ANGUSTIA, ESPERANZA Y ACEDIA
Acedia
ante la Comunión y la Vida eterna
Horaciio Bojorge
(V Jornnadas de Espiritualidad Católica:
Angustia y Esperanza
San Luiis 12-14 junio 1999)
INTRODUCCIÓN
0.1 Voy a hablar acerca de la acedia como angustia ante
el Bien que es objeto de la esperanza cristiana.
En
mi exposición comenzaré recordando la noción de acedia y la actualidad del
tema. Luego me referiré brevemente a la angustia salvífica que es componente
esencial del mensaje evangélico y Jesús trata de inspirar a todos, inculcando
lo arduo del bien al que tiende la esperanza cristiana. Por fin me ocuparé de
la acedia como angustia ante el bien, en cuanto referida al objeto que espera
la caridad cristiana, o sea a la acedia por la comunión con Dios, -ya desde
esta vida-, y por lo tanto también ante la comunión definitiva con Dios en la
vida eterna. Trataré de mostrar que esta acedia es característica de nuestra
civilización actual y de la cultura dominante.
0.2 Noción de acedia
Santo
Tomás de Aquino, que considera a la acedia como pecado capital, la define como:
"tristeza por el bien divino del que
goza la caridad" [[1]]. La acedia se define
acertadamente, por lo tanto, como perteneciente al género de las tristezas y
como una especie de la envidia.
¿Qué
la distingue de la envidia en general? Su objeto. El objeto de la acedia no es
- como el de la envidia - cualquier bienn genérico de la creatura, sino el bien
del que se goza la caridad. O sea el bien divino: Dios y los demás bienes
relacionados con El.
La aceedia es tristeza por el objeto de las
virtudes teologales. Y por eso, aunque se opone directamente a la caridad,
también, indirectamente va contra la fe y contra la esperanza.
0.3 Actualidad e importancia del tema
Como
muchos de ustedes ya saben, me he ocupado extensamente del tema de la acedia,
-como un rasgo característico de nuestraa actual civilización que no deja de
afectar también a los creyentes-, en dos libros. Titulado el primero En mi sed me dieron vinagre. La Civilización
de la Acedia, Ensayo de Teología Pastoral [[2]] y el segundo Mujer, ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del
creyente en la civilización de la acedia [[3]].
Observaba
al comienzo de mi primer libro, que la Acedia es un concepto que no se suele
tener en cuenta y del que no se suele hablar. No se la enumera habitualmente en
la lista de los pecados capitales. Difícilmente se encontrará su nombre fuera
de los manuales o de algunos diccionarios de moral o de espiritualidad; que son
muchos los fieles, religiosos y catequistas incluidos, que nunca o rarísima vez
la oyeron nombrar y pocos saben ni pueden explicar en qué consiste.
Y
sin embargo, - comprobaba en mi libro - la acedia abunda en nuestra
civilización y hasta dentro de la Iglesia en todas sus formas: en forma de
tentación, de pecado actual, de hábito extendido como una epidemia, y hasta en
forma de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por
imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, puede
describirse una verdadera y propia civilización de la acedia.
La
acedia crece y prolifera con tanta mayor impunidad cuanto que, a fuerza de
haber dejado de verla se ha dejado de saberla nombrar, señalar y reconocer.
De
ahí la necesidad de recuperar la operatividad teológica y profética de una
noción tan útil para comprender la historia que vivimos.
0.4 Consecuencias
Al
atacar la vitalidad de las relaciones con Dios, la acedia conlleva consecuencias
desastrosas para toda la vida moral y espiritual. Disipa el tesoro de todas las
virtudes, pero muy especialmente el de las virtudes teologales. La acedia se
opone directamente a la caridad, pero también a la esperanza, a la fortaleza, a
la sabiduría y sobre todo a la religión, a la devoción, al fervor, al amor de
Dios y a su gozo. Sus consecuencias se ilustran claramente por sus efectos o,
para usar la denominación de la teología medieval, por sus hijas: la ansiedad
que se agita en diligente persecución de metas intramundanas; la disipación, o
sea un vagabundeo ilícito del espíritu, la pusilanimidad, el torpor, el rencor,
la malicia, o sea, el odio a los bienes espirituales y la desesperación [[4]].
Me
parecía adecuado al tema de estas jornadas mostrar cómo el silencio y
desinterés por la vida eterna que caracteriza nuestra civilización y cultura
dominante, es acedia. Y hacer notar también que la acedia ante la Vida Eterna
es, en realidad, consecuencia de una acedia más profunda: la angustia ante la
comunión con Dios [[5]]. La acedia ante la vida
eterna -en efecto- ha sido reconocida por numerosos autores, como una nota
característica del secularismo que promueve la actual civilización dominante.
Ese secularismo se infiltra en el corazón de los creyentes y Juan Pablo II nos
invita a confrontarnos con él [[6]]. Pero la angustia ante la
comunión, de la que proviene, es lo que, según el discernimiento de espíritus
revelado en los Evangelios, caracteriza al espíritu impuro, opuesto al Espíritu
Santo fuente de la comunión.
1 ANGUSTIA Y ESPERANZA DE LA VIDA ETERNA EN EL
NUEVO TESTAMENTO
1.1 "Entrad por la puerta angosta! Cuán
ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición! Y son muchos
los que entran por ella!
Cuán angosta es la puerta y estrecha
la senda que lleva a la vida! Y son pocos los que la encuentran! (Mateeo 7,13-14) [[7]].
Quiero
anteponer al desarrollo de mi tema un breve comentario este dicho de Jesús.
Angustia y esperanza aparecen unidos de tal manera en esta enseñanza de Jesús
acerca de la dificultad de alcanzar la Vida Eterna, que ilustran acerca de la
conexión inseparable que hay, en la visión cristiana, entre una cierta angustia
y el deseo del bien divino.
El
dicho señala también la existencia paralela de la acedia, que despreocupada del
bien arduo, se derrama en los caminos anchos tras los bienes efímeros que, sin
embargo, conducen a la perdición.
En
este dicho de Jesús: la angustia está representada por la estrechez de la
puerta y el camino; la esperanza es la vida de comunión eterna con Dios a la
que se accede, bien arduo que pocos alcanzan. Y la acedia es la vía ancha de los
que, despreocupados de alcanzar la vida eterna, corren a la perdición pensando
sólo en los apetitos del instante, en los deseos de la carne, en los halagos
del mundo enseñoreado por el Príncipe de
este mundo.
1.2 La angustia salvífica
Estas
palabras de Jesús despiertan, en quien las oye y se toma en serio la vida
eterna, una experiencia inmediata de angustia. Y este efecto angustiante no
debe considerarse accidental e imprevisto, sino que aparece claramente como
intencionalmente buscado por el Maestro. Jesús quiere inspirar angustia, -una angustia salvífica, y por lo tanto
muy buena- ante la posibilidad realísima de perder o no alcanzar el bien
anhelado o de incidir en el mal irremediable y definitivo.
