M. Bakunin
Dios y el Estado
¿Quiénes
tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la
cuestión, vacilar se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan
y/o los materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas;
el ideal, como dijo Proudhon, no más que una flor de la cual son raíces las
condiciones materiales de existencia. Toda la historia intelectual y moral, política
y social de la humanidad es un reflejo de su historia económica.
Todas
las ramas de la ciencia moderna, concienzuda y seria, convergen a la proclamación
de esa grande, de esa fundamental y decisiva verdad: el mundo social, el mundo
puramente humano, la humanidad, en una palabra, no es otra cosa que el
desenvolvimiento último y supremo -para nosotros al menos relativamente a
nuestro planeta-, La manifestación más alta de la animalidad. Pero como todo
desenvolvimiento implica necesariamente una negación, la de la base o del punto
de partida, la humanidad es al mismo tiempo y esencialmente una negación, la
negación reflexiva y progresiva de la animalidad en los hombres; y es
precisamente esa negación tan racional como natural, y que no es racional más
que porque es natural, a la vez histórica y lógica, fatal como lo son los
desenvolvimientos y las realizaciones de todas las leyes naturales en el mundo,
la que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y
morales, las ideas.
Nuestros
primeros antepasados, nuestros adanes y vuestras evas, fueron, si no gorilas, al
menos primos muy próximos al gorila, omnívoros, animales inteligentes y
feroces, dotados, en un grado infinitamente más grande que los animales de
todas las otras especies, de dos facultades preciosas: la
facultad de pensar y la facultad, la necesidad de rebelarse.
Estas
dos facultades, combinando su acción progresiva en la historia, representan
propiamente el “factor”, el aspecto, la potencia negativa en el
desenvolvimiento positivo de la animalidad humana, y crean, por consiguiente,
todo lo que constituye la humanidad en los hombres.
La
Biblia, que es un libro muy interesante y a veces muy profundo cuando se lo
considera como una de las más antiguas manifestaciones de la sabiduría y de la
fantasía humanas que han llegado hasta nosotros, expresa esta verdad de una
manera muy ingenua en su mito del pecado original. Jehová, que de todos los
buenos dioses que han sido adorados por los hombres es ciertamente el más
envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más injusto, el más
sanguinario, el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de la libertad
humanas, que creó a Adán y a Eva por no sé qué capricho (sin duda para engañar
su hastío que debía de ser terrible en su eternamente egoísta soledad, para
procurarse nuevos esclavos), había puesto generosamente a su disposición toda
la Tierra, con todos sus frutos y todos los animales, y no había puesto a ese
goce completo más que un límite. Les había prohibido expresamente que tocaran
los frutos del árbol de la ciencia. Quería que el hombre, privado de toda
conciencia de sí mismo, permaneciese un eterno animal, siempre de cuatro patas
ante el Dios eterno, su creador su amo. Pero he aquí que llega Satanás, el
eterno rebelde, el primer librepensador y el emancipador de los mundos. Avergüenza
al hombre de su ignorancia de su obediencia animales; lo emancipa e imprime
sobre su frente el sello de la libertad y de la humanidad, impulsándolo a
desobedecer y a comer del fruto de la ciencia.
Se
sabe lo demás. El buen Dios, cuya ciencia innata constituye una de las
facultades divinas, habría debido advertir lo que sucedería; sin embargo, se
enfureció terrible y ridículamente: maldijo a Satanás, al hombre y al mundo
creados por él, hiriéndose, por decirlo así, en su propia creación, como
hacen los niños cuando se encolerizan; y no contento con alcanzar a nuestros
antepasados en el presente, los maldijo en todas las generaciones del porvenir,
inocentes del crimen cometido por aquellos. Nuestros teólogos católicos y
protestantes hallan que eso es muy profundo y muy justo, precisamente porque es
monstruosamente inicuo y absurdo. Luego, recordando que no era sólo un Dios de
venganza y de cólera, sino un Dios de amor, después de haber atormentado la
existencia de algunos millares de pobres seres humanos y de haberlos condenado a
un infierno eterno, tuvo piedad del resto y para salvarlo, para reconciliar su
amor eterno y divino con su cólera eterna y divina siempre ávida de víctimas
y de sangre, envió al mundo, como una víctima expiatoria, a su hijo único a
fin de que fuese muerto por los hombres. Eso se llama el misterio de la redención,
base de todas las religiones cristianas. ¡Y si el divino salvador hubiese
salvado siquiera al mundo humano! Pero no; en el paraíso prometido por Cristo,
se sabe, puesto que es anunciado solemnemente, que o habrá más que muy pocos
elegidos. El resto, la inmensa mayoría de las generaciones presentes y del
porvenir, arderá eternamente en el infierno. En tanto, para consolarnos, Dios,
siempre justo, siempre bueno, entrega la tierra al gobierno de los Napoleón
III, de los Guillermo I, de los Femando de Austria y de los Alejandro de todas
las Rusias.
Tales
son los cuentos absurdos que se divulgan y tales son las doctrinas monstruosas
que se enseñan en pleno siglo XIX, en todas las escuelas populares de Europa,
por orden expresa de los gobiernos. ¡A eso se llama civilizar a los pueblos! ¿No
es evidente que todos esos gobiernos son los envenenadores sistemáticos, los
embrutecedores interesados de las masas populares?
Me
he dejado arrastrar lejos de mi asunto, por la cólera que se apodera de mí
siempre que pienso en los innobles y criminales medios que se emplean para
conservar las naciones en una esclavitud eterna, a fin de poder esquilmarlas
mejor, sin duda alguna. ¿Qué significan los crímenes de todos los Tropmann
del mundo en presencia de ese crimen de lesa humanidad que se comete
diariamente, en pleno día, en toda la superficie del mundo civilizado, por
aquellos mismos que se atreven a llamarse tutores y padres de pueblos? Vuelvo al
mito del pecado original.
Dios
dio la razón a Satanás y reconoció que el diablo o había engañado a Adán y
a Eva prometiéndoles la ciencia y la libertad, como recompensa del acto de
desobediencia que les había inducido a cometer; porque tan pronto como hubieron
comido del fruto prohibido, Dios se dijo a sí mismo (véase la Biblia): “He
aquí que el hombre se ha convertido en uno de nosotros, sabe del bien y del
mal; impidámosle, pues, comer del fruto de la vida eterna, a fin de que no se
haga inmortal como nosotros.”
Dejemos
ahora a un lado la parte fabulesca de este mito y consideremos su sentido
verdadero. El sentido es muy claro. El hombre se ha emancipado, se ha separado
de la animalidad y se ha constituido como hombre; ha comenzado su historia y su
desenvolvimiento propiamente humano por un acto de desobediencia y de ciencia,
es decir, por la rebeldía y por el pensamiento.
Tres
elementos o, si queréis, tres principios fundamentales, constituyen las
condiciones esenciales de todo desenvolvimiento humano, tanto colectivo como
individual, en la historia: 1º la
animalidad humana; 2º el pensamiento,
y 3º la rebeldía. A la primera
corresponde propiamente la economía
social y privada; la segunda, la ciencia,
y a la tercera, la libertad.
Los
idealistas de todas las escuelas, aristócratas y burgueses, teólogos y metafísicos,
políticos y moralistas, religiosos, filósofos o poetas, sin olvidar los
economistas liberales, adoradores desenfrenados de lo ideal, como se sabe-, se
ofenden mucho cuando se les dice que el hombre, con toda su inteligencia
magnifica, sus ideas sublimes y sus aspiraciones infinitas, no es, como todo lo
que existe en el mundo, más que materia, más que un producto de esa vil materia.
Podríamos
responderles que la materia de que hablan los materialistas -materia espontánea
y eternamente móvil, activa, productiva; materia química u orgánicamente
determinada, y manifestada por las propiedades o las fuerzas mecánicas, físicas,
animales o inteligentes que le son inherentes por fuerza- no tiene nada en común
con la vil materia de los idealistas.
Esta última, producto de su falsa abstracción, es efectivamente un ser estúpido,
inanimado, inmóvil, incapaz de producir la menor de las cosas, un caput
mortum, una rastrera imaginación opuesta a esa bella
imaginación que llaman Dios, ser
supremo ante el que a materia, la materia de ellos, despojada por ellos mismos
de todo lo que constituye la naturaleza real, representa necesariamente la
suprema Nada. Han quitado a la materia la inteligencia, la vida, todas las
cualidades determinantes, las relaciones activas o las fuerzas, el movimiento
mismo sin el cual la materia no sería siquiera pesada, no dejándole más que
la imponderabilidad y la inmovilidad absoluta en el espacio; han atribuido todas
esas fuerzas, propiedades y manifestaciones naturales, al ser imaginario creado
por su fantasía abstractiva; después, tergiversando los papeles, han llamado a
ese producto de su imaginación, a ese fantasma, a ese Dios que es la Nada:
“Ser supremo”. Por consiguiente han declarado que el ser real, la materia,
el mundo, es la Nada. Después de eso vienen a decirnos gravemente que esa
materia es incapaz de reducir nada, ni aun de ponerse en movimiento por sí
misma, y que, por consiguiente, ha debido ser creada por Dios.
