LA SANTA CRUZ ES LA
PUERTA ESTRECHA
QUE LLEVA A LA LUZ
Horacio Bojorge S.J.
13 de setiembre 2000 hora
19.30
Centro cultural Federico
Grote,
Junín 1063,
C1113AAE Capital Federal, Buenos Aires
Horario Lunes a Viernes 8 a 22 horas
Internet: http://www.iglesia.org/arg/libro.htm
Email: librocatolico@ciudad.com.ar
Es para mí un motivo de
satisfacción poder dirigirme a ustedes esta tarde, en el marco de esta ya
tradicional Exposición del Libro Católico. Quiero expresar mi gratitud al
Comité Ejecutivo de la Exposición en la persona de su Presidente, el Sr. Manuel
Outeda Blanco, y mi reconocimiento al Pbro. Dr. César Sturba. Agradezco a todos
ustedes el estímulo de su presencia y de su atención.
Quiero comenzar haciendo algunas
precisiones iniciales, pero que sin embargo, son de tal naturaleza, que forman
ya parte de la exposición.
La primera
sobre el título de esta conferencia, segunda sobre el enfoque
que exige, tercera sobre el tono o estilo que parece
más adecuado a dicho enfoque, cuarta sobre el itinerario
de esta exposición y, por fin, los límites del discurso
frente a una realidad que excede nuestras posibilidades de expresión.
Primera
precisión: El título
El
título de mi exposición de esta noche lo determina la conjunción de dos
circunstancias: por un lado el lema de esta duodécima Exposición del Libro
Católico “Abran las puertas a Cristo Redentor del Hombre” que
quiere subrayar su adhesión al año jubilar, en el que destaca el símbolo ritual
de la Puerta Santa.
Coincidentemente
inspira el asunto y el título de esta exposición la fiesta litúrgica de la Exaltación
de la Santa Cruz, en cuya víspera nos encontramos. Estos son pues los
motivos para hablarles esta noche de: “La Santa Cruz como la puerta estrecha
que lleva a la luz”.
La precisión que quiero hacer, acerca del título, consiste en despejar
de entrada un posible equívoco, que, en todo discurso teológico es un escollo
peligroso, pero que, tratándose de la Cruz, sería fatal. Lo que quiero precisar
de entrada y tener en cuenta a lo largo de toda esta exposición, es que si el
título de esta exposición nos exige hablar de la Cruz, no nos impone de
ninguna manera, tratar a la Cruz como si fuera un tema.
Un grito de amor y que pide amor
Porque la Santa Cruz no es un tema, sino un grito de amor de Dios, y a
la vez una llamada de Dios a que lo amemos. En la Cruz muere Jesús proclamando
su sed de que lo amemos. Allí. Él nos revela que Dios es Amor eterno e
infinito. Como todo amor, por ser amor, desea ser correspondido y sólo en ser
correspondido encuentra la felicidad. Pero me atrevo a decir que el Amor de
Dios, por ser de Dios, lo desea aún más.
Dios es, sí, amor eterno e infinito. Pero, por eso mismo, es también
deseo eterno de ser correspondido. Deseo de ser amado por nosotros, anhelo
eterno de que le correspondamos su amor con amor. Él, que nos ama, desea
nuestro bien y nuestro bien está en amarlo, con todo el corazón, con toda el
alma, con todas las fuerzas.
Ese misterio del Dios deseoso del amor de sus creaturas, se manifiesta
en el grito con que muere en la Cruz, ¡Tengo sed! pidiéndonos que
saciemos su sed de amor, de nuestro amor, ya que muere dándonos el suyo: “E
inclinando la cabeza entregó su Espíritu”.
La Cruz es pues un grito de amor divino que reclama nuestro amor.
He escrito esta conferencia tratando de evitar a cada momento y
temiendo que se convirtiera en un tema mío que se sustituyera y sofocara Su
grito, su llamada apremiante al amor.
La he escrito temiendo y rogando, no fuera que al hablar acerca de la
Cruz, la dejara muda. Que la amordazara, aunque fuese con un con un panegírico.
Que celebrando el misterio de la Cruz lo vaciara.