No
es este el único dicho angustiante de Jesús. Dista de ser excepcional. Los
evangelistas no nos ahorran el recuerdo de numerosos dichos de Jesús
-igualmente angustiantes-, por un presunnto temor de que pudieran empañar el
gozo evangelizador de su mensaje, ni de convertirse en aguafiestas en la oferta
del banquete del Reino; no dejan, por considerarlos reñidos con el carácter
gozoso de su evangelio, de reportarnos tantas expresiones de Jesús igualmente
angustiantes.
Sería
largo recordarlas aquí, pero bastará evocar algunas: "Si vuestra justicia
no es mayor que la de los escribas y fariseos no entraréis en el Reino de los
cielos" [[8]]; "no todo el que me dice
Señor, Señor"; "no os conozco, apartáos de mí"; "id,
malditos, al fuego eterno preparado para Satanás"; "Ay de
vosotros!"; "ser arrojado al fondo del mar con una piedra de molino
atada al cuello"; "más vale entrar tuerto, manco y cojo en el cielo
que ser arrojado con ambas manos a la gehenna del fuego inextinguible, donde
hay llanto y rechinar de dientes"... "Qué difícil es que un rico
entre en el reino de los cielos"... "Antes pasará un camello por el
ojo de una aguja"... Si es así quién podrá salvarse?"
Nadie
que tome en serio la enseñanza de Jesús acerca del carácter arduo de la salvación,
dejará de preguntarle lo mismo que el anónimo discípulo en el evangelio: "Señor, ¿son pocos los que se
salvan?" [[9]]. A lo que Jesús le responderá
lo mismo que a aquél: "Combatid [[10]] por entrar por la puerta estrecha [[11]], porque muchos, os lo aseguro, tratarán de entrar y no lo
lograrán".
1.3 La angustia inherente a la esperanza cristiana
El
bien deseado, objeto de la esperanza cristiana, es, pues, verdaderamente un
bien arduo, difícil de alcanzar y
que, efectivamente, según afirma Jesús, no alcanzan todos, ni siquiera muchos,
sino sólo pocos.
Aunque
Dios quiere que todos los hombres se salven y, por lo tanto, de parte de Dios
la oferta de la salvación es algo universal [[12]], sin embargo, no todos los
hombres aprecian los dones de la salvación ni están dispuestos a sacrificarse
por adquirir ese Bien arduo o por admitir que la vida que llevan sea el
comienzo de una situación de perdición [[13]]. La vía estrecha de que Jesús
habla no es otra que "el camino real de la Santa Cruz", en el que
consiste la sabiduría del cristiano (1 Cor 2).
Hay,
pues, una angustia buena, como la de Jesús en el Huerto de los Olivos, ante lo
angosto del camino que conduce a la vida eterna y ante la perdición que se
anuncia al final de las sendas fáciles. Una angustia buena porque nos preserva
de la presunción, que es un pecado contra la esperanza.
No
voy a tratar de esta angustia saludable y salvífica, sino precisamente de una
angustia opuesta: angustia ante el bien, ante la comunión con Dios y ante la
vida eterna, que consiste en la comunión eterna con Dios.
2 LA ACEDIA COMO ANGUSTIA ANTE LOS BIENES QUE
ESPERA LA CARIDAD
2.1 Un hecho no sólo imposible sino frecuente
Al
plantear la posibilidad teórica de que alguien pueda angustiarse ante el bien,
puede sobrevenir un movimiento de asombro o de incredulidad ¿Será posible? Este
asombro se disipará sin embargo, apenas se ofrecen hechos y ejemplos de la vida
real que han observado, señalado y analizado, además, profundos pensadores.
La
acedia ante la comunión con Dios y ante la vida eterna es un hecho extendido en
nuestra civilización. Y no sólo fuera de la Iglesia. Es también mal de
creyentes y hasta de teólogos. Vayan pues ejemplos.
2.2 Kierkegaard describe la angustia ante el Bien
La
acedia considerada como angustia por el
bien, ha sido analizada por Sören Kierkegaard, un clásico de la reflexión
sobre la angustia y la desesperación así como de sus implicaciones con el
pecado.
Aunque
Kierkegaard no emplea la categoría de acedia, propia de la tradición católica,
la ha descrito cuando describe la angustia ante el bien. Kierkegaard además, en
coincidencia con la tradición patrística -que considera la acedia como el
pecado demoníaco por excelencia-, considera a la angustia por el bien como lo
precisa y propiamente demoníaco: "Lo demoníaco es angustia ante el
bien" [[14]]. "Lo demoníaco es
reserva cerrada y angustia por el bien" [[15]]. Y, más precisamente,
Kierkegaard ha observado que lo demoníaco es la acedia ante la eternidad:
"No se quiere meditar seriamente en la eternidad, sino que se siente
angustia [acedia] ante ella y la angustia busca cien escapatorias. Mas esto es
cabalmente lo demoníaco" [[16]]. "Se niega lo eterno en
el hombre. En el mismo instante de negarlo, ya se ha vertido el vino de la vida, y cualquier individuo que lo niegue
será un endemoniado. En cuanto se afirme lo eterno, empezará a ser lo presente
una cosa distinta de lo que se quiere que sea. Se teme esta transmutación, y
así es como le entran a uno angustias por el bien. Un hombre puede negar lo
eterno cuantas veces quiera, incluso en la misma hora de la muerte, pero no
logrará con ello quitarle totalmente su vida propia. A veces se admite lo
eterno en un cierto sentido y hasta cierto grado pero es temido en su otro
sentido y en su grado superior [...] en nuestros días se teme muchísimo lo
eterno, y esto a pesar de que se lo reconozca con fórmulas abstractas y
lisonjeras para lo eterno [...] no es raro que [hoy] se vocee el instante y se
escamotee bonitamente la eternidad, destruyéndola con el recurso de una vida
desparramada en el mero instante [...] Si no hay eternidad, entonces el
instante será tan largo como si hubiera eternidad. Sin embargo, la angustia
ante la eternidad convierte al instante en una pura abstracción".
"Por
otra parte, esa negación de la eternidad puede expresarse directa o
indirectamente de muy diversas maneras. Por ejemplo como burla, como una
prosaica borrachera de sensatez, como activismo irreflexivo, como entusiasmo
por lo temporal, etc. etc." [[17]].
Lo
que observa Kierkegaard es verdad: acerca de la eternidad se chanceará hablando
de angelitos que tocan la lira o contando cuentos acerca de San Pedro y de
juicios inverosímiles que tienen lugar en el zaguán del cielo. Ya conocemos las
burlas de la acedia.
