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CAPÍTULO XL

CRUCIFIXIÓN DE LOS LADRONES

Durante el tiempo de la crucifixión de Jesús, los dos ladrones fueron dejados yaciendo en el suelo alejados a cierta distancia; sus brazos estaban sujetados a las cruces en la que estaban por ser ejecutados, y unos pocos soldados estaban cerca de guardia. La acusación que había sido probada contra ellos era aquella de haber asesinado a una mujer judía quien, con sus hijos, estaba viajando desde Jerusalén hasta Joppa. Fueron arrestados, bajo el disfraz de ricos mercaderes, en un castillo en el que Pilatos residía ocasionalmente, cuando se ocupaba en ejercitar sus tropas, y habían estado encarcelados por un largo tiempo antes de ser traídos a juicio. El ladrón colocado sobre el lado de la mano izquierda era mucho mayor que el otro; un cretino común, que había corrompido al más joven. Eran comúnmente llamados Dismas y Gesmas, y como olvidé sus nombres verdaderos los distinguiré por estos términos, llamando al bueno Dismas, y al malo Gesmas. Tanto uno como el otro pertenecían a una banda de asaltantes que infestaban las fronteras de Egipto; y fue en una cueva habitada por estos asaltantes que la Sagrada Familia tomó refugio cuando huía hacia Egipto, en el tiempo de la masacre de los Inocentes. El pobre niño leproso, que fue instantáneamente limpiado al ser sumergido en el agua que había sido usada para bañar al infante Jesús, no era otro que este Dismas, y la caridad de su madre, al recibir y otorgar hospitalidad a la Sagrada Familia, había sido recompensada mediante la curación de su hijo; mientras esta purificación exterior era un emblema de la purificación interior que fue después consumada en el alma de Dismas en el Monte Calvario, a través de aquella Sagrada Sangre que fue entonces derramada en la cruz por nuestra redención. Dismas no conocía nada en absoluto acerca de Jesús, pero como su corazón no estaba endurecido, la visión de la extrema paciencia de nuestro Señor lo conmovió mucho. Cuando los verdugos habían terminado de erigir la cruz de Jesús, ordenaron a los ladrones a que se levantaran sin demora, y aflojaron sus ataduras para crucificarlos enseguida, ya que el cielo se estaba poniendo muy nublado y llevaba toda la apariencia de una tormenta cercana. Después de darles algo de mirra y vinagre, los despojaron de sus harapientas ropas, ataron sogas alrededor de sus brazos, y mediante la ayuda de pequeñas escaleras los elevaron hasta sus lugares en la cruz.  Los verdugos entonces ataron los brazos de los ladrones a la cruz, con cuerdas hechas de corteza de árboles, y sujetaron sus muñecas, codos, rodillas, y pies de forma similar, tirando de las cuerdas tan fuertemente que sus articulaciones se resquebrajaron, y la sangre brotó. Profirieron penetrantes gritos, y el buen ladrón exclamó mientras lo inmovilizaban, “Esta tortura es terrible, pero si  nos hubieran tratado como trataron al pobre Galileo, habríamos muerto hace mucho tiempo”.

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Los verdugos habían dividido las vestimentas de Jesús, para echar suertes sobre ellas; su manto, que era angosto en la parte de arriba, era muy ancho en la parte inferior, y estaba forrado sobre el pecho, formando así un bolsillo entre el forro y el mismo material; al forro lo tironearon, lo rasgaron en bandas y lo dividieron. Hicieron lo mismo con su larga túnica blanca, el cinto, escapulario y la vestimenta interior, la cual estaba completamente saturada con su Sagrada Sangre. No siendo capaces de ponerse de acuerdo acerca de quién iba a ser el poseedor de la túnica de una sóla pieza tejida por su Madre, la cual no podía ser cortada y dividida, sacaron una especie de tablero de ajedrez marcado con figuras, y estaban a punto de decidir la cuestión echando suertes, cuando un mensajero, enviado por Nicodemo y José de Arimatea, les informó que había personas listas a comprar toda la ropa de Jesús; se reunieron entonces todos juntos y la vendieron en conjunto. Así los Cristianos tomaron posesión de estas preciosas reliquias.

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CAPÍTULO XLI

JESÚS PENDIENDO DE LA CRUZ ENTRE DOS LADRONES.

La tremenda concusión causada por la caída de la cruz dentro del agujero preparado para ella, impulsaron las afiladas puntas de la corona de espinas, que aún estaba sobre la cabeza de nuestro querido Salvador, aún más profundamente dentro de su sagrada carne, y la sangre cayó de nuevo en vertientes, tanto desde allí como desde sus manos y pies. Los arqueros colocaron entonces escaleras contra los lados de la cruz, las montaron y soltaron las cuerdas con las que habían sujetado a nuestro Señor contra la Cruz, previo al levantamiento de ésta, temiendo de que el golpe pudiera abrir las heridas en manos y pies, y que entonces los clavos no fueran capaces de soportar más su cuerpo. Su sangre se había, en cierto grado, estancado por su posición horizontal y la presión de las cuerdas, pero cuando éstas fueron liberadas, reasumió su curso usual, y causó sensaciones tan agonizantes a través de sus incontables heridas, que inclinó su cabeza, y permaneció como muerto por más de siete minutos. Sobrevino una pausa; los verdugos estaban ocupados con la división de sus vestimentas; las trompetas en el templo no resonaban más; y todos los actores en esta terrible tragedia parecían estar exhaustos; algunos por el dolor, y otros por los esfuerzos que habían hecho para lograr sus malignos fines, y por la alegría que sentían ahora habiendo finalmente triunfado en producir la muerte de aquel a quien habían envidiado tanto.

Con sentimientos mezclados de temor y compasión dirigí mis ojos hacia Jesús, - Jesús, mi Redentor, - el Redentor del mundo. Lo contemplé inmóvil, y casi sin vida. Sentí como si yo misma debiera expirar; mi corazón estaba abrumado entre el dolor, el amor y el horror; mi mente estaba medio vagando, mis manos y pies ardiendo con un calor febril; cada vena, nervio y miembro estaba torturado con un dolor indecible; no veía nada claramente, excepto a mi amado Esposo, pendiendo en la cruz. Contemplé su semblante desfigurado, su cabeza circundada por esa terrible corona de espinas, que impedía que la levantara siquiera por un momento sin tener el más intenso sufrimiento, su boca reseca y media abierta por el agotamiento, y su pelo y barba cuajados con sangre. Su pecho estaba rasgado con estrías y heridas, y sus codos, muñecas y hombros, tan violentamente dilatados como si estuvieran casi dislocados;  la sangre constantemente goteaba de las heridas abiertas en sus manos, y la carne estaba tan corrida desde sus costillas que podrías casi contarlas. Sus piernas y muslos, como también sus brazos, estaban estirados hasta casi la dislocación, la carne y los músculos tan completamente al descubierto que cada hueso era visible, y todo su cuerpo cubierto con heridas negras, verdes y con hedor. La sangre que fluía de sus heridas era al principio roja, pero se hacía gradualmente clara y acuosa, y la apariencia total de su cuerpo era la de un cadáver listo para el entierro. Y aún así, a pesar de las horribles heridas con las que estaba cubierto, a pesar del estado de ignominia al que estaba reducido, allí aún permanecía aquella indecible apariencia de dignidad y bondad que siempre había llenado de pasmo a todos los observadores.

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El cutis de nuestro Señor era claro, como el de María, y levemente teñido de rojo; pero su exposición al clima durante los últimos tres años lo habían bronceado considerablemente. Su pecho era ancho, pero no velloso como el de San Juan Bautista; sus hombros anchos, y sus brazos y muslos fibrosos; sus rodillas eran fuertes y endurecidas, como es usualmente el caso con aquellos que han caminado o se han arrodillado mucho, y sus piernas largas, con músculos muy fuertes; sus pies estaban bien formados, y sus manos hermosas, los dedos siendo largos y ahusados, y aunque no delicados como aquellos de una mujer, tampoco se parecían a aquellos de un hombre que hubiera trabajado duro. Su cuello era algo largo, con una cabeza bien ubicada y finamente proporcionada; su frente grande y alta; su cara oval; su pelo, que estaba lejos de ser espeso, era de un color marrón dorado, partido a la mitad y cayendo sobre sus hombros; su barba no era muy larga, pero en punta y dividida debajo de la barbilla. Cuando lo contemplé en la cruz, su cabello estaba casi por completo desgajado, y lo que quedaba estaba enredado y cuajado en sangre; su cuerpo era una herida, y cada miembro parecía como dislocado.

