281

CAPÍTULO L

EL DESCENSO DE LA CRUZ

Para el tiempo en que todos habían abandonado las cercanías de la Cruz, y unos pocos guardias solamente se mantenían alrededor de ella, vi cinco personas, que creo que eran discípulos, y que habían venido por el valle desde Betania, que se acercaron al Calvario, fijaron su mirada por unos momentos sobre la Cruz, y luego se fueron disimuladamente. Tres veces encontré en las cercanías a dos hombres que hacían exámenes y ansiosamente consultándose entre sí. Estos hombres eran José de Arimatea y Nicodemo. La primera vez fue durante la Crucifixión (quizás cuando lograron que las vestimentas de Jesús fueran devueltas por parte de los soldados), y estaban entonces a no gran distancia del Calvario. La segunda fue cuando, después de pararse para ver si la multitud se dispersaba, fueron a la tumba para hacer algunos preparativos. La tercera fue en el regreso de ellos desde la tumba hasta la Cruz, cuando estaban observando alrededor en cada dirección, como esperando un momento favorable, y luego convinieron en la manera en la que deberían descender de la Cruz el cuerpo de nuestro Señor, después de lo cual regresaron a la ciudad.

Su siguiente preocupación fue hacer arreglos para llevar con ellos  los artículos necesarios para embalsamar el cuerpo, y los sirvientes de ellos tomaron algunas herramientas con las cuales desprenderlo de la Cruz, como también dos escaleras que encontraron en un cobertizo cercano a la casa de Nicodemo. Cada una de estas escaleras consistían en un único poste, cruzado a intervalos regulares por fragmentos de madera, que formaban los escalones. Había ganchos que podían ser afirmados en cualquier parte del poste, y por medio de los cuales la escalera podía ser inmovilizada, o sobre la que, quizás, podría ser colgada cualquier cosa requerida para el trabajo.

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La mujer de la que habían comprado sus especias había empacado todo junto prolijamente. Nicodemo había comprado unas cien libras de peso en raíces, cuya cantidad es igual a cerca de treinta y siete libras de nuestra medida, como me ha sido explicado. Llevaron estas especies en pequeños barriles hechos de corteza, los que colgaban alrededor de sus cuellos, y descansaban sobre sus pechos. Uno de estos barriles contenía una suerte de polvo. Tenían además algunos racimos de hierbas en bolsas hechas de pergamino o cuero, y José llevaba una caja de ungüento; pero no sé de qué estaba hecha esta caja. Los sirvientes estaban para llevar jarrones, botellas de cuero, esponjas, y herramientas, en una especie de litera, y del mismo modo llevaron con ellos fuego en lámparas cerradas. Abandonaron la ciudad antes que su amo, y por una puerta distinta (quizás aquella de Betania), y luego giraron sus pasos hacia el Monte Calvario. Mientras caminaban a través de la ciudad pasaron por la casa a donde la Virgen Bendita, San Juan, y las santas mujeres habían ido para buscar diferentes cosas requeridas para embalsamar el cuerpo de Jesús, y Juan y las santas mujeres siguieron a los sirvientes a cierta distancia. Las mujeres eran cerca de cinco, y algunas de ellas llevaban grandes envoltorios de lino bajo sus mantos. Era costumbre para las mujeres, cuando salían al atardecer, o si querían realizar algún acto de piedad en secreto, que envolvieran sus personas cuidadosamente en una larga sábana de al menos una yarda[1] de ancho. Empezaban por un brazo, y luego enrollaban el lino tan ajustadamente alrededor de su cuerpo que no podían caminar sin dificultad. Las he visto envueltas de esta manera, y la sábana no sólo se extendía a ambos brazos, sino también cubría la cabeza. En la presente ocasión, la apariencia de esta vestimenta era más impresionante para mis ojos, ya que era una verdadera vestimenta de luto. José y Nicodemo estaban también con atuendos de luto, y llevaban mangas negras y amplios cintos. Sus mantos, que habían puesto sobre sus cabezas, eran amplios y largos, de color gris común, y servían para tapar cualquier cosa que llevaran.

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Dirigieron sus pasos en dirección de la puerta que conducía al Monte Calvario. Las calles estaban desiertas y tranquilas, ya que el terror mantenía a todos en casa. La mayor parte estaba comenzando a arrepentirse, pero pocos estaban manteniendo la festividad. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta la encontraron cerrada, y la ruta, las calles y cada esquina cubierta de soldados. Estos eran los soldados que los Fariseos habían pedido alrededor de las dos, y a quienes habían mantenido armados y de guardia, ya que aún temían un tumulto entre la gente. José mostró una orden, firmada por Pilatos, para dejarlos pasar libremente, y los soldados estaban de lo más dispuestos a hacer lo que debían, pero le explicaron que se habían esforzado varias veces en abrir la puerta, sin ser capaces de moverla; que aparentemente la puerta había recibido un golpe, y se había dañado en alguna parte; y que en ese sentido los arqueros enviados a quebrar las piernas de los ladrones habían sido obligados a regresar a la ciudad por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo asieron el cerrojo, la puerta se abrió como por sí misma, para gran asombro de los presentes.

Estaba aún oscuro y el cielo nublado cuando llegaron al Monte Calvario, donde encontraron que los sirvientes que habían enviado ya habían llegado, y las santas mujeres sentadas llorando frente a la Cruz. Cassius y varios soldados que fueron convertidos permanecieron a cierta distancia , y su carácter era respetuoso y reservado. José y Nicodemo describieron a la Virgen Bendita y a Juan todo lo que habían hecho para salvar a Jesús de una muerte ignominiosa, y supieron de ellos de qué manera habían tenido éxito en evitar que los huesos de nuestro Señor fueran quebrados, y cómo la profecía había sido cumplida. Hablaron además de la herida que Cassius había hecho con su lanza. Tan pronto el centurión Abenadar arribó que empezaron, con el mayor recogimiento de espíritu, su dolorosa y sagrada labor de descender de la Cruz y embalsamar al adorable cuerpo de nuestro Señor.

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La Virgen Bendita y Magdalena estaban sentadas al pie de la Cruz; mientras, sobre el lado derecho, entre la cruz de Dismas y aquella de Jesús, las otras mujeres estaban ocupadas en preparar el lino, las especias, el agua, las esponjas, y los jarrones. Cassius también se hizo presente, y relató a Abenadar la curación milagrosa de sus ojos. Todos estaban profundamente afectados, y sus corazones desbordantes de aflicción y amor; pero, al mismo tiempo, mantuvieron un silencio solemne, y cada uno de sus movimientos estaba lleno de solemnidad y reverencia. Nada quebró la quietud salvo una ocasional y ahogada palabra de lamentación, o un quejido contenido, que escapaban de uno u otro de estos santos personajes, a pesar de su más sincero ahínco y profunda atención para con su piadosa labor. Magdalena cedió sin restricción ante su dolor, y ni la presencia de tantas personas diferentes, ni ninguna otra consideración, parecieron apartarla de aquel.

Nicodemo y José ubicaron las escaleras detrás de la Cruz, y subieron a ellas, sosteniendo en sus manos una gran sábana, a la cual estaban sujetas tres largas correas. Ataron el cuerpo de Jesús, por debajo de brazos y rodillas, al tronco de la Cruz, y aseguraron los brazos mediante fragmentos de lino colocados por debajo de las manos. Entonces sacaron los clavos, empujándolos desde atrás con grandes clavijas presionadas sobre las puntas. Las sagradas manos de Jesús no fueron así demasiado sacudidas, y los clavos cayeron fácilmente de las heridas; ya que estas últimas se habían agrandado por el peso del cuerpo, el cual, sostenido ahora por la tela, no pendía más de los clavos. La parte inferior del cuerpo, que desde la muerte de nuestro Señor se había hundido sobre las rodillas, ahora descansaba en una posición natural, sostenida por una sábana sujetada arriba a los brazos de la Cruz. Mientras José estaba sacando el clavo de la mano izquierda, y dejando así que el brazo izquierdo, sostenido por su paño, cayera suavemente sobre el cuerpo, Nicodemo estaba sujetando el brazo derecho de Jesús a aquel de la Cruz, como también la coronada y sagrada cabeza, que había caído sobre el hombro derecho. Luego sacó el clavo derecho, y habiendo rodeado el brazo con la sábana de soporte, lo dejó caer suavemente sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, el centurión Abenadar, con gran dificultad, extrajo el largo clavo que traspasaba los pies. Cassius piadosamente recibió los clavos, y los depositó a los pies de la Virgen Bendita.

