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UN RELATO DETALLADO DEL DESCENSO AL INFIERNO
Cuando Jesús, después de emitir un fuerte grito, expiró, vi a su celestial alma bajo la forma de un brillante meteoro atravesando la tierra al pie de la Cruz, acompañado por el ángel Gabriel y muchos otros ángeles. Su Divina naturaleza continuó unida a su alma así como a su cuerpo, el cual aún permanecía pendiendo de la Cruz, pero no puedo explicar cómo era esto, aunque lo vi claramente en mi propia mente. El lugar en donde el alma de Jesús entró estaba dividido en tres partes, que me parecieron como tres mundos; y sentí que eran redondos, y que cada división estaba separada de la otra por un hemisferio.
Contemplé un brillante y hermoso espacio opuesto al Limbo; estaba recubierto de flores, deliciosas brisas se mecían por él; y muchas almas estaban ubicadas allí antes de ser admitidas en el Cielo después de su liberación del Purgatorio. El Limbo, el lugar donde las almas estaban esperando por la Redención, estaba dividido en diferentes compartimientos, y envueltos por una atmósfera espesa y brumosa. Nuestro Señor aparecía radiante de luz y rodeado por ángeles, que lo conducían triunfalmente entre dos de estos compartimientos; el de la izquierda conteniendo a los patriarcas que habían vivido antes de la época de Abraham, y en aquel de la derecha aquellos que vivieron entre los días de Abraham y los de San Juan Bautista. Estas almas al principio no reconocieron a Jesús, pero fueron llenadas sin embargo con sensaciones de alegría y esperanza. No había sitio en aquellos estrechos confines que, por así decirlo, no se dilataran con sensaciones de felicidad. El paso de Jesús podría ser comparado con una bocanada de aire fresco, con un repentino fogonazo de luz, o con una lluvia de vivificante rocío, pero era rápido como un torbellino. Después de pasar a través de los dos compartimientos, llegó a un sitio oscuro en donde Adán y Eva estaban; habló con ellos, ellos se postraron y adoraron en un perfecto éxtasis de alegría, y entonces inmediatamente se unieron a la banda de ángeles, y acompañaron a nuestro Señor hasta el compartimiento de la izquierda, que contenía a los patriarcas que vivieron antes de Abraham. Este compartimiento era una especie de Purgatorio, y unos pocos espíritus malignos estaban deambulando entre las almas y empeñándose en llenarlas de ansiedad y alarma. La entrada a través de una especie de puerta estaba cerrada, pero los ángeles golpearon, y creí escuchar que decían, “Abran estas puertas”. Cuando Jesús entró en triunfo los demonios se dispersaron, clamando al mismo tiempo, “¿Qué hay entre Vos y nosotros?¿Qué habéis venido a hacer aquí?¿Nos crucificaréis también?”. Los ángeles los expulsaron, habiéndolos primero encadenado. Las pobres almas confinadas en este lugar tenían sólo un leve presentimiento y una vaga idea acerca de la presencia de Jesús; pero en el momento en que les contó que era él mismo, estallaron en aclamaciones de alegría, y le dieron la bienvenida con himnos de arrebatamiento y deleite. El alma de nuestro Señor entonces se desplazó a la derecha, hacia aquella parte que realmente constituía el Limbo; y allí se encontró con el alma del buen ladrón a la que los ángeles estaban llevando al seno de Abraham, y también aquella del mal ladrón siendo arrastrada por los demonios al Infierno. Nuestro Señor dirigió unas pocas palabras a ambos, y luego entró en el seno de Abraham, acompañado por numerosos ángeles y santas almas, y también por aquellos demonios que habían sido encadenados y expulsados del compartimiento.
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Esta ubicación me parecía más elevada que las partes en derredor; y sólo puedo describir mis sensaciones al entrar en ella, comparándolas con aquellas de una persona viniendo súbitamente al interior de una iglesia, después de haber estado por algún tiempo en las bóvedas de sepultura. Los demonios, que estaban fuertemente encadenados, estaban extremadamente renuentes a entrar, y resistieron al máximo de sus fuerzas, pero los ángeles los obligaron a avanzar. Todos los justos que habían vivido antes del tiempo de Cristo estaban reunidos allí; los patriarcas, Moisés, los jueces, y los reyes sobre el lado izquierdo; y sobre el lado derecho, los profetas, y los ancestros de nuestro Señor, como también sus parientes cercanos, como Joaquín, Ana, José, Zacarías, Isabel, y Juan. No había demonios en este lugar, y la única incomodidad que había sido sentida por aquellos ubicados allí era el anhelante deseo por el cumplimiento de la promesa; y cuando nuestro Señor entró lo saludaron con alegres himnos de gratitud y de acción de gracias por su cumplimiento, se postraron y lo adoraron, y los espíritus malignos que habían sido arrastrados dentro del seno de Abraham cuando nuestro Señor entró fueron obligados a confesar con deshonra que estaban derrotados. A muchas de estas santas almas nuestro Señor les ordenó regresar a la tierra, reentrar a sus propios cuerpos, y así rendir un solemne e impresionante testimonio de la verdad. Fue en este momento que tantas personas muertas dejaron sus tumbas en Jerusalén; las vi menos como personas muertas resucitadas que como cadáveres puestos en movimiento por un poder divino, y que, después de haber completado la misión que se les encargó, fueron dejados de lado de la misma manera en que la insignia del cargo es removida por un oficial cuando ha ejecutado las órdenes de sus superiores.
Vi luego a nuestro Señor, con su procesión triunfal, entrar a una especie de Purgatorio el cual estaba lleno de aquellos paganos que, habiendo tenido un leve vislumbre de la verdad, habían ansiado su cumplimiento: este Purgatorio era muy profundo, y contenía unos pocos demonios, como también algunos de los ídolos de los paganos. Vi a los demonios obligados a confesar el engaño que habían practicado con respecto a estos ídolos, y las almas de los pobres paganos se lanzaron a los pies de Jesús, y lo adoraron con una alegría indecible: aquí, del mismo modo, los demonios eran atados con cadenas y expulsados. Vi a nuestro Señor realizar muchas otras acciones; pero sufrí tan intensamente al mismo tiempo, que no puedo recordarlas como hubiera deseado.
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Finalmente, lo contemplé acercándose al centro del gran abismo, es decir, al Infierno mismo; y la expresión de su semblante era de lo más severa.
El exterior del Infierno era espantoso y temible; era un inmenso edificio de pesada apariencia, y el granito con el que estaba formado, aunque negro, era de un brillo metálico; y las oscuras y pesadas puertas estaban aseguradas con cerrojos tan terribles que nadie podía contemplarlos sin estremecerse. Profundos gemidos y gritos de desesperación podían ser claramente distinguidos aún mientras las puertas estuvieran herméticamente cerradas; pero, oh, ¿quién puede describir los temibles alaridos y chillidos que estallaban en los oídos cuando los cerrojos fueron desenganchados y las puertas abiertas resueltamente? ; y, oh, ¡¿quién puede describir la apariencia melancólica de los habitantes de este desdichado lugar?!
La forma bajo la cual la Jerusalén Celestial es representada generalmente en mis visiones es aquella de una hermosa y bien arreglada ciudad, y los diferentes niveles de gloria a la que los elegidos son elevados están demostrados por la magnificencia de sus palacios, o las maravillosas frutas y flores con los que los jardines son embellecidos. El Infierno se me muestra bajo la misma forma, pero todo dentro de él es, por el contrario, cerrado, confuso, y atestado; cada objeto tiende a llenar la mente con sensaciones de dolor y pesadumbre; las marcas de la ira y la venganza de Dios son visibles en todas partes; la desesperación, como un buitre, carcome cada corazón, y la discordia y la miseria reinan por doquier. En la Jerusalén Celestial todo es paz y eterna armonía, el comienzo, cumplimiento, y fin de todas las cosas siendo pura y perfecta felicidad; la ciudad está llena de espléndidos edificios, decorados de tal manera como para encantar al ojo y embriagar cada sentido; los habitantes de esta deliciosa morada están desbordados de embeleso y exultación, los jardines lucen con encantadoras flores, y los árboles cubiertos con deliciosos frutos que dan vida eterna. En la ciudad del Infierno no se ve nada más que mazmorras tenebrosas, cavernas oscuras, desiertos horrorosos, pantanos fétidos llenos con toda clase imaginable de reptiles venenosos y repulsivos. En el Cielo contemplas la felicidad y la unión pacífica de los santos; en el Infierno, permanentes escenas de miserables discordias, y toda clase de pecado y corrupción, ya sea bajo las formas más horribles imaginables, o representadas por diferentes tipos de temibles tormentos. Todo en esta triste morada tiende a llenar la mente de horror; ninguna palabra de condolescencia es escuchada ni tampoco una idea consoladora es admitida; el único tremendo pensamiento, de que la justicia de un Dios todopoderoso inflige sobre nada más que lo que han merecido plenamente, es la absorbente y tremenda convicción que agobia a cada corazón. El vicio aparece en sus propios horrorosos y repulsivos colores, estando despojado de la máscara bajo la cual se oculta en este mundo, y la víbora infernal es vista devorando a aquellos que se han acostumbrado o allegado a ella aquí abajo. Esto es fácil de entender cuando se ve; pero es casi imposible de describir claramente.