En
otro escrito he puesto al desnudo los absurdos verdaderamente repulsivos a que
se es llevado fatalmente por esa imaginación de un Dios, sea personal, sea
creador y ordenador de los mundos; sea impersonal y considerado como una especie
de alma divina difundida en todo el universo, del que constituiría el principio
eterno; o bien como idea indefinida y divina, siempre presente y activa en el
mundo y manifestada siempre por la totalidad de seres materiales y finitos. Aquí
me limitaré a hacer resaltar un solo punto.
Se
concibe perfectamente el desenvolvimiento sucesivo del mundo material, tanto
como de la vida orgánica, animal, y de la inteligencia históricamente
progresiva, individual y social, del hombre en ese mundo. Es un movimiento por
completo natural de lo simple a lo compuesto, de abajo arriba o de lo inferior a
lo superior; un movimiento conforme a todas nuestras experiencias diarias, y,
por consiguiente, conforme también a nuestra lógica natural, a las propias
leyes de nuestro espíritu, que, no conformándose nunca y no pudiendo
desarrollarse más que con la ayuda de esas mismas experiencias, no es, por
decirlo así, más que la reproducción mental, cerebral, o su resumen
reflexivo.
El
sistema de los idealistas nos presenta completamente lo contrario. Es el
trastorno absoluto de todas experiencias humanas y de ese buen sentido universal
y común que es condición esencial de toda entente
humana y que, elevándose de esa verdad tan simple tan unánimemente
reconocida de que dos más dos son cuatro, hasta las consideraciones científicas
más sublimes y más complicadas, no admitiendo por otra parte nunca nada que no
sea severamente confirmado por la experiencia o por la observación de las cosas
o de los hechos, constituye la única base seria de los conocimientos humanos.
En
lugar de seguir la vía natural de abajo arriba, e lo inferior a lo superior y
de lo relativamente simple a lo complicado; en lugar de acompañar prudente,
racionalmente, el movimiento progresivo y real del mundo llamado inorgánico al
mundo orgánico, vegetal, después animal, y después específicamente humano;
de la materia química o del ser químico a la materia viva o al ser vivo, y del
ser vivo al ser pensante, los idealistas, obsesionados, cegados e impulsados por
el fantasma divino que han heredado de la teología, toman el camino
absolutamente contrario. Proceden de arriba a abajo, de lo superior a lo
inferior, de lo complicado a lo simple. Comienzan por Dios, sea como persona,
sea como sustancia o idea divina, y el primer paso que dan es una terrible
voltereta de las alturas sublimes del eterno ideal al fango del mundo material;
de la perfección absoluta a la imperfección absoluta; del pensamiento al Ser,
o más bien del Ser supremo a la Nada. Cuándo, cómo y por qué el ser divino,
eterno, infinito, lo Perfecto absoluto, probablemente hastiado de sí mismo, se
ha decidido al salto mortale desesperado;
he ahí lo que ningún idealista, ni teólogo, ni metafísico, ni poeta ha
sabido comprender jamás él mismo ni explicar a los profanos.
Todas
las religiones pasadas y presentes y todos los sistemas de filosofía
transcendentes ruedan sobre ese único o inicuo misterio. Santos hombres,
legisladores inspirados, profetas, Mesías, buscaron en él la vida y no
hallaron más que la tortura y la muerte. Como la esfinge antigua, los ha
devorado, porque no han sabido explicarlo. Grandes filósofos, desde Heráclito
y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibnitz, Kant, Fichte, Schelling y Hegel,
sin hablar de los filósofos hindúes, han escrito montones de volúmenes y han
creado sistemas tan ingeniosos como sublimes, en los cuales dijeron de paso
muchas bellas y grandes cosas y descubrieron verdades inmortales, pero han
dejado ese misterio, objeto principal de sus investigaciones trascendentes, tan
insondable como lo había sido antes de ellos. Pero puesto que los esfuerzos
gigantes -como de los más admirables genios que el mundo conoce y que durante
treinta siglos al menos han emprendido siempre de nuevo ese trabajo de Sísifo-
no han culminado sino en la mayor incomprensión aún de ese misterio, ¿podremos
esperar que nos será descubierto hoy por las especulaciones rutinarias de algún
discípulo pedante de una metafísica artificiosamente recalentadas y eso en una
época en que todos los espíritus vivientes y serios se han desviado de esa
ciencia explicable, surgida de una transacción, históricamente explicable sin
duda, entre la irracionalidad de la fe y la sana razón científica?
Es
evidente que este terrible misterio es inexplicable, es decir, que es absurdo,
porque lo absurdo es lo único que no se puede explicar. Es evidente que el que
tiene necesidad de él para su dicha, para su vida, debe renunciar a su razón
y, volviendo, si puede, a la ingenua, ciega, estúpida, repetir con Tertuliano y
con todos los creyentes sinceros estas palabras que resumen la quintaesencia
misma de la teología: Credoquia absurdum.
Entonces toda discusión cesa, y no queda más que la estupidez triunfante
de la fe. Pero entonces se promueve también otra cuestión: ¿Cómo
puede nacer en un hombre inteligente e instruido la necesidad de creer en ese
misterio?
Que
la creencia en Dios creador, ordenador y juez, maldiciente, salvador y
bienhechor del mundo se haya conservado en el pueblo, y sobre todo en las
poblaciones rurales, mucho más aún que en el proletariado de las ciudades,
nada más natural. El pueblo desgraciadamente, es todavía muy ignorante; y es
mantenido en su ignorancia por los esfuerzos sistemáticos de todos los
gobiernos, que consideran esa ignorancia, no sin razón, como una de las
condiciones más esenciales de su propia potencia. Aplastado por su trabajo
cotidiano, privado de ocio, de comercio intelectual, de lectura, en fin, de casi
todos los medios y de una buena parte de los estimulantes que desarrollan la
reflexión en los hombres, el pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y en
conjunto las tradiciones religiosas que, envolviéndolo desde su nacimiento en
todas las circunstancias de su vida, y artificialmente mantenidas en su seno por
una multitud de envenenadores oficiales de toda especie, sacerdotes y laicos, se
transforman en él en una suerte de hábito mental moral, demasiado a menudo más
poderoso que su buen sentido natural.
Hay
otra razón que explica y que legitima en cierto modo las creencias absurdas del
pueblo. Es la situación miserable a que se encuentra fatalmente condenado por
la organización económica de la sociedad en los países más civilizados de
Europa. Reducido, tanto intelectual y moralmente como en su condición material
al mínimo de una existencia humana, encerrado en su vida como un prisionero en
su prisión, sin horizontes, sin salida, sin porvenir mismo, si se cree a los
economistas, el pueblo debería tener el alma singularmente estrecha y el
instinto achatado de los burgueses para no experimentar la necesidad de salir de
ese estado; pero para eso no hay más que tres medios, dos de ellos ilusorios y
el tercero real. Los dos primeros son el burdel y la iglesia, el libertinaje del
cuerpo y el libertinaje del alma; el tercero es la revolución social. De donde
concluyo que esta última únicamente, mucho más al menos que todas las
propagandas teóricas de los librepensadores, será capaz de destruir hasta los
mismos rastros de las creencias religiosas y de los hábitos de desarreglo en el
pueblo, creencias y hábitos que están más íntimamente ligados de lo que se
piensa; que, sustituyendo los goces a la vez ilusorios y brutales de ese
libertinaje corporal y espiritual, por los goces tan delicados como reales de la
humanidad plenamente realizada en cada uno de nosotros y en todos, la revolución
social únicamente tendrá el poder de cerrar al mismo tiempo todos los burdeles
y todas las iglesias.
Hasta
entonces, el pueblo, tomado en masa, creerá, y si no tiene razón para creer,
tendrá al menos el derecho.
Hay
una categoría de gentes que, si no cree, debe menos aparentar que cree. Son
todos los atormentadores, todos los opresores y todos los explotadores de la
humanidad. Sacerdotes, monarcas, hombres de Estado, hombres de guerra,
financistas públicos y privados, funcionarios de todas las especies, policías,
carceleros y verdugos, monopolizadores, capitalistas, empresarios y
propietarios, abogados, economistas, políticos de todos los colores, hasta el
último comerciante, todos repetirán al unísono estas palabras de Voltaire:
Si
Dios no existiese habría que inventario. Porque,
comprenderéis, es precisa una religión para el pueblo. Es la válvula de
seguridad.
Existe,
en fin, una categoría bastante numerosa de almas honestas, pero débiles, que,
demasiado inteligentes para tomar en serio los dogmas cristianos, los rechazan
en detalle, pero no tienen ni el valor, ni la fuerza, ni la resolución
necesarios para rechazarlos totalmente. Dejan a vuestra crítica todos los
absurdos particulares de la religión, se burlan de todos los milagros, pero se
aferran con desesperación al absurdo principal, fuente de todos los demás, al
milagro que explica y legitima todos los otros milagros: a la existencia de
Dios. Su Dios no es el ser vigoroso y potente, el Dios brutalmente positivo de
la teología. Es un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio que
cuando se cree palparle se transforma en Nada; es un milagro, un ignis
fatuus que ni calienta ni ilumina. Y, sin embargo, sostienen y creen que si
desapareciese, desaparecería todo con él. Son almas inciertas, enfermizas,
desorientadas en la civilización actual, que no pertenecen ni al presente ni al
porvenir, pálidos fantasmas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra,
y que ocupan entre la política burguesa y el socialismo del proletariado
absolutamente la misma posición. No se sienten con fuerza ni para pensar hasta
el fin, ni para querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y su labor esforzándose
siempre por conciliar lo inconciliable. En la vida pública se llaman
socialistas burgueses.