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Entonces José y Nicodemo, habiendo colocado las escaleras contra el frente de la Cruz, en una posición muy vertical, y cerca del cuerpo, desataron la correa superior, y la sujetaron a uno de los ganchos de la escalera; hicieron lo mismo con las otras dos correas, y pasándolas todas de gancho en gancho, hicieron que el cuerpo sagrado descendiera suavemente hacia el centurión, quien habiéndose montado sobre una banqueta lo recibió en sus brazos, sosteniéndolo por debajo de las rodillas; mientras José y Nicodemo, sosteniendo la parte superior del cuerpo, descendieron suavemente de la escalera, deteniéndose en cada escalón, y tomando todas las precauciones imaginables, como harían los hombres cargando el cuerpo de algún amado amigo que hubiera sido gravemente herido. Así el magullado cuerpo de nuestro Divino Salvador llegó al suelo.

Era una visión de lo más conmovedora. Todos tomaron las mismas precauciones, el mismo cuidado, como si hubieran temido causar a Jesús algún sufrimiento. Parecían haber concentrado en el sagrado cuerpo todo el amor y la veneración que habían sentido por su Salvador durante la vida de él.  Los ojos de cada uno estaban fijos en el adorable cuerpo, y seguían todos sus movimientos; y estaban continuamente elevando sus manos hacia el Cielo, derramando lágrimas, y expresando de todas las formas posibles el exceso de su pesadumbre y angustia.   Aún así, todos permanecían perfectamente calmos, e incluso aquellos que estuvieron tan ocupados en el cuerpo sagrado rara vez quebraron el silencio, y, cuando estuvieron obligados a hacer alguna observación necesaria, lo hicieron en voz baja. Durante el tiempo en que los clavos fueron removidos por la fuerza mediante golpes de martillo, la Virgen Bendita, Magdalena, y todos aquellos que habían estado presentes en la Crucifixión, sintieron cada golpe traspasar sus corazones. El sonido evocaba en sus mentes todos los sufrimientos de Jesús, y no podían controlar su estremeciente temor, no fuera que tuvieran que escuchar de nuevo su penetrante grito de dolor; aunque, al mismo tiempo, se afligían ante el silencio de sus benditos labios, lo que probaba, ay muy seguramente, de que estaba realmente muerto. Cuando el cuerpo fue descendido fue envuelto en lino desde las rodillas hasta la cintura, y luego colocado en los brazos de la Virgen Bendita, quien, sobrepasada por el dolor y el amor, extendió sus brazos para recibir su preciosa carga.

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CAPÍTULO LI

EL EMBALSAMAMIENTO DEL CUERPO DE JESÚS.

La Virgen Bendita se sentó sobre una gran tela extendida en el suelo, con su rodilla derecha, la cual estaba ligeramente levantada, y su espalda descansando sobre unos mantos, enrollados como para formar una especie de almohada. Ninguna precaución fue dejada de lado, para poder facilitarle a ella – la Madre de los Dolores – en su profunda aflicción de alma, el doloroso pero por demás sagrado deber que estaba a punto de cumplir en relación al cuerpo de su amado Hijo.

La adorable cabeza de Jesús descansaba sobre la rodilla de María, y el cuerpo de él fue extendido sobre una sábana. La Virgen Bendita estaba sobrepasada por el dolor  y el amor. Una vez más, y por última vez, sostuvo entre sus brazos el cuerpo de su amadísimo Hijo, aquel a quien ella le fue imposible dar ningún testimonio de amor durante las largas horas de su martirio. Y contempló sus heridas y tiernamente contenía sus mejillas manchadas en sangre, mientras Magdalena presionaba su propio rostro sobre los pies de él.

Los hombres se retiraron a una pequeña cueva, situada en el lado sudoeste del Calvario, para allí preparar las diferentes cosas necesarias para el embalsamamiento; pero Cassius, con unos pocos otros soldados que habían sido convertidos, permanecieron a una respetuosa distancia. Todas las personas hostiles se fueron de regreso a la ciudad, y los soldados que estaban presentes sirvieron meramente para formar una guardia para prevenir cualquier interrupción en los últimos honores que se estaban rindiendo al cuerpo de Jesús.  Algunos de estos soldados incluso dieron asistencia cuando fue requerida. Las santas mujeres sostenían los jarrones, las esponjas, el lino, la unción, y las especias, de acuerdo a lo requerido; pero cuando no eran así empleadas, permanecían a respetuosa distancia, atentamente contemplando a la Virgen Bendita mientras procedía con su dolorosa tarea. Magdalena no abandonaba el cuerpo de Jesús; pero Juan dio asistencia continua a la Virgen Bendita, e iba de acá para allá, desde donde los hombres hasta las mujeres, prestando ayuda a ambos grupos. Las mujeres tenían con ellas grandes botellas de cuero y un jarrón lleno de agua puesto sobre un fuego de brasa. Dieron a la Virgen Bendita y a Magdalena, de acuerdo a lo que requerían, jarrones llenos de agua clara, y esponjas, las que después escurrían en las botellas de cuero.

287

El coraje y la firmeza de María permanecieron impertérritos aún en medio de su inexpresable angustia[2]. Era absolutamente imposible para ella abandonar el cuerpo de su Hijo en el abominable estado al que había sido reducido por sus sufrimientos, y por ende empezó con ahínco infatigable a lavarlo y purificarlo de todas las trazas de los ultrajes al que había sido expuesto. Con el mayor cuidado ella extrajo la corona de espinas, abriéndola por detrás, y luego cortando una por una las espinas que se habían hundido profundamente dentro de la cabeza de Jesús, para no agrandar las heridas. La corona fue colocada al lado de los clavos, y luego María extrajo las espinas que habían permanecido en la piel con una suerte de pinzas redondeadas[3], y dolientemente mostrándolas a sus amigos. Estas espinas fueron colocadas con la corona, pero aún algunas de ellas debieron ser preservadas separadamente.

288

El divino rostro de nuestro Salvador era apenas reconocible, tan desfigurado estaba por las heridas con las que estaba cubierto. La barba y el cabello estaban enredados con sangre. María lavó la cabeza y el rostro, y pasó esponjas humedecidas sobre el cabello para remover la sangre coagulada. Mientras procedía en su trabajo piadoso, la extensión de la horrible crueldad que se había ejercido sobre Jesús se hacía más y más palpable, y provocó en su alma emociones de compasión y ternura que se incrementaron mientras pasaba de una herida a otra. Lavó las heridas de la cabeza, los ojos llenos de sangre, las fosas nasales, y los oídos, con una esponja y un pequeño fragmento de lino extendido sobre los dedos de la mano derecha; y luego ella purificó, de la misma manera, la boca semiabierta, la lengua, los dientes, y los labios. Dividió lo que quedaba del cabello de nuestro Señor en tres partes[4], una parte cayendo sobre cada sien, y la tercera sobre la parte trasera de su cabeza; y cuando hubo desenredado el cabello en la frente y lo alisó, lo pasó por detrás de sus orejas. Cuando la cabeza fue detenidamente limpiada y purificada, la Virgen Bendita la cubrió con un velo, después de haber besado las sagradas mejillas de su querido Hijo. Ella entonces volvió su atención al cuello, hombros, pecho, espalda, brazos, y las perforadas manos.  Todos los huesos del pecho y de las junturas estaban dislocados, y no podían torcerse. Había una tremenda herida en el hombro que había soportado el peso de la Cruz, y toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de magullones y profundamente marcada por los golpes de los azotes. En el pectoral izquierdo había una pequeña herida donde la punta de la lanza de Cassius había salido, y en el lado derecho había una gran herida hecha por la misma lanza, y que había atravesado el corazón de lado a lado. María lavó todas estas heridas, y Magdalena, sobre sus rodillas, la ayudaba de tanto en tanto; pero sin dejar los sagrados pies de Jesús, los que bañó con lágrimas y limpió con su cabello.

