna información que podría iluminarlo acerca del curso que debería seguir; entonces él retornó al Pretorio, se internó solo en una habitación y pidió por nuestro Salvador. Echó un vistazo a la destrozada y sangrante Forma delante de él, y exclamó interiormente: “¿Es posible que él pueda ser Dios?”. Entonces se volvió a Jesús, y lo conjuró a que le diga si era Dios, si era ese rey que había sido prometido a los Judíos, dónde estaba su reino, y a qué clase de dioses pertenecía. Puedo dar solamente el sentido de las palabras de Jesús, pero eran solemnes y severas. Le dijo “que su reino no era de este mundo”, y del mismo modo habló rotundamente de los muchos crímenes ocultos con los que la conciencia de Pilatos estaba contaminada; le advirtió del terrible destino que tendría si no se arrepentía; y finalmente declaró que él mismo, el Hijo del Hombre, vendría en el último día, para pronunciar un juicio justo sobre él.
Pilatos estaba mitad atemorizado y mitad furioso ante las palabras de Jesús; regresó al balcón, y de nuevo declaró que liberaría a Jesús; pero clamaron: “si Vos liberáis a este hombre, no sois amigo del César. Ya que cualquiera que se haga a sí mismo rey habla en contra del César”. Otros dijeron que lo acusarían ante el Emperador de haber perturbado su festividad; que él debía decidirse enseguida, porque estaban obligados a estar en el Templo para las diez en punto de la noche. El grito, “¡Crucifícalo!¡Crucifícalo!”, resonó en todos lados; reverberaba incluso desde los techos planos de las casas cerca del forum , donde muchas personas se habían reunido. Pilatos vio que todos sus esfuerzos eran vanos, que no podía impresionar a la chusma enfurecida; sus alaridos e imprecaciones eran ensordecedores, y comenzó a temer una insurrección. Por lo tanto, tomó agua, y lavó sus manos ante la gente, diciendo, “Soy inocente de la sangre de este hombre; véanlo ustedes”. Un terrible y unánime clamor provino de la densa multitud, que se habían reunido desde todas partes de Palestina, “Que su sangre esté sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”.
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REFLEXIONES SOBRE LAS VISIONES
Siempre que, durante mis meditaciones sobre la Pasión de nuestro Señor, imagino que escucho aquel terrible clamor de los Judíos, “Que su sangre esté sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”, visiones de una descripción maravillosa y terrible se despliegan ante mis ojos en el mismo momento que tuvo efecto aquella solemne maldición. Creo que veo un cielo tenebroso cubierto de nubes, del color de la sangre, del cual surgen espadas y dardos ardientes, descendiendo sobre la multitud vociferante; y esta maldición, que habían acarreado sobre sí mismos, me pareció que penetraba aún hasta la misma médula de sus huesos, - incluso hasta los infantes nonatos. Ellos me parecían que estaban rodeados en todas partes por la oscuridad; las palabras que emitían tomaban, en mis ojos, la forma de llamas negras, las que retrocedían sobre ellos, penetrando los cuerpos de algunos, y sólo jugando alrededor de otros.
Los últimos mencionados eran aquellos que se convirtieron después de la muerte de Jesús, y que eran un número considerable, ya que ni Jesús ni María nunca cesaron de orar, en medio de sus sufrimientos, por la salvación de estos desdichados seres.
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Cuando, durante las visiones de este tipo, volvía mis pensamientos hacia las almas santas de Jesús y María, y hacia aquellas de los enemigos de Cristo, todo lo que tiene lugar dentro de ellos me es mostrado bajo varias formas. Veo numerosos demonios entre la gente, excitando y alentando a los Judíos, susurrando en sus oídos, entrando en sus bocas, incitándolos aún más en contra de Jesús, pero sin embargo, temblando ante la vista de su amor inefable y celestial paciencia. Innumerables ángeles rodeaban a Jesús, María, y al pequeño número de santos que estaba allí. El exterior de estos ángeles denota el cargo que ocupan; algunos representan consolación, otros oración, o algunas de las obras de la misericordia.