Que sustituyera su palabra por las mías. Su grito desgarrador, por una
domesticación académica de la pasión divina. Que produjera un discurso humano
acerca de ella, en lugar de dejarla gritar su llamamiento apasionado al amor y
la declaración de amor de un Dios que se muere
por nosotros. En lugar de trasmitir su grito. En lugar de limitarme a
presentarla a los ojos de aquellos por los cuales él murió.
San Pablo lamenta que les haya pasado algo así a los Gálatas: “Oh
insensatos Gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue
presentado Jesucristo como muerto en la Cruz? (Gálatas 3,1). Los creyentes
de todos los tiempos estamos expuestos también a la fascinación de discursos,
aún de apariencia religiosa, piadosa, teológica, pero que de hecho nos distraen
y nos hacen apartar los ojos de la fe de Jesús Crucificado.
Es
un vicio desgraciado y muy extendido en nuestra cultura religiosa, que
reduzcamos a términos razonables la locura divina. La divina pasión que, -como
dice la carta a los Hebreos- .Jesús expresó en la Cruz: “con poderoso clamor
y lágrimas” [1]
A
veces miramos la Cruz sin verla o hablamos de ella como si fuera algo natural.
Casi como si nos fuera debida y no tuviéramos que asombrarnos de que un Dios
haya querido morir por mí en ella.
Entre
broma y de veras he volcado en una estrofa de un pequeño opúsculo titulado La
Parábola del Perro, el asombro que a veces me ha sobrecogido -y cada tanto
vuelve a sobrecogerme-, ante mi propia tendencia a volverme insensible ante la
cruz:
El
perro de Jesús – si es que lo tuvo –
viéndolo
muerto en cruz: ¿qué es lo que haría?
¿Verdad
que allí, a sus pies, se tiraría
a
morirse de pena? ¡No lo dudo!
¿Y
yo?...Cuando contemplo el crucifijo...
¿siento
en mí más dolor? ¿siento más pena?
¿es
tanta la aflicción con que me aflijo?
¿O
estoy ante la Cruz como una hiena:
sin
piedad, sin dolor, sin compromiso...?
Si su muerte - ¡por mí! –me deja frío,
¡el proceder del perro me condena!
¿Alguien podrá alegar que ama a Jesús
si lo mata él también -¡a indiferencia!-
[...] ¿De un hombre así? ¡Los perros se avergüenzan! [2]
Hemos
de confesar que nos habituamos a mirar la Cruz sin. No sólo porque dejamos de
estremecernos de horror ante la tortura del Dios inocente en ella, sino porque
dejamos de asombramos ante ella, dejamos de sentirnos abrumados, apabullados,
aplastados por el peso de tanta gloria derramada sobre tanta indignidad.
Ante
ella no deberíamos de llamarnos siempre, una y otra vez al asombro y a la
meditación y podríamos decir, glosando al poeta:
“¿Qué tengo yo que mi
amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue
Jesús mío
que hasta la Cruz te lleva
esa locura
de amor por mí: hombre
distante y frío?
“¡Oh cuánto fueron mis
entrañas duras
qué insensible a tu amor
hasta hoy he sido!
¡Qué ciego fui a tu luz y
cuán a oscuras
cuán sordo a tus llamados
he vivido!
¡No me conmueve verte
traspasado!
Mi corazón mira tu cruz y
es ciego,
insensible a tu sed y a tu
llamado
apartado de ti, sordo a tu
ruego.
¡Ardiente Amor! ¡Mi Dios
crucificado!:
¡Dame a tu fuego responder
con fuego!
Esta noche no quisiera hacer
otra cosa que a contemplar junto a
ustedes y prepararnos para contemplar mejor aún mañana, a Jesucristo en
la Cruz. Hermanos, miremos al que traspasamos.
Ante
semejante misterio somos a menudo nosotros los mortales una puerta estrecha. La
hinchazón de la humana soberbia es lo que impide ver lo que en la Cruz se nos
muestra. Por eso resulta ella, para muchos, demasiado anchos, puerta estrecha,
puerta infranqueable del amor divino.