289

La cabeza, el pecho, y los pies de nuestro Señor fueron ahora lavados, y el sagrado cuerpo, que fue cubierto por manchas marrones y marcas rojas en aquellos lugares donde la piel había sido desgarrada, y de un color blanco azulado, como la carne cuya sangre ha sido extraída, estaba descansando sobre las rodillas de María, quien cubrió las partes que había lavado con un velo, y luego procedió a embalsamar todas las heridas. Las santas mujeres se arrodillaron a su lado, y por turno le presentaban una caja, de la cual extraía un precioso ungüento, y con él llenaba y cubría las heridas. Ella también ungió el cabello, y luego, tomando las sagradas manos de Jesús en su mano izquierda, las besó respetuosamente, y llenó las grandes heridas hechas por los clavos con este ungüento o dulce especia. Del mismo modo llenó los oídos, las fosas nasales, y la herida del costado con la misma preciosa mixtura. Mientras tanto, Magdalena limpiaba y embalsamaba los pies de nuestro Señor, y luego de nuevo los lavaba con sus lágrimas, y frecuentemente presionaba su rostro contra ellos.

El agua que había sido utilizada no era tirada, sino vertida en las botellas de cuero en las que las esponjas habían sido escurridas. Vi a Cassius o a algún otro soldado ir varias veces para conseguir agua fresca desde la fuente de Gihón, la cual no estaba a gran distancia de allí. Cuando la Virgen Bendita había llenado todas las heridas con el ungüento, envolvió la cabeza con paños de lino, pero no cubrió todavía su rostro. Cerró los ojos medio entreabiertos de Jesús, y mantuvo su mano sobre ellos por algún tiempo. También cerró la boca, y luego abrazó el sagrado cuerpo de su amado Hijo, presionando su rostro tierna y reverencialmente sobre el de él. José y Nicodemo habían estado esperando por algún tiempo, cuando Juan se acercó a la Virgen Bendita, y le imploró que permita que el cuerpo de su Hijo le fuera quitado, para que el embalsamamiento pudiera ser completado, porque el Sabbath estaba cercano. Una vez más María abrazó el sagrado cuerpo de Jesús, y emitió sus palabras de despedida con el lenguaje más conmovedor, y entonces los hombres lo elevaron desde los brazos de ella hasta la sábana, y lo llevaron a cierta distancia. El profundo pesar de María había sido por el momento aliviado por los sentimientos de amor y reverencia con los que ella había cumplido su sagrada labor; pero ahora una vez más la sobrepasaba, y cayó, con su cabeza cubierta con su velo, en los brazos de las santas mujeres. Magdalena se sintió casi como si su Amado hubiera sido alejado de ella por la fuerza, y precipitadamente corrió unos pocos pasos, con sus brazos extendidos hacia delante; pero luego, después de un momento, regresó a la Virgen Bendita.

290

El cuerpo sagrado fue llevado a un lugar debajo del nivel de la cima del Gólgota, donde la suave superficie de la roca proporcionaba una plataforma conveniente en la cual embalsamar el cuerpo. Primero vi una pieza de lino entramado, muy parecido al encaje, y que me hizo pensar en la gran cortina bordada colgada entre el coro y la nave durante la Cuaresma[5]. Probablemente fue trabajado con esas puntadas abiertas para dejar correr el agua. Vi también otra gran sábana desenrollada. El cuerpo de nuestro Señor fue colocado en la pieza entramada de lino, y algunos de los otros hombres sostenían la otra sábana extendida sobre aquel. Nicodemo y José entonces se arrodillaron, y debajo de esta cubierta sacaron el lino que habían sujetado alrededor de la ingle de nuestro Señor, cuando bajaron su cuerpo de la Cruz. Luego pasaron esponjas debajo de esta sábana y lavaron las partes bajas del cuerpo; después de lo cual lo elevaron con la ayuda de las piezas de lino cruzadas por debajo de la ingle y las rodillas, y lavaron la espalda sin girarlo. Continuaron lavando hasta que nada más que agua clara saliera de las esponjas cuando eran presionadas. Luego vertieron agua de mirra sobre todo el cuerpo, y entonces, manipulándolo con respeto, lo estiraron a todo su largo, ya que aún estaba en la posición en la que nuestro Señor había fallecido – la ingle y las rodillas dobladas. Colocaron luego debajo de sus caderas una sábana que tenía una yarda[6] de ancho y tres de largo, colocaron sobre su regazo hatos de hierbas de suave esencia, y sacudieron sobre todo el cuerpo un polvo que Nicodemo había traído. Luego envolvieron la parte inferior del cuerpo, y ajustaron en derredor  y fuertemente la tela que habían colocado por debajo. Después de esto ungieron las heridas de los muslos, colocaron hatos de hierbas entre las piernas, las que fueron estiradas en todo su largo, y las envolvieron enteramente en estas especias dulces.

291

Entonces Juan condujo a la Virgen Bendita y a las otras santas mujeres una vez más hasta el costado del cuerpo. María se arrodilló al lado de la cabeza de Jesús, y colocó debajo de ella una pieza de lino muy fino que le había sido dada por la esposa de Pilatos, y que ella había llevado alrededor de su cuello debajo de su manto; luego, asistida por las santas mujeres, colocó desde los hombros hasta las mejillas hatos de hierbas, especias, y polvo de dulce esencia, y luego ató fuertemente esta pieza de lino alrededor de la cabeza y los hombros. Magdalena además vertió una pequeña botella de bálsamo dentro de la herida del costado, y las santas mujeres colocaron algunas hierbas más dentro de aquellas de las manos y pies. Entonces los hombres pusieron especias dulces alrededor de todo el remanente del cuerpo, cruzaron los sagrados y rígidos brazos sobre el pecho, y ataron la gran sábana blanca alrededor del cuerpo hasta la altura del pecho, de la misma manera a como si hubieran estado envolviendo un niño. Luego, habiendo sujetado el extremo de una gran banda debajo de las axilas, la enrollaron alrededor de la cabeza y de todo el cuerpo. Finalmente, colocaron a nuestro Divino Señor sobre una gran sábana, seis yardas de largo, que José de Arimatea había comprado, y lo envolvieron en ella. Yacía diagonalmente sobre ella, y una esquina de la sábana fue elevada desde los pies hasta el pecho, la otra llevada sobre la cabeza y los hombros, mientras que los extremos faltantes fueron doblados alrededor del cuerpo.

La Virgen Bendita, las santas mujeres, los hombres – todos estaban de rodillas alrededor del cuerpo de Jesús para afrontar su despedida de él, cuando un milagro más que conmovedor tuvo lugar ante ellos. El sagrado cuerpo de Jesús, con todas sus Heridas, apareció impreso sobre el paño que lo cubría, como si se hubiera complacido en premiar su amor, y dejarles un retrato de sí mismo a través de todos los velos con los que fue envuelto. Con lágrimas abrazaron el adorable cuerpo, y entonces reverentemente besaron la maravillosa impresión que había dejado. Su asombro se incrementó cuando, al levantar la sábana, vieron que todas las vendas que rodeaban el cuerpo habían permanecido blancas como antes, y que el paño superior sólo había sido marcado de esta forma maravillosa. No era una marca hecha por las heridas sangrantes, ya que el cuerpo entero estaba envuelto y cubierto con dulces especias, sino que fue un retrato sobrenatural, portando el testimonio del divino poder creador siempre habitando en el cuerpo de Jesús. He visto muchas cosas relativas a la historia subsiguiente de esta pieza de lino, pero no pude describirlas coherentemente. Después de la resurrección permaneció en posesión de los amigos de Jesús, pero cayó dos veces en manos de los Judíos, y posteriormente fue honrada en varios lugares diferentes. La he visto en una ciudad de Asia, en posesión de algunos Cristianos quienes eran ardientes Católicos. He olvidado el nombre de la ciudad, que está situada en una provincia cerca del país de los Tres Reyes.

292

CAPÍTULO LII

EL CUERPO DE NUESTRO SEÑOR COLOCADO EN EL SEPULCRO.

Los hombres colocaron el sagrado cuerpo en una especie de litera de mano de cuero, la cual cubrieron con una tela de color marrón, y a la que sujetaron dos largas estacas. Esto forzosamente me recordó el Arca de la Alianza. Nicodemo y José portaban sobre sus hombros las varas frontales, mientras Abenadar y Juan sostenían aquellas de atrás. Detrás de ellos venían la Virgen Bendita, María de Heli, su hermana mayor, Magdalena y María de Cleofás, y luego el grupo de mujeres que habían estado sentadas a cierta distancia – Verónica, Johanna Chusa, María la madre de Marcos, Salomé la mujer de Zebedeo, María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana, y Anna la sobrina de San José. Cassius y los soldados cerraban la procesión.