Del mismo modo, frecuentemente veía voces consoladoras, y otras veces amenazantes, bajo la apariencia de brillantes o coloreados rayos de luz, saliendo de las bocas de estas diferentes apariciones; y veo los sentimientos de sus almas, sus sufrimientos interiores, y en una palabra, sus mismos pensamientos, bajo la apariencia de oscuros o brillantes rayos. Entonces comprendo todo perfectamente, pero es imposible para mí dar una explicación a otros; aparte de eso, estoy tan enferma, y tan absolutamente embargada por la pena que siento por mis propios pecados y por aquellos del mundo, estoy tan subyugada por la vista de los sufrimientos de nuestro Señor, que apenas puedo imaginar cómo es posible para mí relatar eventos con la mínima coherencia. Muchas de estas cosas, pero más especialmente las apariciones de demonios y de ángeles, que están relatadas por otras personas que han tenido visiones de la Pasión de Jesucristo, son fragmentos de percepciones simbólicas interiores de esta especie, que varían de acuerdo al estado del alma del espectador. De ahí las numerosas contradicciones, porque muchas cosas son olvidadas naturalmente u omitidas.
La Hermana Emmerich a veces hablaba acerca de estos asuntos, ya sea durante el tiempo de sus visiones sobre la Pasión, o antes de que comenzaran; pero más frecuentemente se negaba a hablar del todo acerca de ellos, por temor de causar confusión en las visiones. Es fácil de ver cuán difícil debe haber sido para ella, en medio de tal variedad de apariciones, para preservar algún grado de conexión en sus narraciones. ¿Quién puede entonces estar sorprendido de encontrar algunas omisiones y confusión en sus descripciones?
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JESÚS CONDENADO A SER CRUCIFICADO
Pilatos, quien no deseaba conocer la verdad, pero que estaba ansioso solamente en salir de la dificultad sin daño para sí mismo, se puso más indeciso que nunca; su conciencia susurró – “Jesús es inocente” -; su esposa dijo, “él es santo”; sus sentimientos supersticiosos le hicieron temer que Jesús era el enemigo de sus dioses; y su cobardía lo llenó de temor, no sea cosa que Jesús, si era un dios, desatara su venganza sobre su juez. Estaba irritado así como alarmado ante las últimas palabras de Jesús, e hizo otro intento para su liberación; pero los Judíos instantáneamente amenazaron colocar una acusación en contra de él ante el Emperador. Esta amenaza lo aterrorizó, y se determinó a acceder a sus deseos, a pesar de estar firmemente convencido en su propia mente de la inocencia de Jesús, y perfectamente conciente de que al pronunciar sentencia de muerte sobre él violaría toda ley de justicia, además de romper la promesa que había hecho a su esposa en la mañana. Así sacrificó a Jesús a la enemistad de los Judíos, y se esforzó en sofocar el remordimiento lavando sus manos ante la gente, diciendo, “Soy inocente de la sangre de este hombre justo; véanlo ustedes”. Vanamente pronunciáis estas palabras, O Pilatos, ya que su sangre está sobre vuestra cabeza de todos modos; Vos no podéis lavar su sangre de vuestra alma, como hacéis de vuestras manos.
Aquellas terribles palabras, “Que su sangre esté sobre nosotros y sobre nuestros niños”, apenas habían cesado de resonar, cuando Pilatos comenzó sus preparativos para pasar sentencia. Pidió por el atuendo que usaba en ocasiones de estado, se puso una especie de diadema, se colocó piedras preciosas sobre su cabeza, cambió su túnica, e hizo que una vara sea llevada ante él. Estaba rodeado de soldados, precedido por oficiales pertenecientes al tribunal, y seguido por Escribas, quienes llevaban rollos de pergamino y libros usados para inscribir nombres y fechas. Un hombre caminaba al frente, que llevaba la trompeta. La procesión marchó en este orden desde el palacio de Pilatos hasta el forum, donde un asiento elevado, usado en estas ocasiones particulares, fue colocado frente al pilar donde Jesús fue azotado. Este tribunal era llamado Gabbatha; era una especie de terraza redonda, ascendida a través de escaleras; en la cima había un asiento para Pilatos, y detrás de este asiento un banco para aquellos de cargos menores, mientras un cierto número de soldados estaba estacionado alrededor de la terraza y sobre las escaleras. Muchos de los Fariseos habían dejado el palacio y se habían ido al Templo, por lo que Anás, Caifás, y veintiocho sacerdotes solamente siguieron al gobernador romano hasta el forum, y los dos ladrones fueron llevados allí en el momento en que Pilatos presentaba a nuestro Señor a la gente, diciendo, “¡Ecce homo!”.