Las cruces de los dos ladrones estaban colocadas, una a la derecha y otra a la izquierda de Jesús; había espacio suficiente como para que un jinete a caballo cruzara entre ellas. Nada podía imaginarse como más desconsolador que la apariencia de los ladrones en sus cruces; sufrían terriblemente, y el del lado izquierdo nunca cesaba de maldecir y blasfemar. Las cuerdas con las que fueron atados estaban muy apretadas, y causaban gran dolor; sus semblantes estaban lívidos, y sus ojos inflamados y listos para salir de sus órbitas. La altura de las cruces de los dos ladrones eran mucho menor que aquella de nuestro Señor.

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CAPÍTULO XLII

PRIMERA PALABRA DE JESÚS EN LA CRUZ.

Tan pronto como los verdugos habían crucificado a los dos ladrones y dividieron las vestiduras de Jesús entre ellos, juntaron sus herramientas, dirigieron unas pocas palabras de insultos más hacia nuestro Señor, y se marcharon. Los Fariseos, del mismo modo, cabalgaron hacia Jesús, lo observaron despreciativamente, hicieron uso de algunas expresiones oprobiosas, y entonces dejaron el lugar. Los soldados romanos, de entre los cuales cien habían sido apostados alrededor del Calvario, fueron ordenados a retirarse, y sus lugares cubiertos por otros cincuenta, cuyo comando fue dado a Abenadar, un árabe de nacimiento, quien después  tomó el nombre de Ctésiphon en el bautismo, y el segundo en comandar era Cassius, quien, cuando se hizo Cristiano, fue conocido por el nombre de Longinus: Pilatos frecuentemente hacía uso de él como mensajero. Doce Fariseos, doce Saduceos, así como muchos Escribas, y unos pocos Ancianos, acompañados por aquellos Judíos que se habían esforzado en persuadir a Pilatos para que cambiara la inscripción en la Cruz de Jesús, entonces se acercaron: estaban furiosos, ya que el gobernador romano les había dado una negativa directa. Cabalgaron alrededor de la plataforma, y alejaron a la Virgen Bendita, a quien Juan condujo hasta las mujeres santas. Cuando pasaron la Cruz de Jesús, movieron sus cabezas desdeñosamente a él, exclamando al mismo tiempo: “Bah! Vos que destruís el templo de Dios, y en tres días lo construís de nuevo, salvaos, bajando de la Cruz. Que el Cristo, el Rey de Israel, descienda ahora de la Cruz, para que podamos ver y creer”. Los soldados, igualmente, hacían uso de lenguaje burlesco.

El semblante y todo el cuerpo de Jesús se hacían aún más descoloridos: parecía estar a punto de desfallecer, y Gesmas (el ladrón malo) exclamó: “El demonio por el cual está poseído está por dejarlo”. Un soldado tomó entonces una esponja, la llenó con vinagre, la puso en una caña, y se la presentó a Jesús, que pareció beber. “Si Vos sois el Rey de los Judíos”, dijo el soldado, “salvaos, descendiendo de la Cruz”. Estas cosas tuvieron lugar durante el tiempo en que la primera partida de soldados fuera relevada por aquella de Abenadar. Jesús levantó un poco su cabeza, y dijo, “Padre, perdónalos, por que no saben lo que hacen”. Y Gesmas gritó, “Si Vos sois el Cristo, salvaos y sálvanos”. Dismas (el ladrón bueno) estaba silencioso, pero estaba profundamente conmovido ante la oración de Jesús por sus enemigos. Cuando María escuchó la voz de su Hijo, incapaz de reprimirse, avanzó corriendo, seguida por Juan, Salomé, y María de Cleofás, y se acercó a la Cruz, lo que el centurión bondadoso no impidió.

Las oraciones de Jesús obtuvieron para el ladrón bueno una muy poderosa gracia; recordó de repente que fueron Jesús y María quienes lo habían curado de la lepra en su infancia, y exclamó con voz clara y fuerte, “¿Cómo podéis insultarlo cuando reza por vos? Él ha estado silencioso, y sufrió todos los ultrajes con paciencia; él es verdaderamente un Profeta – él es nuestro Rey – él es el Hijo de Dios”. Esta inesperada amonestación de labios de un miserable malhechor que estaba muriendo en la cruz causó una tremenda conmoción entre los espectadores; juntaron piedras, y desearon lanzárselas; pero el centurión Abenadar no lo permitiría.

La Virgen Bendita fue muy confortada y fortalecida por la oración de Jesús, y Dismas dijo a Gesmas, quien aún seguía blasfemando a Jesús, “Ni siquiera teméis a Dios, viendo que estáis  bajo la misma condena. Y nosotros que lo hacemos en efecto con justicia, ya que recibimos el premio merecido por nuestras obras; pero este hombre no ha hecho nada malo. Recuerda que estáis al borde de la muerte, y arrepiéntete”. Fue iluminado y conmovido: confesó sus pecados a Jesús, y dijo: “Señor, si Vos me condenáis será con justicia”. Y Jesús replicó, “Vos experimentaréis mi misericordia”. Dismas, lleno de la más perfecta contrición, empezó instantáneamente a agradecer a Dios por las grandes gracias que había recibido, y a reflexionar sobre los múltiples pecados de su vida pasada. Todos estos eventos tuvieron lugar entre las doce y doce y media poco después de la crucifixión; pero había tenido lugar tal cambio sorpresivo en la apariencia de la naturaleza durante aquel tiempo como para asombrar a los observadores y llenar sus mentes de pasmo y terror.

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CAPÍTULO XLIII

ECLIPSE DEL SOL – SEGUNDA Y TERCERA FRASE DE JESÚS EN LA CRUZ.

Un pequeño granizo había caído alrededor de las diez, - cuando Pilatos estaba dictando sentencia, - y después de eso el clima se aclaró. Hasta hacia las doce, cuando la espesa niebla de apariencia rojiza comenzó a obscurecer al sol.  Hacia la hora sexta, de acuerdo a la manera de contar de los Judíos, el sol fue repentinamente oscurecido. Me fue mostrada la causa exacta de este maravilloso fenómeno; pero desafortunadamente lo he parcialmente olvidado, y para lo que no he olvidado no puedo encontrar las palabras para expresarlo; pero fui ascendida desde la tierra, y contemplé las estrellas y los planetas moviéndose fuera de sus propias esferas. Vi a la luna  como una inmensa bola de fuego rodando a lo largo como si volara desde la tierra.  Fui llevada entonces de repente de vuelta a Jerusalén, y contemplé la luna reaparecer detrás del Monte de los Olivos, viéndose pálida y llena, y avanzando rápidamente hacia el sol, el que estaba menguado y envuelto por una niebla. Vi hacia el este del sol un gran cuerpo oscuro que tenía la apariencia de una montaña, y que pronto ocultó enteramente al sol. El centro de este cuerpo era amarillo oscuro, y un círculo rojo como un anillo de fuego estaba a su alrededor. El cielo se puso más oscuro y las estrellas parecieron lanzar una luz roja y pavorosa.  Tanto hombres como bestias fueron golpeados por el terror; los enemigos de Jesús cesaron de denigrarlo, mientras los Fariseos se esforzaron en dar razones filosóficas para lo que estaba teniendo lugar, pero fallaron en su intento, y fueron reducidos al silencio. Muchos fueron presa del remordimiento, se golpeaban el pecho, y gritaban, “¡Que su sangre caiga sobre sus asesinos!”. Algunos otros, ya sea cerca de la Cruz o a la distancia, cayeron sobre sus rodillas e imploraron perdón de Jesús, quien dirigió compasivamente sus ojos sobre ellos en medio de sus sufrimientos. Sin embargo, la oscuridad continuó incrementándose, y cada uno, excepto María y los más fieles entre los amigos de Jesús, dejaron la Cruz. Dismas entonces levantó su cabeza, y en un tono de humildad y esperanza dijo a Jesús, “Señor, recuérdame cuando entréis en vuestro reino”. Y Jesús respondió, “Amén, os digo, este día estaréis conmigo en el Paraíso”. Magdalena, María de Cleofás, y Juan estaban cerca de la Cruz de nuestro Señor y lo observaron, mientras la Virgen Bendita, llena de intensos sentimientos de amor maternal, imploró a su Hijo que le permitiera morir con él, pero él, lanzando una mirada de inefable ternura sobre ella, volteó hacia Juan y dijo, “Mujer, mira a vuestro hijo”, entonces dijo a Juan, “Mira a vuestra madre”. Juan miró a su moribundo Redentor, y saludó a esta amada madre (a quien desde entonces consideró como a su propia madre) de la más respetuosa manera. La Virgen Bendita estaba tan abrumada por el dolor ante estas palabras de Jesús que casi se desvanece, y fue llevada a corta distancia de la Cruz por las santas mujeres.