Las otras mujeres, como Marone de Naím, Dina la Samaritana, y Mara la Sufanita, estaban en Betania, con Marta y Lázaro. Dos soldados, portando antorchas en sus manos, caminaban primeros, para que pudiera haber algo de luz en la gruta del sepulcro; y la procesión continuó avanzando en este orden por cerca de siete minutos, los santos hombres y mujeres cantando salmos en tonos dulces pero melancólicos. Vi a Santiago el Mayor, el hermano de Juan, parado sobre una colina al otro lado del valle, para verlos mientras pasaban, y regresó inmediatamente después, para contar a los otros discípulos lo que había visto.

La procesión se detuvo en la entrada del jardín de José, la cual fue abierta al remover algunas estacas, usadas después como palancas para rodar la piedra hasta la puerta del sepulcro. Cuando estuvieron en frente de la roca, colocaron el Sagrado Cuerpo sobre una larga tabla cubierta con una sábana. La gruta, que había sido recientemente excavada, había sido últimamente limpiada por los sirvientes de Nicodemo, por lo que el interior estaba limpio y agradable a los ojos. Las santas mujeres se sentaron en frente de la gruta, mientras los cuatro hombres llevaban el cuerpo de nuestro Señor, parcialmente regaron la litera hueca destinada a su recepción con especies aromáticas, y esparcieron sobre ellas una tela, sobre la que reverencialmente depositaron el sagrado cuerpo. Después de haber expresado una vez más el amor de ellos mediante lágrimas y afectuosos abrazos, abandonaron la gruta. Entonces la Virgen Bendita entró, se sentó cerca de la cabeza de su querido Hijo, y se inclinó sobre su cuerpo con muchas lágrimas. Cuando abandonó la gruta, Magdalena apresurada y ansiosamente ingresó, y echó sobre el cuerpo algunas flores y ramas que había juntado en el jardín. Luego juntó las palmas de sus manos, y con sollozos besó los pies de Jesús; pero habiéndole informado los hombres que debían cerrar el sepulcro, regresó a donde las otras mujeres. Cubrieron el sagrado cuerpo con las extremidades de la sábana sobre la que reposaba, colocaron encima de todo el tapete marrón, y cerraron las puertas plegables, las cuales estaban hechas de un metal color de bronce, y tenían en su frente dos varas, una derecho hacia abajo y la otra cruzada, o sea formando una cruz perfecta.

La gran piedra con la que se proponían cerrar el sepulcro, y que aún estaba enfrente de la gruta, era en su forma bastante similar a un aparador[7] o tumba; su longitud era tal que un hombre podría acostarse sobre ella, y era tan pesada que sólo mediante palancas los hombres podían rodarla ante la puerta del sepulcro. La entrada de la gruta estaba cerrada por una puerta hecha de ramas entrelazadas. Todo lo que fue hecho dentro de la gruta había sido logrado mediante la luz de antorchas, ya que la luz del día nunca penetraba allí.

CAPÍTULO LIII

EL REGRESO DESDE EL SEPULCRO – JOSÉ DE ARIMATEA ES PUESTO EN PRISIÓN

El Sabbath estaba cercano, y Nicodemo y José regresaron a Jerusalén por una pequeña puerta no lejos del jardín, y que a José se le había concedido por un favor especial el hacerla en el muro de la ciudad. Contaron a la Virgen Bendita, Magdalena, Juan, y a algunas de las mujeres, quienes estaban regresando al Calvario para orar allí, que esta puerta, como también aquella del Cenáculo, serían abiertas cuando sea que golpearan. La hermana mayor de la Virgen Bendita, María de Heli, regresó a la ciudad con María la madre de Marcos, y algunas otras mujeres. Los sirvientes de Nicodemo y de José fueron al Calvario para conseguir varias cosas que habían sido dejadas allí.

Los soldados se unieron a aquellos que estaban vigilando la puerta de la ciudad cerca del Calvario; y Cassius fue a Pilatos con la lanza, relató todo lo que había visto, y prometió darle un relato exacto de todo lo que pasara, si el ponía bajo su comando los guardias a quienes los Judíos no dejarían de pedir para que fueran puestos alrededor de la tumba. Pilatos escuchó sus palabras con secreto terror, pero sólo le replicó que su superstición llegaba a la locura.

José y Nicodemo encontraron a Pedro y a los dos Santiagos en la ciudad. Todos derramaron muchas lágrimas, pero Pedro estaba completamente sobrepasado por la violencia de su aflicción. Él los abrazó, se reprochó a sí mismo por no haber estado presente en la muerte de nuestro Salvador, y les agradeció por haber conferido los ritos de la sepultura sobre su sagrado cuerpo. Se acordó que la puerta del Cenáculo les sería abierta toda vez que golpearan, y luego se alejaron para buscar algunos otros discípulos que estaban dispersos en varias direcciones. Posteriormente vi a la Virgen Bendita y a sus acompañantes entrar en el Cenáculo; Abenadar luego vino y fue admitido; y gradualmente la mayor parte de los Apóstoles y discípulos se congregaron allí. Las santas mujeres se retiraron a aquella parte del edificio en donde la Virgen Bendita estaba viviendo. Llevaron algo de comida, y pasaron unos pocos minutos más en lágrimas, y relatándose unas a otras lo que cada una había visto. Los hombres se cambiaron de ropa, y los vi parados bajo la lámpara, y respetando el Sabbath. Comieron algunos corderos en el Cenáculo, pero sin observar ninguna ceremonia, ya que habían comido el cordero Pascual la tarde anterior. Estaban todos perturbados en espíritu, y llenos de tristeza. Las santas mujeres también pasaron su tiempo orando con la Virgen Bendita bajo la lámpara. Luego, cuando la noche ya había caído por completo, Lázaro, la viuda de Naím, Dina la mujer samaritana, y Mara de Sufan[8], vinieron desde Betania, y entonces, una vez más, se dieron descripciones de todo lo que había tenido lugar, y muchas lágrimas se derramaron.

294

José de Arimatea regresó a su casa tarde desde el Cenáculo, y estaba dolientemente caminando por las calles de Sión, acompañado por unos pocos discípulos y mujeres, cuando de improviso una banda de hombres armados, que estaban en emboscada en las cercanías del tribunal de Caifás, cayeron sobre ellos, y echaron mano de José, después de lo cual sus compañeros huyeron, emitiendo gritos de terror. Fue confinado en una torre contigua al muro de la ciudad, no lejos del tribunal. Estos soldados eran paganos, y no tenían que observar el Sabbath, por consiguiente Caifás había sido capaz de asegurarse sus servicios en esta ocasión. La intención era dejar a José morir de hambre, y mantener en secreto su desaparición.

Aquí concluye las descripciones de todo lo que ocurrió en el día de la Pasión de nuestro Señor; pero añadiremos material suplementario concerniente al Sábado Santo, el Descenso al Infierno, y la Resurrección.

295

CAPÍTULO LIV

SOBRE EL NOMBRE DE CALVARIO

Mientras meditaba sobre el nombre de Gólgota, Calvario, el lugar de las calaveras, que portaba la roca sobre la que Jesús fue crucificado, fui profundamente absorbida en la contemplación, y observé en espíritu todas las eras desde el tiempo de Adán hasta aquel de Cristo, y en esta visión el origen del nombre me fue revelado. Doy aquí todo lo que recuerdo sobre la materia.

Vi a Adán, después de su expulsión del Paraíso, llorando en la gruta en donde Jesús sudó sangre y agua, en el Monte de los Olivos. Vi cómo Set fue prometido a Eva en la gruta del pesebre en Belén, y cómo lo trajo al mundo en aquella misma gruta. Vi también a Eva viviendo en algunas cavernas cerca de Hebrón, donde el Monasterio Esenio de Maspha fue después establecido.