Ninguna
discusión con ellos ni contra ellos es posible. Están demasiado enfermos.
Pero
hay un pequeño número de hombres ilustres, de los cuales nadie se atreverá a
hablar sin respeto, y de los cuales nadie pensará en poner en duda ni la salud
vigorosa, ni la fuerza de espíritu, ni la buena fe. Baste citar los nombres de
Mazzini, de Michelet, de Quinet, de John Stuart Mill. Almas generosas y fuertes,
grandes corazones, grandes espíritus, grandes escritores y, el primero,
resucitador heroico y revolucionario de una gran nación, son todos los apóstoles
del idealismo y los adversarios apasionados del materialismo, y por consiguiente
también del socialismo, en filosofía como en política.
Es
con ellos con quienes hay que discutir esta cuestión.
Comprobemos
primero que ninguno de los hombres ilustres que acabo de mencionar, ni ningún
otro pensador idealista un poco importante de nuestros días, se ha ocupado
propiamente de la parte lógica de esta cuestión. Ninguno ha tratado de
resolver filosóficamente la posibilidad del salto
mortale divino de las regiones eternas y puras del espíritu al fango del
mundo material. ¿Tienen temor a abordar esa insoluble contradicción y
desesperan de resolverla después que han fracasado los más grandes genios de
la historia, o bien a han considerado como suficientemente resuelta ya? Es su
secreto. El hecho es que han dejado a un lado la demostración teórica de la
existencia de un Dios, y que no han desarrollado más que las razones y las
consecuencias prácticas de ella. Han hablado de ella todos como de un hecho
universalmente aceptado y como tal imposible de convertirse en objeto de una
duda cualquiera, limitándose, por toda prueba, a constatar la antigüedad y la
universalidad misma de la creencia en Dios.
Esta
unanimidad imponente, según la opinión de muchos hombres y escritores
ilustres, y para no citar sino los más renombrados de ellos, según la opinión
elocuentemente expresada de Joseph de Maistre y del gran patriota italiano
Giuseppe Mazzini, vale más que todas las demostraciones de la ciencia; y si la
idea de un pequeño número de pensadores consecuentes y aun muy poderosos, pero
aislados, le es contraria, tanto peor, dicen ellos, para esos pensadores y para
su lógica, porque el consentimiento general, la adopción universal y antigua
de una idea han sido considerados en todos los tiempos como la prueba más
victoriosa de su verdad. El sentimiento de todo el mundo, una convicción que se
encuentra y se mantiene siempre y en todas partes, no podría engañarse. Debe
tener su raíz en una necesidad absolutamente inherente a la naturaleza misma
del hombre. Y puesto que ha sido comprobado que todos los pueblos pasados y
presentes han creído y creen en la existencia de Dios, es evidente que los que
tienen la desgracia de dudar de ella, cualquiera que sea la lógica que los haya
arrastrado a esa duda, son excepciones anormales, monstruos.
Así,
pues, la antigüedad y la universalidad
de una creencia serían, contra toda la ciencia y contra toda lógica, una
prueba suficiente e irreductible de su verdad. ¿Y por qué?
Hasta
el siglo de Copérnico y de Galileo, todo el mundo había creído que el Sol
daba vueltas alrededor de la Tierra. ¿No se engañó todo el mundo? ¿Hay cosa
más antigua y más universal que la esclavitud? La antropofagia quizá. Desde
el origen de la sociedad histórica hasta nuestros días hubo siempre y en todas
partes explotación del trabajo forzado de las masas, esclavas, siervas o
asalariadas, por alguna minoría dominante; la opresión de los pueblos por la
iglesia y por el estado. ¿Es preciso concluir que esa explotación y esa opresión
sean necesidades absolutamente inherentes a la existencia misma de la sociedad
humana?. He ahí ejemplos que muestran que la argumentación de los abogados del
buen Dios no prueba nada.
Nada
es en efecto tan universal y tan antiguo como lo inicuo y lo absurdo, y, al
contrario, son la verdad la justicia las que, en el desenvolvimiento de las
sociedades humanas, son menos universales y más jóvenes; lo que explica también
el fenómeno histórico constante de las persecuciones inauditas de que han sido
y continúan siendo objeto aquellos que las proclaman, primero por parte de los
representantes oficiales, patentados e interesados de las creencias
“universales” y “antiguas”, y a menudo por parte también de aquellas
mismas masas populares que, después de haberlos atormentado, acaban siempre por
adoptar y hacer triunfar sus ideas.
Para
nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios, no hay nada que nos
asombre ni nos espante en ese fenómeno histórico. Fuertes en nuestra
conciencia, nuestro amor a la verdad, en esa pasión lógica que constituye por
sí una gran potencia, y al margen de la cual no hay pensamiento; fuertes en
nuestra pasión por la justicia y en nuestra fe inquebrantable en el triunfo de
la humanidad sobre todas las bestialidades teóricas prácticas; fuertes, en
fin, en la confianza y en el apoyo mutuos que se prestan el pequeño número de
los que comparten nuestras convicciones, nos resignamos por nosotros mismos a
todas las consecuencias de ese fenómeno histórico, en el que vemos la
manifestación de una ley social tan natural, tan necesaria y tan invariable
como todas las demás leyes que gobiernan el mundo.
Esta
ley es una consecuencia lógica, inevitable, del origen
animal de la sociedad humana; ahora bien, frente a todas las pruebas científicas,
psicológicas, históricas que se han acumulado en nuestros días, tanto como
frente a los hechos de los alemanes, conquistas de Francia, que dan hoy una
demostración tan brillante de ello, no es posible, verdaderamente, dudar de la
realidad de ese origen. Pero desde el momento que se acepta ese origen animal
del hombre, se explica todo. La historia se nos aparece, entonces, como la
negación revolucionaria, ya sea lenta, apática, adormecida, ya sea apasionada
y poderosa del pasado. Consiste precisamente en la negación progresiva de la
animalidad primera del hombre por el desenvolvimiento de su humanidad. El
hombre, animal feroz, primo del gorila, ha partido de la noche profunda del
instinto animal para llegar a la luz del espíritu, lo que explica de una manera
completamente natural todas sus divagaciones pasadas, y nos consuela en parte de
sus errores presentes. Ha partido de la esclavitud animal y después de
atravesar su esclavitud divina, término transitorio entre su animalidad y su
humanidad, marcha hoy a la conquista y a la realización de su libertad humana.
De donde resulta que la antigüedad de una creencia, de una idea, lejos de
probar algo en su favor, debe, al contrario, hacérnosla sospechosa. Porque detrás
de nosotros está nuestra animalidad y ante nosotros la humanidad, y la luz
humana, la única que puede calentarnos e iluminamos, la única que puede
emanciparnos, nos hace dignos, libres, dichosos, y la realización de la
fraternidad entre nosotros no está al principio, sino, relativamente a la época
en que vive, al fin de la historia. No miremos, pues, nunca atrás, miremos
siempre hacia adelante, porque adelante está nuestro sol y nuestra salvación;
y si es permitido, si es útil y necesario volver nuestra vista al estudio de
nuestro pasado, no es más que para comprobar lo que hemos sido y lo que no
debemos ser más, lo que hemos creído y pensado, y lo que no debemos creer ni
pensar más, lo que hemos hecho y lo que no debemos volver a hacer.
Esto
por lo que se refiere a la antigüedad. En
cuanto a la universalidad de un error,
no prueba más que una cosa: la similitud, si no la perfecta identidad de la
naturaleza humana en todos los tiempos y bajo todos los climas. Y puesto que se
ha comprobado que los pueblos de todas las épocas de su vida han creído, y
creen todavía, en Dios, debemos concluir simplemente que la idea divina, salida
de nosotros mismos, es un error históricamente necesario en el desenvolvimiento
de la humanidad, y preguntarnos por qué y cómo se ha producido en la historia,
por qué la inmensa mayoría de la especie humana la acepta aún como una
verdad.
En
tanto que no podamos darnos cuenta de la manera cómo se produjo la idea de un
mundo sobrenatural y divino y cómo ha debido fatalmente producirse en el
desenvolvimiento histórico de la conciencia humana, podremos estar científicamente
convencidos del absurdo de esa idea, pero no llegaremos a destruirla nunca en la
opinión de la mayoría. En efecto: no estaremos en condiciones de atacarla en
las profundidades mismas del ser humano, donde ha nacido, y, condenados una
lucha estéril, sin salida y sin fin, deberemos contentamos siempre con
combatirla sólo en la superficie, en sus innumerables manifestaciones, cuyo
absurdo, apenas derribado por los golpes del sentido común, renacerá
inmediatamente bajo una forma nueva no menos insensata. En tanto que persista la
raíz de todos los absurdos que atormentan al mundo, la creencia en Dios
permanecerá intacta, no cesará de echar nuevos retoños. Es así como en
nuestros días, en ciertas regiones de la más alta sociedad, el espiritismo
tiende a instalarse sobre las ruinas del cristianismo.