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Nuestro Señor aún estaba vestido con su atuendo púrpura, su corona de espinas sobre su cabeza, y sus manos engrilladas, cuando los arqueros lo trajeron al tribunal, y lo ubicaron entre los dos malhechores. Tan pronto Pilatos se sentó, se dirigió de nuevo a los enemigos de Jesús, con estas palabras, “¡Miren a su Rey!”
Pero los gritos de “¡Crucifícalo!¡Crucifícalo!”, resonaron en todos lados.
“¿Debo crucificar a su Rey?”, dijo Pilatos.
“¡No tenemos más Rey que el César!”, respondieron los Sumos Sacerdotes.
Pilatos encontró que era completamente imposible decir más nada, y por lo tanto comenzó sus preparativos para pasar sentencia. Los dos ladrones habían recibido su sentencia de crucifixión algún tiempo antes; pero los Sumos Sacerdotes habían obtenido una tregua para ellos, para que nuestro Señor pudiera sufrir la ignominia adicional de ser ejecutado con dos criminales de la más infame calaña. Las cruces de los dos ladrones estaban al lado de ellos; aquella destinada a nuestro Señor no había sido traída, porque aún no había sido sentenciado a muerte.
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La Virgen Bendita, que se había retirado a cierta distancia después de la flagelación de Jesús, de nuevo se acercó para escuchar la sentencia de muerte pronunciada sobre su Hijo y su Dios. Jesús estaba parado en medio de los arqueros, al pie de la escalera que conducía al tribunal. La trompeta fue sonada para demandar silencio, y entonces el cobarde, vil juez, con una indecisa voz trémula, pronunció la sentencia de muerte sobre el Hombre Justo. La vista de la cobardía y la doblez de este ser despreciable, quien sin embargo se henchía de orgullo en su importante posición, casi me supera, y la feroz alegría de los verdugos – los semblantes triunfantes de los Sumos Sacerdotes, sumado a la deplorable condición a la que nuestro amante Salvador fue reducido, y la angustiosa pena de su querida Madre – incrementaban aún más mi dolor. Levanté la mirada otra vez y vi a los crueles Judíos casi devorando a su víctima con sus ojos, los soldados parados fríamente a un lado, y la multitud de horribles demonios pasando de aquí para allá y mezclándose en la muchedumbre. Sentí que era yo quien debía haber estado en el lugar de Jesús, mi amado Esposo, para que la sentencia entonces no hubiera sido injusta; pero estaba tan superada por la angustia, y mis sufrimientos eran tan intensos, que no puedo recordar exactamente todo lo que sí vi. Sin embargo, relataré todo lo más aproximadamente que pueda.
Después de un largo preámbulo, que estuvo compuesto principalmente del más pomposo y exagerado elogio hacia el emperador Tiberio, Pilatos habló de las acusaciones que habían sido traídas en contra de Jesús por los Sumos Sacerdotes. Dijo que lo habían condenado a muerte por haber perturbado la paz pública, y roto sus leyes por llamarse a sí mismo el Hijo de Dios y Rey de los Judíos; y que la gente había unánimemente demandado que el decreto de ellos sea llevado a cabo. A pesar de su frecuentemente repetida convicción sobre la inocencia de Jesús, este malvado y despreciable juez no se avergonzaba de decir que él también consideraba la decisión de ellos como justa, y que por lo tanto debía pronunciar sentencia – lo que hizo con estas palabras: “Yo condeno a Jesús de Nazaret, el Rey de los Judíos, a ser crucificado”; y ordenó a los verdugos a que trajeran la cruz. Creo que recuerdo también que tomó un palo largo en sus manos, lo quebró, y arrojó los fragmentos a los pies de Jesús.
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Al escuchar estas palabras de Pilatos la Madre de Jesús quedó por unos momentos totalmente inconsciente, ya que ahora estaba segura de que su amado Hijo debía morir la más ignominiosa y la más dolorosa de las muertes. Juan y las santas mujeres se la llevaron de allí, para evitar que los despiadados seres que los rodeaban sumaran crimen sobre crimen al burlarse de su dolor; pero tan pronto como volvió en sí un poco, que rogó ser llevada de nuevo a cada lugar que había sido santificado por los sufrimientos de su Hijo, para rociarlos completamente con sus lágrimas; y así la Madre de nuestro Señor, en el nombre de la Iglesia, toma posesión de aquellos santos lugares.