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La tremenda explosión de juramentos, maldiciones, gritos de desesperación, y temibles exclamaciones, la cual, como un golpe de estruendo, estalló cuando las puertas del Infierno fueron resueltamente abiertas por los ángeles, sería difícil incluso de imaginar; nuestro Señor habló primero al alma de Judas, y los ángeles entonces obligaron a todos los demonios a reconocer y adorar a Jesús. Hubieran preferido infinitamente los más terribles tormentos antes que tal humillación; pero todos fueron obligados a someterse. Muchos fueron encadenados en un círculo que fue colocado alrededor de otros círculos. En el centro del Infierno vi un oscuro abismo de horrible aspecto, y dentro de él este Lucifer fue lanzado, después de ser fuertemente asegurado con cadenas; espesas nubes de sulfuroso humo negro se elevaron desde sus terribles profundidades, y envolvió la terrible forma de él en tenebrosos valles, ocultándolo así efectivamente de cualquier observador. Dios mismo había decretado esto; y del mismo modo se me dijo, si lo recuerdo correctamente, que sería desencadenado por un tiempo cincuenta o sesenta años antes del año de Cristo dos mil. Las fechas de muchos otros eventos me fueron señaladas las cuales no recuerdo; pero un cierto número de demonios serán liberados mucho antes que Lucifer, para tentar a los hombres, y para servir como instrumentos de la divina venganza. Debería pensar que algunos deben ser soltados incluso en la actualidad, y otros serán puestos en libertad en corto tiempo.
Sería en extremo imposible para mí describir todas las cosas que me fueron mostradas; su número fue tan grande que no podría resumirlas lo suficiente como para ordenarlas, definirlas y hacerlas inteligibles. Aparte de lo cual mis sufrimientos son tan grandes, y cuando hablo respecto a mis visiones las contemplo con el ojo de mi mente retratadas con tan vívidos colores, que la vista de ellas es casi suficiente para provocar que una débil mortal como yo fallezca.
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Vi luego innumerables grupos de almas redimidas liberadas del Purgatorio y del Limbo, que siguieron a nuestro Señor al delicioso sitio ubicado por sobre la celestial Jerusalén, en cuyo lugar, hace muy poco tiempo, vi el alma de una persona que me era muy querida. El alma del buen ladrón fue del mismo modo conducida allí, y la promesa de nuestro Señor, “Este día Vos estaréis conmigo en el Paraíso”, fue cumplida.
No está en mi capacidad explicar el momento exacto en que cada uno de estos eventos ocurrieron, ni puedo relatar ni la mitad de las cosas que vi y escuché; ya que algunas eran incomprensibles incluso para mí, y otras serían malentendidas si intentara relatarlas. He visto a nuestro Señor en muchos diferentes lugares. Incluso en el mar me pareció que santificaba y liberaba todas las cosas de la creación. Los espíritus malignos huían ante su acercamiento, y se lanzaban dentro del oscuro abismo. Del mismo modo vi su alma en diferentes partes de la tierra, primero dentro de la tumba de Adán, debajo del Gólgota; y cuando él estuvo allí las almas de Adán y Eva se le acercaron, y habló con ellos por algún tiempo. Él entonces visitó las tumbas de los profetas que fueron sepultados a una inmensa profundidad debajo de la superficie; pero él pasaba a través del suelo en un parpadear de ojos. Sus almas inmediatamente reentraron en sus cuerpos, y él les habló y explicó los más maravillosos misterios. Luego lo vi, acompañado por un grupo elegido de profetas, entre quienes advertí particularmente a David, visitar aquellas partes de la tierra que habían sido santificadas por sus milagros y sufrimientos. Él les señaló, con el mayor amor y bondad, los diferentes símbolos en la antigua ley elocuentes acerca del futuro; y les mostró cómo él mismo había cumplido cada profecía. La visión del alma de nuestro Señor, rodeada por estas felices almas, y radiante de luz, era inexpresablemente espléndida mientras se desplazaba a través del aire, algunas veces pasando, a la velocidad de la luz, sobre ríos, luego penetrando a través de las rocas más duras hasta el mismo centro de la Tierra, o moviéndose silenciosamente sobre su superficie.
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No puedo recordar nada más allá de los hechos que acabo de relatar concernientes al descenso de Jesús al Limbo, donde fue para presentar a las almas allí confinadas la gracia de la Redención que él había merituado para ellas a través de su muerte y sus sufrimientos; y vi todas estas cosas en un muy corto espacio de tiempo; de hecho, el tiempo pasaba tan rápido que me parecía sino un momento. Nuestro Señor, sin embargo, desplegó ante mí, al mismo tiempo, otra imagen, en la cual contemplé las inmensas misericordias que él otorga en el presente día a las pobres almas en el Purgatorio; ya que en cada aniversario de este gran día, cuando su Iglesia está celebrando el misterio glorioso de su muerte, él lanza una mirada de compasión sobre las almas en el Purgatorio, y libera a algunas de las que pecaron contra él antes de su crucifixión. En este día vi a Jesús liberar muchas almas; algunas que yo conocía, y otras que me eran desconocidas, pero no puedo nombrar ninguna de ellas.
Nuestro Señor, al descender al Infierno, plantó (si así puedo expresarme), en el jardín espiritual de la Iglesia, un árbol misterioso, cuyos frutos – específicamente, sus méritos – están destinados al constante alivio para las pobres almas en el Purgatorio. La Iglesia militante debe cultivar el árbol, y recoger sus frutos, para presentarlos a aquella porción sufriente de la Iglesia que no puede hacer nada por sí misma. Así es con todos los méritos de Cristo; debemos trabajar con él si deseamos obtener nuestra parte de ellos; debemos ganarnos nuestro pan con el sudor de nuestras frentes. Todo lo que nuestro Señor ha hecho por nosotros a tiempo debe producir frutos para la eternidad; pero debemos recoger estos frutos a tiempo, sin los cuales no podemos poseerlos en la eternidad. La Iglesia es la más prudente y la más reflexiva de las madres; el año eclesiástico es un inmenso y magnífico jardín, en el cual todos estos frutos para la eternidad son reunidos, para que podamos hacer uso de ellos a tiempo. Cada año contiene suficiente para suplir las necesidades de todos; pero gran pesar sea para aquel descuidado o deshonesto jardinero que permite que alguno de los frutos destinados a su cuidado perezca; si falla en dar buena cuenta de aquellas gracias que restaurarían la salud al enfermo, la fortaleza al débil, o proveerían comida al hambriento! Cuando el Día del Juicio llegue, el Amo del jardín demandará una estricta cuenta, no sólo de cada árbol, sino también de cada fruto producido en el jardín.
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LA VÍSPERA DE LA RESURRECCIÓN.
Hacia el cierre del Sabbath, Juan vino a ver a las santas mujeres. Se empeñó en dar cierto consuelo, pero no pudo refrenar sus propias lágrimas, y sólo permaneció un corto tiempo con ellas. Tuvieron del mismo modo una corta visita por parte de Pedro y Santiago el Mayor, después de la cual se retiraron a sus aposentos, y dejaron salir libremente a su aflicción, sentándose sobre cenizas, y cubriéndose aún más estrechamente con velos.
La oración de la Virgen Bendita era incesante. Siempre mantenía sus ojos fijados interiormente en Jesús, y estaba absolutamente consumida por su ardiente deseo de, una vez más, contemplar a aquel a quien amaba con amor inexpresable. De repente, un ángel se paró a su lado, y le indicó que se levantara y fuera hasta la puerta de la vivienda de Nicodemo, ya que el Señor estaba muy cerca. El corazón de la Virgen Bendita saltó de alegría. Ella precipitadamente se envolvió su manto alrededor, y dejó a las santas mujeres, sin informarles adónde iba. La vi caminar rápidamente hasta una pequeña entrada que estaba fuera en el muro de la ciudad, idéntica a aquella por la que había entrado cuando regresó con sus acompañantes desde el sepulcro.