La
humana autosuficiencia, pasa delante de esa puerta como si fuera una de tantas.
La
incredulidad o la fe débil, o perezosa, impide entrar por ella. Entran, en
cambio, por ella los humildes, los pequeños a la medida de su pequeñez. No es
otra su medida que la humildad del manso y humilde de corazón, del que se
humilló hasta la muerte y muerte de Cruz, para que pudiéramos entrar por ella-
y ser arrebatados por el Dios misterioso que nos espera detrás de esa puerta.
Para encontrarnos en ella con Dios cara a cara, de Tú a tú y de Amor a amor.
Esta
era la principal precisión, que me parecía esencial, para distinguir título y
tema.
El
enfoque que exige un intento así ha de ser, pues, espiritual, porque
como dice San Pablo: “Cuando explicamos verdades espirituales a hombres
espirituales, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino
en el que enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos
espirituales. El hombre puramente natural no capta lo que es propio del
Espíritu de Dios, le parecen locura y no puede entenderlas, porque de eso sólo
se puede juzgar con el criterio del Espíritu” (1 Cor 2,13-15). Y entre
todos los temas espirituales posibles, parece que en ninguno se exige tanto el
discurso espiritual y el oído espiritual, como para hablar del misterio de la
Cruz, que es: “escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero
poder de Dios y sabiduría de Dios para los llamados” (1 Cor. 1,23-24).
Y
cuando digo un enfoque espiritual, lo distingo de algunos enfoques académicos, que
convierten en tema al Dios en quien creemos. Tema del que se habla, anulando su
presencia de persona con la que se habla. Ese Dios hecho tema deja de ser Tú a
fuerza de ser tratado como Él.
Surge
así una pseudoteología que en vez de nutrir la oración la erradica.
En
mi reciente libro sobre la acedia, -el segundo dedicado a la denuncia de ese
hecho-, titulado: “Mujer ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en
la civilización de la acedia”, he citado aquellas terribles palabras del
pastor protestante y racionalista alemán David Friedrich Strauss: “Ésta es
la clave de la Cristología: que como sujeto de los predicados que la Iglesia
atribuye a Cristo, se coloque una idea en lugar de un individuo” [...] “¿Qué
puede todavía tener de especial un individuo? Nuestro tiempo quiere una
Cristología que lo lleve del hecho a la idea, desde el individuo a la especie.
Una dogmática que se quede en Cristo como individuo, no es una dogmática sino
una prédica”[3]
Las palabras de Strauss bien pueden llamarse “Manifiesto modernista”,
porque, en su brevedad expresa bien lo que ha sido después el rumbo del
modernismo y el secularismo. La sustitución de Dios por una idea. Un
cristianismo sin caridad. En el fondo, un humanismo que se bautiza de cristiano, pero sin virtudes
teologales, y por lo tanto, un cristianismo rebautizado en el nombre del
Hombre. Y una teología que menosprecia la predicación, o sea que se desentiende
de su ministerio al servicio de la comunión salvífica.
¿Cómo
podría ser una idea objeto de caridad? Lo que Strauss propone es ese
cristianismo sin Caridad hoy tan común. Es evidente que en un cristianismo así
la comunión de amor ha desaparecido. Si Jesús es una idea, la cruz es una idea.
Nadie ha muerto por amor ni hay a quien amar. La fría indiferencia hacia el
individuo que murió en la Cruz sería inexplicable en un verdadero creyente. No
podría jamás cambiar ni desear que le cambiaran a su Señor por una idea.
De
esta gnosis le he hecho decir al Cura Cayetano en su homilía de la Parábola del
Perro:
“Por eso tomo al perro
como un test,
de si tomo a Jesús por
quien Él es.
O de si oro, puesto de
rodillas
ante una idea de Dios, de
pacotilla,
mero producto de mi
insensatez
Pues si me inflara un dios
como inflo un globo
Y ante mi idea de dios,
orara a solas,
Me marearía como el perro
bobo
Que gira persiguiéndose la
cola
La Cruz real se ha demostrado una puerta estrecha para
los que sustituyen la fe por la gnosis, los misterios cristianos por ideas
cristianas. No importa que lo hagan consciente o inconscientemente.