Contemplé entonces el país donde Jerusalén fue construida, tal como lucía después del Diluvio, y la tierra estaba desarreglada, aciaga, rocosa, y muy distinta a lo que había sido antes. A una inmensa profundidad debajo de la roca que constituye el Monte Calvario (el cual fue formado en este sitio por las fluyentes aguas), vi la tumba de Adán y Eva. La cabeza y una costilla faltaban de uno de los esqueletos, y la cabeza restante fue colocada en el mismo esqueleto, al cual no pertenecía. Los huesos de Adán y Eva no habían sido todos dejados en esta tumba, ya que Noé tuvo con él algunos de ellos en el arca, y fueron transmitidos de generación en generación por los Patriarcas. Noé, y también Abraham, tenían el hábito, cuando ofrecían sacrificio, de siempre colocar algunos de los huesos de Adán sobre el altar, para recordar a Dios su promesa. Cuando Jacob dio a José su túnica variada, le dio al mismo tiempo algunos huesos de Adán, para ser conservados como reliquias. José siempre los llevó en su pechera, y fueron colocados con sus propios huesos en el primer relicario que los hijos de Israel sacaron de Egipto. He visto muchas cosas similares, pero algunas las he olvidado, y para las otras me falta tiempo para describirlas.

296

Con respecto al origen del nombre de Calvario, daré aquí todo lo que sé. Contemplé la montaña que porta este nombre de la forma que era en los tiempos del Profeta Eliseo. No era en ese entonces igual a como era en el tiempo de la Crucifixión de nuestro Señor, pero era una colina, con muchos muros y cavernas, semejantes a tumbas, sobre él. Vi al Profeta Eliseo descender a una de estas cavernas, no puedo decir si en realidad o solamente en una visión, y lo vi sacar una calavera de un sepulcro de piedra en el que los huesos descansaban. Alguien que estaba a su lado – creo que un ángel – le dijo, “Esta es la calavera de Adán”, El profeta estaba deseoso de llevársela, pero su compañero se lo prohibió. Vi sobre la calavera algunos pocos cabellos de color claro.

Supe también que habiendo el profeta relatado lo que le había sucedido, el lugar recibió el nombre de Calvario. Finalmente, vi que la Cruz de Jesús estaba colocada verticalmente sobre la calavera de Adán. Fui informada de que este sitio era el centro exacto de la tierra; y al mismo tiempo me fueron mostrados los números y las medidas propias de cada país, pero los he olvidado, individualmente como también en general. Empero, he visto este centro desde arriba, como si fuera desde una vista a vuelo de pájaro. En esa manera una persona ve mucho más claramente que sobre un mapa todos los diferentes países, montañas, desiertos, mares, ríos, ciudades, e incluso los más pequeños lugares, ya sea distantes o a la mano. 

297

CAPÍTULO LV

LA CRUZ Y LA PRENSA DE VINO.

Mientras meditaba sobre estas palabras o pensamientos de Jesús cuando pendía de la Cruz: “Soy prensado como el vino colocado aquí bajo la presión por primera vez; mi sangre debe continuar fluyendo hasta que el agua llegue, pero el vino no será hecho más aquí”, una explicación se me dio por medio de otra visión relativa al Calvario.

Vi este rocoso país en el período anterior al Diluvio; era entonces menos agreste y menos estéril que como se puso después, y estaba dispuesto en viñedos y campos. Vi allí al Patriarca Jafet, un majestuoso anciano de complexión oscura, rodeado por inmensos rebaños y ganados y una numerosa progenie. Sus hijos como también él tenían viviendas excavadas en la tierra, y cubiertas con techos de césped, en la que hierbas y flores crecían. Había vinos todo alrededor, y un nuevo método de hacer vino estaba siendo probado en el Calvario, en presencia de Jafet. Vi también el antiguo método de preparar vino, pero sólo puedo dar la siguiente descripción. Al principio los hombres estaban satisfechos con sólo comer las uvas; luego las prensaban con morteros en piedras huecas, y finalmente en grandes fosas de madera. En esta ocasión una nueva prensa de vino, semejante a la santa Cruz en la forma, había sido ingeniada; consistía de un tronco hueco de árbol colocado verticalmente, con una bolsa de uvas  suspendida sobre él. Sobre esta bolsa había sujetado un mortero, superado por un peso; y en ambos lados del tronco había brazos unidos a la bolsa, a través de aberturas hechas al efecto, y que, cuando eran puestos en movimiento al bajar los extremos, estrujaban las uvas. El jugo fluía desde el árbol por cinco aberturas, y caía dentro de una cuba de piedra, desde la cual fluía a través de un canal hecho de corteza y revestido con resina, hacia dentro de la suerte de cisterna excavada en la roca donde Jesús fue confinado antes de su Crucifixión. Al pie de la prensa de vino, en la cuba de piedra, había una suerte de tamiz para detener los pellejos, los cuales eran apartados. Cuando hubieron hecho su prensa de vino, llenaron la bolsa con uvas, la clavaron en la cima del tronco, colocaron el mortero, y pusieron en movimiento los brazos laterales, para hacer que el vino fluyera. Todo esto me recordaba fuertemente a la Crucifixión, en función de la semejanza entre la prensa de vino y la Cruz. Tenían una larga caña, al final de la cual había puntas, por lo que parecía un enorme cardo, y lo hacían correr a través del canal y del tronco de árbol cuando había una obstrucción. Se me recordó la lanza y la esponja. Había también algunas botellas de cuero, y jarrones hechos de corteza y enlucidos con resina. Vi varios hombres jóvenes, con nada más que una tela envuelta alrededor de sus ingles como Jesús, trabajando en esta prensa de vino. Jafet estaba muy anciano; llevaba una larga barba, y una vestimenta hecha de pieles de bestias; y miraba la nueva prensa de vino con evidente satisfacción. Era día de festividad, y sacrificaron sobre un altar de piedra algunos animales que corrían libres en el viñedo, jóvenes asnos, cabras y ovejas. No fue en este lugar que Abraham vino a sacrificar a Isaac; quizás fue en el Monte Moriah. He olvidado muchas de las instrucciones respecto al vino, al vinagre y los pellejos, y las diferentes maneras en que todo debía ser distribuido a derecha e izquierda; y lo lamento, ya que las mismísimas pequeñeces tienen un profundo significado simbólico. Si llegara a ser voluntad de Dios para que las dé a conocer, me las mostrará de nuevo.

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CAPÍTULO LVI

APARICIONES EN OCASIÓN DE LA MUERTE DE JESÚS

Entre los muertos que se levantaron de sus tumbas, y que eran ciertamente unos cien en número, en Jerusalén, no había parientes de Jesús. Vi en varias partes de la Tierra Santa a otros de los muertos aparecer y dar testimonio de la Divinidad de Jesús. De esta forma vi a Sadoch, un hombre más que devoto, que había dado toda su propiedad a los pobres y al Templo, aparecerse a muchas personas en la vecindad de Hebrón. Este Sadoch había vivido un siglo antes que Jesús, y fue el fundador de una comunidad de Esenios: había añorado ardientemente la venida del Mesías, y había tenido varias revelaciones acerca de ello. Vi a algunos otros de los muertos aparecerse a los discípulos escondidos de nuestro Señor, y darles diferentes advertencias.

El terror y la desolación reinaban aún en las partes más distantes de Palestina, no fue sólo en Jerusalén que formidables prodigios tuvieron lugar. En Thirza, las torres de la prisión en la que los cautivos liberados por Jesús habían sido confinados se desplomaron. En Galilea, donde Jesús había viajado tanto, vi muchos edificios, y en particular las casas de aquellos Fariseos que habían sido los principales en perseguir a nuestro Salvador, y que entonces estaban todos en la festividad, sacudidas hasta los cimientos, aplastando a sus esposas e hijos. Numerosos accidentes sucedieron en la vecindad del Lago de Genazareth. Muchos edificios se desplomaron en Cafarnaúm; y el muro de rocas que estaba en frente del hermoso jardín del centurión Zorobabel se agrietó a lo largo. El lago se desbordó dentro del valle, y sus aguas descendieron hasta Cafarnaúm, que estaba a una milla y media de distancia. La casa de Pedro, y la vivienda de la Virgen Bendita en frente de la ciudad, permanecieron en pie.  El lago fue fuertemente convulsionado; sus costas se desmoronaron en varios lugares, y su forma fue muy alterada, y se hizo más semejante a lo que es hoy. Grandes cambios tuvieron lugar, particularmente en el extremo sudeste, cerca de Tarichea, ya que en esta parte había una larga calzada hecha de piedras, entre el lago y una suerte de ciénaga, la cual daba una dirección constante al curso del Jordán cuando abandonaba el lago. La totalidad de esta calzada fue destruida por el terremoto. Muchos accidentes sucedieron en el lado este del lago, en el lugar donde los cerdos pertenecientes a los habitantes de Gergesa se lanzaron, y también en Gergesa, Gerasa y en el distrito entero de Chorazin. La montaña donde la segunda multiplicación de los panes tuvo lugar fue sacudida, y la piedra sobre la cual el milagro había sido obrado se partió en dos. En Decápolis, cuyas ciudades se desmoronaron a tierra; y en Asia, en varias localidades, el terremoto fue sentido severamente, particularmente hacia el este y el noreste de Paneas. En la Alta Galilea, muchos Fariseos encontraron sus casas en ruinas cuando regresaron de haber observado la festividad. Cierto número de ellos, mientras aún en Jerusalén, recibieron las noticias de lo que había ocurrido, y fue en función de esto que los enemigos de Jesús hicieron muy leves esfuerzos contra la comunidad Cristiana en Pentecostés.