Eran alrededor de las nueve de la noche, y la Virgen Bendita había casi alcanzado la entrada, cuando la vi detenerse súbitamente en un sitio muy solitario, y mirar hacia arriba en un éxtasis de gozo, ya que en la cima del muro de la ciudad ella contempló el alma de nuestro Señor, resplandeciente de luz, sin el asomo de ninguna herida, y rodeado por patriarcas. Él descendió hacia ella, volteó hacia sus acompañantes, y la presentó a ellos diciendo, “Vean a María, vean a mi Madre”. Él me pareció que la saludó con un beso, y entonces desapareció. La Virgen Bendita cayó de rodillas, y muy reverentemente besó el suelo sobre el que él había estado, y la impresión de las manos de ella y las rodillas permanecieron impresas sobre las piedras. Esta visión la llenó de una alegría inexpresable, e inmediatamente se reunió con las santas mujeres, las que estaban animadamente atareadas en preparar los perfumes y las especies. Ella no les dijo lo que había visto, pero su firmeza y fortaleza de mente fueron restauradas. Estaba completamente renovada, y por consiguiente reconfortó a todo el resto, y se empeñó en fortalecer la fe de ellas.
Todas las santas mujeres estaban sentadas al lado de una larga mesa, la cubierta de la cual colgaba hasta el piso, cuando María regresó; manojos de hierbas estaban amontonados alrededor de ellas, y a éstas las mezclaban y arreglaban; pequeños frascos, conteniendo dulces ungüentos y agua de nardo, estaban puestos cerca; como también racimos de flores naturales, entre las que advertí una en particular, la cual era como una iris rayada o un lirio. Magdalena, María la hija de Cleofás, Salomé, Johanna, y María Salomé, habían comprado todas estas cosas en la ciudad durante la ausencia de María. Su intención era la de ir al sepulcro antes del amanecer al día siguiente, para esparcir estas flores y perfumes sobre el cuerpo de su amado Maestro.
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JOSÉ DE ARIMATEA MILAGROSAMENTE PUESTO EN LIBERTAD.
Poco tiempo después del regreso de la Virgen Bendita hasta las santas mujeres, me fue mostrado el interior de la prisión en la cual los enemigos de José de Arimatea lo habían confinado. Él estaba orando fervientemente, cuando de repente una brillante luz iluminó todo el lugar, y escuché una voz llamándolo por su nombre, mientras al mismo tiempo el techo se abrió, y una brillante forma apareció, extendiendo una sábana semejante a aquella con la que él había envuelto el cuerpo de Jesús. José la asió con ambas manos, y fue subido hasta la abertura, la cual se cerró de nuevo tan pronto él había pasado; y la aparición desapareció en el instante en que él estaba seguro en la cima de la torre. No sé si fue nuestro Señor mismo o un ángel quien así liberó a José.
Caminó sobre la cima del muro hasta que llegó a las cercanías del Cenáculo, el cual estaba cerca del muro sur de Sión, y entonces descendió y golpeó la puerta de ese edificio, ya que las puertas estaban trabadas. Los reunidos congregados allí habían estado muy apesadumbrados cuando perdieron a José al comienzo, de quien pensaban que había sido arrojado a un sumidero, sobre lo cual un reporte se había hecho corriente. Grande, por consiguiente, fue su alegría cuando abrieron la puerta y encontraron que era él mismo; en efecto, estaban casi tan gozosos a como cuando Pedro fue milagrosamente liberado de la prisión algunos años después. Cuando José hubo relatado lo que había tenido lugar, se llenaron de asombro y de gozo; y después de dar gracias a Dios fervientemente le dieron algún refrigerio, el cual lo necesitaba grandemente. Él dejó Jerusalén aquella misma noche, y huyó hacia Arimatea, su lugar natal, donde permaneció hasta que creyó que podría retornar con seguridad a Jerusalén.
Del mismo modo vi a Caifás hacia el cierre del Sabbath, en la casa de Nicodemo. Estaba conversando con él y haciéndole muchas preguntas con pretendida amabilidad. Nicodemo contestó firmemente, y continuó afirmando la inocencia de Jesús. No permanecieron juntos por mucho tiempo.
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LA NOCHE DE LA RESURRECCIÓN.
Pronto después contemplé la tumba de nuestro Señor. Todo estaba calmo y silencioso a su alrededor. Había seis soldados de guardia, quienes estaban ya sea sentados o parados delante de la puerta, y Cassius estaba entre ellos. Su apariencia era aquella de una persona inmersa en meditación y en la expectativa de algún gran evento. El sagrado cuerpo de nuestro Bendito Redentor estaba envuelto en una sábana enrollada, y rodeado de luz, mientras dos ángeles estaban sentados en actitud de adoración, uno en la cabecera, y el otro en los pies. Los había visto en la misma postura desde que fue puesto en la tumba al comienzo. Estos ángeles estaban vestidos como sacerdotes. Su posición, y la manera en la que cruzaban sus brazos sobre sus pechos, me recordaron el querubín que rodeaba el Arca de la Alianza, sólo que estaban sin alas; al menos no vi ninguna. Todo el sepulcro me recordaba al Arca de la Alianza en diferentes períodos de su historia. Es posible que Cassius fuera sensible a la presencia de los ángeles, y a la brillante luz que llenaba el sepulcro, ya que su actitud era aquella de una persona en profunda contemplación ante el Bendito Sacramento.
Luego vi el alma de nuestro Señor, acompañada por aquellos entre los patriarcas a quienes había liberado, entrar en la tumba a través de la roca. Él les mostró las heridas con las que su sagrado cuerpo estaba cubierto; y me pareció que la sábana enrollada que previamente lo envolvía fue removida, y que Jesús deseaba mostrar a las almas el exceso de sufrimiento que había soportado para redimirlos. El cuerpo me pareció ser bastante traslúcido, ya que la total profundidad de las heridas podía verse; y esta visión llenó a las almas de admiración, aunque profundos sentimientos de compasión del mismo modo extrajeron lágrimas de sus ojos.
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Mi siguiente visión fue tan misteriosa que no puedo explicarla y ni aún relatarla de manera clara. Me pareció que el alma y cuerpo de Jesús eran llevados juntos fuera del sepulcro, sin estar el primero, sin embargo, completamente reunido al último, el cual permanecía aún inanimado. Creí ver dos ángeles, que estaban de rodillas y adorando en la cabeza y los pies del sagrado cuerpo, levantarlo – manteniéndolo en la misma posición con la que yacía en la tumba – y llevarlo descubierto y desfigurado con heridas a través de la roca, la cual tembló mientras pasaban. Me pareció entonces que Jesús presentaba su cuerpo, marcado con los estigmas de la Pasión, a su Padre Celestial, quien, sentado en un trono, estaba rodeado por innumerables coros de ángeles, felizmente ocupados en verter himnos de adoración y jubileo. El caso era probablemente el mismo cuando, en la muerte de nuestro Señor, tantas almas santas reentraron en sus cuerpos y aparecieron en el Templo y en diferentes partes de Jerusalén; ya que no es probable que los cuerpos que animaran estuvieran realmente vivos, ya que en tal caso habrían sido obligados a morir por segunda vez, mientras que regresaron a su estado original sin aparente dificultad; pero debe suponerse que su apariencia en forma humana fue similar a aquella de nuestro Señor, cuando él (si así podemos expresarlo) acompañó a su cuerpo hasta el trono de su Padre Celestial.
En este momento la roca fue tan violentamente sacudida, desde la misma cima hasta la base, que tres de los guardias cayeron y se volvieron casi insensibles. Los otros cuatro se habían ido para entonces, habiendo ido a la ciudad para conseguir algo. Los guardias que fueron así postrados atribuyeron el repentino impacto a un terremoto; pero Cassius, quien, aunque inseguro acerca de lo que todo esto podría presagiar, y que aún tenía un presentimiento interior de que era el preludio de algún evento estupendo, quedó traspasado en ansiosa expectación, esperando ver lo que vendría después. Los soldados que habían partido a Jerusalén pronto regresaron.
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De nuevo contemplé a las santas mujeres; habían terminado de preparar las especies, y estaban descansando en sus aposentos privados; no extendidas sobre sus almohadas, sino reclinadas contra las cobijas, las cuales fueron enrolladas. Deseaban ir al sepulcro antes del amanecer, porque temían encontrarse con los enemigos de Jesús, pero la Virgen Bendita, quien estaba absolutamente renovada y llena de fresco coraje desde que había visto a su Hijo, las consoló y les recomendó dormir por un tiempo, y luego ir sin miedo a la tumba, ya que nada malo les pasaría; después de lo cual inmediatamente siguieron su consejo, y se esforzaron en dormir.