Mi enfoque , por eso apunta a mostrar la Cruz. A lograr
su ostensión. No perderse en ideas, sino volver a presentar ante los ojos a
Jesucristo y a éste crucificado. Para que ante él pueda estarse con el realismo
creyente que expresan los versos de Francisco Luis Bernárdez:
y en el alma gratitud:
si te alejas de ti mismo
y te acercas a Jesús,
comprenderás que no hay
nadie
más indicado que tú
para consolar, llorando,
al Señor que está en la
Cruz” (La Cruz 1954)
De
ahí deriva el tono o estilo que parece más adecuado a una
ostensión de la Cruz y su misterio. Ha de ser más bien bíblico, intuitivo,
contemplativo y meditativo, que lógico, discursivo o especulativo. Mostrar la
Cruz a los ojos y al espíritu.
El
itinerario o desarrollo de esta exposición consistirá en aproximarnos,
primero en forma global, al misterio de la Santa Cruz. En clave de teología
bíblico-simbólica en el estilo de la contemplación de la Cruz como un icono.
En
ese icono quedará evidenciado que la Pasión de Jesús sucedió según las
Escrituras (1 Cor. 15,3). Jesús decía:, “escudriñad las Escrituras,
ellas hablan de mí” (Juan 5,39). Por lo tanto ellas hablan de la Cruz.
Alrededor del misterio de la Cruz se
constelan todos los misterios revelados en ambos testamentos, todos los
momentos de la historia de la Salvación. Todos ellos reciben luz de la Cruz de
Cristo que los ilumina. Y la Cruz de Cristo recibe de ellos un testimonio que
la glorifica.
Con ese icono de la Cruz de fondo, añadiremos
algunas consideraciones sobre el ver y el entrar en la teología bíblica, luego
sobre la puerta estrecha, y por fin nos dejaremos conducir por Pablo en su
presentación del misterio de la Cruz a comunidades en diferentes grados de
capacidad de mirarla.
Los
límites de un discurso sobre la Cruz vienen de que la realidad que
enuncia el lema es un acto de fe, antes de formularse en forma de doctrina. Si
podemos decir que la Cruz es santa y que es una puerta estrecha, pero que tiene
fuerza para introducir en la luz, es porque nos estamos refiriendo a una
experiencia nuestra y de todos los creyentes que hayan sido introducidos en la
luz del amor a Dios, por la presentación y la aceptación del kerygma del Cristo
Crucificado y por la consideración creyente de la Pasión de Cristo.
Pero
ese acto de fe, como toda experiencia mística, siempre es inefable y sólo
comunicable a otros creyentes. Ellos saben de lo que se habla, aunque lo mismo
que se dice sea pura indicación, señalación hacia la fe común.
Quizás
le extrañe a alguien que haya dicho que la fe es una experiencia mística. Es
que, en un primer sentido amplio pueden llamarse místicos todos aquellos
fenómenos o experiencias religiosas, atribuibles a la fe y a la gracia, y que
el alma puede reconocer como obra de Dios en ella.
Según
el nuevo testamento, la participación en el Misterio de Dios comienza con la
fe. Por lo tanto, todo creyente, merecería el nombre de místico cuando vive
según su fe y cuando rinde culto a Dios y ora, aún en ausencia de otro tipo de
visiones y manifestaciones carismáticas extraordinarias. La fe es, al fin y al
cabo, una percepción espiritual y un don de Dios.
Buscando
la manera de presentar la Cruz y no ocultarla detrás de mi discurso, se me
ocurrió presentarla en forma de icono que se ofrece a la contemplación. Demos
pues una mirada de conjunto, que nos permita apreciar globalmente ese
imaginario icono de la Santa Cruz que la representa como puerta estrecha que
lleva a la luz. Tal como lo imagino y voy a proponerlo a la contemplación,
en esta víspera de la fiesta y tal como puede acompañarnos en espíritu todo el
día de mañana.