Pilatos entonces escribió la sentencia, y aquellos que estaban detrás de él la copiaron tres veces. Las palabras que escribió eran bastante diferentes a aquellas que había pronunciado; pudo ver claramente que su mente estaba terriblemente agitada – un ángel de la ira parecía guiar su mano. La esencia de la sentencia escrita era esta: “He sido compelido, por miedo a una insurrección, a rendirme a los deseos de los Sumos Sacerdotes, el Sanedrín, y la gente, que tumultuosamente demandó la muerte de Jesús de Nazaret, a quien acusaron de haber perturbado la paz pública, y también de haber blasfemado y quebrado sus leyes. Lo he entregado a ellos para ser crucificado, aunque sus acusaciones parecían ser sin fundamento. He hecho eso por temor de su alegato al Emperador de que yo aliento insurrecciones, y causo insatisfacción entre los Judíos al negarles los derechos de la justicia”.
Él entonces escribió la inscripción para la cruz, mientras sus administrativos copiaron la sentencia varias veces, para que estas copias pudieran ser enviadas a partes distantes del país.
Los Sumos Sacerdotes estaban extremadamente insatisfechos ante las palabras de la sentencia, las que ellos decían que no eran verdad; y clamorosamente rodearon el tribunal para esforzarse en persuadirlo para alterar la inscripción, y no poner “Rey de los Judíos”, sino “Que él dijo, yo soy el Rey de los Judíos”.
Pilatos estaba fastidiado, y contestó impacientemente, “¡Lo que he escrito, he escrito!”
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Estaban del mismo modo ansiosos de que la cruz de nuestro Señor no debía ser más alta que aquellas de los dos ladrones, pero era necesario que así fuera, porque no hubiera habido de otro modo suficiente espacio para la inscripción de Pilatos; por lo tanto se esforzaron en persuadirlo de no poner para nada esta inscripción ofensiva. Pero Pilatos estaba determinado, y sus palabras no causaron impresión en él; la cruz fue, por lo tanto, obligada a ser alargada mediante un pedazo de madera fresca. Consecuentemente la forma de la cruz era peculiar – los dos brazos salían como ramas de un árbol creciendo desde el tallo, y la forma era muy parecida a aquella de la letra Y, con la parte inferior alargada como para elevarse entre los brazos, los que habían sido puestos separadamente, y eran más delgados que el cuerpo de la cruz. Un pedazo de madera fue del mismo modo clavado en la parte inferior de la cruz para que los pies descansaran sobre ella.
Durante el tiempo que Pilatos estaba pronunciando la sentencia inicua, vi a su esposa, Claudia Procles, enviarle de vuelta la prenda que le había dado, y en la noche ella dejó el palacio de él y se unió a los amigos de nuestro Señor, que la ocultaron en una bóveda subterránea en la casa de Lázaro en Jerusalén. Más tarde en ese mismo día, vi también a un amigo de nuestro Señor grabar las palabras, “Judex injustus”, y el nombre de Claudia Procles, sobre una piedra de apariencia verde, que estaba detrás de la terraza llamada Gabbatha – esta piedra aún puede encontrarse en los cimientos de una iglesia o casa en Jerusalén, que se ubica en el lugar anteriormente llamado Gabbatha. Claudia Procles se hizo Cristiana, siguió a San Pablo, y se hizo su amiga particular.
Tan pronto Pilatos había pronunciado sentencia que Jesús fue entregado a las manos de los arqueros, y las ropas que se había sacado en la corte de Caifás les fueron traídas para que se las pusiera de nuevo. Creo que ciertas personas caritativas las habían lavado, ya que lucían limpias. Los rufianes que rodeaban a Jesús desataron sus manos para que su atuendo fuera cambiado, y rudamente arrancaron el manto escarlata con el que lo habían vestido como burla, reabriendo por consiguiente todas sus heridas; se puso su propia vestimenta interior de lino con manos temblorosas, y lanzaron su escapulario sobre sus hombros. Debido a que la corona de espinas era muy grande y evitaba que la túnica sin costuras, que su Madre había hecho para él, pasara sobre su cabeza, jalaron de ella violentamente, en descuido del dolor así infligido en él. Su atuendo de lana blanca fue después lanzado sobre sus hombros, y luego su cinturón ancho y su capa. Después de esto, de nuevo ataron alrededor de su cintura un aro cubierto de filosas puntas de hierro, y en este sujetaron las cuerdas por medio de las que era conducido, haciendo todo con su usual crueldad brutal.