Pero
toda esa caricaturesca mitología celestial evade la seriedad de la senda
estrecha que pasa por la comunión con Dios en su Hijo crucificado. No por estar
hoy resucitado deja de invitar a todos a cargar con su Cruz como condición para
seguirle. Ante esa comunión que implica Cruz, se siente angustia y allí
comienza la acedia por la comunión con ese Dios y la vida eterna.
Hay
pues una acedia que consiste en la angustia ante el Bien que espera la caridad,
una angustia ante la comunión plena en la Vida eterna, a la que no se puede
llegar sino por la senda estrecha que señala la sabiduría de la Cruz.
2.3 Naturalismo y angustia por la comunión
Esa
angustia ante el bien, esa acedia, ha tomado históricamente la forma de la
herejía naturalista y de sus
derivados.
Caracterizada
brevemente, la herejía naturalista consiste en separar a Dios del Hombre, al Creador de la Creación, al orden
natural del sobrenatural, a la naturaleza del misterio. El naturalismo es, en
su esencia, un rechazo a la comunión ofrecida por Dios en la revelación. Esa
separación puede hacerse de muchas formas. Afirmando que no tienen nada que
ver; desentendiéndose pragmáticamente de lo sobrenatural; afirmando tanto la
trascendencia que termina por separar a Dios del hombre; prescindiendo del
misterio divino y el actuar divino e interesándose sólo por el hombre, la
historia y la política; implicitando la fe, el culto, la adoración y la
alabanza y relegando al Dios vivo al silencio de lo que se da 'por supuesto'.
De cualquier manera que se presente, la consecuencia es siempre el rechazo de
la comunión, la negación de su existencia, la negativa a relacionarse con Dios
prácticamente. Se podrá seguir hablando de Dios y hasta ocuparse intensamente
con su idea. Pero por más que se hable de Él ya no se habla con Él. Dios se ha
convertido en un tema, en un objeto. Ha dejado de ser una presencia, un Tú.
Pero sobre todo ha dejado de ser alguien cuya acción se percibe, se tiene en
cuenta y se acata.
"En
el primer concilio Vaticano, los padres habían puesto de relieve el carácter
sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel
período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas,
consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades
naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que,
además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de
llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este
conocimiento expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se
revela, y es una verdad muy cierta porque Dios ni engaña ni quiere
engañar" [[18]].
2.3.1 Martin
Buber ha caracterizado así la tendencia antirreligiosa del pensamiento moderno:
"El pensamiento de nuestro tiempo se caracteriza porque [...] por una
parte busca preservar la idea de lo
divino como si ella fuera la auténtica preocupación de la religión, y por otra,
destruye la realidad que sustenta la
idea de Dios y, en esa forma, destruye también la realidad de nuestra relación con él. Esto se lleva a cabo de
muchas maneras, abierta y encubiertamente, apodíctica e hipotéticamente, en
el lenguaje de la metafísica (Kant,
Hegel) y en el de la psicología (Jung)" [...] "Muchos verdaderos
creyentes saben cómo hablar a Dios, con Dios, mas no sobre Dios o acerca de
Él" [...] "Es la situación del hombre que ya no experimenta la
presencia de lo divino frente a él. No importa que no se atreva o que sea
incapaz de experimentarla. Puesto que se ha alejado de esa presencia
existencialmente, ya no la conoce como algo frente a él" [[19]].
2.3.2 Consecuencias del naturalismo que permiten
reconocer su vigencia
Expresión
y consecuencias lógicas del naturalismo
son 1) la sustitución de la fe por la gnosis,
o sea un discurso que usando el lenguaje de la fe y refiriéndose a sus
misterios, no lo hace desde la fe sino desde fuera del misterio y contra él; 2)
el énfasis en la instrucción religiosa con preterición de la pertenencia y la
comunión religiosa y eclesial; 3) una catequesis sin oración ni misa dominical
de los niños ni de los catequistas; 4) una catequesis donde los "hechos de
vida" desplazan la exposición y la fiel trasmisión del depósito de la
fe; 5) la cesación del culto, por su
impregnación ideológica, que apareja la evanescencia de los actos de latría, los cuales, o bien se mantienen de manera
puramente formal, o bien terminan por desaparecer; 6) la virtud de la religión
se desvanece. Aunque, por un tiempo, o por razones de conveniencia pueda
mantenerse un culto exterior, será verdad lo que dice Isaías: "este pueblo
se proclama próximo a mí con su boca y
me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí y el temor que
me profesa son preceptos enseñados por hombres" (Isa 29,13). O lo que dice
Pablo, actualizando esa profecía: "más amantes de los placeres que de
Dios, tendrán sin embargo la apariencia de piedad, pero desmentirán su
eficacia" (2 Tim 3,4-5).
2.3.3 Cristianismo sin oración
El
naturalista ya no sabe alegrarse en la Presencia de Dios ni gozarse en su Amor.
La comunión con Él lo deja indiferente y no le basta para considerarse salvado.
Como dice Buber: "en vez de hablar con
Dios, se habla sobre Dios, y Dios
deja de ser el Tú de la fe religiosa
para convertirse en el Ello de la
filosofía" [[20]]. O, -podemos agregar
nosotros- el ello de la ideologías cristianas que llamamos gnosis.
En
efecto, sucede que la filosofía se disfraza de pensamiento religioso cristiano
y, convertida en gnosis, parasitaria
de la comunión eclesial, usurpa el lenguaje de la fe para expresar sus tesis
racionalistas opuestas a ella.
2.3.4 Naturalismo y deísmo: un Dios separado y que
no interviene
Separar el mundo de Dios: he aahí una de las características
fundamentales y decisivas del deísmo: 'Dios crea sólo al comienzo; pone en
marcha la máquina del mundo, y después la abandona a sí misma y a sus propias
leyes. Por consiguiente, no es Dios ya el centro del mundo, sino... el hombre,
a saber, que es un hombre autónomo y que se basta a sí mismo, como el mundo en
que vive. La separación operada entre Dios y el mundo ocasiona lógicamente un
antropocentrismo que empapa profundamente el pensamiento.
En
los siglos XVII y XVIII este deísmo y este antropocentrismo también penetran
profundamente en la teología. He aquí las consecuencias de orden eclesiológico:
Dios crea sólo al comienzo, es decir, instituye la jerarquía y a continuación
abandona la Iglesia a los hombres. El sujeto activo de la salvación operada por
la Iglesia no es ya el Cristo glorificado y su Pneuma, sino el hombre en su
calidad de depositario de la función eclesial. Cristo ha instituido el
ministerio, pero el sujeto actuante propiamente dicho ya no son Él y su
Espíritu, sino el hombre en su calidad de depositario de la función instituida
por Él. Según la concepción estrictamente lógica de la era de las luces, el
depositario del ministerio eclesial no habla en virtud del Espíritu Santo y de
la consagración sacramental, lo hace pura y simplemente en razón de la
institución y de la jurisdicción.