Fue hacia las once de la noche que la Virgen Bendita, incitada por irrefrenables sentimientos de amor, envolvió un manto gris alrededor de ella, y abandonó la casa completamente sola. Cuando la vi hacer esto, no pude evitar sentirme ansiosa, y decirme a mí misma, “¿Cómo es posible para esta santa Madre, que está tan exhausta por la angustia y el terror, aventurarse a caminar completamente sola por las calles a semejante hora?”. La vi ir primero a la casa de Caifás, y luego al palacio de Pilatos, el cual estaba a gran distancia de allí; la observé a través de todo aquel solitario viaje por aquella parte que había sido transitada por su Hijo, cargado con su pesada Cruz; ella se detuvo en cada lugar en donde nuestro Salvador hubo sufrido particularmente, o recibido cualquier nuevo ultraje por parte de sus bárbaros enemigos. La apariencia de ella, mientras caminaba lentamente, era aquella de una persona buscando algo; frecuentemente se inclinaba al piso, tocaba las piedras con sus manos, y luego las inundaba de besos, si la preciosa sangre de su amado Hijo estaba sobre ellas. Dios le confirió en este momento particulares luces y gracias, y fue capaz, sin el menor grado de dificultad, de distinguir cada lugar santificado por los sufrimientos de él. La acompañé a través de todo su piadoso peregrinaje, y me esforcé en imitarla hasta el límite de mis fuerzas, tanto como mi debilidad me permitiera.
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María entonces fue al Calvario; pero cuando casi había llegado, se detuvo de repente, y vio el sagrado cuerpo y el alma de nuestro Señor ante ella. Un ángel caminaba por delante; los dos ángeles que había visto en la tumba estaban al lado de él, y las almas a quienes él había redimido lo seguían por cientos. El cuerpo de Jesús era brillante y precioso, pero su apariencia no era aquella de un cuerpo vivo, aunque una voz surgió de él; y lo escuché describir a la Virgen Bendita todo lo que había hecho en el Limbo, y luego asegurarle que sería resucitado con su cuerpo glorificado; que se mostraría entonces a ella, y que debía esperar cerca del Monte Calvario, en aquella parte en donde ella lo vió caerse, hasta que él apareciera. Nuestro Salvador entonces fue hacia Jerusalén, y la Virgen Bendita, habiéndose envuelto de nuevo con su manto alrededor, se postró en el lugar que él había señalado. Era entonces, creí, pasada la medianoche, ya que el peregrinaje de María por el Camino de la Cruz había llevado al menos una hora; y vi luego las santas almas que habían sido redimidas por nuestro Salvador transitar a su turno el doloroso Camino de la Cruz, y contemplar los diferentes lugares en donde había soportado tales temibles sufrimientos en nombre de ellos. Los ángeles que los acompañaban reunían y preservaban los fragmentos más pequeños de la sagrada carne de nuestro Señor que hubieran sido desgarrados por los frecuentes golpes que recibió, como también la sangre con la que el piso estaba salpicado en aquellos lugares en donde él había caído.
Vi una vez más el sagrado cuerpo de nuestro Señor extendido como lo vi al comienzo en el sepulcro; los ángeles estaban ocupados en reubicar los fragmentos que habían reunido de su carne, y recibieron asistencia sobrenatural para hacerlo. Cuando lo contemplé luego estaba dentro de su sábana enrollada, rodeado por una luz brillante y con dos ángeles adoradores a su lado. No puedo explicar cómo todas estas cosas acaecieron, ya que están más allá de nuestra humana comprensión; e incluso si las comprendo completamente cuando las veo, aparecen oscuras y misteriosas cuando me esfuerzo por explicárselas a otros.
Tan pronto como un débil destello del amanecer apareció en el este, vi a Magdalena, María la hija de Cleofás, Johanna Chusa, y Salomé, dejar el Cenáculo, estrechamente envueltas en sus mantos. Portaban manojos de especies; y una de entre ellas tenía una vela prendida en su mano, la cual se esforzaba por ocultar debajo de su manto. Las vi dirigir sus pasos temblorosos hacia la pequeña puerta en la casa de Nicodemo.
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LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR.
Contemplé el alma de nuestro Señor entre dos ángeles, quienes estaban con atuendo de guerreros: era brillante, luminosa, y resplandeciente como el sol al mediodía; penetró la roca, tocó el sagrado cuerpo, pasó a su interior, y los dos fueron instantáneamente unidos, y se hicieron uno. Vi entonces los miembros moverse, y todo el cuerpo de nuestro Señor, estando reunido a su alma y a su divinidad, se levantó y se desembarazó de la sábana enrollada: toda la cueva fue iluminada y era luminiscente.
Al mismo tiempo vi un espeluznante monstruo que prorrumpió desde la tierra debajo del sepulcro. Tenía la cola de una serpiente, y levantó su cabeza de dragón orgullosamente como deseoso de atacar a Jesús; y tenía, del mismo modo, si recuerdo bien, una cabeza humana. Pero nuestro Señor sostenía en su mano una vara blanca, a la que estaba adherida un gran estandarte; y colocó su pie sobre la cabeza del dragón, y golpeó su cola tres veces con su vara, después de lo cual el monstruo desapareció. Había tenido esta misma visión muchas veces antes de la Resurrección, y vi justo a tal monstruo, pareciendo esforzarse en esconderse, en el tiempo de la concepción de nuestro Señor: se asemejaba grandemente a la serpiente que tentó a nuestros primeros padres en el Paraíso, sólo que era más horrible. Pensé que esta visión hacía referencia a las proféticas palabras de “por la simiente de la mujer la cabeza de la serpiente sería aplastada”, y que todo estaba destinado a demostrar la victoria de nuestro Señor sobre la muerte, ya que al mismo tiempo que lo vi aplastar la cabeza del monstruo, la tumba también desapareció de mi vista.
Vi entonces el cuerpo glorificado de nuestro Señor levantarse, y pasó a través de la dura roca tan fácilmente como si esta última estuviera hecha de alguna sustancia dúctil. La tierra se sacudió, y un ángel en el atuendo de guerrero descendió desde el Cielo con la velocidad de la luz, entró a la tumba, levantó la piedra, la colocó sobre el lado derecho, y se sentó sobre ella. Ante esta terrible vista los soldados cayeron al suelo, y permanecieron allí aparentemente sin vida. Cuando Cassius vio la brillante luz que iluminaba la tumba, se acercó al lugar en donde el sagrado cuerpo había estado ubicado, miró y tocó las telas de lino en las que había sido envuelto, y abandonó el sepulcro, proponiéndose ir e informar a Pilatos sobre todo lo que había sucedido. Sin embargo, se detuvo poco tiempo para observar la progresión de los eventos; ya que aunque había sentido el terremoto, visto al ángel mover la piedra, y observado la tumba vacía, no había visto todavía a Jesús.
En el mismo momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra se movió, vi a nuestro Señor aparecerse a su santa Madre en el Calvario. Su cuerpo era hermoso y luminiscente, y su belleza era la de un ser celestial. Estaba vestido con un gran manto, el cual en un momento parecía deslumbrantemente blanco, mientras flotaba en el aire, ondeando de aquí para allá con cada soplo de viento, y que al siguiente reflejaba miles de brillantes colores al pasar sobre este los rayos del sol. Sus grandes heridas abiertas relumbraban brillantemente, y podían ser vistas a gran distancia: las heridas en sus manos eran tan grandes que un dedo podría ser puesto dentro de ellas sin dificultad; y rayos de luz procedían de ellos, divergiendo en dirección de sus dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaban ante la Madre de nuestro Salvador, y Jesús le habló a ella respecto a su Resurrección, contándole muchas cosas, las cuales he olvidado. Le mostró a ella sus heridas; y María se postró para besar sus sagrados pies; pero él tomó su mano, la levantó, y desapareció.
Cuando estuve a cierta distancia del sepulcro vi luces recientes ardiendo allí, y también contemplé una gran área luminosa en el cielo inmediatamente sobre Jerusalén.