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No sé si Jesús realmente pronunció estas palabras, pero sentí interiormente que a María la dio a Juan como una madre, y a Juan a María como un hijo. En visiones similares una persona es frecuentemente consciente de cosas que no están escritas, y las palabras sólo pueden expresar una porción de ellas, aunque para el individuo a quien les son mostradas son tan claras que no necesitan explicación. Por esta razón, no me pareció sorprendente en lo más mínimo que Jesús debiera llamar a la Virgen Bendita “Mujer”, en vez de “Madre”. Sentí que intentó demostrar que ella era aquella mujer de la que se habla en las Escrituras que iba a aplastar la cabeza de la serpiente, y que entonces era el momento en el cual aquella promesa fue cumplida en la muerte de su Hijo. Supe que Jesús, al darla a ella como Madre a Juan, la dio también como Madre de todos los que creen en él, que se hacen hijos de Dios, y no son nacidos de carne y sangre, o del deseo del hombre, sino del de Dios. Tampoco me pareció sorprendente que la más pura, la más humilde, y la más obediente entre las mujeres, quien, cuando saludada por el ángel como “llena de gracia”, inmediatamente replicó, “Miradme, la esclava del Señor, que se haga en mí según vuestra palabra”, y en cuyo vientre la Palabra fue instantáneamente hecha carne, - que ella, cuando informada por su moribundo Hijo que iba a convertirse en la madre espiritual de otro hijo, debiera repetir las mismas palabras con humilde obediencia, e inmediatamente adoptara como sus hijos a todos los hijos de Dios, los hermanos de Jesucristo. Estas cosas son mucho más fáciles de sentir por la gracia de Dios que ser expresadas con palabras. Recuerdo  a mi celestial Esposo diciéndome una vez, “Todo está impreso en los corazones de aquellos hijos de la Iglesia que creen, esperan, y aman.”

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CAPÍTULO XLIV

EL TEMOR SENTIDO POR LOS HABITANTES DE JERUSALÉN. – CUARTA FRASE DE JESÚS EN LA CRUZ.

Era alrededor de la una y media cuando fui llevada a Jerusalén para ver lo que estaba pasando allí. Los habitantes estaban perfectamente sobrecogidos de terror y ansiedad; las calles oscuras y tenebrosas, y algunas personas estaban caminando al tanteo, mientras otras, sentadas en el suelo con sus cabezas cubiertas, se golpeaban el pecho, o subían a los techos de sus casas, miraban al cielo, y estallaban en amargas lamentaciones. Incluso los animales emitían dolorosos quejidos y se escondían; los pájaros volaban bajo y caían a tierra. Vi a Pilatos conferenciando con Herodes acerca del estado alarmante de las cosas: estaban los dos extremadamente agitados, y contemplaban la apariencia del cielo desde aquella terraza sobre la que Herodes estaba cuando entregó a Jesús para ser insultado por la chusma enfurecida. “Estos eventos no están en el curso normal de la naturaleza”, exclamaron ambos: “deben estar causados por la ira de los dioses, que están disgustados ante la crueldad que ha sido ejercida hacia Jesús de Nazaret”. Pilatos y Herodes, rodeados de guardias, dirigieron entonces sus temblorosos y precipitados pasos por el forum hasta el palacio de Herodes. Pilatos desvió su cabeza cuando pasó por Gabbatha, desde donde él había condenado a Jesús para ser crucificado, la plaza estaba casi vacía; unas pocas personas podían ser vistas reentrando a sus casas lo más rápidamente posible, y unos pocos otros corriendo y llorando, mientras dos o tres pequeños grupos podían ser distinguidos a la distancia. Pilatos envió por algunos de los Ancianos y les preguntó acerca de lo que pensaban que la asombrosa oscuridad podría presagiar, y dijo que él mismo la consideraba  una prueba fenomenal de la furia del Dios de ellos ante la crucifixión del Galileo, quien era más que probablemente profeta y rey de ellos; añadió que nada tenía que reprocharse a sí mismo por ese empeoramiento, ya que se había lavado las manos acerca de todo el asunto, y era, por lo tanto, absolutamente inocente. Los Ancianos estaban más endurecidos que nunca, y replicaron, en tono malhumorado, que no había nada no natural en el curso de los eventos, que podrían ser fácilmente explicados por los filósofos, y que no se arrepentían de nada que hubieran hecho. Sin embargo, muchas personas fueron convertidas, y entre otros, aquellos soldados que cayeron al suelo ante las palabras de nuestro Señor cuando fueron enviados para arrestarlo en el Jardín de los Olivos.

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La chusma se reunió ante la casa de Pilatos, y en vez del grito de “¡Crucifícalo, crucifícalo!” que había resonado en la mañana, podías escuchar vociferaciones de “¡Abajo el juez inicuo!”. “¡Que la sangre del hombre justo caiga sobre sus asesinos!”. Pilatos estaba muy alarmado; envió por guardias adicionales, y se esforzó en echar toda la culpa sobre los Judíos. De nuevo declaró que el crimen no fue suyo; que él no tenía nada que ver con este Jesús, a quien ellos habían puesto a morir injustamente, y quien era rey de ellos, su Santo; que ellos solos eran culpables, ya que debía ser evidente para todos que condenó a Jesús solamente por compulsión.

El Templo estaba atestado de Judíos, que estaban atentos a la inmolación del cordero Pascual; pero cuando la oscuridad se incrementó a un grado tal que fue imposible distinguir el semblante de uno respecto del otro, fueron presa del miedo, el susto y el pavor, los que expresaron mediante lúgubres gritos y lamentaciones. Los Sumos Sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad. Todas las lámparas estaban encendidas; pero la confusión se hacía mayor a cada momento, y Anás aparecía perfectamente paralizado del terror. Lo vi empeñándose en esconderse primero en un lugar, y luego en otro. Cuando dejé el Templo, y caminé por las calles, advertí que, aunque ni un hálito de viento se movía, aun así las puertas y ventanas de las casas se sacudían como en una tormenta, y la oscuridad se hacía más densa a cada momento.

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La consternación producida por la repentina oscuridad en el Monte Calvario era indescriptible. Cuando comenzó al principio, la confusión del ruido de los martillos, las vociferaciones de la chusma, los gritos de los dos ladrones al ser sujetados a sus cruces, los discursos insultantes de los Fariseos, el devenir de los soldados, y los alaridos beodos de los verdugos, habían absorbido tan completamente la atención de cada uno, que el cambio que estaba gradualmente viniendo sobre la faz de la naturaleza no fue notado; pero al incrementarse la oscuridad, todo sonido cesó, cada voz fue acallada, y el remordimiento y el terror tomaron posesión de cada corazón, mientras los presentes se retiraban uno por uno a distancia de la Cruz. Fue entonces que Jesús dio su Madre a San Juan, y que ella, abrumada por el dolor, fue llevada a corta distancia. Mientras la oscuridad continuaba creciendo más y más en densidad, el silencio se hacía perfectamente desconcertante; cada uno parecía golpeado por el terror; algunos miraron al cielo, mientras otros, llenos de remordimiento, voltearon hacia la Cruz, se golpearon el pecho, y se convirtieron. Aunque los Fariseos estaban en realidad totalmente tan alarmados como las otras personas, aun así se esforzaron al principio en poner una cara audaz al asunto, y declararon que no podían ver nada inexplicable en estos eventos; pero al final incluso ellos perdieron convicción, y fueron reducidos al silencio. El disco del sol era de un tinte amarillo oscuro, algo semejante a una montaña cuando es vista bajo la luz de la luna, y estaba rodeado por un brillante anillo de fuego; las estrellas aparecieron, pero la luz que emitían era roja y tenebrosa; las aves estaban tan aterrorizadas que caían al suelo; las bestias temblaban y gemían; los caballos y los asnos de los Fariseos se apiñaban lo más cerca posible unos de otros, y ponían sus cabezas entre las patas. La densa niebla penetraba todo.

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La quietud reinaba alrededor de la Cruz. Jesús pendiendo de ella solo; olvidado por todos, - discípulos, seguidores, amigos, su Madre inclusive fue removida de su lado; ninguna de las miles de personas sobre quienes había prodigado beneficios estaba cerca para ofrecerle el más mínimo alivio en su amarga agonía, - su alma estaba por de más cubierta de un indescriptible sentimiento de amargura y dolor, - todo dentro de él era oscuro, triste, y desdichado. La oscuridad que reinaba alrededor no era sino simbólica de aquella que se extendía por de más en su interior; se volvió, sin embargo, hacia su Padre Celestial, oró por sus enemigos. Ofreció el cáliz de sus sufrimientos para su redención, continuó orando como había hecho durante toda su Pasión, y repetía partes de aquellos Salmos, cuyas profecías estaban recibiendo su cumplimiento en él. Vi ángeles parados alrededor. De nuevo miré a Jesús – mi amado Esposo – en su Cruz, agonizando y muriendo, aunque todavía en triste soledad. Él en aquel momento, sobrellevó una angustia que ninguna pluma puede describir, - sintió aquel sufrimiento que abrumaría a un pobre y débil mortal si fuera privado al instante de todo consuelo, tanto divino como humano, y luego se obligó, sin descanso, asistencia, o luz, a atravesar el tormentoso desierto de la tribulación sostenido solamente por la fe, la esperanza y la caridad.