En
esta visión, no hay lugar para intervenciones divinas en la historia, para los
milagros, las efusiones carismáticas del Espíritu Santo, los movimientos, la
renovación carismática, para que tanto el Señor como su Madre puedan
manifestarse no sólo por la vía de los sacramentos, sino por medio de
apariciones, mensajes y profecías.
2.3.5 Retrato espiritual de la
acedia naturalista: rechazo del Misterio y la Comunión
En
este sistema naturalista -se ha dicho-, "la naturaleza se convierte en una
suerte de recinto fortificado y campo atrincherado, donde la creatura se
encierra como en su dominio propio e inalienable. Allí se instala como si fuese
completamente dueña de sí misma, munida de imprescriptibles derechos, teniendo
que pedir cuentas, sin nunca tener que darlas. Desde allí considera los caminos
de Dios, sus proposiciones y decisiones, o al menos lo que se le presenta como
tal, y juzga de todo con absoluta independencia. En suma, la naturaleza se
basta, y poseyendo en sí su principio, su ley y su fin, se construye su propio
mundo, y se convierte poco a poco en su propio dios. Y si bien es manifiesto
que el individuo, tomado como tal, es indiferente en muchos puntos e
insuficiente para muchas cosas, sin embargo, para completarse debidamente, no
necesita salir de su orden; encuentra en la humanidad, en la colectividad, lo
que le falta personalmente. Allí está el fundamento de la doctrina
revolucionaria de la soberanía del hombre, encarnada en la soberanía del
pueblo. En resumen, la naturaleza es el único y verdadero tesoro" [[21]].
El
naturalismo es una abdicación del hombre al llamado a la grandeza, como una
resistencia a asumir su propio misterio. Por eso se trata, acedia, que ya desde el
siglo pasado se ha venido constituyendo en una atmósfera civilizacional que
todo lo invade.
Se
ha dicho que "en la raíz del naturalismo hay un acto de soberbia, un
remedo del consentimiento paradisíaco a la tentación de ser como Dios en la
renuncia al orden sobrenatural" [[22]].
2.3.6 La actitud de acedia:
rechazo de la comunión
Véase
cómo se ha retratado la actitud del hombre naturalista: "Profeso altamente
las doctrinas espiritualistas; quiero con toda la energía de mi voluntad, vivir
la vida del espíritu y observar las rigurosas leyes del deber. Pero no me
habléis de una vida superior y sobrenatural. Vosotros desarrolláis todo un
orden sobrenatural, basado principalmente en el hecho de la encarnación de una
persona divina; me prometéis, para la eternidad, una gloria infinita, la visión
de Dios cara a cara, el conocimiento y la posesión de Dios, tal cual se conoce
y posee a sí mismo; como medios proporcionados a este fin, me indicáis los
elementos diversos que constituyen, en cierta manera, el aparato de la vida
sobrenatural: fe en Jesucristo, preceptos y consejos evangélicos, virtudes
infusas y teologales, gracias actuales, gracia santificante, dones del Espíritu
Santo, sacrificios, sacramentos, obediencia a la Iglesia. Admiro este alto
nivel de horizontes y especulaciones. Pero, si bien es cierto que me avergüenzo
de todo lo que me degrada por debajo de mi naturaleza, tampoco siento atractivo
alguno hacia lo que tiende a elevarme por encima. Ni tan bajo ni tan alto. No quiero ser ni bestia ni ángel; quiero seguir siendo hombre. Por otra parte, estimo en gran manera mi
naturaleza; reducida a sus elementos esenciales y tal cual Dios la ha hecho la
encuentro suficiente. No tengo la pretensión de llegar después de esta vida a
una felicidad tan inefable, a una gloria tan trascendente, tan superior a todos
los datos de mi razón; y sobre todo ese conjunto de obligaciones y virtudes
sobrehumanas. Quedaré, pues, agradecido a Dios por sus generosas intenciones,
pero no aceptaré ese beneficio que sería para mí una carga. Pertenece a la
esencia de todo privilegio que pueda ser rehusado. Y ya que todo ese orden sobrenatural,
todo ese conjunto de la revelación es un don de Dios, gratuitamente sobre
agregado por su liberalidad y bondad a las leyes y destinos de mi naturaleza,
yo me atendré a las leyes de mi condición primera; viviré según las leyes de mi
conciencia, según las reglas de mi razón y la religión natural; y Dios no me
negará, después de una vida honesta y virtuosa, la única felicidad eterna a que
aspiro, la recompensa natural de las virtudes naturales" [[23]].
2.3.7 Otro ejemplo: David
Friedrich Strauss
David
Friedrich Strauss, el pastor evangélico alemán que se hizo famoso por su
aproximación racionalista a los evangelios, negando todo milagro o hecho
sobrenatural, y que por eso es un típico representante del pensamiento
naturalista, se expresa en términos semejantes en la dedicatoria de su Vida de Jesús a su hermano Wilhelm:
"Al dedicar este libro al hermano, lo pienso como un miembro del pueblo
alemán. Y al entregárselo (en mi hermano) al pueblo alemán, presupongo que hay
en él muchos miembros como mi hermano. Quiero decir, muchos que no satisfechos
con los negocios, se ocupan también de asuntos espirituales; muchos que después de jornadas laboriosas
encuentran su descanso en lecturas serias. Muchos que tienen el raro valor de
repensar por cuenta propia, sin preocuparse de las opiniones tradicionales ni
de las directivas eclesiásticas, acerca de las principales situaciones del
Hombre. Y que tienen la idea, aún menos
común, de considerar que el progreso político, por lo menos en Alemania, no se
podrá tener por asegurado hasta que los espíritus se hayan liberado de la
locura religiosa y se haya atendido a la cultura meramente humana del
pueblo".
"Tú,
querido hermano, has tenido ocasión más que suficiente de comprobar que una
concepción del mundo que rechaza cualquier fuente de ayuda sobrenatural
-prosigue Strauss- y que remite al
hombre exclusivamente a sí mismo y al orden natural de las cosas, es apropiada
para el pueblo y para la vida; que una tal visión es capaz de orientar al
hombre y ponerlo en el rumbo justo no solamente en la felicidad, sino también en la adversidad, y especialmente esto
último. Tú has padecido una larga enfermedad durante años, rehusando apoyarte
en muletas ajenas, sino apoyándote
exclusivamente en lo que tú eres y en lo que tú puedes saber, como
hombre y miembro de este mundo lleno de espíritu y de dios, y oponiéndote a él
varonilmente. Tú has mantenido el coraje y la decisión aún en circunstancias
tales que habrían hecho flaquear en su fe a los creyentes. Aún en aquellos
momentos en que toda esperanza de vida se había extinguido, jamás cediste a la
tentación de engañarte yendo a buscar apoyo en el más allá".