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LAS SANTAS MUJERES EN EL SEPULCRO
Las santas mujeres estaban muy cerca de la casa de Nicodemo en el momento de la Resurrección de nuestro Señor; pero no vieron nada de los prodigios que estaban teniendo lugar en el sepulcro. No estaban al tanto de que guardias habían sido colocados alrededor de la tumba, ya que no la habían visitado el día anterior, con relación a que era Sabbath. Se preguntaban unas a otras ansiosamente respecto a qué debía hacerse acerca de la gran piedra en la puerta, en lo que atañe a quién sería la mejor persona a la cual pedirle que la remueva, ya que habían estado tan absortas por la aflicción que no habían pensado acerca de ello antes. Su intención era verter preciosos ungüentos sobre el cuerpo de Jesús, y luego esparcir sobre él flores de los más raros y aromáticos tipos, rindiendo así todo el honor posible a su Divino Maestro en su sepultura. Salomé, quien había traído más cosas que ninguna otra, era una mujer rica, que vivía en Jerusalén, una pariente de San José, pero no la madre de Juan. Las santas mujeres convinieron en determinarse a poner sus especies sobre la piedra que cerraba la puerta del monumento, y esperar hasta que alguien viniera a rodarla.
Los guardias estaban aún yaciendo en el suelo, y las fuertes convulsiones que aún entonces los sacudían claramente demostraron cuán grande había sido su terror, y la gran piedra fue lanzada sobre un lado, para que la puerta pudiera ser abierta sin dificultad. Pude ver la tela de lino en la que el cuerpo de Jesús había sido envuelto esparcida alrededor en la tumba, y la gran sábana enrollante tendida en el mismo lugar en que la dejaron, pero plegada de tal manera que veías en seguida que no contenía nada más que las especies que habían sido colocadas alrededor del cuerpo, y los vendajes estaban en el exterior de la tumba. La tela de lino en la que María había envuelto la sagrada cabeza de su Hijo estaba aún allí.
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Vi a las santas mujeres adentrarse en el jardín; pero cuando percibieron la luz emitida por las lámparas de los centinelas, y las postradas formas de los soldados alrededor de la tumba, en su mayoría se alarmaron mucho, y retrocedieron hacia el Gólgota. María Magdalena era, sin embargo, más valerosa y, seguida por Salomé, entraron en el jardín, mientras las otras mujeres permanecieron tímidamente del lado de afuera.
Magdalena partió, y pareció por un momento aterrorizada cuando se acercó a los centinelas. Retrocedió unos pocos pasos y se reunió con Salomé, pero ambas rápidamente recobraron su presencia de ánimo, y caminaron juntas por entre medio de los guardias postrados, y entraron en la cueva que contenía al sepulcro. Inmediatamente percibieron que la piedra estaba removida, pero las puertas estaban cerradas, lo que hubo sido hecho con toda probabilidad por Cassius. Magdalena las abrió rápidamente, observó ansiosamente dentro del sepulcro, y se sorprendió mucho al ver que las telas en las que había sido envuelto nuestro Señor estaban reposando de un lado, y que el lugar en donde habían depositado los sagrados restos estaba vacío. Una luz celestial llenaba la cueva, y un ángel estaba sentado sobre el lado derecho. Magdalena se puso casi fuera de sí por la decepción y la alarma. No sé si ella escuchó las palabras que el ángel le dirigió, pero dejó el jardín lo más rápidamente posible, y corrió a la ciudad para informar a los Apóstoles que estaban congregados allí acerca de lo que había tenido lugar. No sé si el ángel le habló a Salomé, ya que no entró en el sepulcro; pero la vi dejar el jardín directamente detrás de Magdalena, para relatar todo lo que había sucedido al resto de las santas mujeres, que estaban tanto atemorizadas como gozosas ante las noticias, pero no podían decidirse si ir o no al jardín.
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Mientras tanto, Cassius había permanecido cerca del sepulcro con la esperanza de ver a Jesús, ya que creyó que sería seguro que se aparecería a las santas mujeres; pero al no ver nada, dirigió sus pasos hacia el palacio de Pilatos para relatarle todo lo que había pasado, deteniéndose, sin embargo, primero en el lugar donde el resto de las santas mujeres estaban reunidas, para contarles lo que él había visto, y para exhortarlas a ir inmediatamente al jardín. Ellas siguieron su consejo, y fueron allí enseguida. Tan pronto habían alcanzado la puerta del sepulcro que contemplaron a los dos ángeles vestidos con vestimenta sacerdotal de un deslumbrante blanco. Las mujeres estaban muy alarmadas, cubrieron sus rostros con sus manos, y se postraron casi hasta el suelo; pero uno de los ángeles se dirigió a ellas, les indicó que no tuvieran miedo, y les contó que no debían buscar a su Señor crucificado allí, ya que él estaba vivo, que hubo resucitado, y que no era más un habitante de la tumba. Les señaló al mismo tiempo el sepulcro vacío, y les ordenó irse y relatar a los discípulos todo lo que habían visto y oído. Del mismo modo, les dijo que Jesús iría antes que ellos a Galilea, y les hizo rememorar las palabras con las que nuestro Señor se había dirigido a ellos en una ocasión anterior: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de los pecadores, será crucificado, y al tercer día resucitará”. Los ángeles entonces desaparecieron, y dejaron a las santas mujeres llenas de alegría, aunque por supuesto grandemente agitadas; lloraron, observaron la tumba vacía y las telas de lino, e inmediatamente partieron para regresar a la ciudad. Pero estaban tan abrumadas por tantos eventos desconcertantes que tuvieron lugar, que caminaban muy lentamente, y se detenían y miraban hacia atrás frecuentemente, con la esperanza de ver a nuestro Señor, o al menos a Magdalena.
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Mientras tanto Magdalena alcanzaba el Cenáculo. Estaba tan excitada hasta parecer una persona fuera de sí, y golpeó precipitadamente a la puerta. Algunos de los discípulos estaban aún durmiendo, y aquellos que estaban levantados estaban conversando entre sí. Pedro y Juan abrieron la puerta, pero ella sólo exclamó, sin entrar a la casa, “Se han llevado el cuerpo de mi Señor, y no sé dónde lo han dejado”, e inmediatamente regresó al jardín. Pedro y Juan regresaron a la casa, y después de decir unas pocas palabras a los otros discípulos la siguieron lo más velozmente posible, pero Juan aventajó por lejos a Pedro. Vi entonces a Magdalena reentrar en el jardín, y dirigir sus pasos hacia el sepulcro; parecía grandemente agitada, parcialmente por la aflicción, y parcialmente por haber caminado tan rápido. Sus vestimentas estaban bastante humedecidas por el rocío, y su velo colgando de un lado, mientras el exuberante cabello, del que anteriormente sentía mucho orgullo, caía en despeinadas masas sobre sus hombros, formando una especie de manto. Estando sola, tenía miedo de entrar a la cueva, pero se detuvo por un momento en el exterior, y se arrodilló para ver mejor dentro de la tumba. Estaba esforzándose en tirar hacia atrás su largo cabello, el cual caía sobre su rostro y oscurecía su visión, cuando percibió a los ángeles que estaban sentados en la tumba, y escuché a uno de ellos dirigirse a ella así: “Mujer, ¿por qué lloráis?”. Ella replicó, con una voz sofocada por las lágrimas (ya que estaba completamente abrumada por el dolor de encontrar que el cuerpo de Jesús había efectivamente desaparecido), “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han dejado”. Ella no dijo más nada, pero al ver la sábana enrollante vacía, salió del sepulcro y empezó a mirar alrededor en otras partes. Sintió un secreto presentimiento de que no sólo debería encontrar a Jesús, sino que incluso estaba cerca de ella; y la presencia de los ángeles parecía no perturbarla en lo más mínimo; no parecía tampoco estar consciente de que eran ángeles, cada una de sus facultades estaba absorta con un solo pensamiento, “¡Jesús no está allí! ¿Dónde está Jesús?”. La observé vagando alrededor como una persona insana, con su cabello flotando libremente en el aire: su cabello parecía molestarla mucho, ya que de nuevo se esforzó en apartarlo de su rostro, y habiéndolo dividido en dos partes, lo lanzó sobre sus hombros.
Levantó entonces su cabeza, miró alrededor, y percibió una figura alta, vestida de blanco, parada a unos diez pasos del sepulcro en el lado este del jardín, donde había una leve subida en dirección a la ciudad; la figura estaba parcialmente oculta a su vista por una palmera, pero ella estaba algo sobresaltada cuando se dirigió a ella con estas palabras: “Mujer, ¿por qué lloráis?¿A quién buscáis?”. Ella creyó que era el jardinero; y, de hecho, tenía una pala en su mano, y un gran sombrero (aparentemente hecho de corteza de árboles) en su cabeza. Su vestimenta era similar a aquella vestida por el jardinero descrito en la parábola que Jesús había relatado a las santas mujeres en Betania poco tiempo antes de su Pasión. Su cuerpo no era luminoso, su completa apariencia era más bien aquella de un hombre vestido de blanco y visto en el crepúsculo. Ante las palabras, “¿A quién buscáis?”, ella lo miró, y respondió rápidamente, “Señor, si es que Vos os lo habéis llevado, decidme dónde lo habéis dejado; y yo lo retiraré”. Y ella miró ansiosamente alrededor. Jesús le dijo, “María”. Ella entonces reconoció inmediatamente su amada voz, y volteándose rápidamente, replicó, “¡Rabboni (Maestro)!”. Se puso de rodillas ante él, y estiró sus manos para tocar sus pies; pero Jesús le hizo ademanes para que se quedase quieta, y dijo, “No me toques, ya que aún no he ascendido a mi Padre; pero ve a mis hermanos y diles: asciendo a mi Padre y al Padre de ustedes, a mi Dios y al Dios de ustedes”. Entonces desapareció.