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Sus sufrimientos eran indecibles; pero fue por ellos que él ameritó para nosotros la gracia necesaria para resistir aquellas tentaciones de desesperación que nos asaltarán en la hora de la muerte, - aquella tremenda hora cuando sentiremos que estamos a punto de dejar todo aquello que nos es querido aquí abajo. Cuando nuestras mentes, debilitadas por la enfermedad, hayan perdido el poder de razonar, e incluso nuestras esperanzas de misericordia y perdón sean como si estuvieran envueltas por la bruma y la incertidumbre, - entonces es que debemos volar hacia Jesús, unir nuestros sentimientos de desolación con aquel indescriptible abandono que sobrellevó en la Cruz, y estar seguros de obtener una victoria gloriosa sobre nuestros infernales enemigos. Jesús ofreció entonces a su Eterno Padre su pobreza, su abandono, sus trabajos, y por sobre todo, los amargos sufrimientos que nuestra ingratitud le habían ocasionado que soportara en expiación de nuestros pecados y debilidades; nadie, por lo tanto, que esté unido a Jesús en el seno de su Iglesia debe desesperarse ante el horrible momento que precede a su salida de esta vida, incluso si está privado de toda luz sensible y confort; ya que debe recordar entonces que el Cristiano no está más obligado a entrar en este oscuro desierto solo y desprotegido, ya que Jesús ha echado su propio abandono interior y exterior sobre la Cruz dentro de este golfo de desolación, consecuentemente no será abandonado para enfrentarse solo con la muerte, o librado a dejar este mundo en desolación de espíritu, privado de la consolación celestial. Todo temor de soledad y desesperación en la muerte debe entonces ser apartado; ya que Jesús, quien es nuestra luz verdadera, el Camino, la Verdad, y la Vida, nos ha precedido en aquel camino triste, lo ha cubierto por de más de bendiciones, y ha levantado su Cruz sobre él, hacia la cual una mirada calmará cada uno de nuestros temores. Jesús  entonces (si podemos expresarnos así) hizo su último testamento en presencia de su Padre, y legó los méritos de su Muerte y Pasión a la Iglesia y a los pecadores. Ningún alma errada fue olvidada; él pensó en todas y cada una; orando, del mismo modo, incluso por aquellos herejes que se han empeñado en probar que, siendo Dios, no sufrió como un hombre lo haría en su lugar. El grito que él permitió que traspasara sus labios en la cima de su agonía estaba destinado, no solamente a mostrar el exceso de los sufrimientos que estaba entonces soportando, sino también para alentar a todas las almas afligidas que reconocen a Dios como su Padre para tender sus penas con filial confidencia a sus pies. Fue hacia las tres cuando gritó con fuerte voz, “Eloi, Eloi, lamma sabacthani?”. Estas palabras de nuestro Señor interrumpieron el silencio de muerte que había continuado tanto; los Fariseos se dirigieron a él, y uno de ellos dijo: “Miren, llama a Elías”; y otro: “Veamos si  Elías vendrá a liberarlo”. Cuando María oyó la voz de su divino Hijo, fue incapaz de contenerse más, sino que avanzó corriendo, y regresó al pie de la Cruz, seguida por Juan, maría la hija de Cleofás, María Magdalena, y Salomé.  Una tropa de alrededor de treinta jinetes desde Judea y alrededores de Joppa, que estaban en su camino a Jerusalén para la festividad, pasaron justo en el momento en que todo estaba silencioso alrededor de la Cruz, tanto asistentes y espectadores estando traspasados por el terror y la aprehensión. Cuando contemplaron a Jesús pendiendo de la Cruz, cuando vieron la crueldad con la que lo habían tratado, y notaron las señales extraordinarias de la ira de Dios que cubrían la faz de la naturaleza, se llenaron de horror y exclamaron: “Si el Templo de Dios no estuviera en Jerusalén, la ciudad debería ser incendiada por haber tomado sobre sí tan temible crimen”. Estas palabras de labios de extranjeros –  que portaban también la apariencia de personas de rango – causaron una gran impresión en los circunstantes, y fuertes murmuraciones y exclamaciones de dolor fueron escuchadas en todos lados; algunos individuos se reunieron en grupos, la mayoría libremente para desahogar su pena, aunque una cierta porción de la multitud continuaba blasfemando e insultando todo alrededor.

Los Fariseos fueron forzados a asumir un tono más humilde, ya que temían una insurrección entre la gente, estando bien al tanto de la gran excitación existente entre los habitantes de Jerusalén.  Sostuvieron entonces una consulta con Abenadar, el centurión, y acordaron con él que la puerta de la ciudad, que estaba en la cercanía, debería ser cerrada, para prevenir mayor comunicación, y que deberían pedir a Pilatos y Herodes por 500 hombres para precaverse de una insurrección; el centurión, entretanto, hacía todo lo que estaba en su poder para mantener el orden y evitaba que los Fariseos insulten a Jesús, ya que si no, exasperaría aún más a la gente.

Poco después de las tres la luz reapareció de a poco, la luna comenzó a alejarse del disco del sol, mientras el sol de nuevo brillaba, aunque su apariencia estaba menguada, estando rodeado por una especie de neblina roja; por momentos se hacía más brillante, y las estrellas desaparecían, pero el cielo estaba aún lúgubre. Los enemigos de Jesús pronto recuperaron su arrogante espíritu cuando vieron regresar la luz; y fue entonces que exclamaron, “Miren, llama a Elías”.

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CAPÍTULO XLV

QUINTA, SEXTA Y SÉPTIMA FRASE DE JESÚS EN LA CRUZ. – SU MUERTE.

La luz continuó regresando de a poco, y el lívido semblante exhausto de nuestro Señor se hizo visible otra vez. Su cuerpo se había hecho mucho más blanco por la cantidad de sangre que había perdido; y lo oí exclamar, “Soy prensado como una uva, la que es pisada en la prensa de vino. Mi sangre será vertida hasta que salga agua, pero vino no será más hecho aquí”. No puedo estar segura de si él realmente pronunció estas palabras, como para ser escuchadas por otros, o si fueron solamente una respuesta otorgada a mi oración interior. Posteriormente tuve una visión relacionada con estas palabras, y en ella vi a Jafet haciendo vino en este lugar.

Jesús estaba casi desmayándose, su lengua estaba reseca, y dijo: “Tengo sed”. Los discípulos que estaban parados alrededor de la Cruz lo observaban con la más profunda expresión de pesar, y él añadió, “¿No podían haberme dado un poco de agua?”. Con estas palabras les dio a entender que nadie les habría impedido hacerlo durante la oscuridad. Juan se llenó de remordimiento, y replicó: “No pensamos en hacerlo, oh Señor”. Jesús pronunció unas pocas palabras más, el significado de las cuales era: “Mis amigos y mis vecinos debían también olvidarme, y no darme de beber, ya que así lo que  fuera escrito en relación a mí pudiera ser cumplido.” Esta omisión lo había afligido mucho. Los discípulos entonces ofrecieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua: ellos se negaron a darla, pero hundieron una esponja en vinagre y hiel, y estaban a punto de ofrecerla a Jesús, cuando el centurión Abenadar, cuyo corazón fue conmovido por la compasión, la arrebató, exprimió la hiel, vertió algo de vinagre fresco sobre ella, y ajustándola a una caña, puso la caña al final de una lanza, y se la presentó a Jesús para beber. Oí a nuestro Señor decir varias otras cosas, pero sólo recuerdo estas palabras: “Cuando mi voz quede en silencio, las bocas de los muertos se abrirán”. Algunos de los circunstantes gritaron: “Blasfema otra vez”. Pero Abenadar los obligó a estar en silencio.

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La hora de nuestro Señor había llegado al fin; su pelea con la muerte había comenzado; un sudor frío se extendió en cada miembro. Juan se paró al pie de la Cruz, y limpió los pies de Jesús con su escapulario. Magdalena estaba en cuclillas sobre el suelo en un completo frenesí de desolación detrás de la Cruz. La Virgen Bendita estaba parada entre Jesús y el buen ladrón, sostenida por Salomé y María de Cleofás, con sus ojos clavados en el semblante de su Hijo moribundo. Jesús entonces dijo: “Está consumado”; y, levantando su cabeza, gritó con fuerte voz, “Padre, en vuestras manos encomiendo mi espíritu”. Estas palabras, las que emitió con tono claro y emotivo, resonaron a través de cielo y tierra; y un momento después, inclinó su cabeza y entregó su alma. Vi su alma, bajo la apariencia de un brillante meteoro, penetrando la tierra al pie de la Cruz. Juan y las santas mujeres cayeron postradas al suelo. El centurión Abenadar había mantenido sus ojos constantemente fijos en el desfigurado semblante de nuestro Señor, y estaba perfectamente anonadado ante todo lo que había tenido lugar. Cuando nuestro Señor pronunció sus últimas palabras, antes de expirar, en tono fuerte, la tierra se estremeció , y la roca del Calvario se partió, formando un profundo abismo entre la Cruz de nuestro Señor y aquella de Gesmas. La voz de Dios – aquella solemne y terrible voz – había resonado a través del universo entero; había quebrado el silencio solemne que había inundado toda la naturaleza. Todo se había cumplido. El alma de nuestro Señor había abandonado su cuerpo: su último clamor había llenado cada pecho con terror. La tierra convulsionada había homenajeado a su Creador: la espada de la aflicción había traspasado los corazones de aquellos que lo amaban. Este momento  fue el momento de la gracia para Abenadar; su caballo se sacudió debajo de él; su corazón fue tocado; se partió como la roca dura;  arrojó su lanza a distancia, golpeó su pecho, y exclamó: “Bendito sea el Altísimo Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; en efecto este Hombre era el Hijo de Dios!”. Sus palabras convencieron a muchos entre los soldados, quienes siguieron su ejemplo y fueron igualmente convertidos.