"Ojalá
tengas, después de tan dura prueba, un propicio declinar de tu vida. Pueda este libro merecer tu
indulgencia y no desagradarte. Que nuestros hijos y nietos puedan reconocer en
él, en qué íntima comunión espiritual vivieron sus padres, y en qué fe vivieron,
aunque no santa sí por lo menos sinceramente; y en qué fe murieron, si
no bienaventurados es de esperar que tranquilos [[24]].
2.3.8 Negativa a la comunión
Como
puede verse, el naturalista, con apariencia de humildad, se niega a la
comunión. Se niega a estrechar la mano
que Dios le extiende. Sería una relación peligrosa. Queda patente aquí la ceguera para el bien divino que espera
alcanzar la caridad: la acedia como apercepción, más aún, como dispercepción,
porque se juzga que entrar en comunión con Dios perjudicaría al hombre
impidiéndole vivir de acuerdo a su naturaleza. Este perfil del naturalista y el caso real que lo
confirma, son el retrato del acidioso y el del indiferente [[25]].
2.3.9 Naturalismo y secularismo
El
secularismo es la forma actual de este naturalismo. El secularismo se ha
presentado, en efecto, como un celo por asegurar la autonomía de las realidades
creadas contra la invasión de lo divino. Postula, por lo tanto, la separación,
la incomunicación y teme la comunión,
como una limitación de la libertad del hombre por parte de Dios.
Es
evidente que en esta concepción de las relaciones entre lo natural y lo
sobrenatural, predomina un enfoque puramente extrínseco y moralista. La
dimensión y la estructura interpersonal de la fe está fuera de pantalla. El
retrato del hombre naturalista es casi una caricatura: exaspera los rasgos
definitorios de un espíritu que nuestra civilización ha hecho suyo a nivel
ético práctico. Al Dios que se revela se le dice: "vive, pero deja
vivir". El hombre, rehúsa reconocer su propia identidad mistérica, y
quiere vivir exclusivamente según la dimensión natural. Es una regresión
cultural y religiosa a lo que San Pablo llamaba 'vivir según la carne' y San
Juan 'amar el mundo'.
La
idea de religión del naturalismo ilustrado y la concepción del mundo centrada
unilateralmente en el hombre y en su desarrollo y progreso por la razón y las
ciencias tiene naturalmente sus lógicas consecuencias para el culto, la
liturgia y la pastoral. Lo que se vio suceder principalmente en las iglesias
protestantes en el siglo XIX le viene sucediendo progresivamente al catolicismo
en el siglo XX.
La
acedia cultural de origen ilustrado se manifiesta en que la religión ya no es
considerada en forma teocéntrica como orientada primariamente al Culto de Dios,
sino de manera antropocéntrica y principalmente como comportamiento moral del
individuo, como cumplimiento de la ley moral natural y como amor al hombre.
2.4 Acedia, Caridad, Comunión
El
rechazo de la comunión es, un fenómeno espiritual. Entristecerse por las cosas
de que se goza la caridad, rechazar la
caridad misma y rehusar la comunión son tres aspectos del mismo misterio de la
acedia, o tres maneras de expresar lo mismo. El hombre que no quiere entrar en
relación con Dios.
Ese
rechazo, no es ya un episodio circunstancial en la historia de individuos
aislados, sino que se ha organizado en forma de cultura y de civilización. Y su
influjo es tan poderoso que los creyentes no se sustraen fácilmente a su
acción. Es más, no son pocos los que se han convencido de que la secularización
es una exigencia que deriva de su fe; de que el verdadero cristianismo no es
una religión y que es necesario
desacralizar la Iglesia y el mundo. En el mismo momento en que el Papa Juan
Pablo II exhorta a la confrontación con
el secularismo [[26]], voces de la academia se dicente católica, osan contradecirlo
y afirman que "no es verdad que el mundo se haya secularizado. El mundo
está todavía muy sacralizado" [[27]].
2.4.1 Angustia ante la
Encarnación
La
ambigüedad de los discursos de la acedia, de la angustia ante Dios, parece
cobijarse hoy en la palabra autonomía.
¿Qué sentido tiene hablar de autonomía de lo humano después del misterio de la
Encarnación y de la revelación del amor del Padre? ¿No equivale a cobijar la
negativa a la comunión de amor y a la reconciliación que se nos ofrece bajo el
discurso de la autonomía? Por supuesto que toda relación entre dos seres libres
implica una cierta donación de la propia libertad al otro. Pero en esa
donación, la libertad no se limita sino que se realiza. Porque la libertad está
para amar. La defensa de la propia autonomía parece a menudo una autodefensa
que denota miedo a Dios.
De
ese temor ha dicho Juan Pablo II: "En esta historia los rayos de la
paternidad de Dios encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero
real del pecado original. Ésta es la verdadera clave para interpretar la
realidad. El pecado original no es sólo una violación de una voluntad
positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad,
destruyendo sus rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la
verdad de Dios, que es Amor, y dejando la sola conciencia de amo y esclavo.
Así, el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre;
en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios" [[28]]. ¿No es acaso Dios el que le ha
dado la libertad al Hombre? ¿De dónde entonces le viene ese temor demencial de
sentirse amenazado por Dios en su libertad? ¿Cómo podría quitarle la libertad
el mismo que se la ha dado? [[29]].
2.4.2 Secularismo y pastoral
La
angustia del secularismo ante Dios, introyectada en la Iglesia, se ha
convertido en un verdadero polo de pastoral de la acedia, que mira con tristeza
las manifestaciones de la comunión, de la caridad y sus gozos. Tiene sobre
ellos un juicio negativo y condenatorio y, aunque los tolere cuando no puede
otra cosa, aspira a abolirlos, sinceramente convencido de hacer un bien. Y lo
hace con entusiasmo inexorable.
A
este capítulo de los efectos de la acedia debe asignarse el silenciamiento de
la Vida eterna.
2.4.3 No atreverse a creer en la vida eterna
La moderna ciencia de la comunicación nos ha enseñado que el silencio es también un metalenguaje y muy expresivo. Los silencios actuales sobre la vida eterna, en la catequesis, la predicación y hasta en la enseñanza teológica, son significativos.