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La razón de las palabras de Jesús, “No me toques”, me fue explicada después, pero sólo tengo un vago recuerdo de aquella explicación. Creo que hizo uso de aquellas palabras debido a la impetuosidad de los sentimientos de Magdalena, que la hacían en cierto grado olvidar el estupendo misterio que había sido realizado, y sentir como si lo que ella entonces veía fuera aún mortal en lugar de un cuerpo glorificado. Respecto a las palabras de Jesús, “No he ascendido aún a mi Padre”, se me contó que su significado era que no se había presentado a su Padre desde la Resurrección, para darle gracias por su victoria sobre la muerte, y por la obra de la redención que había realizado. Él deseaba que ella infiriera de estas palabras, que los primeros frutos de la alegría pertenecen a Dios, y que ella debía reflexionar y darle gracias por el cumplimiento del glorioso misterio de la redención, y por la victoria que había obtenido sobre la muerte; y si ella hubiera besado sus pies como solía hacerlo antes de la Pasión, hubiera pensado en nada más que en su Divino Maestro, y en sus arrebatamientos de amor había olvidado completamente los maravillosos eventos que estaban causando tal asombro y alegría en el Cielo. Vi a Magdalena levantarse rápidamente, tan pronto como nuestro Señor desapareció, y correr para mirar de nuevo en el sepulcro, como si se creyera bajo la influencia de un sueño. Vio a los dos ángeles aún sentados allí, y le hablaron acerca de la resurrección de nuestro Señor con las mismas palabras con las que se habían dirigido a las otras dos mujeres. Ella también vio la enrollante sábana vacía, y entonces, sintiéndose segura de que no estaba en un estado de alucinación, sino que la aparición de nuestro Señor era real, caminó rápidamente de regreso hacia el Gólgota para buscar a sus compañeras, quienes estaban deambulando de aquí para allá, ansiosamente esperando a que volviese, y consintiendo una especie de vaga esperanza de que verían o escucharían algo acerca de Jesús.
La totalidad de esta escena ocupó algo más de dos o tres minutos. Eran cerca de las tres y media cuando nuestro Señor se apareció a Magdalena, y Juan y Pedro entraron al jardín justo cuando ella lo estaba abandonando. Juan, que estaba algo más adelantado que Pedro, se detuvo en la entrada de la cueva y miró adentro. Vio las telas de lino reposando sobre un lado, y esperó hasta que Pedro se acercara, cuando entraron al sepulcro juntos, y vieron la enrollante sábana vacía como ha sido antes descrita. Juan inmediatamente creyó en la Resurrección, y ambos entendieron claramente las palabras dirigidas a ellos por Jesús antes de su Pasión, al igual que los diferentes pasajes en la Escritura relacionados a aquel evento, los que hasta entonces habían sido incomprensibles para ellos. Pedro puso las telas de lino bajo su manto, y regresaron apresuradamente dentro de la ciudad a través de la pequeña entrada perteneciente a Nicodemo.
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La apariencia del santo sepulcro era la misma cuando los dos apóstoles entraron a cuando Magdalena primero lo vio. Los dos ángeles adoradores estaban sentados, uno a la cabeza, y el otro en la extremidad de la tumba, en precisamente la misma actitud a cuando su adorable cuerpo estaba reposando allí. No creo que Pedro fuera consciente de su presencia. Después escuché a Juan contar a los discípulos de Emaús, que cuando miró dentro del sepulcro vio un ángel. Quizás estaba sobresaltado ante la vista, y por ende se retiró y dejó que Pedro entrara al sepulcro primero; pero también es muy posible que la razón de la no mención de la circunstancia en su evangelio fue debido a que la humildad lo puso ansioso por ocultar el hecho de haber sido mucho más favorecido que Pedro.
Los guardias en este momento comenzaron a reanimarse, y levantándose, reunieron sus lanzas, y bajaron las lámparas, las que estaban en la puerta, desde donde lanzaban una destellante y débil luz sobre los objetos circundantes. Los vi entonces caminar presurosamente fuera del jardín con evidente miedo y turbación, en dirección de la ciudad.
Mientras tanto, Magdalena se había reunido a las santas mujeres, y les había dado cuenta de su vista del Señor en el jardín, y de las palabras de los ángeles después, tras lo cual ellas inmediatamente relataron todo lo que habían visto por su cuenta, y Magdalena se trasladó rápidamente a Jerusalén, mientras las mujeres regresaban a aquel lado del jardín donde esperaban encontrar a los dos apóstoles. Justo antes de que llegaran, Jesús se les apareció. Estaba vestido con una larga túnica blanca, que ocultaba incluso sus manos, y les dijo, “Saludos a todas”. Se sobrecogieron de asombro, y se lanzaron a sus pies; habló unas pocas palabras, sostuvo su mano hacia delante como si les señalara algo, y desapareció. Las santas mujeres fueron inmediatamente al Cenáculo, y contaron a los discípulos que estaban reunidos allí que habían visto al Señor; los discípulos estaban incrédulos, y no darían crédito ni al relato de ellas ni al de Magdalena. Trataron tanto a uno como a otro como los efectos de su excitada imaginación; pero cuando Pedro y Juan entraron en la habitación y relataron lo que ellos también habían visto, no supieron qué responder, y se llenaron de asombro.
Pedro y Juan dejaron pronto el Cenáculo, ya que los maravillosos eventos que habían tenido lugar los había vuelto extremadamente silenciosos y pensativos, y no mucho después se encontraron con Santiago el Menor y Tadeo, quienes habían deseado acompañarlos al sepulcro. Tanto Santiago como Tadeo estaban muy abrumados, ya que el Señor se les había aparecido poco tiempo antes de encontrarse con Pedro y Juan. Vi también a Jesús pasar bastante cerca de Pedro y Juan. Creo que el primero lo reconoció, ya que se sobrecogió de inmediato, pero no creo que este último lo viera.
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EL RELATO DADO POR LOS CENTINELAS QUE FUERON COLOCADOS ALREDEDOR DEL SEPULCRO.
Cassius se apresuró hasta la casa de Pilatos cerca de una hora después de la Resurrección, para darle cuenta de los estupendos eventos que habían tenido lugar. No se había levantado aún, pero a Cassius le fue permitido entrar a su dormitorio. Relató todo lo que había pasado, y expresó sus sentimientos con un lenguaje de lo más contundente. Describió cómo la roca fue desgarrada, y cómo un ángel había descendido del Cielo y empujado aparte a la piedra; también habló de la enrollante sábana vacía, y añadió que lo más certero era que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, y que fue realmente resucitado. Pilatos escuchó este relato; se estremecía y temblaba de terror, pero ocultaba su agitación con todas sus fuerzas, y respondió a Cassius con estas palabras: “Vos sois excesivamente supersticioso; fue muy tonto ir a la tumba del Galileo; sus dioses tomaron ventaja de vuestra debilidad, y desplegaron todas estas ridículas visiones para alarmaros. Os recomiendo mantener silencio, y no recontar tales cuentos tontos a los sacerdotes, ya que os llevaríais lo peor de parte de ellos.” Pretendía creer que el cuerpo de Jesús había sido llevado por sus discípulos, y que los centinelas, quienes habían sido sobornados, y se habían dormido, o quizás habían sido engañados mediante brujería, habían fabricado estos relatos para justificar su conducta. Cuando Pilatos hubo dicho todo lo que pudo al respecto, Cassius lo dejó, y él fue a ofrecer sacrificio a sus dioses.