No
es sólo en interés de las masas, sino también en de la salvación de nuestro
propio espíritu debemos forzarnos en comprender la génesis histórica de la
idea de Dios, la sucesión de las causas que desarrollaron produjeron esta idea
en la conciencia de los hombres. Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto
que no hayamos comprendido esas causas, nos dejaremos dominar más o menos por
los clamores de esa conciencia universal de la que no habremos sorprendido el
secreto; y, vista la debilidad natural del individuo, aun del más fuerte ante
la influencia omnipotente del medio social que lo rodea, corremos siempre el
riesgo de volver a caer tarde o temprano, y de una manera o de otra, en el
abismo del absurdo religioso. Los ejemplos e esas conversiones vergonzosas son
frecuentes en la sociedad actual.
He
señalado ya la razón práctica principal del poder ejercido aún hoy por las
creencias religiosas sobre las masas. Estas disposiciones místicas no denotan
tanto en sí una aberración del espíritu como un profundo descontento del
corazón. Es la protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las
estrecheces, las chaturas, los dolores y las vergüenzas de una existencia
miserable. Contra esa enfermedad, he dicho, no hay más que un remedio: la
revolución social.
Entre
tanto, otras veces he tratado de exponer las causas que presidieron el
nacimiento y el desenvolvimiento histórico de las alucinaciones religiosas en
la conciencia del hombre. Aquí no quiero tratar esa cuestión de la existencia
de un Dios, o del origen divino del mundo y del hombre, más que desde el punto
de vista de su utilidad moral y social, y sobre la razón teórica de esta
creencia no diré más que pocas palabras, a fin de explicar mejor mi
pensamiento.
Todas
las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus Mesías y sus
santos, han sido creadas por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún
al pleno desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades
intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa
que un milagro donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a
encontrar su propia imagen, pero agrandada y trastrocada, es decir, divinizada.
La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la
decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más
que el desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los
hombres. A medida que, en su marcha históricamente regresiva, descubrían, sea
en sí mismos, sea en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un
defecto cualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado,
ampliado desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de
su fantasía religiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa generosidad de
los hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos
de la tierra y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico se volvía el
cielo, más miserable se volvía la tierra. Una vez instalada la divinidad, fue
proclamada naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispensador
absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo;
y el hombre, su verdadero creador, después de haberla sacado de la nada sin
darse cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su
esclavo.
El
cristianismo es, precisamente, la religión por excelencia, porque expone y
manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema
religioso, que es el empobrecimiento, el
sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad.
Siendo
Dios todo, el mundo real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la
justicia, el bien, lo bello, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, la
iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amo, el
hombre es el esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y
la vida eterna, no puede llegar a ellas más que mediante una revelación
divina. Pero quien dice revelación, dice reveladores, Mesías, profetas,
sacerdotes y legisladores inspirados por Dios, mismo; y una vez reconocidos
aquellos como representantes de la divinidad en la Tierra, como los santos
institutores de la humanidad, elegidos por Dios mismo para dirigirla por la vía
de la salvación, deben ejercer necesariamente un poder absoluto. Todos los
hombres les deben una obediencia ilimitada y pasiva, porque contra la razón
divina no hay razón humana y contra la justicia de Dios no hay justicia
terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, los hombres deben serlo también
de la iglesia y del Estado, en tanto que
este último es consagrado por la iglesia. He ahí lo que el cristianismo
comprendió mejor que todas las religiones que existen o que han existido, sin
exceptuar las antiguas religiones orientales, que, por lo demás, no han
abarcado más que pueblos concretos y privilegiados, mientras que el
cristianismo tiene la pretensión de abarcar la humanidad entera; y he ahí lo
que, de todas las sectas cristianas, sólo el catolicismo romano ha proclamado y
realizado con una consecuencia rigurosa. Por eso el cristianismo es la religión
absoluta, la religión última, y la iglesia apostólica y romana la única
consecuente, legítima y divina.
Que
no parezca mal a los metafísicos y a los idealistas religiosos, filósofos, políticos
o poetas: la idea de Dios implica la
abdicación de la razón humana y de la justicia humana, es la negación más
decisiva de la libertad humana y lleva necesariamente a la esclavitud los
hombres, tanto en la teoría como en la práctica.
A
menos de querer la esclavitud y el envilecimiento de los hombres, como lo
quieren los jesuitas, como lo quieren los monjes, los pietistas o los metodistas
protestantes, no podemos, no debemos hacer la menor concesión ni al dios de la
teología ni al de la metafísica porque en ese alfabeto místico, el que
comienza por decir A deberá fatalmente acabar diciendo Z, y el que quiere
adorar a Dios debe, sin hacerse ilusiones pueriles, renunciar bravamente a su
libertad y a su humanidad.
Si
Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser libre:
por consiguiente, Dios no existe.
Desafío
a quienquiera que sea a salir de ese círculo, y ahora, escojamos.
¿Es
necesario recordar cuánto y cómo embrutecen y corrompen las religiones a los
pueblos? Matan en ellos la razón, ese instrumento principal de la emancipación
humana, y los reducen a la imbecilidad, condición esencial de su esclavitud.
Deshonran el trabajo humano y hacen de él un signo y una fuente de servidumbre.
Matan la noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar
siempre la balanza del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados
de la gracia divina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a
los que se arrastran y a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los
pueblos todo sentimiento de fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina.
Todas
las religiones son crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas
reposan principalmente sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación
perpetua de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese
sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre
también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el divino verdugo. Eso nos
explica por qué los sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más
humanos, los más suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón -y si
no en el corazón en su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia
formidable que una otro ejercen sobre el corazón de los hombres)- por qué hay,
digo, en los sentimientos de todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario.
Todo
esto, nuestros ilustres idealistas contemporáneos lo saben mejor que nadie. Son
hombres sabios e conocen la historia de memoria; y como son al mismo tiempo
hombres vivientes, grandes almas penetradas por un amor sincero y profundo hacia
el bien de la humanidad, han maldito y zaherido todos estos efectos, todos estos
crímenes de la religión con una elocuencia sin igual. Rechazan con indignación
toda solidaridad con el Dios de las religiones positivas y con sus
representantes pasados y presentes sobre la Tierra.
El
Dios que adoran o que creen adorar se distingue precisamente de los dioses
reales de la historia, en que no es un Dios positivo, ni determinado de ningún
modo, ya sea teológico, ya sea metafísicamente. No es ni el ser supremo de
Robespierre y de Rousseau, ni el Dios panteísta de Spinoza, ni siquiera el Dios
a la vez trascendente e inmanente y muy equívoco de Hegel. Se cuidan bien de
darle una determinación positiva cualquiera, sintiendo que toda determinación
lo sometería a la acción disolvente de la crítica. No dirán de él si es un
Dios personal o impersonal, si ha creado o si no ha creado el mundo; no hablarán
siquiera de su divina providencia. Todo eso podría comprometerlos. Se contentarán
con decir: “Dios” y nada más. Pero, ¿qué es su Dios? No es siquiera una
idea, es una aspiración.
Es
el nombre genérico de todo lo que les parece de, bueno, bello, noble, humano.
Pero, ¿por qué dicen entonces: “hombre”? ¡Ah! es que el rey Guillermo de
Prusia y Napoleón III y todos sus semejantes son igualmente hombres; y he ahí
lo que más les embaraza. La humildad real nos presenta el conjunto de todo lo
que hay de más sublime, de más bello y de todo lo que hay de más vil y de más
monstruoso en el mundo. ¿Cómo salir de ese atolladero? Llaman a lo uno divino
y a lo otro bestial, representándose
la divinidad y la animalidad como los dos polos entre los cuales se coloca la
humanidad. No quieren o no pueden emprender que esos tres términos no forman más
que uno y que si se los separa se los destruye.
No
están fuertes en lógica, y se diría que la desprecian. Es eso lo que los
distingue de los metafísicos y deístas, y lo que imprime a sus ideas el carácter
de un idealismo práctico, sacando mucho menos sus inspiraciones del
desenvolvimiento severo de un pensamiento, que de las experiencias, casi diré
de las emociones, tanto históricas y colectivas como individuales de la vida.
Eso da a su propaganda una apariencia de riqueza y de potencia vital, pero una
apariencia solamente porque la vida misma se hace estéril cuando es paralizada
por una contradicción lógica.