Que
la salvación comporte aquí abajo, en la vida terrenal, condiciones humanas de
existencia por lograr las cuales deben esforzarse cuantos creen verdaderamente
en Jesucristo, eso es innegable y la Iglesia no cesa de enseñar a sus hijos ese
deber y de instarlos a cumplirlo. Pero demasiado a menudo se pasa hoy en
silencio de manera perjudicial el otro aspecto del cristianismo, del que la
existencia terrena del hombre no es sino la primera fase de su destino último,
y no se nos dice que esta vocación sublime, que la Revelación nos da a conocer,
consiste en hacernos cada vez más hijos de Dios desde aquí abajo y en compartir
más allá de la muerte corporal, la vida trinitaria y su bienaventuranza. Que
esta vocación comience a realizarse en la existencia terrena misma del hombre,
la Iglesia lo ha enseñado siempre. Pero esta existencia no puede ser verdaderamente
comprendida ni vivida, aún humanamente, sino en función de la Vida Eterna,
objeto real y definitivo de la promesa divina. El interés, no excesivo sino
descentrado, que se suele prestar a la situación terrena del hombre - a la que
llaman gustosamente situación histórica
y que parece ser la única que los preocupa -, no solamente tiende a ocultar la
verdadera naturaleza del destino humano, sino que, más aún, frustra al hombre
en su bienaventurada esperanza, la de la salvación verdadera y definitiva,
prometida al hombre por Dios y dada en Cristo: porque ninguna teología y
ninguna práctica evitarían al hombre aquella desgracia definitiva que
consistiría en morirse sin creer en la resurrección y la Vida Eterna: Si solamente en esta vida tenemos puesta en
Cristo nuestra esperanza, somos los más dignos de lástima entre los hombres
(1 Cor 15,19).
Este olvido es mal de acedia crónico de cuantos beben en las fuentes y en las corrientes del moralismo inmanentista de la modernidad ilustrada y los caracteriza e identifica inequívocamente.
Quizás
algún lector no mida la gravedad de este silencio que se suma a un creciente
silencio ambiental y cultural sobre el tema y al que, por eso, terminamos
habituándonos. A encarecerle a este lector la gravedad de este olvido apuntan
las siguientes reflexiones de Julián Marías, que lo denuncian como 'un despojo imperdonable':
"Pocos
temas apasionan al hombre de nuestro tiempo como el de la justicia social;
muchos cristianos -especialmente eclesiásticos- lo han descubierto recientemente;
los ha fascinado de tal manera, que tienen la propensión marcadísima a
identificar religión con justicia social. Esto me parece perfectamente sin
sentido, porque, si es un error reducir a Dios a su condición de garantizador
de la inmortalidad del hombre, más absurdo sería confinarlo a la función de
custodio de la justicia social. Dios interesa por sí mismo y de él se derivan para el hombre innumerables cosas. Que una de ellas sea la justicia
social, no lo dudo; pero no se olvide que la justicia social es sólo una forma particular de la justicia, y que más allá
de la justicia hay legión de cosas que importan [...] La más atroz injusticia que se puede cometer con un hombre es
despojarlo de su esperanza [...] Hoy son muchos los que se dedican a minar
esa esperanza, a destruirla o por lo menos hacerla olvidar. Lo grave es que a
veces lo hacen en nombre de la 'justicia
social', cometiendo la más aterradora injusticia que puedo imaginar. Cuando
alguien no espera la otra vida ¿Cuál es su situación si ésta ya no le ofrece
más que infelicidad? Hoy vemos innumerables hombres y mujeres empujados a la
desesperanza, despojados de la expectación de la vida perdurable mediante el
ataque frontal, el desprecio, el sarcasmo, o simplemente la mención en hueco, insincera
o ineficaz, o más sencillamente aún el
silencio. Para mí esto es la máxima injusticia
social, un despojo difícilmente
perdonable" [[30]].
Miguel
de Unamuno, ha escrito con su habitual lucidez y agudeza, en defensa del primado
de la Redención traída por Jesucristo sobre las redenciones políticas de una
clase: "No faltará quien crea que Don Quijote debió atemperarse al público
que le escuchaba y hablar a los cabreros de la cuestión cabreril y del modo de
redimirlos de su baja condición de pastores de cabras. Eso hubiera hecho
Sancho, a tener saber y arrestos para ello; pero el Caballero no. Don Quijote
sabía bien que no hay más que una sola cuestión, para todos la misma, y lo que
redima de su pobreza al pobre, redimirá, a la vez, de su riqueza al rico" [[31]].
Se
le ha reprochado a la fe católica el alienar
al hombre con la esperanza de la vida eterna, quitándole seriedad a su
empeño y a su responsabilidad terrena. Pero, por distanciarse, en obsequio de
esa visión que acusa de absorber la vida terrena en la Vida Eterna, se pasa a
ofrecer un planteo en que la Vida Eterna queda absorbida en la vida terrena. El humanismo inmanentista y materialista
no puede considerar un bien a la Vida Eterna ni a la fe en ella, y las acusa de
alienantes de las tareas terrenas. Es orientador recordar que en la tradición
del pensamiento creyente, esa incapacidad de ver recibió el nombre de acedia [[32]].
La acedia está actualmente organizada en forma de
civilización y ya tiene sus descalificaciones y sus acusaciones elaboradas:
opio del pueblo, etc. Es algo más que un mero fenómeno de reacción contra una
deformación religiosa. Es una oposición también a lo que la fe tiene de
sanamente propio. Como lo ha dicho Juan Pablo II: "el materialismo es el
desarrollo sistemático y coherente de aquella 'resistencia' y oposición
denunciados por San Pablo con estas palabras: 'La carne tiene apetitos contrarios al espíritu y el espíritu
apetitos contrarios a la carne. El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando
y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las
tendencias y pretensiones internas y externas de la 'carne', incluso en su
expresión ideológica e histórica de 'materialismo' antirreligioso" [[33]].
En el Concilio Vaticano II, la Iglesia, empeñada en
evangelizar al mundo de los no creyentes, a la vez que invitar a los fieles a
asumir sus responsabilidades históricas en el mundo, no guardó silencio acerca
de la vida eterna, y quiso proclamar inequívocamente la fe católica:
"enseñada por la divina Revelación, afirma que el hombre ha sido creado
por Dios para un fin dichoso más allá de los límites de la miserable vida
terrestre. Incluso la muerte corporal, de la que se habría substraído el hombre
de no haber pecado, la fe cristiana enseña que será vencida cuando el hombre
sea restituido por el omnipotente y misericordioso Salvador a la salvación,
perdida por su culpa. Pues Dios llamó y llama al hombre para que se le adhiera
a El con toda su naturaleza en la perpetua comunión de una incorruptible vida
divina" [[34]].
En el diálogo con el humanismo no creyente, si se quiere
que sea un diálogo evangelizador, por lo menos no hay que disimular ni diluir
el alcance de la doctrina de la fe para hacerlo aceptable: "Lo que el
momento presente de la teología requiere no es un silencio equívoco sobre las
cuestiones últimas, sino al contrario una afirmación neta y clara de la fe con
todas sus implicaciones y todas sus exigencias [...] lo que implica de una
parte, apertura a las necesidades y valores del propio momento histórico, y de
otra el reconocimiento decidido de la fe como punto de partida radical del
conocer cristiano, es decir, no sólo como fuerza que fundamenta el actuar, sino
como luz que guía a la inteligencia en su función de análisis y comprensión de
la realidad". De lo contrario, "en lugar de una asimilación de la
dimensión social del hombre en una visión cristiana de la vida, lo que se
obtiene es la yuxtaposición de un cristianismo fideísta y de un humanismo
naturalista, si es que no se desemboca sin más en la disolución del
cristianismo en una visión puramente terrena e intramundana del acontecer"
[[35]].