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 Una parte del Templo de Garizim se derrumbó. Un ídolo estaba colocado allí sobre una fuente, en un pequeño templo, cuyo techo cayó dentro de la fuente con el ídolo. La mitad de la sinagoga de Nazaret, de la que Jesús fue echado, se desplomó, como así también aquella parte de la montaña desde la que sus enemigos se habían empeñado en precipitarlo. El lecho del Jordán fue muy cambiado por todos estos impactos, y su curso fue alterado en muchos lugares. En Macherus, y en otras ciudades pertenecientes a Herodes, todo permaneció tranquilo, ya que aquel país estaba fuera de la esfera de arrepentimiento y de amenazas, como aquellos hombres que no cayeron al suelo en el Jardín de los Olivos, y, consecuentemente, no se levantaron de nuevo.

En muchos otros lugares donde había espíritus malignos, vi a estos últimos desaparecer en grandes tropas entremedio de las montañas y edificios que caían. Los terremotos me recordaron las convulsiones de los posesos, cuando el enemigo siente que debe tender hacia la huída. En Gergesa, una parte de la montaña desde la cual los demonios se habían lanzado con los cerdos a la ciénaga, cayeron dentro de esta misma ciénaga; y vi entonces una banda de espíritus malignos lanzándose al abismo, como una nube oscura.

Fue en Niza, a menos que esté equivocada, que vi un hecho singular, del cual tengo sólo un recuerdo imperfecto. Había un puerto allí con muchos barcos en él; y cerca de este puerto se hallaba una casa con una alta torre, en la que vi a un pagano cuyo cargo era vigilar aquellos barcos. Tenía frecuentemente que ascender esta torre, y ver qué estaba sucediendo en el mar. Habiendo escuchado un gran ruido sobre los barcos en el puerto, ascendió presurosamente a la torre para descubrir qué estaba teniendo lugar, y vio varias figuras oscuras sobrevolando el puerto, y que le exclamaron con doloridos acentos: “Si Vos deseáis preservar los barcos, haz que partan de este puerto, ya que debemos regresar al abismo: el gran Pan está muerto”. Le contaron varias otras cosas; le dejaron requerimientos para hacer conocer lo que le estaban diciendo entonces acerca del regreso de él de cierto viaje que pronto estaba por hacer, y para dar una buena recepción a los mensajeros que vendrían a anunciar la doctrina de aquel que recién había muerto. Los espíritus malignos fueron forzados de esta manera por la fuerza de Dios a informar a este buen hombre acerca de su derrota, y a anunciarlo al mundo. Hubo puesto a salvo a los navíos, y entonces una horrible tormenta se levantó: los demonios se lanzaron aullando al mar, y media ciudad se derrumbó. La casa de él permaneció en pie. Pronto después partió en un gran viaje, y anunció la muerte del gran Pan, si ese es el nombre por el cual nuestro Señor hubo sido llamado. Posteriormente vino a Roma, donde mucho estupor fue provocado por lo que él relató. Su nombre era algo así como Thamus o Thramus.

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CAPÍTULO LVII

GUARDIAS SON COLOCADOS ALREDEDOR DE LA TUMBA DE JESÚS

Tarde el Viernes a la noche, vi a Caifás y a algunos de los jefes entre los Judíos sostener una consulta concerniente al mejor curso a seguir respecto a los prodigios que habían tenido lugar, y al efecto que habían tenido sobre la gente. Continuaron sus deliberaciones bien hasta la mañana, y luego se apresuraron hacia la casa de Pilatos, para decirle que, “como ese seductor dijo, mientras aún vivía, ‘Después de tres días me levantaré de nuevo’, sería correcto ordenar que el sepulcro sea vigilado hasta el tercer día, ya que de otro modo, sus discípulos podrían venir y robarlo, y decir a la gente, ‘Se ha levantado de entre los muertos’, y el último error sería peor que el primero”. Pilatos estaba determinado a no tener nada más que ver con el asunto, y sólo respondió: “Tienen una guardia; vayan, vigílenla como saben”. Sin embargo, designó a Cassius para vigilar todo lo que pasara, y para darle un relato exacto de cada circunstancia. Vi a estos hombres, doce en número, abandonar la ciudad antes del amanecer, acompañados por algunos soldados que no vestían el uniforme romano, estando adjuntados al Templo. Portaban lámparas fijadas al extremo de largos postes, para que pudieran ser capaces de ver todo objeto alrededor, a pesar de la oscuridad de la noche, y también para que pudieran tener algo de luz en la oscura cueva del sepulcro.

Tan pronto hubieron llegado al sepulcro que, habiendo visto con sus propios ojos que el cuerpo de Jesús estaba realmente allí, ajustaron una cuerda a través de la puerta de la tumba, y una segunda a través de la gran piedra que estaba colocada en frente, sellando todo con un sello de forma semicircular. Regresaron entonces a la ciudad, y los guardias se estacionaron frente a la puerta exterior. Eran cinco o seis en número, y vigilaban de tres en tres alternativamente. Cassius nunca dejó su puesto, y usualmente permanecía sentado o parado en frente de la entrada a la cueva, para así ver aquel lado de la tumba donde descansaban los pies de nuestro Señor. Había recibido muchas gracias interiores, y se le habían dado a entender muchos misterios. Estando completamente desacostumbrado a este estado de iluminación espiritual, estaba perfectamente transportado fuera de sí; y permaneció casi todo el tiempo inconsciente de la presencia de las cosas exteriores. Estaba enteramente cambiado, se había convertido en un hombre nuevo, y pasó todo el día en penitencia, haciendo fervientes actos de gratitud, y adorando humildemente a Dios.

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CAPÍTULO LVIII

UNA MIRADA A LOS DISCÍPULOS DE JESÚS EN EL SÁBADO SANTO

Los fieles discípulos de nuestro Señor se reunieron en el Cenáculo, para observar la víspera del Sabbath. Eran alrededor de veinte en número, vestidos con largas vestimentas blancas, y con sus cinturas ceñidas. La habitación estaba iluminada por una lámpara; y después de su comida se separaron, y la mayor parte regresó a sus hogares. Se congregaron de nuevo a la mañana siguiente, y se sentaron juntos leyendo y orando por turnos; y si un amigo entraba en la habitación, se levantaban y lo saludaban cordialmente.

En aquella parte de la casa habitada por la Virgen Bendita había una gran habitación, dividida en pequeños compartimentos como celdas, que eran usadas por las santas mujeres para dormir a la noche. Cuando regresaron del sepulcro, una de ellas encendió una lámpara que colgaba en el medio de la habitación, y todas se reunieron alrededor de la Virgen Bendita, y comenzaron a orar en forma doliente pero recordatoria. Poco tiempo después, Marta, Maroni, Dina, y Mara, que recién venían con Lázaro desde Betania, donde habían pasado el Sabbath, entraron en la habitación. La Virgen Bendita y sus acompañantes les dieron un relato detallado de la muerte y la sepultura de nuestro Señor, acompañando cada relación con muchas lágrimas. La tarde estaba avanzando, y José de Arimatea entró con otros pocos discípulos, para preguntar si algunas de las mujeres deseaba regresar a sus hogares, ya que estaban listos para escoltarlas. Unas pocas aceptaron la proposición, y partieron inmediatamente; pero antes de alcanzar el tribunal de Caifás, unos hombres armados detuvieron a José de Arimatea, lo arrestaron, y lo encerraron en una vieja torreta desierta. 