La
contradicción es ésta: quieren a Dios y quieren a la humanidad. Se obstinan en
poner juntos esos dos términos, que, una vez separados, no pueden encontrarse
de nuevo más que para destruirse recíprocamente. Dicen de un tirón: “Dios y
la libertad del hombre”; “Dios y la dignidad, la justicia, la igualdad, la
fraternidad y la prosperidad de los hombres”, sin preocuparse de la lógica
fatal conforme a la cual, si Dios existe todo queda condenado a la
no-existencia. Porque si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo,
absoluto, y si amo existe el hombre es esclavo; pero si es esclavo, no hay para
él ni justicia ni igualdad ni fraternidad ni prosperidad posibles. Podrán,
contrariamente al buen sentido y a todas las experiencias de la historia,
reventarse a su Dios animado del más tierno amor por la libertad humana: un
amo, haga lo que quiera y por liberal que quiera mostrarse, no deja de ser un
amo y su existencia implica necesariamente la esclavitud de todo lo que se
encuentra por debajo de él.
Por
consiguiente, si Dios existiese, no habría para él más que un solo medio de
servir a la libertad humana: dejar de existir.
Como
celoso amante de la libertad humana y considerándolo como la condición
absoluta de todo lo que adoramos y respetamos en la humanidad, doy vuelta a la
frase de Voltaire y digo: si Dios
existiese realmente, habría que hacerlo desaparecer.
La
severa lógica que me dicta estas palabras es demasiado evidente para que tenga
necesidad de desarrollar más esta argumentación. Y me parece imposible que los
hombres ilustres a quienes mencioné, tan célebres y tan justamente respetados,
no hayan sido afectados por ella y no se hayan percatado de la contradicción en
que caen al hablar de Dios y de la libertad humana a la vez. Para que lo hayan
pasado por alto, a sido preciso que hayan pensado que esa inconsecuencia o que
esa negligencia lógica era necesaria prácticamente
para el bien mismo de la humanidad.
Quizá
también, al hablar de la libertad como de una cosa que es para ellos muy
respetable y muy querida, la comprenden de distinto modo a como nosotros la
entendemos, nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios. En efecto; no
hablan de ella sin añadir inmediatamente otra palabra, la de autoridad,
una palabra y una cosa que detestamos de todo corazón.
¿Qué
es la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se
manifiestan en el encadenamiento y en la sucesión fatal de los fenómenos,
tanto del mundo físico como del mundo social? En efecto; contra esas leyes, la
rebeldía no sólo está prohibida, sino que es imposible. Podemos desconocerlas
o no conocerlas siquiera, pero no podemos desobedecerlas, porque constituyen la
base y las condiciones mismas de nuestra existencia; nos envuelven, nos
penetran, regulan todos nuestros movimientos, nuestros pensamientos y nuestros
actos; de manera que, aun cuando las queramos desobedecer, no hacemos más que
manifestar su omnipotencia.
Sí,
somos absolutamente esclavos de esas leyes. Pero no hay nada de humillante en
esa esclavitud. Porque la esclavitud supone un amo exterior, un legislador que
se encuentre al margen de aquel a quien ordena; mientras que estas leyes no están
fuera de nosotros, nos son inherentes, constituyen nuestro ser, todo nuestro
ser, tanto corporal como intelectual y moral; no vivimos, no respiramos, no
obramos, no pensamos, no queremos sino mediante ellas. Fuera de ellas no somos
nada, no somos. ¿De dónde procedería, pues, nuestro poder y nuestro querer
rebelamos contra ellas?.
Frente
a las leyes naturales no hay para el hombre más que una sola libertad posible:
la de reconocerlas y de aplicarlas cada vez más, conforme al fin de la emanación
o de la humanización, tanto colectiva como individual que persigue. Estas
leyes, una vez reconocidas, ejercen una autoridad que no es discutida por la
masa de los hombres. Es preciso, por ejemplo, ser loco o teólogo, o por lo
menos un metafísico, un jurista, o un economista burgués para rebelarse contra
esa ley según a cual dos más dos suman cuatro. Es preciso tener fe para
imaginarse que no se quemará uno en el fuego y que no se ahogará en el agua, a
menos que se recurra a algún subterfugio fundado aun sobre alguna otra ley
natural. Pero esas rebeldías, o más bien esas tentativas esas locas
imaginaciones de una rebeldía imposible no forman más que una excepción
bastante rara; porque, en general, se puede decir que la masa de los hombres, en
su vida cotidiana, se deja gobernar de una manera casi absoluta por el buen
sentido, lo que equivale a decir por la suma de las leyes generalmente
reconocidas.
La
gran desgracia es que una gran cantidad de leyes naturales ya constadas como
tales por la ciencia, permanezcan desconocidas para las masas populares, gracias
a los cuidados de esos gobiernos tutelares que no existen, como se sabe, más
que para el bien de los pueblos... Hay otro inconveniente: la mayor parte de las
leyes naturales inherentes al desenvolvimiento de la sociedad humana, y que son
también necesarias, invariables, fatales, como las leyes que gobiernan el mundo
físico, no han sido debidamente comprobadas y reconocidas por la ciencia misma.
Una
vez que hayan sido reconocidas primero por la ciencia y que la ciencia, por
medio de un amplio sistema de educación y de instrucción populares, las hayan
hecho pasar a la conciencia de todos, la cuestión de la libertad estará
perfectamente resuelta. Los autoritarios más recalcitrantes deben reconocer que
entonces no habrá necesidad de organización política ni de dirección ni de
legislación, tres cosas que, ya sea que emanen de la voluntad del soberano, ya
que resulten de los votos de un parlamento elegido por sufragio universal y aun
cuando estén conformes con el sistema de las leyes naturales -lo que no tuvo
lugar jamás y no tendrá jamás lugar-, son siempre igualmente funestas y
contrarias a la libertad de las masas, porque les impone un sistema de leyes
exteriores y, por consiguiente, despóticas.
La
libertad del hombre consiste únicamente en esto, que obedece a las leyes
naturales, porque las ha reconocido él
mismo como tales y no porque le hayan sido impuestas exteriormente por una
voluntad extraña, divina o humana cualquiera, colectiva o individual.
Suponed
una academia de sabios, compuesta por los representantes más ilustres de la
ciencia; suponed que esa academia sea encargada de la legislación, de la
organización de la sociedad y que, sólo inspirándose en el puro amor a la
verdad, no le dicte más que leyes absolutamente conformes a los últimos
descubrimientos de la ciencia. Y bien, yo pretendo que esa legislación y esa
organización serán una monstruosidad, y esto por dos razones: La primera,
porque la ciencia humana es siempre imperfecta necesariamente y, comparando lo
que se ha descubierto con lo que queda por descubrir, se puede decir que está
todavía en la cuna. De suerte que si quisiera forzar la vida práctica de los
hombres, tanto colectiva como individual, a conformarse estrictamente,
exclusivamente con los últimos datos de la ciencia, se condenaría a la
sociedad y a los individuos a sufrir el martirio sobre el lecho de Procusto, que
acabaría pronto por dislocarlos y por sofocarlos, pues la vida es siempre
infinitamente más amplia que la ciencia.
La
segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciere a la legislación de una
academia científica, no porque hubiere comprendido su carácter racional por sí
misma (en cuyo caso la existencia de la academia sería inútil), sino porque
una legislación tal, emanada de esa academia, se impondría en nombre de una
ciencia venerada sin comprenderla, sería, no una sociedad de hombres, sino de
brutos. Sería una segunda edición de esa pobre república del Paraguay que se
dejó gobernar tanto tiempo por la Compañía de Jesús. Una sociedad semejante
no dejaría de caer bien pronto en el más bajo grado del idiotismo.
Pero
hay una tercera razón que hace imposible tal gobierno: es que una academia
científica revestida de esa soberanía digamos que absoluta, aunque estuviere
compuesta por los hombres más ilustres, acabaría infaliblemente y pronto por
corromperse moral e intelectualmente. Esta es hoy, ya, con los pocos privilegios
que se les dejan, la historia de todas las academias. El mayor genio científico,
desde el momento en que se convierte en académico, en sabio oficial, patentado,
cae inevitablemente y se adormece. Pierde su espontaneidad, su atrevimiento
revolucionario, y esa energía incómoda y salvaje que caracteriza la naturaleza
de los grandes genios, llamados siempre a destruir los mundos caducos y a echar
los fundamentos de mundos nuevos. Gana sin duda en cortesía, sabiduría
utilitaria y práctica, lo que pierde en potencia de pensamiento. Se corrompe,
en una palabra.
Es
propio del privilegio y de toda posición privilegiada el matar el espíritu y
el corazón de los hombres. El hombre privilegiado, sea política, sea económicamente,
es un hombre intelectual y moralmente depravado. He ahí una ley social que no
admite ninguna excepción, y que se aplica tanto a las naciones enteras como a
las clases, a las compañías como a los individuos. Es la ley de la igualdad,
condición suprema de la libertad y de la humanidad. El objetivo principal de
este libro es precisamente desarrollarla y demostrar la verdad en todas las
manifestaciones de la vida humana.
Un
cuerpo científico al cual se haya confiado el gobierno de la sociedad, acabará
pronto por no ocuparse absolutamente nada de la ciencia, sino de un asunto
distinto; y ese asunto, como sucede con todos los poderes establecidos, será el
de perpetuarse a sí mismo, haciendo que la sociedad confiada a sus cuidados se
vuelva cada vez más estúpida, y por consiguiente más necesitada de su
gobierno y de su dirección.