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Los dos ladrones estaban uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús, con sus manos atadas y una cadena alrededor de sus cuellos; estaban cubiertos de marcas negras y lívidas, los efectos de la flagelación del día anterior. El comportamiento de aquel que después se convirtió era tranquilo y apacible, mientras que el del otro, por el contrario, era rudo e insolente, y se unía a los arqueros en injuriar e insultar a Jesús, quien miraba a sus dos compañeros con amor y compasión, y ofrendaba sus sufrimientos por la salvación de ellos. Los arqueros reunieron todos los implementos necesarios para las crucifixiones, y prepararon todo para el terrible y doloroso viaje hacia el Calvario.
Anás y Caifás al final dejaron de disputar con Pilatos, y se retiraron furiosos, llevándose con ellos las hojas de pergamino en las que estaba escrita la sentencia; se fueron de prisa, temiendo que llegarían al Templo demasiado tarde para el sacrificio Pascual. Así los Sumos Sacerdotes, sin saberlo ellos mismos, dejaron al verdadero Cordero Pascual. Fueron a un Templo hecho de piedra, para inmolar y sacrificar aquel cordero que era solo un símbolo, y dejaron al verdadero Cordero Pascual, que fue conducido al Altar de la Cruz por los crueles verdugos; eran de lo más cuidadosos para no contraer contaminación exterior, mientras que sus almas estaban completamente contaminadas por la furia, el odio, y la envidia. Ellos habían dicho, “¡Que su sangre esté sobre nosotros y sobre nuestros niños!”. Y mediante estas palabras han llevado a cabo la ceremonia, y han colocado la mano del sacrificador sobre la cabeza de la Víctima. Así se formaron dos caminos – aquel que lleva al altar perteneciente a la ley Judía, el otro que lleva al Altar de la Gracia. Pilatos, aquel orgulloso e irresoluto pagano, aquel esclavo del mundo, que tembló en la presencia del verdadero Dios, y aún así adoraba a sus dioses falsos, tomó un camino intermedio, y regresó a su palacio.
La sentencia inicua fue dada hacia alrededor de las diez de la mañana.
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LA CARGA DE LA CRUZ
Cuando Pilatos dejó el tribunal una porción de soldados lo siguió, fueron desplegados en filas ante el palacio; unos pocos acompañaron a los criminales. Veintiocho Fariseos armados vinieron al forum a caballo, para acompañar a Jesús hasta el lugar de ejecución, y entre ellos estaban los seis enemigos de Jesús, quienes habían ayudado en su arresto en el Jardín de los Olivos. Los arqueros condujeron a Jesús hasta la mitad del patio, los esclavos arrojaron la cruz a sus pies, y los dos brazos fueron enseguida atados a la pieza central. Jesús se arrodilló a su lado, la rodeó con su sagrados brazos, y la besó tres veces, dirigiendo, al mismo tiempo, una muy conmovedora oración de acción de gracias hacia su Padre Celestial por aquella obra de redención que él había empezado. Era costumbre entre los paganos que el sacerdote abrace el nuevo altar, y Jesús en manera semejante, abrazó su cruz , aquel augusto altar sobre el que el sangriento y expiatorio sacrificio estaba a punto de ser ofrendado. Los arqueros pronto lo hicieron levantarse, y de nuevo arrodillarse, y casi sin ninguna asistencia, colocaron la pesada cruz sobre su hombro derecho, soportando su gran peso con la mano derecha. Vi ángeles venir en su ayuda, de otro modo habría sido incapaz incluso de levantarla del suelo.
Mientras estaba sobre sus rodillas, y aún orando, los verdugos pusieron los brazos de las cruces, que estaban algo curvadas y aún no estaban sujetas a las piezas centrales, sobre las espaldas de los dos ladrones, y ataron sus manos ajustadamente a esos brazos. Las partes medias de las cruces eran llevadas por esclavos, ya que las piezas transversales no tenían que ser ajustadas a ellas hasta justo antes del momento de la ejecución. La trompeta sonó para anunciar la partida de los jinetes de Pilatos, y uno de los Fariseos pertenecientes a la escolta vino hasta Jesús, que aún estaba arrodillado, y dijo, “Levántate, hemos tenido cantidad suficiente de vuestros bellos discursos; levántate y parte”. Tiraron de él hacia arriba rudamente, ya que era totalmente incapaz de levantarse sin asistencia, y entonces sintió sobre sus hombros el peso de aquella cruz que nosotros debemos llevar tras él, de acuerdo a su verdadero y santo mandamiento de seguirlo.
Así comenzó aquella marcha triunfante del Rey de Reyes, una marcha tan ignominiosa en la tierra, y tan gloriosa en el cielo.