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Los cuatro soldados que habían vigilado la tumba arribaron poco después al palacio de Pilatos, y comenzaron a contarle todo lo que ya había escuchado de parte de Cassius; pero no escucharía más nada, y los envió a Caifás. El resto de los guardias estaban reunidos en un gran patio cerca del Templo el cual estaba lleno de Judíos ancianos, quienes, después de algunas consultas previas, llevaron a los soldados hacia un lado, y por medio de sobornos y amenazas se esforzaron en persuadirlos para decir que se quedaron dormidos, y que mientras estaban durmiendo los discípulos vinieron y se llevaron el cuerpo de nuestro Señor. Los soldados, sin embargo, objetaron, debido a que la declaración que sus camaradas estaban por dar a Pilatos contradeciría cualquier relato que pudieran ahora inventar, pero los Fariseos prometieron arreglar todo con el gobernador. Mientras estaban todavía disputando, los cuatro guardias regresaron de la entrevista con Pilatos, y los Fariseos se esforzaron en persuadirlos para que ocultaran la verdad; pero ellos se negaron a hacerlo, y declararon firmemente que no variarían su primera declaración en lo más mínimo. La milagrosa liberación de José de Arimatea de la prisión se hizo pública, y cuando los Fariseos acusaron a los soldados de haber permitido a los Apóstoles que se llevaran el cuerpo de Jesús, y los amenazaron con la imposición de las más severas penas si no hacían aparecer el cuerpo, ellos replicaron que sería tan completamente imposible para ellos hacer aparecer el cuerpo de Jesús, como lo fue para los soldados que estaban a cargo de José de Arimatea el traerlo de vuelta a su prisión. Hablaban con la mayor firmeza y coraje; promesas y amenazas fueron igualmente ineficaces. Declararon que dirían la verdad y nada más que la verdad; que la sentencia de muerte que se había decretado sobre Jesús era tanto injusta como inicua; y que el crimen que fue perpetrado al hacerlo morir era la única causa de la interrupción de la solemnidad Pascual. Los Fariseos, completamente furiosos, hicieron que los cuatro soldados fueran arrestados y encarcelados, y los otros, que habían aceptado los sobornos que ofrecían, afirmaron entonces que el cuerpo de Jesús había sido sustraído por los discípulos mientras ellos dormían; y los Fariseos, Saduceos, y Herodianos se esforzaron en diseminar esta mentira hasta el límite de sus fuerzas, no solamente en la sinagoga sino también entre la gente; y acompañaron este falso testimonio con las mentiras más calumniosas respecto a Jesús.
Todas estas precauciones, sin embargo, sirvieron pero poco, ya que, después de la Resurrección, muchas personas que habían estado fallecidas desde hace mucho se levantaron de sus tumbas, y se aparecieron a aquellos de entre sus descendientes que no estaban lo suficientemente endurecidos como para ser impermeables a la gracia, y los exhortaron a que se convirtieran. Estas personas fallecidas fueron también vistas por muchos de los discípulos, quienes, abrumados por el terror, y sacudidos en la fe, habían huido al campo. Aquellos los exhortaron y los alentaron a regresar, y restauraron su alicaído coraje. La resurrección de estas personas fallecidas no se asemejaba en lo más mínimo a la Resurrección de Jesús. Él se levantó con un cuerpo glorificado, el cual no era más susceptible ni a la corrupción ni a la muerte, y ascendió al cielo con este cuerpo glorificado a la vista de todos sus discípulos; pero los cuerpos de los fallecidos de los que hablamos antes eran cadáveres sin movimiento, y a las almas que una vez los habitaron se les permitió solamente entrar y reanimarlos por un tiempo, y después de realizada la misión que se les dio, las almas de nuevo abandonaron estos cuerpos, los cuales regresaron a su estado original en las entrañas de la tierra donde permanecerán hasta la resurrección en el día del juicio. Tampoco su regreso a la vida podría compararse con el surgimiento de Lázaro de entre los muertos; ya que él realmente regresó a una nueva vida, y falleció una segunda vez.
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EL FINAL DE LA MEDITACIÓN CUARESMAL.
Al domingo siguiente[1], si recuerdo bien, vi a los Judíos lavando y purificando el Templo. Ofrecieron sacrificios expiatorios, limpiaron los deshechos, y se esforzaron en ocultar los efectos del terremoto colocando planchas y tapices sobre las grietas y fisuras provocadas por aquel en los muros y en el pavimento; y recomenzaron las solemnidades Pascuales, las cuales se habían interrumpido en la mitad, declararon que la perturbación había sido causada por la presencia de personas impuras, y se empeñaron en justificar la aparición de los muertos. Se refirieron a una visión de Ezequiel, pero ahora no puedo recordarla más. Amenazaron a todos los que se atrevieran a decir una silaba acerca de los eventos que habían tenido lugar, o presumieran de murmurar, con la excomunión y otros severos castigos. Tuvieron éxito en silenciar a algunas pocas personas aguerridas quienes, conscientes de su propia culpabilidad, deseaban desterrar el asunto de sus mentes, pero no causaron impresión en aquellos cuyos corazones aún retenían algunos restos de virtud; permanecieron en silencio por un tiempo, ocultando su creencia interior, pero más tarde, recobrando coraje, proclamaron al mundo fuertemente su fe en Jesús. Los Sumos Sacerdotes estaban muy desconcertados, cuando percibieron cuán rápidamente las doctrinas de Jesús se esparcían por el país. Cuando Esteban fue diácono, toda Ophel y la parte este de Sión fueron demasiado pequeñas para contener a las numerosas comunidades Cristianas, y una porción fue obligada a levantar su residencia en el campo entre Jerusalén y Betania.
Vi a Anás en tal estado de desvarío como para actuar como alguien poseso; fue obligado al final a estar confinado, y a nunca más hacer apariciones en público. Caifás era exteriormente menos demostrativo, pero estaba interiormente devorado por tal furor y extrema celosía que su razón fue afectada.
Vi a Pilatos en el Jueves Santo; estaba instituyendo una búsqueda de su esposa en cada parte de la ciudad, pero sus esfuerzos para su recuperación fueron infructuosos; ella estaba oculta en la casa de Lázaro, en Jerusalén. Nadie pensó en buscar allí, ya que la casa no contenía ninguna otra mujer; pero Esteban le llevaba comida allí, y le hacía saber todo lo que sucedía en la ciudad. Esteban era primo hermano de San Pablo. Eran hijos de dos hermanos. En el día posterior al Sabbath, Simón de Cyrene fue a los Apóstoles y rogó ser instruido y recibir el bautismo.
Las visiones de la Hermana Emmerich, las que habían continuado desde el 18 de Febrero al 6 de Abril de 1823, llegaron aquí a una conclusión.
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RELATO APARTE ACERCA DE LONGINUS.
El 15 de Marzo de 1821, la Hermana Emmerich dio el siguiente relato separado de partes de una visión que ella había tenido en la noche previa respecto a San Longinus, cuya festividad resultó caer ese mismo día, aunque ella no lo sabía.
“Longinus, quien tenía, creo, otro nombre, tenía un cargo, en parte civil y en parte militar, en la casa de Pilatos, quien le encargó el deber de ser superintendente de todo lo que pasara, y de darle un informe al respecto. Era digno de confianza y presto a hacer un servicio, pero previo a su conversión estaba grandemente necesitado de firmeza y de fortaleza de carácter. Era excesivamente impetuoso en todo lo que hacía, y ansioso de ser considerado una persona de gran importancia, y como era estrábico y tenía ojos débiles, frecuentemente se mofaban de él y era el blanco de todas las bromas de sus compañeros. Lo he visto frecuentemente durante el curso de esta noche, y en relación con él he visto, al mismo tiempo, toda la Pasión, no sé de qué manera; sólo recuerdo que era en relación con él”.
“Longinus estaba solamente en una posición subordinada, y tenía que dar cuenta a Pilatos de todo lo que veía. En la noche en la que Jesús fue conducido ante el tribunal de Caifás él estaba en el patio externo entre los soldados, e incesantemente yendo y viniendo. Cuando Pedro se alarmó ante las palabras de la sirvienta parada cerca del fuego, fue él que dijo una vez: ‘¿No sois también uno de los discípulos de este hombre?’”.
“Cuando Jesús fue conducido al Calvario, Longinus, por órdenes de Pilatos, lo siguió de cerca, y nuestro Divino Señor le lanzó una mirada que tocó su corazón. Después lo vi en el Gólgota con los soldados. Estaba a caballo, y portaba una lanza; lo vi en la casa de Pilatos, después de la muerte de nuestro Señor, diciendo que las piernas de Jesús no debían ser quebradas. Retornó enseguida al Calvario. Su lanza estaba hecha de varias piezas las cuales encajaban una dentro de la otra, por lo que al extraerlas, la lanza podía llegar a tres veces su longitud original. Había recién hecho esto, cuando tuvo la repentina determinación de traspasar el costado de nuestro Señor. Fue convertido sobre el Monte Calvario, y poco tiempo después expresó a Pilatos su convicción de que Jesús era el Hijo de Dios. Nicodemo persuadió a Pilatos de que le dejara tener la lanza de Longinus, y he visto muchas cosas relacionadas a la historia subsiguiente de esta lanza. Longinus, después de su conversión, dejó el ejército, y se unió a los discípulos. Él y otros dos soldados, quienes fueron convertidos al pie de la Cruz, estuvieron entre los primeros bautizados después de Pentecostés”.