2.4.4
Silenciamiento de la Vida Eterna y secularismo
El
silencio acerca de la Vida Eterna, o su dilución en un discurso ambiguo acerca
de su relación con la inmanencia, no es, pues, inocuo, sobre todo en un mundo
que está empeñado en silenciarlo como algo nocivo, y en un momento en que la
Iglesia se empeña en evangelizarlo anunciándosela. Ese silencio reviste, en
nuestro tiempo, una especial gravedad. Primero como infidelidad al ministerio
de quienes fueron enviados a enseñar, a todos, todo lo que Cristo enseñó (Mateo 28,20). En segundo lugar, porque
es el síntoma característico del
secularismo, ese mal que señala Juan Pablo II como el más grave de esta
hora y con el que, según el Papa, 'la Iglesia tiene el compromiso ineludible de
confrontarse' [[36]]. Pero en tercer lugar, y
sobre todo, porque cercena la integridad y el corazón mismo del mensaje
cristiano no acerca de la 'otra vida' sino acerca de 'ésta', que recibe de
aquélla su pleno sentido. Si se pierde de vista la verdad sobre la Vida Eterna
se esfuma la verdad acerca de la vida entera.
Cuando despuntaba el fenómeno en la Dinamarca Luterana
del siglo pasado, Kierkegaard se adelantó a dar la alarma como un gallo
tempranero: "El más allá se ha vuelto una broma, una exigencia tan
incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que tampoco la proyecta, hasta
tal punto que nos divertimos sólo de pensar que había una época en que esta
idea era capaz de transformar la existencia" [[37]].
Siglo y medio después, el mal ha calado hondo y ha
alcanzado al catolicismo: a pensadores y pastores. Del olvido de la
trascendencia, el más allá y la Vida Eterna, se ha dicho: "Este fenómeno
tiene un nombre preciso. Definido respecto del tiempo se llama secularización, o temporalismo; definido
respecto del espacio, se llama inmanentismo.
[...] Secularización, significa olvidar,
o poner entre paréntesis, el destino eterno del hombre, aferrándose
exclusivamente al saeculum, es decir
al tiempo presente y este mundo. Se
considera que es la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna
[...] ¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de
eternidad? [...] El deseo natural de vivir 'para siempre', deformado, se vuelve
deseo o frenesí de vivir 'bien', es decir, placenteramente'" [[38]]. A esta luz, el silencio
ambiental acerca de la Vida Eterna cobra todo su sentido como un rasgo
inconfundible de su fisonomía secularista.
2.4.4.1 El
reclamo de un mesianismo intrahistórico
Consecuencia lógica del cercenamiento de la visión
esjatológica de la fe, de la Vida Eterna y de los novísimos, es la reducción de
la salvación a términos intrahistóricos e inmanentes. Esto significa, en los
hechos, la preocupación exclusiva por una salvación intramundana, preocupación
que pasa a gobernar la reflexión teológica y que impide comprender la vida del
pueblo creyente tal como es. De ahí derivan lógicamente juicios negativos y
acusaciones sobre la fe de ese pueblo y sobre la Iglesia. Pero sobre todo la
tentación de una concepción de la salvación como mesiánico-intrahistórica, y
por lo tanto lógicamente política. Se recae así en la redición de esperanzas
mesiánicas que Jesucristo defraudó y la Iglesia necesariamente defraudará
siempre [[39]].
2.4.4.2 Salvación como comunión
La fe cristiana salva al hombre, aún sin transformar nada en su situación externa (en Cristo ya no hay judío ni gentil, libre ni esclavo, hombre ni mujer, pobre o rico...), sino ya - y principalmente - por el merísimo hecho de introducirlo en una relación de comunión con Dios.
La acedia naturalista, manifiestamente, no acepta la
comunión misma con Dios y el amor a Dios como un hecho realmente salvífico. El pueblo que acude libremente a los santuario
parece tener una experiencia salvífica distinta. Se ve qué íntimamente unidos
están el silencio acerca de la Vida Eterna y el silencio, o lo que es más
grave, la incomprensión de la verdadera naturaleza de la salvación consistente
en la comunión de amor con el Nosotros divino-humano, Trinitario-eclesial.
El menosprecio nace de una ceguera para la importancia de
la comunión, que es considerada irrelevante desde el punto moral o político [[40]]. Ese menosprecio alcanza,
como en Bultmann, al lenguaje y las categorías evangélicas y dogmáticas.
La fe católica
establece una clara ecuación entre comunión y vida eterna: El Catecismo
de la Iglesia Católica define: El cielo
es: "comunión de vida y de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen
María, los ángeles y todos los bienaventurados" (CIC 1024), es "la
comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a
Jesucristo" (CIC 1026). "Vivir en el cielo es estar con Cristo"
(CIC 1025). El infierno es: "El
estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados" (CIC 1033), aunque no desdeña definirlo también como un
'lugar' a donde se baja (CIC 1035).
Jesús verdadero Dios. Jesús es el mediador
entre Dios y el Hombre (1 Tim 2,5). Y por eso es también el mediador entre el
tiempo y la eternidad, y entre la creación espacial y su Creador transespacial.
"Sabemos que eternidad y tiempo no son menos inconmensurables e irreducibles
entre ellos de lo que son divinidad y humanidad, espíritu y carne. Son, por lo
tanto, una adecuada transposición sobre el plano existencial e histórico, del
dogma de Cristo, Dios y hombre" [...] "Él es el puente sobre el
abismo, el que permite pasar de una orilla a otra. Toda la novedad de Cristo
viene precisamente del 'salto' que se ha operado en Él desde la eternidad al
tiempo. Pero un salto muy especial, como del que, quedándose con un pie en la
orilla en que estaba, se extiende hasta alcanzar, con el otro pie, la orilla
opuesta. En efecto, Cristo, como decía León Magno 'al quedar fuera del tiempo,
empieza a existir en el tiempo'" [[41]].
Es la comunión con Jesucristo por la fe, aquí en esta
vida, la que permite el ingreso ya, desde
ahora, hacia su eternidad. El que cree en Él posee ya la vida eterna (1 Jn 5,13). Por eso Él es la Puerta y el
Pontífice. Y sólo Él. En Él se anuda la alianza nupcial entre el Creador y la
Creación, de la cual el Hombre Jesús es Rey y Cabeza.