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Por medio de sogas, las que los verdugos habían ajustado al pie de la cruz, dos arqueros la sostenían para evitar que se enriede con nada, y otros cuatro soldados tomaron las sogas, que habían sido ajustadas a Jesús por debajo de sus ropas. La visión de nuestro querido Señor temblando bajo su carga, me recordaba forzosamente a Isaac, cuando llevó la madera destinada a su propio sacrificio hacia arriba en la montaña. La trompeta de Pilatos fue hecha sonar como señal de partida, ya que él mismo se proponía ir hasta el Calvario a la cabeza de un destacamento de soldados, para evitar la posibilidad de una insurrección. Estaba a caballo, con armadura, rodeado de oficiales y un cuerpo de caballería, y seguido por alrededor de trescientos de la infantería, que venían desde la fronteras de Italia y Suiza. La procesión estaba encabezada por un trompetista, quien hizo sonar su trompeta en cada esquina y proclamaba la sentencia. Un número de mujeres y niños caminaban detrás de la procesión con sogas, clavos, cuñas, y canastos llenos de diferentes artículos, en sus manos; otros, que eran más fuertes, llevaban varas, escaleras, y las piezas centrales de las cruces de los dos ladrones, y algunos de los Fariseos seguían a caballo. Un niño que estaba a cargo de la inscripción que Pilatos había escrito para la cruz, también llevaba la corona de espinas (que había sido sacada de la cabeza de Jesús) en el extremo de un largo palo, pero no parecía ser malvado e insensible como el resto. Luego vi a nuestro Bendito Salvador y Redentor – sus pies descalzos magullados y sangrantes – su espalda curvada como si estuviera a punto de hundirse bajo el peso de la cruz, y todo su cuerpo cubierto de heridas y sangre.
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Parecía estar desmayándose a medias por el agotamiento (no habiendo tenido ni refrigerio ni sueño desde la cena de la noche anterior), débil por la pérdida de sangre, y reseco por la sed producida por la fiebre y el dolor. Soportaba la cruz sobre su hombro derecho con su mano derecha, la izquierda colgaba casi sin fuerzas sobre su costado, pero se esforzaba de vez en cuando en sostener su larga vestimenta para evitar que sus sangrantes pies se enredaran con ella. Los cuatro arqueros que sostenían las cuerdas que estaban sujetas alrededor de su cintura, caminaban a cierta distancia de él, los dos de en frente tiraban de él hacia delante, y los dos de atrás lo tiraban hacia atrás, por lo que no podía avanzar para nada sin la mayor dificultad. Sus manos estaban cortadas por las cuerdas con las que estaban atadas; su cara ensangrentada y desfigurada; su cabello y barba saturados de sangre; el peso de la cruz y de sus cadenas se combinaban al presionar y hacer que el atuendo de lana se adhiriera a sus heridas, y reabriéndolas. Sólo burlonas y despiadadas palabras eran dirigidas hacia él, pero continuaba rezando por sus perseguidores, y su semblante llevaba una expresión de amor y resignación combinados. Muchos soldados armados y alistados caminaban por al lado de la procesión , y después de Jesús venían los dos ladrones, quienes eran del mismo modo conducidos, con los brazos de sus cruces, separadas de sus partes medias, estando colocadas sobre sus espaldas, y sus manos firmemente atadas a los dos extremos. Estaban vestidos con grandes delantales, con una suerte de escapulario sin mangas que cubría la parte superior de sus cuerpos, y tenían gorras de paja sobre sus cabezas. El buen ladrón estaba calmo, pero el otro, por el contrario, estaba furioso, y nunca cesaba de maldecir y blasfemar. La parte trasera de la procesión era llevada por el remanente de los Fariseos a caballo, que cabalgaban de aquí para allá para mantener el orden. Pilatos y sus cortesanos estaban a una cierta distancia atrás; él estaba en medio de sus oficiales enfundado en armadura, precedido por un escuadrón de caballería, y seguido por trescientos soldados de a pie; cruzó el forum, y entonces entró en una de las calles principales, ya que estaba marchando a través de la ciudad para evitar cualquier insurrección entre la gente.