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Abenadar se convirtió desde ese momento en un hombre nuevo; adoró al verdadero Dios, y no serviría más a sus enemigos. Entregó tanto su caballo como su lanza a un subalterno de nombre Longinus, quien, habiendo dirigido unas pocas palabras a los soldados, montó su caballo, y tomó sobre sí la comandancia. Abenadar entonces abandonó el Calvario, y fue a través del Valle de Gijón hasta las cuevas del Valle de Hinnom, donde los discípulos estaban ocultos, anunció a ellos la muerte de nuestro Señor, y luego fue a la ciudad, para ver a Pilatos. Tan pronto había Abenadar rendido público testimonio de su creencia en la divinidad de Jesús, que un gran número de soldados siguió su ejemplo, como también algunos de los circunstantes, e incluso unos pocos Fariseos. Muchos se golpearon el pecho, lloraron, y regresaron a casa, mientras otros rasgaron sus vestiduras, y echaron polvo sobre sus cabezas, y todos estaban llenos de horror y temor.  Juan se levantó; y algunas de las santas mujeres que estaban a corta distancia se acercaron a la Virgen Bendita y la condujeron lejos del pie de la Cruz.

Cuando Jesús, el Señor de la vida y la muerte, entregó su alma en manos de su Padre, y permitió que la muerte tomara posesión de su cuerpo, su sagrado cuerpo tembló y se puso lívidamente blanco; las incontables heridas que estaban cubiertas con sangre coagulada aparecían como marcas oscuras; sus mejillas se hicieron más hundidas, su nariz más aguda, y sus ojos, que estaban oscurecidos con sangre, permanecieron empero medio abiertos. Levantó su cansada cabeza, que aún estaba coronada con espinas, por un momento, y luego la dejó caer de nuevo en agonía de dolor; mientras sus resecos y partidos labios, sólo parcialmente cerrados, mostraban su sangrante e inflamada lengua. En el momento de la muerte sus manos, las que se contrajeron al unísono alrededor de los clavos, se abrieron y regresaron a su tamaño natural, como también lo hicieron sus brazos; su cuerpo se puso rígido, y todo el peso se lanzó hacia los pies, sus rodillas dobladas, y sus pies volteados hacia un lado.

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¿Qué palabras pueden, ay, expresar la profunda pena de la Virgen Bendita? Sus ojos cerrados, un tinte como de muerte esparcido en su semblante; incapaz de estar parada, cayó al suelo, pero pronto fue levantada y sostenida por Juan, Magdalena, y los otros. Miró una vez más a su Hijo – aquel Hijo a quien había concebido por el Espíritu Santo, la carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón – colgado de una cruz entre dos ladrones; crucificado, deshonrado, condenado por aquellos a quienes vino a la tierra para salvar; y bien se podría en este momento llamársele a ella “la reina de los mártires”.

El sol aún parecía débil y difuminado con neblina; y durante el tiempo del terremoto el aire estaba denso y opresivo, pero gradualmente se hizo más claro y fresco.

Eran alrededor de las tres cuando Jesús expiró. Los Fariseos estaban al principio muy alarmados ante el terremoto; pero cuando el primer sacudón terminó se recobraron, empezaron a lanzar piedras dentro del abismo, y trataron de medir su profundidad mediante cuerdas. Encontrando, sin embargo, que no podían escrutar su fondo, se pusieron pensativos, escucharon ansiosamente a los quejidos de los penitentes, quienes estaban lamentándose y golpeándose el pecho, y luego dejaron el Calvario. Muchos entre los espectadores fueron realmente convertidos, y la mayor parte regresó a Jerusalén perfectamente sobrecogidos de terror. Los soldados romanos fueron colocados en las puertas y en otras partes principales de la ciudad, para evitar la posibilidad de una insurrección. Cassius permaneció en el Calvario con cerca de cincuenta soldados. Los amigos de Jesús estaban alrededor de la Cruz, contemplaban a nuestro Señor, y lloraban; muchas entre las santas mujeres habían retornado a sus hogares, y todo estaba silencioso y abrumado por la pena.

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CAPÍTULO XLVI

EL TERREMOTO – APARICIONES DE LOS MUERTOS EN JERUSALÉN.

Vi el alma de Jesús, al momento en que expiró, aparecer bajo la forma de una bola brillante, y acompañado por ángeles, entre quienes distinguí al ángel Gabriel, penetrar la tierra al pie de la Cruz. Vi también a estos ángeles lanzar a cierto número de espíritus malignos dentro del gran abismo, y escuché a Jesús ordenar a varias de las almas en el Limbo a reingresar a los cuerpos que una vez ocuparon, para que la vista pudiera llenar a los pecadores de un terror saludable, y que esas almas pudieran rendir un solemne testimonio de su divinidad.

El terremoto que produjo la profunda fisura en el Calvario provocó mucho daño en diferentes partes de Palestina, pero sus efectos fueron aún más fatales en Jerusalén. Sus habitantes estaban justo comenzando a estar un poco confiados ante el regreso de la luz, cuando su terror fue despertado de nuevo con doble fuerza por los golpes del terremoto, y el terrible ruido y la confusión causados por la caída de casas y muros en todos lados, cuyo pánico fue aún más incrementado por la repentina aparición de personas muertas, confrontando a los temblorosos bribones que estaban huyendo para esconderse, y dirigiéndose a ellos en el más severo y reprochativo lenguaje.

Los Sumos Sacerdotes habían recomenzado el sacrificio del cordero Pascual (que había sido detenido por la inesperada oscuridad), y estaban exultantes ante el regreso de la luz, cuando de repente la tierra debajo de ellos tembló, los edificios vecinos cayeron, y el velo del Templo se rasgó en dos desde arriba de todo hasta abajo. Un exceso de terror al principio dejó sin palabras a aquellos que estaban afuera, pero después de un tiempo estallaron en llantos y lamentaciones. La confusión en el interior del Templo no era, sin embargo, tan grande como naturalmente se habría esperado, porque el orden y el decoro más estrictos siempre fueron practicados allí, particularmente con respecto a las regulaciones a ser seguidas por aquellos que entraban para hacer su sacrificio, y aquellos que partían después de haberlo ofrecido. La multitud era grande, pero las ceremonias eran tan solemnemente llevadas a cabo por los sacerdotes, que abstraían por completo las mentes de los asistentes.  Primero venía la inmolación del cordero, luego la rociada de su sangre, acompañada por la entonación de los cánticos y el sonido de las trompetas. Los sacerdotes estaban esforzándose en continuar los sacrificios, cuando de repente una inesperada y más que espantosa pausa sobrevino; el terror y el pasmo se dibujaron en cada semblante; todo fue lanzado a la confusión; ningún sonido fue oído; los sacrificios cesaron; hubo una corrida general a las puertas del Templo; cada uno se empeñó en huir lo más rápidamente posible. Y bien pudieran huir, bien pudieran temer y temblar; ya que en medio de la multitud allí de repente aparecieron personas que habían estado muertas y sepultadas por muchos años! Estas personas los observaron austeramente, y los reprobaron de lo más severamente por el crimen que habían cometido aquel día, al traer la muerte del “hombre justo”, y al invocar que su sangre estuviera sobre sus cabezas. Aún en medio de esta confusión, algunos intentos fueron, sin embargo, hechos por los sacerdotes para preservar el orden; evitaron que huyeran aquellos que estaban en la parte interior del Templo,  haciéndose camino entre la multitud que estaba por delante de ellos, y descendiendo los escalones que conducían hacia fuera del Templo: incluso continuaron ellos los sacrificios en algunas partes, y se empeñaban en calmar los temores de la gente.