Pero
lo que es verdad para las academias científicas es verdad igualmente para todas
las asambleas constituyentes y legislativas, aunque hayan salido del sufragio
universal. Este puede renovar su composición, es verdad, pero eso no impide que
se forme en unos pocos años un cuerpo de políticos, privilegiados de hecho, o
de derecho, y que, al dedicarse exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos
de un país, acaban formar una especie de aristocracia o de oligarquía política.
Ved si no los Estados Unidos de América y Suiza.
Por
tanto, nada de legislación exterior y de legislación interior, pues por otra
parte una es inseparable de la otra, y ambas tienden al sometimiento de la
sociedad y al embrutecimiento de los legisladores mismos.
¿Se
desprende de esto que rechazo toda autoridad? Lejos de mí ese pensamiento.
Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de
una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del
ingeniero. Para esta o la otra, ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio.
Pero no dejo que se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio.
Les escucho libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter,
su saber, pero me reservo mi derecho incontestable de crítica y de control. No
me contento con consultar una sola autoridad especialista, consulto varias;
comparo sus opiniones, y elijo la que me parece más justa. Pero no reconozco
autoridad infalible, ni aun en cuestiones especiales; por consiguiente, no
obstante el respeto que pueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de tal o
cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Una fe semejante sería fatal a
mi razón, la libertad y al éxito mismo de mis empresas; me transformaría
inmediatamente en un esclavo estúpido y en un instrumento de la voluntad y de
los intereses ajenos.
Si
me inclino ante la autoridad de los especialistas si me declaro dispuesto a
seguir, en una cierta medida durante todo el tiempo que me parezca necesario sus
indicaciones y aun su dirección, es porque esa autoridad no me es impuesta por
nadie, ni por los hombres ni por Dios. De otro modo la rechazaría con honor y
enviaría al diablo sus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de que me
harían pagar con la pérdida de mi libertad y de mi dignidad los fragmentos de
verdad humana, envueltos en muchas mentiras, que podrían darme.
Me
inclino ante la autoridad de los hombres especiales porque me es impuesta por la
propia razón. Tengo conciencia de no poder abarcar en todos sus detalles y en
sus desenvolvimientos positivos más que una pequeña parte de la ciencia
humana. La más grande inteligencia no podría abarcar el todo. De donde resulta
para la ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y de
la asociación del trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida humana. Cada uno es
autoridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez. Por tanto no hay autoridad
fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación
mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.
Esa
misma razón me impide, pues, reconocer una autoridad fija, constante y
universal, porque no hay hombre universal, hombre que sea capaz de abarcar con
esa riqueza de detalles (sin la cual la aplicación de la ciencia a la vida no
es posible), todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si una tal
universalidad pudiera realizarse en un solo hombre, quisiera prevalerse de ella
para imponemos su autoridad, habría que expulsar a ese hombre de la sociedad,
porque su autoridad reduciría inevitablemente a todos los demás a la
esclavitud y a la imbecilidad. No pienso que la sociedad deba maltratar a los
hombres de genio como ha hecho hasta el presente. Pero no pienso tampoco que
deba engordarlos demasiado, ni concederles sobre todo privilegios o derechos
exclusivos de ninguna especie; y esto por tres razones: primero, porque sucedería
a menudo que se tomaría a un charlatán por un hombre de genio; luego, porque,
por este sistema de privilegios, podría transformar en un charlatán a un
hombre de genio, desmoralizarlo y embrutecerlo, y en fin, porque se daría uno a
sí mismo un déspota.
Resumo.
Nosotros reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la
ciencia no tiene otro objeto que la reproducción mental, reflexiva y todo lo
sistemática que sea posible, de las leyes naturales inherentes a la vida tanto
material como intelectual y moral del mundo físico y del mundo social; esos dos
mundos no constituyen en realidad más que un solo y mismo mundo natural. Fuera
de esa autoridad, la única legítima, porque es racional y está conforme a la
naturaleza humana, declaramos que todas las demás son mentirosas, arbitrarias,
despóticas y funestas.
Reconocemos
la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infabilidad y la
universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra iglesia -séame
permitido servirme un momento de esta expresión que por otra parte detesto; la
iglesia y el Estado mis dos bestias negras-, en nuestra iglesia, como en la
iglesia protestante, nosotros tenemos un jefe, un Cristo invisible, la ciencia;
y como los protestantes, consecuentes aún que los protestantes, no quieren
sufrir ni papas ni concilios, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni
obispos, ni siquiera sacerdotes, nuestro Cristo se distingue del Cristo
protestante y cristiano en que este último es un ser personal, y el nuestro es
impersonal; el Cristo cristiano, realizado ya en un pasado eterno, se presenta
como un ser perfecto, mientras que la realización y el perfeccionamiento de
nuestro Cristo, de la ciencia, están siempre en el porvenir, lo que equivale a
decir que no se realizarán jamás. No
reconociendo la autoridad absoluta más que ciencia
absoluta, no comprometemos de ningún momento nuestra libertad.
Entiendo
por las palabras “ciencia absoluta”, la única verdaderamente universal que
reproduciría idealmente el universo, en toda su extensión y en todos sus
detalles infinitos, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales
que se manifiestan en el desenvolvimiento incesante de los mundos. Es evidente
que esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuerzos del espíritu humano, no
se realizará nunca en su plenitud absoluta. Nuestro Cristo quedará, pues,
eternamente inacabado, lo cual debe rebajar mucho el orgullo de sus presentantes
patentados entre nosotros. Contra ese Dios hijo, en nombre del cual pretenderían
imponernos autoridad insolente y pedantesca, apelaremos al Dios padre, que es el
mundo real, la vida real de lo cual El no es más que una expresión demasiado
imperfecta y de quien nosotros somos los representantes inmediatos, los seres
reales, que viven, trabajan, combaten, aman, aspiran, gozan y sufren.
Pero
aun rechazando la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de
ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, pero
relativa, muy pasajera, muy restringida, de los representantes de las ciencias
especiales, no exigiendo nada mejor que consultarles en cada caso y muy
agradecidos por las indicaciones preciosas que quieran darnos, a condición de
que ellos quieran recibirlas de nosotros sobre cosas y en ocasiones en que somos
más sabios que ellos; y en general, no pedimos nada mejor que ver a los hombres
dotados de un gran saber, de una gran experiencia, de un gran espíritu y de un
gran corazón sobre todo, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima,
libremente aceptada, y nunca impuesta en nombre de alguna autoridad oficial
cualquiera que sea, terrestre o celeste. Aceptamos todas las autoridades
naturales y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda
autoridad o toda influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, al
convertirse pronto en una opresión y en una mentira, nos impondría
infaliblemente, como creo haberío demostrado suficientemente, la esclavitud y
el absurdo.
En
una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia
privilegiadas, patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio
universal, convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría
dominadora y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida.
He
aquí en qué sentido somos realmente anarquistas.
Los
idealistas modernos entienden la autoridad de una manera completamente
diferente. Aunque libre de las supersticiones tradicionales de todas las
religiones as existentes, asocian, sin embargo, a esa idea de autoridad un
sentido divino, absoluto. Esta autoridad no es la de una verdad milagrosamente
revelada, ni la de una verdad rigurosa y científicamente demostrada. La fundan
sobre un poco de argumentación casi filosófica, y sobre mucha fe vagamente
religiosa, sobre mucho sentimiento ideal, abstractamente poético. Su religión
es como un último ensayo de divinización de lo que constituye la humanidad en
los hombres. Eso es todo lo contrario de la obra que nosotros realizamos. En
vista de la libertad humana, de la dignidad humana y de la prosperidad humana,
creemos deber quitar al cielo los bienes que ha robado a la tierra, para
devolverlos a la tierra; mientras que esforzándose por cometer un nuevo
latrocinio religiosamente heroico, ellos querrían al contrario, restituir de
nuevo al cielo, a ese divino ladrón hoy desenmascarado -pasado a su vez a saco
por la impiedad audaz y por el análisis científico de los librepensadores-,
todo lo que la humanidad contiene de más grande, de más bello, de más noble.
Les
parece, sin duda, que, para gozar de una mayor autoridad entre los hombres, las
ideas y las cosas humanas deben ser investidas de alguna sanción divina. ¿Cómo
se anuncia esa sanción? No por un milagro o en las religiones positivas, sino
por la grandeza o por la santidad misma de las ideas y de las cosas: lo que es
grande, lo que es bello, lo que es noble, lo que es justo, es reputado divino.
En este nuevo culto religioso, todo hombre que se inspira en estas ideas, en
estas cosas, se transforma en un sacerdote, inmediatamente consagrado por Dios
mismo. ¿Y la prueba? Es la grandeza misma de las ideas que expresa, y de las
cosas que realiza: no tiene necesidad de otra. Son tan santas que no pueden
haber sido inspiradas más que por Dios.
He
ahí, en pocas palabras, toda su filosofía: filosofía de sentimientos, no de
pensamientos reales, una especie e pietismo metafísico. Esto parece inocente,
pero no lo es, y la doctrina muy precisa, muy estrecha y muy seca que se oculta
bajo la ola intangible de esas formas poéticas, conduce a los mismos resultados
desastrosos que todas las religiones positivas; es decir, a la negación más
completa de la libertad y de la dignidad humanas.