En el cuerpo material (pero no sólo material) del cristiano se alberga el Espíritu divino, y a través de una Iglesia de hombres, seres materiales, consagra el Universo para gloria del Padre. ¿De qué asombrarse si los cuerpos corruptibles, una vez vestidos de incorrupción siguen siendo 'espaciales' en una 'tierra y un cielo nuevos', en los que también se puede hablar de 'espacios'. ¿Dónde está entonces la dificultad para aceptar el misterio del cielo y del infierno como 'lugares' a la vez que como 'estados', puesto que son 'estados' de seres humanos, y por lo tanto en comunión con la Humanidad divinizada del Verbo de Dios? Cuando el naturalismo se levanta contra la concepción espacial del cielo o del infierno, muestra que su concepto de la creación es precristiano o acristiano y que también lo es su antropología, que no se ha dejado impregnar por la plena verdad cristológica.
2.4.4.3 La sabiduría del pueblo creyente entre el
juicio de Dios y el juicio de los hombres
El escándalo de la opresión y de la impunidad de los
opresores lo supera también la fe del pueblo creyendo realmente en el juicio futuro de Dios. La esperanza en la justicia
divina, que ya no dice mucho a los 'teólogos de la esperanza', es una fuente de
paz para el creyente, a la vez que imprime seriedad a sus opciones históricas
de las que será llamado a responsabilidad de cara a la eternidad. Sin
eternidad, como sucede en la mentalidad reencarnacionista, o en el puro
inmanentismo, la historia pierde seriedad, dramaticidad.
Si se pierde la visión holística que asegura la fe, no
queda sino el escándalo ante esa misma fe popular, acusada de conformismo y de
pereza para asumir los protagonismos histórico-políticos que se les prescriben.
Pero ¿qué tan sabia es esa 'sabiduría' que declara necia la sabiduría del
pueblo creyente?
En conclusión: en la corriente del pensamiento naturalista el silencio acedioso acerca de la Vida Eterna, la comprensión inmanentística y mesiánica de la salvación, el olvido del juicio y la ceguera para la índole de la obra salvífica que, por obra de la gracia de Jesús, Dios y Hombre Resucitado, está históricamente en curso, tienen una íntima conexión lógica.
[1]) Summaa Theol. 2-2, q. 35, art. 2, c. Explicando,
tras las huellas de S. Gregorio Magno, que la acedia es tristeza por un bien,
S. Tomás la define como envidia. Y señalando a qué gozo se opone esta tristeza,
o sea al gozo de la Caridad, muestra de
qué manera se le opone la acedia a la Caridad.
[6]) "t;Dos compromisos serán ineludibles
especialmente durante el tercer años preparatorio: la confrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes
religiones" (Tertio Millennio
Adveniente, Nº 52)
[7]) eiséllthate dia tês stenês pulês, hoti
platéia hê pulê kai eurujôros hê hodós hê apágousa eis tên apôleian, kai pollói
eisin hoi eiserjómenoi di autês
hoti
stenê hê pulê kai tethlimménê hê hodós hê apágousa eis ten zôén, kai olígoi
eisin hoi eurískontes autên (Mt 7,13-14)
[12]) Dios quiere que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad, 1 Timoteo 2,4
[18]) Juan Pablo II, Encíclica Fides et Ratio Nº 8; Concilio Vaticano
I, Constitución Dogmática Dei Filius
sobre la fe católica, Cap. III De Fide,
DS 3008 [D 1789]: enseña el Vat. I que la fe “es una virtud sobrenatural por la
que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que
por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida
por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que se
revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos”
[20]) "t;Yo-Tú encuentra su más alta intensidad
y transfiguración en la realidad religiosa, en la cual el Ser ilimitado se
convierte, en cuanto persona absoluta, en mi compañero. Yo-Ello encuentra su
más elevada concentración e iluminación en el conocimiento filosófico",
Martin Buber, O.c. p. 44
[21]) Card.. Pie, Oeuvres, Tomo VII, pp. 191-192. Citado por Alfredo Sáenz, El Cardenal Pie. Lucidez y coraje al
servicio de la verdad, Prólogo del Card. Édouard Gagnon, Eds. Niguil
(Mendoza) y Gladius (Bs.As.) 1987, 540 págs. Nuestra cita en p. 272-273
[24])) Hanss Friedrich Strauss, Das Leben Jesu für das deutsche Volk
bearbeitet, F. A. Brockhaus Vlg. Leipzig 1864; (Widmung) La traducción es
nuestra.
[25]))
[26]))
[27])) Antoonio Blanch, SJ, director del Instituto
Fe y Secularidad, en: Vida Nueva
23-05-1998 Nª 2138, p. 50
[29]) Por eeso lleva razón Kierkegaard cuando dice
que la angustia ante el bien es angustia ante la libertad, más que la de perder
la libertad.
[30]) Julián Marías, Problemas del
Cristianismo, BAC Minor 51, Madrid 1982; Cap.IV: La vertiente religiosa de la justicia social, pp. 20-25
[32]) Hemoss tratado ampliamente el asunto en: En mi sed me dieron vinagre. La Civilización
de la Acedia. Ensayo de Teología pastoral, Ed. Lumen, Bs.As. 1996.
[35]) José Luis Illanes, Cristianismo, Historia, Mundo, Ed. Univ. de Navarra, Pamplona 1973,
p. 15-16.
[37]) S. Kiierkegaard, Apostilla conclusiva, 4. Citado por R. Cantalamessa en: Jesucristo el Santo de Dios, Lumen, Bs.
As. 1995, p. 100
[39]) Que eel mal que aqueja el pensamiento de la
civilización moderna no es nuevo, sino un espíritu que aquejó todo este siglo
que termina, lo demuestra, por ejemplo, la anotación de Miguel de Unamuno en su
diario íntimo, hacia el fin de su vida: "En tiempo de Cristo [...] soñaban
unos, bajo el nombre de Reino de Dios, en el restablecimiento del reino de
Israel y el sacudimiento del yugo romano, y por Mesías esperaban a un guerrero.
Así los que hoy esperan una Arcadia terrestre, el reinado de la igualdad, el
fin del dominio burgués (la burguesía y el romanismo), la tierra de promisión
aquí abajo y aquí abajo la justicia. Estos son los que sueñan en el triunfo de
la ley, en parlamentos y luchas terrenas. Los doctores del socialismo terreno
son los nuevos talmudistas. El reino de Dios es para ellos su propio reino.
'Ponen sus ideas en vez del pensamiento de Dios' (P. Didon). Jesús adoptó la
palabra corriente al Reino de Dios, como hoy adoptaría el reinado de la justicia
y la igualdad y la fraternidad. Pero su reino no es de este mundo. Los
espíritus religiosos saben que el reino es espiritual e interior" (Miguel
de Unamuno, Diario íntimo, Ed.
Alianza, Madrid 19701-19868, p.198)