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“Vi a Longinus y estos dos hombres, vestidos con largas vestimentas blancas, regresar a su tierra natal. Vivieron allí en el campo, en una localidad estéril y pantanosa. Aquí fue que los cuarenta mártires murieron. Longinus no era un sacerdote, sino un diácono, y viajaba de aquí para allá en calidad de tal, predicando el nombre de Cristo, y dando, como testigo, una historia de su Pasión y Resurrección. Convirtió a un gran número de personas, y curó a muchos enfermos, al permitirles tocar un fragmento de la sagrada lanza que llevaba con él. Los Judíos estaban muy furiosos con él y sus dos compañeros porque hacían conocer en todas partes la verdad de la Resurrección de Jesús, y de la crueldad y engaños de sus enemigos. Ante su instigación, algunos soldados romanos fueron despachados al país de Longinus para apresarlo y juzgarlo bajo el pretexto de haber dejado el ejército sin permiso, y de ser un perturbador de la paz pública. Estaba ocupado en cultivar su campo cuando llegaron, y él los llevó a su casa, y les ofreció hospitalidad. No lo reconocieron, y cuando lo pusieron al tanto del objeto de su viaje, él tranquilamente llamó a sus dos compañeros que estaban viviendo en una suerte de ermita no muy lejos de allí, y contó a los soldados que ellos y él mismo eran los hombres que estaban buscando. Lo mismo le sucedió al santo jardinero, Phocas. Los soldados estaban realmente dolidos, ya que habían concebido una gran amistad con él. Lo vi siendo conducido junto con sus dos compañeros a una pequeña ciudad cercana, donde fueron interrogados. No fueron puestos en prisión, sino que se les permitió ir a dónde quisieran, como prisioneros de palabra, y solamente se les hizo llevar una marca distintiva sobre el hombro. Posteriormente, los tres fueron decapitados sobre una colina, situada entre la pequeña ciudad y la casa de Longinus, y allí sepultados. Los soldados pusieron la cabeza de Longinus en la punta de una lanza, y la llevaron a Jerusalén, como prueba de que habían cumplido su misión. Creo recordar que esto tuvo lugar muy pocos años después de la muerte de nuestro Señor”.
“Después tuve una visión de cosas sucediendo en un período posterior. Una compatriota ciega de San Longinus fue con su hijo en una peregrinación a Jerusalén, con la esperanza de recuperar su vista en la ciudad santa donde los ojos de Longinus habían sido curados. Ella fue guiada por su hijo, pero él murió, y ella quedó sola y desconsolada. Entonces San Longinus se le apareció, y le contó que recuperaría la vista cuando hubiera sacado la cabeza de él fuera de un sumidero dentro del cual los Judíos la habían arrojado. Este sumidero era un pozo profundo, con los lados enladrillados, y toda la suciedad y los desperdicios de la ciudad fluían dentro a través de varios desagües. Vi a algunas personas conducir a la pobre mujer al lugar; ella descendió dentro del pozo hasta su cuello, y extrajo la sagrada cabeza, después de lo cual recuperó su vista. Ella regresó a su tierra natal, y sus compañeros preservaron la cabeza. No recuerdo nada más sobre este tema.”
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RELATO APARTE ACERCA DE ABENADAR.
El 1° de abril de 1823, la Hermana Emmerich dijo que aquel día era la fiesta de San Ctésiphon, el centurión que había asistido a la Crucifixión, y que había visto durante la noche varios pormenores relativos a su vida. Pero también había sufrido grandemente, lo cual, combinado con distracciones exteriores, le habían causado que olvidara la mayor parte de lo que había visto. Relató lo que sigue:
“Abenadar, después llamado Ctésiphon, nació en un país situado entre Babilonia y Egipto en Arabia Felix, a la derecha del lugar en donde Job habitó durante la segunda mitad de su vida. Un cierto número de casas cuadradas, con techos planos, estaban construidas allí sobre una suave ascendiente. Había muchos pequeños árboles creciendo en este lugar, e incienso y bálsamo eran cosechados allí. He estado en la casa de Abenadar, la cual era grande y espaciosa, como podría esperarse de la casa de un hombre rico, pero era también muy baja. Todas estas casas estaban construidas de esta manera, quizás en función del viento, ya que estaban muy expuestas. Abenadar se había unido a la guarnición de la fortaleza Antonia, en Jerusalén, como voluntario. Había entrado en el servicio romano con el propósito de poseer más facilidades en su estudio de las bellas artes, ya que era un hombre culto. Su carácter era firme, su figura corta y achaparrada, y su tez oscura”.
“Abenadar estaba desde antes convencido, por la doctrina que escuchó predicar de Jesús, y por un milagro que le vio obrar, que la salvación se encontraba entre los Judíos, y se había sometido a la ley de Moisés. Aunque no era aún un discípulo de Jesús, no le tenía encono, y tenía una secreta veneración a su persona. Era naturalmente serio y compuesto, y cuando vino al Gólgota para relevar la guardia, mantuvo el orden en todos lados, y forzó a todos a comportarse al menos con decencia común, hasta el momento en que la verdad triunfó sobre él, y rindió público testimonio de la Divinidad de Jesús. Siendo un hombre rico, y un voluntario, no tuvo dificultad en renunciar a su puesto de inmediato. Asistió al descenso de la Cruz y a la sepultura de nuestro Señor, lo que lo puso en familiar conexión con los amigos de Jesús, y después del día de Pentecostés él fue uno de los primeros en recibir bautismo en la Piscina de Betsaida, donde tomó el nombre de Ctésiphon. Tenía un hermano viviendo en Arabia, a quien relató los milagros que había contemplado, y quien fue llamado así al camino de la salvación, vino a Jerusalén, fue bautizado con el nombre de Cecilius, y fue encargado, junto a Ctésiphon, de asistir a los diáconos en la recientemente formada comunidad Cristiana”.
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“Ctésiphon acompañó al apóstol Santiago el Mayor a España, y también regresó con él. Después de un tiempo, fue enviado de nuevo a España por los Apóstoles, y llevó allí el cuerpo de San Santiago, quien había sido martirizado en Jerusalén. Fue hecho obispo, y residió principalmente en una suerte de isla o península a no gran distancia de Francia, la cual también visitó, y donde hizo algunos discípulos. El nombre del lugar donde vivió era algo como Vergui, y fue luego devastada por una inundación. No recuerdo que Ctésiphon fuera alguna vez martirizado. Escribió varios libros conteniendo detalles concernientes a la Pasión de Cristo; pero han habido algunos libros falsamente atribuidos a él, y otros, que realmente salieron de su pluma, atribuidos a diferentes escritores. Roma desde entonces ha rechazado estos libros, cuya mayor parte eran apócrifos, pero que sin embargo sí contenían algunas cosas que realmente salieron de su pluma. Uno de los guardias del sepulcro de nuestro Señor, que no se dejaría sobornar por los Judíos, fue su compatriota y amigo. Su nombre era algo como Sulei o Suleii. Después de ser detenido por algún tiempo en la prisión, se retiró a una caverna del Monte Sinaí, donde vivió siete años. Dios confirió muchas gracias especiales sobre este hombre, y él escribió algunos libros muy eruditos al estilo de Denis el Areopagita. Otro escritor hizo uso de sus obras, y de esta manera algunos extractos de ellas han llegado hasta nosotros. Todo lo relacionado con estos hechos se me hizo saber, como también el nombre del libro, pero lo he olvidado. Este compatriota de Ctésiphon después lo siguió a España. Entre los compañeros de Ctésiphon en aquel país estaban su hermano Cecilius, y algunos otros hombres, cuyos nombres eran Intalecius, Hesicius, y Euphrasius. Otro árabe, llamado Sulima, fue convertido en los primerísimos días de la Iglesia, y un compatriota de Ctésiphon, de nombre parecido a Sulensis se hizo un Cristiano posteriormente, en el tiempo de los diáconos”.
FIN DEL LIBRO: "LA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO"
[1] El relato anterior fue dado después, y es imposible decir si se relaciona con el día de la Resurrección o al domingo siguiente.
Traducido por Marcelo