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La apariencia del Templo en este momento sólo puede ser descripta comparándola con un hormiguero al que las personas han arrojado piedras, o que ha sido molestado por un palo puesto en su centro. Las hormigas en aquellas partes en las que las piedras han caído, o que el palo ha molestado, están llenas de confusión y terror; corren de acá para allá y no hacen nada; mientras que las hormigas en aquellas partes que no han sido perturbadas continúan su labor calmadamente, e incluso comienzan a reparar las partes dañadas.

El Sumo Sacerdote Caifás y su séquito no perdieron su presencia de ánimo, y mediante la tranquilidad exterior que su diabólica dureza de corazón les permitía preservar, calmaron la confusión en sumo grado, y luego hicieron lo imposible para evitar que la gente viera estos estupendos eventos como testimonios de la inocencia de Jesús.  La guarnición romana perteneciente a la fortaleza Antonia también hacía grandes esfuerzos para mantener el orden; consecuentemente, la perturbación de la festividad no fue seguida por una insurrección, aunque cada corazón estaba paralizado de temor y ansiedad, la ansiedad que los Fariseos se empeñaban en calmar (y en algunas instancias con éxito).

Recuerdo otros pocos incidentes impactantes: en primer lugar, las dos columnas que estaban colocadas en la entrada del Santo de los Santos, y a las cuales estaba anexada una magnífica cortina, fueron sacudidas hasta los mismos cimientos; la columna de la izquierda cayó en dirección sur, y aquella a la derecha en dirección norte, rasgando así el velo en dos desde la parte superior hasta la inferior con un sonido terrible, y exponiendo el Santo de los Santos descubierto ante la mirada del público. Una gran piedra se soltó y cayó desde el muro en la entrada del santuario, cerca de donde el anciano Simón solía arrodillarse, y el arco se quebró. El suelo fue brutalmente elevado, y muchas otras columnas fueron derribadas en otras partes del Templo.

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Una aparición del Sumo Sacerdote Zacarías, quien fue asesinado entre el pórtico y el altar, fue vista en el santuario. Profirió temibles amenazas, habló de la muerte del segundo Zacarías[1], y de aquella de San Juan Bautista, como también de las violentas muertes de los otros profetas. Los dos hijos del Sumo Sacerdote Simón, apodado el Justo (ancestros del anciano Simón que profetizó cuando Jesús fue presentado en el Templo), hicieron su aparición en la parte usualmente ocupada por los doctores de la ley; hablaron también en tremendos términos sobre las muertes de los profetas, del sacrificio de la vieja ley que ahora estaba a punto de terminarse, y exhortaron a todos los presentes a que se convirtieran, y a abrazar las doctrinas que habían sido predicadas por aquel a quien ellos habían crucificado. El profeta Jeremías también apareció; estaba parado cerca del altar, y proclamó, en tono amenazante, que el antiguo sacrificio estaba en un final, y que el nuevo había comenzado. Como estas apariciones tuvieron lugar en partes donde a nadie más que los sacerdotes se les permitía entrar, Caifás y unos pocos otros fueron ellos solos conocedores de ellas, y se empeñaron, lo más que pudieron, tanto para negar su realidad como para ocultarlas. Estos prodigios fueron seguidos por otros aún más extraordinarios. Las puertas del santuario se abrieron por sí mismas súbitamente , y una voz fue oída emitiendo estas palabras: “Salgamos de este lugar”, y vi todos los ángeles del Señor abandonando al instante el Templo. Los treinta y dos Fariseos que fueron al Calvario poco tiempo antes de que nuestro Señor expirara fueron casi todos convertidos al pie de la Cruz. Regresaron al Templo en medio de la confusión, y estaban perfectamente estupefactos ante todo lo que estaba teniendo lugar allí. Hablaron de lo más austeramente tanto con Anás como con Caifás y abandonaron el Templo. Anás había sido siempre el más acérrimo de los enemigos de Jesús, y había encabezado cada procedimiento en contra de él; pero los eventos sobrenaturales que habían tenido lugar lo habían enervado tan completamente que no sabía dónde esconderse. Caifás estaba, en realidad, excesivamente alarmado, y lleno de ansiedad, pero su orgullo era tan grande que ocultó sus sentimientos tanto como fue posible, y se empeñó en sosegar a Anás. Tuvo éxito por un tiempo; pero la repentina aparición de una persona que había estado muerta muchos años malogró el efecto de sus palabras, y Anás se convirtió de nuevo en presa del más temible terror y remordimiento.

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Mientras estas cosas sucedían en el Templo, la confusión y el pánico no eran menores en Jerusalén. Personas muertas estaban deambulando, y muchos muros y edificios habían sido sacudidos por el terremoto, y partes de ellos se derrumbaron. La superstición de Pilatos lo dejaba más susceptible al miedo; estaba absolutamente paralizado y sin habla del terror; su palacio fue sacudido hasta los mismos cimientos, y la tierra se movió debajo de sus pies. Corría ferozmente de habitación en habitación, y los muertos constantemente se paraban delante de él, reprochándole por la injusta sentencia que había dictado sobre Jesús. Pensó que eran los dioses del Galileo, y se refugió en una habitación interior, donde ofreció incienso, e hizo votos a sus ídolos para invocar su asistencia en su desconsuelo. Herodes estaba igualmente alarmado; pero se encerró en su palacio, fuera de la vista de todos.

Más de cien personas que habían fallecido en diferentes épocas reentraron en los cuerpos que habían ocupado cuando estaban sobre la tierra, hicieron su aparición en diferentes partes de Jerusalén, y llenaron a los habitantes de una consternación inexpresable. Aquellas almas que habían sido liberadas por Jesús del Limbo descubrieron sus rostros y vagaban aquí y allá, y aunque sus cuerpos eran iguales a aquellos que habían animado cuando estaban en la tierra, aún así estos cuerpos no parecían tocar el suelo mientras caminaban. Ingresaron a las casas de sus descendientes, proclamaron la inocencia de Jesús, y reprobaron más severamente a aquellos que habían tenido parte en su muerte. Los ví pasando a través de las principales calles; estaban generalmente en parejas, y me parecía que se deslizaban por el aire sin mover sus pies. El semblante de algunos era pálido; otros eran de un tinte amarillo; sus barbas eran largas, y sus voces sonaban extrañas y sepulcrales. Sus ropas de sepultura eran del tipo de las que era costumbre utilizar en el período de sus decesos. Cuando llegaron al lugar donde la sentencia de muerte fue proclamada sobre Jesús antes de que la procesión partiera hacia el Calvario, se detuvieron por un momento, y exclamaron con voz fuerte: “¡Gloria sea a Jesús por siempre jamás, y la destruccióna a sus enemigos!”. Hacia las cuatro en punto todos los muertos regresaron a sus sepulturas. Los sacrificios en el Templo habían sido tan interrumpidos, y la confusión causada por los diferentes prodigios era tan grande, que muy pocas personas comieron el cordero Pascual en aquella tarde.

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CAPÍTULO XLVII

EL PEDIDO DE JOSÉ DE ARIMATEA PARA QUE SE LE PERMITIERA TENER EL CUERPO DE JESÚS

Apenas la conmoción a la que la ciudad había sido arrojada hubo empezado a mermar un poco, cuando los Judíos pertenecientes al Consejo enviaron a Pilatos el requerimiento de que las piernas de los criminales debían ser quebradas, para poner fin a sus vidas antes de que el día de Sabbath alboreara. Pilatos inmediatamente despachó verdugos al Calvario para cumplir sus deseos. 

José de Arimatea demandó entonces una audiencia; había oído de la muerte de Jesús, y él y Nicodemo se habían propuesto sepultarlo en una tumba nueva que él se había hecho al final de su jardín, no lejos del Calvario. Pilatos aún estaba lleno de ansiedad e inquietud, y estaba muy asombrado al ver a una persona sosteniendo una alta posición como José tan ansioso de partir a darle honorable sepultura a un criminal que él había sentenciado a ser ignominiosamente crucificado. Mandó por el centurión Abenadar, quien regresó a Jerusalén después de que hubo conferenciado con los discípulos que estaban escondidos en las cavernas, y que le preguntaran si el Rey de los Judíos realmente estaba muerto. Abenadar dió a Pilatos un completo relato sobre la muerte de Jesús, de sus últimas palabras, del fuerte grito que emitió inmediatamente antes de morir, y del terremoto que había desgarrado la gran fisura en la roca. La única cosa ante la cual Pilatos expresó sorpresa fue acerca de que la muerte de Jesús hubiera tenido lugar tan rápidamente, ya que aquellos que eran crucificados usualmente vivían mucho más; pero aunque dijo tan poco, cada palabra emitida por José incrementó su estupefacción y remordimiento. Inmediatamente le dió a José una orden, por la cual se lo autorizaba a descender el cuerpo del Rey de los Judíos de la Cruz, y a realizar los ritos de sepultura en seguida. Pilatos parecía empeñarse, por su prontitud en conceder su pedido, en desear reparar, en cierto grado, por su anterior conducta cruel e injusta, y del mismo modo estaba muy complacido en hacer aquello que estaba seguro que molestaría en extremo a los sacerdotes, ya que conocía que el deseo de ellos era tener a Jesús ignominiosamente sepultado entre los dos ladrones. Despachó un mensajero hacia el Calvario para ver que se ejecuten sus órdenes. Creo que el mensajero era Abenadar, ya que lo vi asistiendo en el descenso de Jesús de la Cruz.