Aquellas entre las santas mujeres que no abandonaron el Cenáculo se retiraron a tomar su descanso en los compartimentos como celdas mencionados más arriba: ajustaron largos velos sobre sus cabezas, se sentaron tristemente en el suelo, y se reclinaron sobre las almohadas que fueron colocadas contra la pared. Después de un tiempo se levantaron, extendieron las cobijas que estaban enrolladas en las almohadas, se sacaron sus sandalias, los cintos, y parte de su ropa y se reclinaron por un tiempo para esforzarse en lograr algo de sueño. A la medianoche, se levantaron, se vistieron, hicieron sus camas, y se reunieron alrededor de la lámpara para continuar su oración con la Virgen Bendita.

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Cuando la madre de Jesús y sus piadosas acompañantes habían finalizado su oración nocturna (aquel santo deber que ha sido practicado por todos los fieles hijos de Dios y las santas almas, ya sea que se hallan sentido llamados a él, o que siguen una regla dada por Dios y su Iglesia), escucharon un golpe en la puerta, la que fue abierta instantáneamente, y Juan y algunos de los discípulos que habían prometido conducirlas al Templo, entraron, por lo cual las mujeres envolvieron sus mantos alrededor de ellas, y partieron de inmediato. Eran entonces cerca de las tres de la mañana, y fueron directo al Templo, siendo costumbre entre los Judíos el ir antes que el día amaneciera, el día después de haber comido el cordero Pascual; y por esta razón el Templo estaba abierto desde la medianoche; ya que los sacrificios comenzaban muy temprano. Partieron alrededor de la misma hora en la que los sacerdotes habían puesto su sello sobre el sepulcro. El aspecto de las cosas en el Templo era, sin embargo, muy diferente a como usualmente era el caso en esas épocas, ya que los sacrificios se detuvieron, y el lugar estaba vacío y desolado, ya que todos habían partido en relación a los eventos del día anterior que lo habían vuelto impuro. La Virgen Bendita me pareció que lo visitó por el solo hecho de despedirse del lugar en donde había pasado su juventud.

El Templo estaba, sin embargo, abierto; las lámparas encendidas y la gente en libertad de entrar en los vestíbulos de los sacerdotes, el cual era el acostumbrado privilegio de este día, como también de aquel que seguía a la cena Pascual. El Templo estaba, como dije antes, bastante vacío, con la excepción de un casual sacerdote o sirviente que pudiera estar deambulando por allí; y cada parte portaba las marcas de la confusión a la que había sido lanzada el día anterior por los extraordinarios y tremendos eventos que habían tenido lugar; a parte de lo cual había sido contaminado por la presencia de los muertos, y reflexioné y pregunté en mi propia mente si sería posible que alguna vez fuera de nuevo purificado.

Los hijos de Simeón, y los sobrinos de José de Arimatea, estaban muy afligidos cuando escucharon lo del arresto de su tío, pero dieron la bienvenida a la Virgen Bendita y a sus acompañantes, y las condujeron por todo el Templo, lo cual hicieron sin dificultad, ya que tenían los cargos de inspectores del Templo. Las santas mujeres se mantenían en silencio y contemplaban todas las visibles y terribles marcas de la ira de Dios con sentimientos de profundo pasmo, y luego escucharon con interés los muchos detalles estupendos referidos por sus guías. Los efectos del terremoto eran aún visibles, ya que poco se había hecho para reparar las numerosas rajaduras y grietas en el suelo, y en las paredes. En aquella parte del Templo donde el vestíbulo se unía al santuario, el muro fue tan tremendamente sacudido por el golpe del terremoto, que produjo una fisura suficientemente ancha como para que una persona pasara a través, y el resto del muro lucía inestable, como si fuera a desplomarse en cualquier momento. La cortina que colgaba en el santuario fue rasgada en dos y colgaba en despojos en los costados; nada podía verse alrededor más que muros caídos, losas aplastadas, y columnas ya sea partidas o muy desbastadas.

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La Virgen Bendita visitó todas aquellas partes a las que Jesús había convertido en sagradas a los ojos de ella; se postraba, los besaba, y con lágrimas en sus ojos explicaba a los otros sus razones para venerar cada lugar en particular, después de lo cual instantáneamente siguieron su ejemplo. La mayor veneración fue siempre mostrada por los Judíos por todos los lugares que se habían vuelto sagrados por manifestaciones del poder Divino, y era costumbre el colocar las manos reverentemente en tales lugares, besarlos, y postrarse ante ellos hasta la misma tierra. No creo que hubiera nada mínimamente sorprendente en tal costumbre, ya que ambos conocieron, vieron, y sintieron que el Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob, era un Dios viviente, y que su morada entre su gente estaba en el Templo en Jerusalén; consecuentemente hubiera sido infinitamente más sorprendente si no hubieran venerado aquellos santos lugares en donde su poder había sido particularmente demostrado, ya que el Templo y los santos lugares eran para ellos lo que el Bendito Sacramento es para los Cristianos.

Profundamente embargada por estos sentimientos al respecto, la Virgen Bendita caminó a través del Templo con sus acompañantes, y les señaló el sitio donde ella fue presentada cuando era aún una niña, las partes donde pasó su infancia, el lugar donde fue prometida a San José, y el sitio donde estuvo cuando presentó a Jesús y escuchó la profecía de Simeón, el recuerdo de cuyas palabras la hicieron llorar amargamente, ya que la profecía fue en efecto cumplida, y la espada del dolor había efectivamente traspasado su corazón; de nuevo detuvo a sus acompañantes cuando llegó a la parte del Templo donde encontró a Jesús enseñando cuando lo extravió a la edad de doce, y respetuosamente besó el piso sobre el que él estuvo en ese entonces. Cuando las santas mujeres habían visto todos los lugares santificados por la presencia de Jesús, cuando hubieron llorado y orado sobre ellos, regresaron a Sión.

La Virgen Bendita no dejó el Templo sin derramar muchas lágrimas, ya que contemplaba el estado de desolación en el que había sido reducido, un aspecto de desolación que se volvía aún más deprimente por el marcado contraste que presentaba contra el estado usual del Templo en el día de la festividad. En lugar de canciones e himnos de jubileo, un silencio lúgubre reinaba a través del vasto edificio, y en vez de grupos de gozosos y devotos adoradores, el ojo vagaba sobre una vasta y triste soledad. Muy verdaderamente, ay, este cambio presagió el temible crimen que había sido perpetrado por el pueblo de Dios, y ella recordó cómo Jesús había llorado por el Templo, y dijo, “Destruyan este Templo y en tres días lo volveré a levantar”. Ella pensó acerca de la destrucción del Templo del Cuerpo de Jesús, el cual había sido entregado por sus enemigos, y suspiró con un anhelante deseo por el amanecer de aquel tercer día cuando las palabras de eterna verdad fueran a cumplirse.

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Era cerca del amanecer cuando María y sus acompañantes llegaron al Cenáculo, y se retiraron dentro del edificio que estaba en su lado derecho, mientras Juan y algunos de los discípulos reentraron al Cenáculo, donde cerca de veinte hombres, congregados alrededor de una lámpara, estaban ocupados en rezar. Siempre de tanto en tanto, recién llegados se acercaban a la puerta, entraban tímidamente, se acercaban al grupo alrededor de la lámpara, y se dirigían a ellos con unas pocas dolientes palabras, las cuales acompañaban con lágrimas. Todos parecían considerar a Juan con sentimientos de respeto; ya que él había permanecido con Jesús hasta que expiró; pero con estos sentimientos de respeto estaba mezclado un profundo sentimiento de vergüenza y confusión, cuando reflexionaban sobre su propia conducta cobarde al abandonar a su Señor y Maestro en la hora de la necesidad. Juan habló a cada uno con la mayor caridad y amabilidad; su modo era modesto y no pretencioso como aquel de un niño, y parecía temer recibir alabanzas. Vi al grupo reunido tener una comida durante aquel día, pero sus miembros estaban, en su mayor parte, silenciosos; no se escuchaba ningún sonido a través de la casa, y las puertas estaban herméticamente cerradas, aunque, en realidad, no había probabilidad de que alguien los molestara, ya que la casa pertenecía a Nicodemo, y se la había dejado a ellos para la época de la festividad.