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Jesús fue conducido por una calle secundaria angosta, para que la procesión no importunara a las personas que estaban yendo al Templo, y del mismo modo, para que Pilatos y su banda pudieran tener toda la calle principal enteramente para ellos. La muchedumbre se había dispersado y partió en diferentes direcciones casi inmediatamente después de la lectura de la sentencia, y la mayor parte de los Judíos regresaban a sus propias casas, o hacia el Templo, para apresurar sus preparativos para sacrificar el Cordero Pascual; pero un cierto número aún se estaba apresurando en desorden para ver pasar la melancólica procesión; los soldados romanos impedían a todas las personas a que se unieran a la procesión, por lo que los más curiosos fueron obligados a dar la vuelta por calles laterales, o a acelerar sus pasos para alcanzar el Calvario antes que Jesús. La calle a través de la cual conducían a Jesús era angosta y sucia; sufrió mucho al pasar por ella, porque los arqueros estaban cerca y lo hostigaban. Había personas en los techos de las casas, y en las ventanas, y lo insultaban con lenguaje oprobioso; los esclavos que estaban trabajando en las calles le arrojaban suciedad y barro: aún los niños, incitados por los enemigos de él, habían llenado sus guardapolvos con piedras filosas, las que arrojaban ante sus puertas mientras él pasaba, para poder obligarlo a caminar sobre ellas.
LA PRIMERA CAÍDA DE JESÚS.
La calle de la que recién hemos hablado, después de girar un poco hacia la izquierda, se hacía algo empinada, como también más ancha; un acueducto subterráneo procedente de Monte Sión pasaba debajo de ella, y en su cercanía había una cavidad que frecuentemente se llenaba con agua y barro después de la lluvia, y una gran piedra estaba colocada en su centro para permitir a las personas cruzar más fácilmente. Cuando Jesús llegó a ese lugar, su fortaleza estaba completamente exhausta; era bastante incapaz de moverse; y como los arqueros lo arrastraban y lo empujaban sin mostrar la más mínima compasión, cayó completamente contra esta piedra, y la cruz cayó a su lado. Los crueles verdugos fueron obligados a detenerse, lo insultaban y lo golpeaban inmisericordemente, pero toda la procesión hizo una parada, que causó cierto grado de confusión. Vanamente estiró su mano para que alguien lo ayudara a levantarse: “¡Ah!”, exclamó, “pronto todo terminará”; y oró por sus enemigos. “Levántenlo”, dijeron los Fariseos, “de otro modo morirá en nuestras manos”. Había muchas mujeres y niños siguiendo la procesión; las primeras lloraban, y los segundos estaban atemorizados. Jesús, sin embargo, recibió ayuda desde arriba, y levantó su cabeza; pero estos hombres crueles, lejos de esforzarse en aliviar sus sufrimientos, pusieron la corona de espinas de nuevo sobre su cabeza antes de sacarlo del barro, y tan pronto estuvo de nuevo sobre sus pies, recolocaron la cruz sobre su espalda. La corona de espinas que rodeaba su cabeza incrementó su dolor indescriptiblemente, y lo obligó a curvarse hacia un lado para dar espacio para la cruz, la que reposaba pesadamente sobre sus hombros.
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LA SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS.
La afligida Madre de Jesús había abandonado el forum, acompañada por Juan y algunas otras mujeres, inmediatamente después de que la injusta sentencia fuera pronunciada. Su tiempo lo empleaba en caminar hacia los lugares santificados por nuestro Señor y mojándolos con sus lágrimas; pero cuando el sonido de la trompeta, el apuro de la gente, y el resonar de los jinetes anunciaron que la procesión estaba por partir hacia el Calvario, no pudo resistir su anhelante deseo de contemplar a su amado Hijo una vez más, y rogó a Juan a que la llevara a algún lugar por donde él tuviera que pasar. Juan la condujo hacia un palacio, el cual tenía una entrada en aquella calle que Jesús atravesó después de su primera caída; era, creo, la residencia del Sumo Sacerdote Caifás, cuyo tribunal estaba en la división llamada Sión. Juan pidió y obtuvo permiso de una amable sirvienta para quedarse en la entrada mencionada antes, con María y sus acompañantes. La Madre de Dios estaba pálida, sus ojos estaban rojos de llorar, y estaba estrechamente envuelta con un manto de color gris azulado. El clamor y los dichos insultantes de la multitud enardecida podían escucharse claramente; y un heraldo en ese momento proclamó en alta voz, que tres criminales estaban a punto de ser crucificados. La sirvienta abrió la puerta; los terribles sonidos se hacían más claros a cada momento; y María se dejó caer sobre sus propias rodillas. Después de rezar fervientemente, se volvió hacia Juan y dijo, “¿Debo quedarme?