Cuando José de Arimatea dejó el palacio de Pilatos, se reunió inmediatamente con Nicodemo, que lo estaba esperando en la casa de una mujer piadosa, la cual se encontraba frente a una gran calle, y no estaba lejos de aquel valle donde Jesús fue tan vergonzosamente maltratado cuando comenzó primero a cargar su Cruz. La mujer era una vendedora de hierbas aromáticas, y Nicodemo le había comprado muchos perfumes que eran necesarios para embalsamar el cuerpo de Jesús. Ella procuró las más preciosas especies de otros lugares, y José salió para procurarse una fina sábana. Sus sirvientes consiguieron entonces escaleras, martillos, pinzas, jarros de agua, y esponjas, de un granero vecino, y los colocaron en una camilla similar a aquella sobre la que los discípulos de Juan el Bautista colocaron su cuerpo cuando lo transportaron desde el castillo de Macherus.

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CAPITULO XLVIII

LA APERTURA DEL COSTADO DE JESÚS  - LA MUERTE DE LOS DOS LADRONES.

Mientras estos eventos tenían lugar en Jerusalén, el silencio reinaba alrededor del Calvario. La muchedumbre que había estado tan ruidosa y tumultuosa por un tiempo, se dispersó; todos estaban golpeados por el pánico; en algunos ese pánico había producido sincero arrepentimiento, pero en otros no había tenido ningún efecto beneficioso. María, Juan, Magdalena, María de Cleofás, y Salomé habían permanecido, ya sea parados o sentados ante la Cruz, bien cubiertos en velo y llorando silenciosamente. Unos pocos soldados estaban inclinados sobre la terraza que encerraba la plataforma; Cassius descendía y subía a caballo; el cielo estaba amenazador, y toda la naturaleza llevaba un traje de luto.. Seis arqueros pronto después hicieron su aparición, trayendo consigo escaleras, palas, sogas, y grandes varas de hierro para quebrar las piernas de los criminales, para acelerar su muerte. Cuando se acercaron a la Cruz de nuestro Señor, sus amigos retrocedieron unos pasos, y la Virgen Bendita fue presa del temor, no fuera que complacieran su odio a Jesús mediante el insulto incluso a su cadáver. Los temores de ella no eran demasiado infundados, ya que cuando colocaron primero sus escaleras contra la Cruz declararon que él sólo pretendía estar muerto; en unos pocos momentos, viendo que estaba frío y rígido, lo dejaron, y removieron sus escaleras hacia las cruces en donde los dos ladrones aún pendían con vida. Levantaron sus varas de hierro y quebraron los brazos de los ladrones por encima y por debajo del codo; mientras otro arquero al mismo tiempo quebraba sus piernas, tanto por encima como por debajo de la rodilla. Gesmas emitió horrorosos gritos, entonces el verdugo lo remató mediante tres fuertes golpes de garrote sobre su pecho. Dismas dio un profundo quejido, y expiró: fue el primero entre los mortales que tuvo la felicidad de reunirse con su Redentor. Las cuerdas se soltaron entonces, los dos cuerpos cayeron al piso, y los verdugos los arrastraron hacia una profunda ciénaga, que estaba entre el Calvario y los muros de la ciudad, y los sepultaron allí.

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Los arqueros aún parecían dubitativos acerca de si Jesús estaba realmente muerto, y la brutalidad que habían mostrado al quebrar las piernas de los ladrones hizo temblar a las santas mujeres ante el ultraje que podrían perpetrar  en el cuerpo de nuestro Señor.  Pero Cassius, el oficial subalterno, un hombre joven de unos veinticinco años, cuyos débiles ojos estrábicos y su modo de ser nervioso habían frecuentemente excitado la burla de sus compañeros, fue repentinamente iluminado por la gracia, y estando muy abrumado ante la vista de la cruel conducta de los soldados, y el profundo dolor de las santas mujeres, se propuso aliviar su ansiedad, probando más allá de toda disputa, que Jesús estaba realmente muerto. La benevolencia de su corazón lo impulsaba, pero inconscientemente hizo cumplir una profecía. Tomó su lanza y cabalgó rápidamente cuesta arriba hasta el montículo en donde la Cruz estaba plantada, se detuvo justo entre la cruz del buen ladrón y aquella de nuestro Señor, y tomando su lanza con ambas manos, la impulsó tan enteramente en el costado derecho de Jesús que la punta atravesó el corazón, y apareció en el costado izquierdo. Cuando Cassius retiró su lanza de la herida, una cantidad de sangre y agua se precipitó de ella, y fluyó sobre su rostro y cuerpo. Esta especie de lavado produjo efectos algo similares a las vivificantes aguas del Bautismo: la gracia y la salvación enseguida entraron en su alma. Se bajó del caballo, se dejó caer sobre sus rodillas, se golpeó el pecho, y confesó en voz alta ante todos su firme creencia en la divinidad de Jesús.

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La Virgen Bendita y sus acompañantes aún estaban parados cerca, con sus ojos fijos en la Cruz, pero cuando Cassius impulsó su lanza dentro del costado de Jesús estaban muy sobresaltados, y subieron hasta ella al unísono. María lucía como si la lanza hubiera traspasado su corazón en vez de aquel de su Hijo, y apenas podía sostenerse. Cassius mientras tanto, permanecía arrodillado y agradeciendo a Dios, no sólo por las gracias que había recibido pero también por la curación de la dolencia en sus ojos, que habían causado la debilidad y el estrabismo. Esta curación había tenido efecto en el mismo momento en que la oscuridad que previamente había llenado su alma fuera removida. Cada corazón fue abrumado ante la vista de la sangre de nuestro Señor, que corría hacia dentro de un hueco en la roca al pie de la Cruz.  María, Juan, las santas mujeres, y Cassius, juntaron la sangre y el agua en frascos, y limpiaron el remanente con fragmentos de lino[2].

Cassius cuya visión fue perfectamente restaurada en el mismo momento en que los ojos de su alma se abrieron, estaba profundamente conmovido, y continuó su humilde plegaria de agradecimiento. Los soldados estaban golpeados por el asombro ante el milagro que había tenido lugar , y cayeron de rodillas al lado de él, al tiempo que golpeaban sus pechos y reconocían a Jesús. El agua y la sangre continuaron fluyendo desde la gran herida en el costado de nuestro Señor; corrían hacia dentro de un hueco en la roca, y las santas mujeres la colocaron en vasos, mientras María y Magdalena se unían en llantos. Los arqueros, quienes habían recibido un mensaje de Pilatos, ordenándoles que no tocaran el cuerpo de Jesús, no volvieron en absoluto.

Todos estos eventos tuvieron lugar cerca de la Cruz, poco antes de las cuatro, durante el tiempo en que José de Arimatea y Nicodemo estaban recolectando juntos los artículos necesarios para la sepultura de Jesús. Pero los sirvientes de José habiendo sido enviados para limpiar la tumba, informaron a los amigos de nuestro Señor que el amo de ellos pretendía tomar el cuerpo de Jesús y ubicarlo en su nueva sepultura. Juan inmediatamente regresó a la ciudad con las santas mujeres; en primer lugar, para que María pudiera recuperar un poco sus fuerzas, y en segundo, para comprar unas pocas cosas que serían requeridas para la sepultura. La Virgen Bendita tenía una pequeña posada entre los edificios cerca del Cenáculo. No reentraron en la ciudad a través de la puerta que era la más cercana al Calvario, ya que estaba cerrada, y vigilada por soldados colocados allí por los Fariseos; sino que fueron a través de la puerta que conduce a Belén.

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CAPITULO XLIX

UNA DESCRIPCIÓN DE ALGUNAS DE LAS PARTES DE LA ANTIGUA JERUSALÉN

Este capítulo contendrá algunas descripciones de lugares dadas por la Hermana Emmerich en varias ocasiones. Serán seguidas por una descripción de la tumba y el jardín de José de Arimatea, para que así no tengamos necesidad de interrumpir el relato sobre la sepultura de nuestro Señor.