Las santas mujeres permanecieron en esta habitación hasta la caída de la noche; estaba iluminada por una sola lámpara; las puertas estaban cerradas, y las cortinas corridas sobre las ventanas. A veces se juntaban alrededor de la Virgen Bendita y rezaban bajo la lámpara; en otras ocasiones se retiraban hacia el costado de la habitación, cubrían sus cabezas con negros velos, y se sentaban sobre cenizas (el signo del luto), o rezaban con sus rostros vueltos hacia la pared; aquellas cuya salud era delicada tomaban algo de comida, pero las otras ayunaban. 

Las miré una y otra vez, y las vi siempre ocupadas de la misma manera, es decir, ya sea en oración o de duelo por los sufrimientos de su amado Maestro. Cuando mis pensamientos viajaron desde la contemplación de la Virgen Bendita a aquella de su Divino Hijo, contemplé el santo sepulcro con seis o siete centinelas en la entrada – Cassius parado contra la puerta de la cueva, aparentemente en profunda meditación, la puerta exterior cerrada, y la piedra rodada cerca de ella. A pesar de la espesa puerta que se interponía entre el cuerpo de nuestro Salvador y yo, lo podía ver claramente; era muy transparente con una luz divina, y dos ángeles estaban en adoración a los lados. Pero mis pensamientos entonces voltearon a la contemplación de la bendita alma de mi Redentor, y tan extensa y complicada imagen de su descenso al infierno me fue mostrada, que puedo solamente recordar una pequeña porción de ella, la cual describiré con la mayor de mis fuerzas.

 



[1] La yarda aquí expuesta equivale a tres pies o a 91,44 cm.

[2] El Viernes Santo, 30 de Marzo de 1820, mientras la Hermana Emmerich estaba contemplando el descenso de la Cruz, repentinamente se desvaneció en presencia del escritor de estas líneas, y parecía estar realmente muerta. Pero después de un tiempo recuperó sus sentidos y dio la siguiente explicación, aún estando en gran sufrimiento: “Mientras  estaba contemplando el cuerpo de Jesús yaciendo en las rodillas de la Virgen Bendita, me dije a mí misma: ¡Cuán grande es su fortaleza! ¡No se ha desmayado ni una sola vez!” Mi guía me reprochó este pensamiento – en el que había más de asombro que de compasión – y me dijo, ‘Sufre entonces lo que ella ha sufrido!’. Y en el mismo momento una sensación de angustia más que aguda me traspasó como una espada, por lo que creí que debía haber muerto”. Ella tuvo que soportar este sufrimiento por mucho tiempo y, en consecuencia, tuvo una enfermedad que la redujo casi hasta el borde de la tumba.

[3] La Hermana Emmerich dijo que la forma de estas pinzas le recordaban las tijeras con las que el pelo de Sansón fue cortado. En sus visiones del tercer año de la vida pública de Jesús ella había visto a nuestro Señor respetar el Sabbath en Misael – una ciudad perteneciente a los Levitas de la tribu de Aser – y como una parte del Libro de los Jueces fue leída en la sinagoga, la Hermana Emmerich contempló en aquella ocasión la vida de Sansón.

[4] La Hermana Emmerich acostumbraba, cuando hablaba de personas de importancia histórica, explicar cómo dividían su cabello. “Eva”, decía ella, “dividía su cabello en dos partes, pero María en tres”. Y parecía darle importancia a estas palabras. No se presentó ninguna oportunidad para que ella diera una explicación sobre la materia , lo que probablemente hubiera mostrado lo que se hacía con el cabello en sacrificios, funerales, consagraciones, o votos, etc.  Dijo una vez de Sansón: “Su cabello claro, que era largo y denso, estaba reunido sobre su cabeza en siete cabelleras, como un casco, y los extremos de estas cabelleras estaban sujetados sobre su frente y sus sienes. Su cabello no era en sí mismo la fuente de su fuerza, sino sólo como el testigo del voto que había hecho para hacerlo crecer en honor a Dios. Los poderes que dependían de estas siete cabelleras eran los siete dones del Espíritu Santo. Debió haber roto ya sus votos y perdido muchas gracias, cuando permitió que este signo de ser un Nazareno fuera cortado. No vi que Dalila cortara todo su cabello, y creo que un mechón permaneció en su frente. Retuvo la gracia de hacer penitencia y de ese arrepentimiento es que recobró la fuerza suficiente para destruir a sus enemigos. La vida de Sansón es figurativa y profética”.

[5] Esto refiere a una costumbre en la Diócesis de Munster. Durante la Cuaresma había colgada en las iglesias una cortina, bordada con entramado, representando las Cinco Heridas, los instrumentos de la Pasión, etc.

[6] Una yarda equivale a tres pies, o sea 91,44 cm

[7] Aparentemente la Hermana Emmerich habló aquí de los antiguos aparadores en los que los pobres campesinos guardaban su ropa. La parte inferior de estos bastidores es más pequeña que la superior, y esto les da  cierta semejanza a una tumba. Ella tenía uno de estos bastidores, al que llamaba su aparador. Frecuentemente solía describir la piedra mediante esta comparación, pero sus descripciones no nos han dado, sin embargo, una muy clara idea de su forma.

[8] De acuerdo a las visiones de la Hermana Emmerich, las tres mujeres nombradas en el texto habían estado viviendo por algún tiempo en Betania, en una especie de comunidad establecida por Marta con el propósito de proveer al mantenimiento de los discípulos cuando nuestro Señor se trasladaba, y para la división y distribución de las limosnas que fueron recolectadas. La viuda de Naím, cuyo hijo Martial fue levantado de entre los muertos por Jesús, de acuerdo a la Hermana Emmerich, en el día 28 de Marcheswan (el 18 de Noviembre), fue llamada Maroni. Era la hija de un tío, por el lado paterno, de San Pedro. Su primer marido era el hijo de una hermana de Isabel quien a su vez era la hija de una hermana de la madre de Santa Ana. Como el primer marido de Maroni hubo fallecido sin hijos, se casó con Elind, un pariente de Santa Ana, y había dejado Chasaluth, cerca de Tabor, para levantar su hogar en Naím, que no estaba muy lejos, y donde pronto perdió a su segundo marido.

Dina, la mujer samaritana, fue la misma que conversó con Jesús al lado del pozo de Jacob. Nació cerca de Damasco, de parientes que eran mitad Judíos y mitad Paganos. Murieron mientras ella era aún muy joven, y fue criada por una mujer de mal carácter, y las semillas de las más malignas pasiones fueron sembradas en su corazón. Había tenido varios esposos, a quienes suplantó uno tras otro por turnos, y el último vivía en Sichar, en donde lo siguió y cambió su nombre de Dina por Salomé. Tenía tres hijas grandes y dos hijos, quienes después se unieron a los discípulos. La Hermana Emmerich solía decir que la vida de esta mujer Samaritana era profética – es decir que Jesús había hablado a toda la secta de los Samaritanos en la persona de ella, y que estaban apegados a sus errores  por tantos lazos como adulterios ella cometió.

Mara de Sufan era una Moabita, venía de las cercanías de Sufan, y era descendiente de Orpha, la viuda de Chélion, el hijo de Noemí. Orpha se había casado de nuevo en Moab. Por Orpha, la cuñada de Ruth, Mara estaba conectada con la familia de David, de la que nuestro Señor descendía. La Hermana Emmerich vio a Jesús liberar a Mara de cuatro demonios y otorgarle el perdón por sus pecados el 17 de Elud (9 de Septiembre) del segundo año de su vida pública. Ella vivía en Ainon, habiendo sido repudiada por su esposo, un rico Judío, que mantuvo con él a los hijos que había tenido con ella. Ella tuvo consigo otros tres, el fruto de sus adulterios.

“Vi”, la Hermana Emmerich solía decir, “vi cómo la extraviada rama de la estirpe de David era purificada dentro de ella por la gracia de Jesús, y admitida en el seno de la Iglesia. No puedo expresar cuántas de estas raíces y brotes veo que se entrelazan entre ellos, se pierden de vista, y luego una vez son traídos a la luz”.

 

Traducido por Marcelo