Proclamar
como divino todo lo que haya de grande, justo, noble, bello en la humanidad, es
reconocer, implícitamente, que la humanidad habría sido incapaz por sí misma
de producirlo; lo que equivale a decir que abandonada a sí misma su propia
naturaleza es miserable, inicua, vil y fea. Henos aquí vueltos a la esencia de
toda religión, es decir, a la denigración de la humanidad para mayor gloria de
la divinidad. Y desde el momento que son admitidas la inferioridad natural del
hombre y su incapacidad profunda para elevarse por sí, fuera de toda inspiración
divina, hasta las ideas justas y verdaderas, se hace necesario admitir también
todas las consecuencias ideológicas, políticas y sociales de las religiones
positivas. Desde el momento que Dios, el ser perfecto y supremo se pone frente a
la humanidad, los intermediarios divinos, los elegidos, los inspirados de Dios
salen de la tierra para ilustrar, dirigir y para gobernar en su nombre a la
especie humana especie humana.
¿No
se podría suponer que todos los hombres son igualmente inspirados por Dios?
Entonces no habría necesidad de intermediarios, sin duda. Pero esta suposición
es imposible, porque está demasiado contradicha por los hechos. Sería preciso
entonces atribuir a la inspiración divina todos los absurdos y los errores que
se manifiestan, y todos los horrores, las torpezas, las cobardías y las tonterías
que se cometen en el mundo humano. Por consiguiente, no hay en este mundo más
que pocos hombres divinamente inspirados. Son los grandes hombres de la
historia, los genios virtuosos como
dice el ilustre ciudadano y profeta italiano Giuseppe Mazzini. Inmediatamente
inspirados por Dios mismo y apoyándose en el consentimiento universal,
expresado por el sufragio popular -Dio e
Popo-, están llamados a gobernar la sociedad humana.
Henos
aquí de nuevo en la iglesia y en el Estado. Es verdad que en esa organización
nueva, establecida, como todas las organizaciones políticas antiguas, por la
gracia de Dios, pero apoyada esta vez, al menos en la forma, a guisa de
concesión necesaria al espíritu moderno, y como en los preámbulos de los
decretos imperiales de Napoleón III, sobre la voluntad (ficticia) del pueblo;
la iglesia no se llamará ya iglesia, se llamará escuela. Pero sobre los
bancos de esa escuela no se sentarán solamente los niños: estará el menor
eterno, el escolar reconocido incapaz para siempre de sufrir sus exámenes, de
elevarse a la ciencia de sus maestros y de pasarse sin su disciplina: el pueblo.
El Estado no se llamará ya monarquía, se llamará república, pero no dejará
de ser Estado, es decir, una tutela oficial y relarmente establecida por una
minoría de hombres competentes, de hombres
de genio o de talento, virtuosos, para vigilar y para dirigir la conducta de
ese gran incorregible y niño terrible: el Pueblo. Los profesores de la escuela
y los funcionarios del Estado se harán republicanos; pero no serán por eso
menos tutores, pastores, y el pueblo permanecerá siendo lo que ha sido
eternamente hasta aquí: un rebaño. Cuidado entonces con los esquiladores;
porque allí donde hay un rebaño, habrá necesariamente también esquiladores y
aprovechadores del rebaño.
El
pueblo, en ese sistema, será el escolar y el pupilo eterno. A pesar de su
soberanía completamente ficticia, continuará sirviendo de instrumento a
pensamientos, a voluntades y por consiguiente también a intereses que no serán
los suyos. Entre esta situación y la que llamamos de libertad, de verdadera
libertad, hay un abismo. Habrá, bajo formas nuevas, la antigua opresión y la
antigua esclavitud, y allí donde existe la esclavitud, están la miseria, el
embrutecimiento, la verdadera materialización
de la sociedad, tanto de las clases privilegiadas,
como de las masas.
Al
divinizar las cosas humanas, los idealistas llegan siempre al triunfo de un
materialismo brutal. Y
esto por una razón muy sencilla: lo divino se evapora y sube hacia su patria,
el cielo, y en la tierra queda solamente lo brutal.
Si,
el idealismo en teoría tiene por consecuencia necesaria el materialismo más
brutal en la práctica; o, sin duda, para aquellos que lo predican de buena fe
-el resultado ordinario para ellos es veer atacado, de esterilidad todos sus
esfuerzos-, sino para los que se esfuerzan por realizar sus preceptos en la
vida, para la sociedad entera, en tanto ésta se deja dominar por las doctrinas
idealistas.
Para
demostrar este hecho general y que puede parecer extraño al principio, pero que
se explica generalmente cuando se reflexiona más, las pruebas históricas no
faltan.
Comparad
las dos últimas civilizaciones del mundo antiguo, la civilización griega y la
civilización romana. ¿Cuál es la civilización más materialista, la más
natural por su punto de partida y la más humana e ideal en sus resultados? La
civilización griega.
¿Cuál
es al contrario la más abstractamente ideal en su punto de partida que
sacrifica la libertad material del hombre a la libertad ideal del ciudadano,
representada por la abstracción del derecho jurídico, y el desenvolvimiento
natural de la sociedad a la abstracción del Estado, y cuál es la más brutal
en sus consecuencias. La civilización romana, sin duda. La civilización
griega, como todas las civilizaciones antiguas, comprendida la de Roma, ha sido
exclusivamente nacional y ha tenido por base la esclavitud. Pero a pesar de
estas dos grandes faltas históricas, no ha concebido menos y realizado la idea
de la humanidad, y ennoblecido y realmente idealizado la vida de los hombres; ha
transformado los rebaños humanos en asociaciones libres de hombres libres; ha
creado las ciencias, las artes, una poesía, una filosofía inmortales y las
primeras nociones el respeto humano por la libertad. Con la libertad política y
social ha creado el libre pensamiento. Y al final de la Edad Media, en la época
del Renacimiento, ha bastado que algunos griegos emigrados aportasen algunos de
sus libros inmortales a Italia para que resucitaran la vida, la libertad, el
pensamiento, la humanidad, enterrados en el sombrío calabozo del catolicismo.
La emancipación humana, he ahí el nombre de la civilización griega. ¿Y el
nombre de la civilización romana? Es la conquista con todas sus brutales
consecuencias. ¿Y su última palabra? La omnipotencia de los Césares. Es el
envilecimiento y la esclavitud de las naciones y de los hombres.
Y
hoy aún, ¿qué es lo que mata, qué es lo que aplasta brutalmente,
materialmente, en todos los países de Europa, la libertad y la humanidad? Es el
triunfo del principio cesarista o romano.
Comparad
ahora dos civilizaciones modernas: la civilización italiana y la civilización
alemana. La primera representa, sin duda, en su carácter general, el
materialismo; la segunda representa, al contrario, todo lo que hay de más
abstracto, de más puro y de más trascendente en idealismo. Veamos cuáles son
los frutos prácticos de una y de otra.
Italia
ha prestado ya inmensos servicios a la causa de la emancipación humana. Fue la
primera que resucitó y que aplicó ampliamente el principio de la libertad en
Europa y que dio a la humanidad sus títulos de nobleza: la industria, el
comercio, la poesía, las artes, las ciencias positivas, el libre pensamiento.
Aplastada después por tres siglos de despotismo imperial y papas, y arrastrada
al lodo por su burguesía dominante, aparece hoy, es verdad, muy decaída en
comparación con lo que ha sido. Y sin embargo, ¡qué diferencia si se la
compara con Alemania! En Italia, a pesar de esa decadencia, que esperamos
pasajera, se puede vivir y respirar humanamente, libremente, rodeado de un
pueblo que parece haber nacido para la libertad. Italia -aun su burguesía-
puede mostrados con orgullo hombres como Mazzini y Garibaldi. En Alemania se
respira la atmósfera de una inmensa esclavitud política y social, filosóficamente
explicada y aceptada por un gran pueblo con una resignación y una buena
voluntad reflexivas. Sus héroes -hablo siempre de la Alemania presente, no de
la Alemania del porvenir; de la Alemania nobiliaria, burocrática, política y
burguesa, no de la Alemania proletaria- son todo lo contrario de Mazzini y de
Garibaldi: son hoy Guillermo I, el feroz e ingenuo representante del dios
protestante, son los señores Bismarck y Moltke, los generales Manteufel Werder.
En todas sus relaciones internacionales, Alemania desde que existe, ha sido
lenta, sistemáticamente invasora, conquistadora, ha estado siempre dispuesta a
extender sobre los pueblos vecinos su propio sometimiento voluntario; y después
que se ha constituido en potencia unitaria, se convirtió en una amenaza, en un
peligro para la libertad de toda Europa. El nombre de Alemania, hoy, es la
servilidad brutal y triunfante.
Para
mostrar cómo el idealismo teórico se transforma incesante y fatalmente en
materialismo práctico, no hay más que citar el ejemplo de todas las iglesias
cristianas, y naturalmente, y ante todo, el de la iglesia apostólica y romana.