La primera puerta que estaba en la parte este de Jerusalén, hacia el sur del ángulo sudeste del Templo, era el que conducía al suburbio de Ophel. La puerta de las ovejas estaba hacia el norte del ángulo noreste del Templo. Entre estas dos puertas había una tercera, que conducía hacia algunas calles situadas al este del Templo, y habitadas en su mayor parte por albañiles de la piedra y otros trabajadores. Las casas en estas calles estaban sostenidas por los cimientos del Templo; y casi todas pertenecían a Nicodemo, quien había ocasionado que se construyeran, y quien empleaba casi la totalidad de los obreros que vivían allí. Nicodemo no mucho tiempo atrás había construido una hermosa puerta como entrada a estas calles, llamada la Puerta de Moriah. Estaba recién terminada, y a través de ella Jesús entró en la ciudad el Domingo de Ramos. Así entró por la puerta nueva de Nicodemo, a través de la cual nadie había pasado aún, y fue sepultado en el monumento nuevo de José de Arimatea, en el que nadie  había sido colocado aún. Esta puerta fue más tarde amurada, y había una tradición de que los Cristianos entrarían de nuevo a la ciudad a través de ella. Aún en la actualidad, una puerta amurada, llamada por los Turcos la Puerta Dorada, se encuentra en este lugar.

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La ruta que conducía hacia el oeste desde la puerta de las ovejas pasaba casi exactamente entre el lado noroeste del Monte Sión y el Calvario. Desde esta puerta hasta el Gólgota la distancia era de cerca de dos millas y un cuarto; y desde el palacio de Pilatos hasta el Gólgota cerca de dos millas. La fortaleza Antonia estaba situada hacia el noroeste de la montaña del Templo, sobre una roca aislada. Una persona yendo hacia el oeste, abandonando el palacio de Pilatos, habría tenido esta fortaleza hacia su izquierda. En uno de sus muros había una plataforma que dominaba el forum, y desde la cual Pilatos acostumbraba hacer proclamas al pueblo: hacía esto, por ejemplo, cuando promulgaba nuevas leyes. Cuando nuestro Divino Señor estaba cargando su Cruz, en el interior de la ciudad, el Monte Calvario estaba frecuentemente a su mano derecha. Este camino, que parcialmente corría en dirección sudoeste, conducía a una puerta hecha en un muro interno de la ciudad, hacia Sión. Mas allá de este muro, hacia la izquierda, había una suerte de suburbio, conteniendo más jardines que casas; y hacia el muro externo de la ciudad se hallaban unos espléndidos sepulcros con entradas de piedra. En este lado había una casa perteneciente a Lázaro, con hermosos jardines, extendiéndose hacia aquella parte donde el muro externo occidental de Jerusalén doblaba hacia el sur. Creo que una pequeña puerta privada, hecha en el muro de la ciudad, y a través de la cual Jesús y sus discípulos solían pasar con permiso de Lázaro, conducía a estos jardines. La puerta ubicada en el ángulo noroccidental de la ciudad conducía hacia Bethsur, la cual estaba situada más hacia el norte que Emaús y Joppa. La parte occidental de Jerusalén era más baja que ninguna otra: la tierra sobre la que estaba construida primero tenía un declive en dirección del muro circundante, y luego se elevaba de nuevo al acercarse a él; y sobre este declive se encontraban allí jardines y viñedos, detrás de los cuales serpenteaba un ancho camino, con senderos que conducían a los muros y las torres. Del otro lado, sin el muro, la tierra descendía hacia el valle, por lo que los muros que rodeaban la parte baja de la ciudad lucían como si estuvieran construidos sobre una terraza elevada. Hay jardines y viñedos aún en la actualidad en la colina exterior. Cuando Jesús llegó al final del Camino de la Cruz, tenía a su mano izquierda aquella parte de la ciudad donde había tantos jardines; y fue desde aquí que Simón de Cyrene venía cuando se encontró con la procesión. La puerta por la que Jesús dejó la ciudad no estaba enteramente mirando al oeste, sino más bien hacia el sudoeste. El muro de la ciudad del lado de la mano izquierda, después de pasar a través de la puerta, corría algo en dirección sur, luego doblaba hacia el oeste, y luego otra vez hacia el sur, alrededor del Monte Sión. En este lado se encontraba allí una gran torre, como una fortaleza. La puerta por la que Jesús dejó la ciudad no estaba a gran distancia de otra puerta más hacia el sur, que conducía hacia el valle, y donde una ruta, doblando hacia la izquierda en dirección a Belén, comenzaba. La ruta doblaba hacia el norte en dirección al Monte Calvario poco después de aquella puerta por la que Jesús dejó Jerusalén cuando cargaba su Cruz. El Monte Calvario era muy empinado en su lado este, mirando hacia la ciudad, y descendía gradualmente en el oeste; y en este lado, desde el que la ruta a Emaús era visible, había un campo, en el que vi a Lucas juntar varias plantas cuando él y Cleophas iban hacia Emaús, y se encontraron con Jesús en el camino. Cerca de los muros, hacia el este y sur del Calvario, había también jardines, sepulcros y viñedos. La Cruz fue sepultada en el lado noreste, al pie del Monte Calvario.

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El jardín de José de Arimatea[3] estaba situado cerca de la puerta de Belén, a unos siete minutos de caminata desde el Calvario: era un muy buen jardín, con altos árboles, bancos de tierra, y matorrales en él, que daban mucha sombra, y estaba situado en una tierra elevada extendiéndose hacia los muros de la ciudad. Una persona viniendo desde el lado norte del valle, y entrando al jardín, tendría a su mano izquierda una ligera ascendiente extendiéndose tanto como hasta el muro de la ciudad; a su derecha, al final del jardín, una roca aislada, donde la cueva del sepulcro estaba situada. La gruta en la que estaba hecha miraba hacia el este; y en los lados sudoeste y noroeste de la misma roca había otros dos sepulcros más pequeños, los que también era nuevos, y con frentes hundidos. Un sendero, comenzando en el lado oeste de esta roca, corría todo alrededor de ella. La tierra en frente del sepulcro era más alta que aquella de la entrada, y una persona que deseara entrar a la caverna debía descender varios escalones. La cueva era suficientemente grande como para que cuatro hombres fueran capaces de pararse cerca de la pared en cada lado sin impedir los movimientos de los portadores del cuerpo. En el lado opuesto de la puerta había una cavidad en la roca, en la que la tumba estaba hecha; estaba a unos dos pies por encima del nivel del suelo, y fijada a la roca de un solo lado, como un altar: dos personas podían estar, una a la cabeza y una a los pies; había un lugar además para un tercero en frente, aún si la puerta de la cavidad estuviera cerrada. Esta puerta estaba hecha de algún metal, quizás de bronce, y tenía dos puertas plegables. Estas puertas podían ser cerradas mediante una piedra siendo rodada contra ellas; y la piedra utilizada con este propósito se conservaba fuera de la caverna. Inmediatamente después de que nuestro Señor fuera colocado en el sepulcro fue rodada en frente de la puerta. Era muy grande, y no podía ser removida sin los esfuerzos conjuntos de varios hombres. Opuesta a la entrada de la caverna había un banco de piedra, y montándose en él una persona podría treparse a la roca, la cual estaba cubierta de pasto, y desde donde los muros de la ciudad, las partes más altas del Monte Sión, y algunas torres podían ser vistas, al igual que la puerta de Belén y la fuente de Gihón. La roca del lado de adentro era de un color blanco, cruzada por venas rojas y azules.

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[1] El Zacarías aquí referido era el padre de Juan el Bautista, que fue torturado y después condenado a muerte por Herodes, ya que no entregaría a Juan a manos del tirano. Fue sepultado por sus amigos dentro del recinto del Templo.

[2] La Hermana Emmerich añadió: “Cassius fue bautizado con el nombre de Longinus; y fue ordenado diácono, y predicó la fe. Siempre conservó algo de la sangre de Cristo, - se secó, pero fue encontrada en su ataúd en Italia. Fue sepultado en una ciudad a no mucha distancia de la localidad en donde Santa Clara pasó su vida. Hay un lago con una isla sobre él, cerca de esta ciudad, y el cuerpo de Longinus debió haber sido llevado allí”.  La hermana Emmerich parece designar a Mantua en esta descripción, y hay una tradición preservada en aquella ciudad en el mismo sentido. No sé cuál Santa Clara vivió en las cercanías.

[3] Debemos remarcar aquí que, en los cuatro años durante los cuales la Hermana Emmerich tuvo sus visiones, describió todo lo que había sucedido con los santos lugares desde los tiempos más remotos hasta los nuestros. Más de una vez ella los contempló profanados y devastados, pero siempre venerados, ya sea pública o privadamente. Vio muchas piedras y pedazos de rocas, los cuales habían sido silenciosos testigos de la Pasión y la Resurrección de nuestro Señor, colocados por Santa Helena en la Iglesia del Santo Sepulcro en ocasión de la fundación de aquél sagrado edificio. Cuando la Hermana Emmerich la visitaba en espíritu acostumbraba venerar los lugares en donde la Cruz había estado y donde el Santo Sepulcro estaba situado. Se debe observar, sin embargo, que ella solía ver a veces una mayor distancia entre la verdadera posición de la Tumba y el lugar donde la Cruz estaba que la que hay entre las capillas que portan sus nombres en la iglesia de Jerusalén.

 

Traducido por Marcelo