¿Tengo que irme?¿Debo tener la fortaleza de soportar semejante vista?”. Juan respondió, “Si no permaneces para verlo pasar, después te afligirás”. Permanecieron entonces cerca de la puerta, con sus ojos fijos en la procesión, la que aún estaba distante, pero avanzando lenta, gradualmente. Cuando aquellos que llevaban los instrumentos para la ejecución se acercaron, y la Madre de Jesús vio sus miradas insolentes y triunfantes, no pudo controlar sus sentimientos, sino que juntó sus manos como si implorara la ayuda del cielo; sobre lo que uno de entre ellos dijo a sus acompañantes: “¿Qué mujer es esa que está profiriendo semejantes lamentaciones?”. Otro contestó: “Ella es la Madre del Galileo”. Cuando los crueles hombres escucharon esto, lejos de estar conmovidos por la compasión, empezaron a burlarse del dolor de esta más que afligida Madre: la señalaron, y uno de ellos tomó los clavos que iban a ser usados para fijar a Jesús a la cruz, y se los presentaron a ella de una manera insultante; pero ella se volteó, fijó sus ojos sobre Jesús, que se estaba acercando, y reposó contra un pilar como sostén, sino se desvanecería de nuevo por el dolor, ya que sus mejillas estaban pálidas como la muerte, y sus labios casi azules. Los Fariseos a caballo pasaron primero, seguidos por un chico que llevaba la inscripción. Luego venía su amado Hijo. Estaba casi hundiéndose bajo el denso peso de su cruz, y su cabeza, aún coronada con espinas, estaba pendiendo en agonía sobre su hombro. Lanzó una mirada de compasión y pesar sobre su Madre, tambaleó, y cayó por segunda vez sobre sus manos y rodillas. María estaba completamente agonizante ante esta visión; olvidó todo lo demás; no vio ni soldados ni verdugos; no vio nada más que su amado Hijo; y, lanzándose desde el pórtico hasta entremedio del grupo que estaba insultando e injuriándolo, se tiró de rodillas a su lado y lo abrazó. Las únicas palabras que escuché fueron, “¡Hijo querido!”, y “¡Madre!”, pero no sé si estas palabras fueron realmente pronunciadas, o si estaban solamente en mi propia mente.
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Sobrevino una confusión momentánea. Juan y las santas mujeres se esforzaron en levantar a María del suelo, y los arqueros se acercaron a ella, uno de ellos diciendo, “¿Qué tenéis que hacer Vos aquí, mujer? No habría estado en nuestras manos si hubiese estado mejor criado.”
Unos pocos de los soldados parecían conmovidos; y, aunque obligaron a la Virgen Bendita a retirarse hacia el pórtico, ninguno puso las manos sobre ella. Juan y las mujeres la rodearon al caer de nuevo medio desvanecida contra una piedra, la que estaba cerca del pórtico, y sobre la que permaneció la impresión de sus manos. Esta piedra era muy dura, y fue después removida por la primera Iglesia Católica en Jerusalén, cerca de la Piscina de Betsaida, durante el tiempo en que San Santiago el Menor era Obispo de esa ciudad. Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús la llevaron hacia dentro de la casa, y la puerta se cerró. Entretanto, los arqueros habían levantado a Jesús, y lo obligaron a cargar la cruz de una manera distinta. Los brazos de la cruz fueron desprendidos del centro, y enredados entre las cuerdas con las que él estaba atado, y así los sostenía con su brazo, y de esta forma el peso del cuerpo de la cruz fue un poco aligerado, al arrastrarse más ésta por el suelo. Vi cantidad de personas paradas cerca en grupos, la mayor parte divirtiéndose al insultar a nuestro Señor en diferentes maneras, pero unas pocas mujeres con velo estaban llorando.
[1] Estas meditaciones sobre los sufrimientos de Jesús llenaron a la Hermana Emmerich con tales sentimientos de compasión que rogó de Dios que le permita sufrir como él lo había hecho. Instantáneamente se puso febril y reseca de sed, y, por la mañana, estaba sin habla por la contracción de su lengua y sus labios. Estuvo en este estado cuando su amigo vino a ella en la mañana, y parecía como una víctima que recién ha sido sacrificada. Aquellos alrededor tuvieron éxito, con alguna dificultad, en humedecer su boca con un poco de agua, pero faltaba mucho para que pudiera dar más detalles concernientes a sus meditaciones sobre la Pasión.
Traducido por Marcelo