¿Qué hay de más sublime, en el sentido ideal, de más desinteresado, de más
apartado de todos los intereses de esta tierra que la doctrina de Cristo
predicada por esa iglesia, y qué hay de más brutalmente materialista que la práctica
constante de esa misma iglesia desde el siglo octavo, cuando comenzó a
constituirse como potencia? ¿Cuál ha sido y cuál es aún el objeto principal
de todos sus litigios contra los soberanos de Europa? Los bienes temporales, las
rentas de la iglesia, primero, y luego la potencia temporal, los privilegios políticos
de la iglesia. Es preciso hacer justicia a esa iglesia, que ha sido la primera
en descubrir en la historia moderna la verdad incontestable, pero muy poco
cristiana, de que la riqueza y el poder económico y la opresión política de
las masas son los dos términos inseparables del reino de la idealidad divina
sobre la tierra: la riqueza que consolida y aumenta el poder que descubre y crea
siempre nuevas fuentes de riquezas, y ambos que aseguran mejor que el martirio y
la fe de los apóstoles, y mejor que la gracia divina, el éxito de la
propaganda cristiana. Es una verdad histórica que las iglesias protestantes no
desconocen tampoco. Hablo naturalmente de las iglesias independientes de
Inglaterra, de Estados Unidos y de Suiza, no de las iglesias sometidas de
Alemania. Estas no tienen iniciativa propia; hacen lo que sus amos, sus
soberanos temporales, que son al mismo tiempo sus jefes espirituales, les
ordenan hacer. Se sabe que la propaganda protestante, la de Inglaterra y la de
Estados Unidos sobre todo, se relaciona de una manera estrecha con la propaganda
de los intereses materiales, comerciales, de esas dos grandes naciones; y se
sabe también que esta última propaganda no tiene por objeto de ningún modo el
enriquecimiento y la prosperidad material de los países en los que penetra, en
compañía de la palabra de Dios, sino más bien la explotación de esos países,
en vista del enriquecimiento y de la prosperidad material creciente de ciertas
clases, muy explotadoras y muy piadosas a la vez, en su propio país.
En
una palabra, no es difícil probar, con la historia en la mano, que la iglesia,
que todas las iglesias, cristianas y no cristianas, junto a su propaganda
espiritualista, y probablemente para acelerar y consolidar su éxito, no han
descuidado jamás la organización de grandes compañías para la explotación
económica de las masas, del trabajo de las masas bajo la protección con la
bendición directas y especiales de una divinidad cualquiera; que todos los
Estados que, en su origen, como se sabe, no han sido, con todas sus
instituciones políticas y jurídicas y sus clases dominantes y privilegiadas,
nada más que sucursales temporales de esas iglesias, no han tenido igualmente
por objeto principal mas que esa misma explotación en beneficio de las minorías
laicas, indirectamente legitimadas por la iglesia; y que en general la acción
del buen Dios y de todos los idealistas divinos sobre la tierra ha culminado por
siempre y en todas partes, en la fundación del materialismo próspero del pequeño
número sobre el idealismo fanático y constantemente excitado de las masas.
Lo
que vemos hoy es una prueba nueva. Con excepción de esos grandes corazones y de
esos grandes espíritus extraviados que he nombrado, ¿quiénes son hoy los
defensores más encarnizados del idealismo? Primeramente todas las cortes
soberanas. En Francia fueron Napoleón III y su esposa Eugenia; son todos sus
ministros de otro tiempo, cortesanos y ex-mariscales, desde Rouher y Bazaine
hasta Fleury y Pietri; son los hombres y las mujeres de ese mundo imperial, que
han idealizado también y salvado a Francia. Son esos periodistas y esos sabios:
los Cassagnac, los Girardin, los Duvemois, los Veuillot, los Leverrier, los
Dumas. Es en fin la negra falange de los y de las jesuitas de toda túnica; es
toda la nobleza y toda la alta y media burguesía de Francia. Son los
doctrinarios liberales y los liberales sin doctrina: los Guizot, los Thiers, los
Jules Favre, los Jules Simon, todos defensores encarnizados de la explotación
burguesa. En Prusia, en Alemania, es Guillermo I, el verdadero demostrador
actual del buen Dios sobre la tierra; son todos los generales, todos sus
oficiales pomeranos y de los otros, todo su ejército que, fuerte en su fe
religiosa, acaba de conquistar Francia de la manera ideal que se sabe. En Rusia
es el zar y toda su corte; son los Muravief y los Berg, todos los degolladores y
los piadosos convertidores de Polonia. En todas partes, en una palabra, el
idealismo, religioso o filosófico -el uno no es sino la traducción más o
menos libre del otro-, sirve de bandera a la fuerza sanguinaria y brutal, a la
explotación material desvergonzada; mientras que, al contrario, la bandera del
materialismo teórico, la bandera roja de la igualdad económica y de la
justicia social, ha sido levantada por el idealismo práctico de las masas
oprimidas y hambrientas, que tienden a realizar la más grande libertad y el
derecho humano de cada uno en la fraternidad de todos los hombres sobre la
tierra.
¿Quiénes
son los verdaderos idealistas -no los idealistas de la abstracción, sino de la
vida; no del cielo, sino de la tierra- y quiénes son los materialistas?
Es
evidente que el idealismo teórico o divino tiene condición esencial el
sacrificio de la lógica, de la razón humana, la renunciación a la ciencia. Se
ve, por otra parte, que al defender las doctrinas idealistas se halla uno
forzosamente arrastrado al partido de los opresores y de los explotadores de las
masas populares. He ahí dos grandes razones que parecían deber bastar para
alejar del idealismo todo gran espíritu, todo gran corazón. ¿Cómo es que
nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a quienes, ciertamente, no es el
espíritu, ni el corazón, ni la buena voluntad lo les falta, y que han
consagrado su existencia entera al servicio de la humanidad, cómo es que se
obstinan en permanecer en las filas de los representantes de una doctrina en lo
sucesivo condenada y deshonrada?
Es
preciso que sean impulsados a ello por una razón muy poderosa. No pueden ser ni
la lógica ni la ciencia, porque la ciencia y la lógica han pronunciado su
veredicto contra la doctrina idealista. No pueden ser tampoco los intereses
personales, porque esos hombres infinitamente por encima de todo lo que tiene
nombre de interés personal. Es preciso que sea una poderosa razón moral. ¿Cuál?
No puede haber más una: esos hombres ilustres piensan, sin duda, que las teorías
o las creencias idealistas son esencialmente necesarias para la dignidad y la
grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas, al contrario, lo
rebajan al nivel de los animales.
¿Y
si la verdad fuera todo lo contrario?
Todo
desenvolvimiento, he dicho, implica la negación del punto de partida. El punto
de partida, según la escuela materialista, es material, y la negación debe ser
necesariamente ideal. Partiendo de la totalidad del mundo real, o de lo que se
llama abstractamente la materia, se llega lógicamente a la idealización real,
es decir, a la humanización, a la emancipación plena y entera de la sociedad.
Al contrario, y por la misma razón, siendo ideal el punto de partida de la
escuela idealista, esa escuela llega forzosamente a la materialización de
sociedad, a la organización de un despotismo brutal y de una explotación
inicua e innoble, bajo la forma de la iglesia y del Estado. El desenvolvimiento
histórico del hombre, según la escuela materialista, es una ascensión
progresiva; en el sistema idealista, no puede haber más que una caída
continua.
En
cualquier cuestión humana que se quiera considerar, se encuentra siempre esa
misma contradicción esencial entre las dos escuelas. Por tanto, como hice
observar ya, el materialismo parte de la animalidad para constituir la
humanidad; el idealismo parte de la divinidad para constituir la esclavitud y
condenar a las masas a una animalidad sin salida. El materialismo niega el libre
albedrío y llega a la constitución de la libertad; el idealismo, en nombre de
la dignidad humana, proclama el libre albedrío y sobre las ruinas de toda
libertad funda la autoridad. El materialismo rechaza el principio de autoridad
porque lo considera, con mucha razón, como el corolario de la animalidad y, al
contrario, el triunfo de la humanidad, que según él es el fin y el sentido
principal de la historia, no es realizable más que por la libertad. En una
palabra, en toda cuestión hallaréis a los idealistas en flagrante delito
siempre de materialismo práctico, mientras que, al contrario, veréis a los
materialistas perseguir y realizar las aspiraciones, los pensamientos más
ampliamente ideales.
La
historia, en el sistema de los idealistas, he dicho ya, no puede ser más que
una caída continua. Comienzan con una caída terrible, de la cual no se vuelven
a levantar jamás: por el salto mortale divino
de las regiones sublimes de la idea pura, absoluta, a la materia. Observad aun
en qué materia: no en una materia eternamente activa y móvil, llena de
propiedades y fuerzas, de vida y de inteligencia, tal como se presenta a
nosotros en el mundo real; sino en la materia abstracta, empobrecida, reducida a
la miseria absoluta por el saqueo en regla de esos prusianos del pensamiento, es
decir, de esos teólogos y metafísicos que la desproveyeron de todo para dárselo
a su emperador, a su Dios; en esa materia que, privada de toda propiedad, de
toda acción y de todo movimiento propios, no representa ya, en oposición a la
idea divina, más que la estupidez, la impenetrabilidad, la inercia y la
inmovilidad absolutas.