Miremos
este icono. En su centro aparece Jesús en la Cruz como una puerta por la
que el Amor Trinitario entra en el mundo derramándose a través del pecho
abierto del salvador. Gracias a esa herida en el pecho del crucificado se
convierte en puerta toda la Cruz. El instrumento de tortura y muerte, que hasta
ahora era puerta abierta al reino del horror; fauces y garganta de los abismos
y del reino de la muerte, se abre en dirección inversa y se convierte en puerta
a la bienaventuranza. En entrada a la Caridad que es la vida eterna.
El
instrumento de suplicio se convierte en altar y mesa de comunión, donde Jesús
se inmola y da su cuerpo como pan de vida. Se dice de la puerta de la Cruz que
es estrecha por muchos motivos, pero uno de ellos es porque es duro este
lenguaje, y siguiendo siendo difícil para muchos admitir y creer en la
presencia real. Pero para los que creen ¡vida eterna! Presencia del amado. El
que ama a Dios ya está en la vida eterna desde esta vida.
Jesús
derrama en la Cruz, desde ella, por la fuente abierta en su pecho, un agua y
sangre vivificadoras. La puerta abierta en el costado de Jesús se hace fuente.
¿Qué otra cosa son las fuentes en la naturaleza, sino puertas en la roca por
donde sale el agua? Así también, la lanzada del costado, es fuente y puerta,
puerta y fuente.
Pero ese pecho abierto de donde manan los torrentes que dan vida a la
tierra, es la realidad que prefiguraba la fuente del paraíso de la que surgían
las cuatro corrientes de agua para limpiar, purificar y dar vida a la tierra
entera.
Por
eso, a la derecha de Jesús en la
Cruz, del mismo lado que la lanzada, se figura el Paraíso, como jardín cercado
donde Adán y Eva conviven en intimidad y cercanía con Dios. La puerta del
Paraíso que se había cerrado tras la primera caída y estaba cerrada y
custodiada por los ángeles con espadas de fuego, se ha reabierto en el pecho
del Hijo muerto en Cruz. Por esa puerta, los que perdimos el Paraíso, tenemos
ahora, de nuevo, acceso al amor del Padre y reingreso a nuestra gozosa
condición de Hijos.
En
el ángulo inferior derecho de nuestro icono vemos el pozo de Jacob. Que
es también imagen de la fuente del costado. Junto al pozo lo vemos a Jesús,
sudoroso y fatigado del camino y a la Samaritana. La Samaritana nos representa
a todos los que no sabemos amar, y a los que nunca podríamos hacerlo si Jesús
no viniese a nuestro encuentro. A la Samaritana, es decir, a nosotros, acude un
Dios sediento a pedirnos amor. Y como sabe que no tenemos lo que Él nos pide,
en la persona de la Samaritana, Jesús le ofrece a toda la humanidad un agua
espiritual de caridad perfecta, el agua del Espíritu Santo: “Si conocieras
el don de Dios, y quién es el que te
dice: ‘dame de beber’, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva
[...] el que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed, sino que el
agua que yo le dé, se convertirá en fuente de agua que brota para vida eterna” (Juan
4,10.13-14). Por eso en nuestro icono, vemos cómo el torrente que brota del
costado abierto, baja y corre por la piedra del calvario y se abre en dos
brazos: uno que corre hasta derramarse dentro del pozo de Jacob y otro que baja
hasta Jericó, el Mar Muerto y al desierto de Judea, que vemos en nuestro icono
colocados en la parte inferior al centro.
De la misma manera que en la visión de Ezequiel el agua que brotaba del
costado del templo, bajaba y corría para fecundar el desierto y sanear las
aguas del Mar Muerto, así el agua que brota del costado de Jesús llena de agua
de vida el pozo de Jacob, sanea el Mar Muerto y convierte el desierto en oasis
y Jericó, la ciudad caída, es salvada.
Pero
este icono de la Cruz como puerta de salida por la que se derrama en el mundo
la Caridad divina y el don de la Vida, nos muestra también a la Cruz como
puerta de entrada por la que el hombre puede entrar en el seno y
en la intimidad de la Santísima Trinidad. Por ella el hombre tiene acceso a la
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, siendo introducido en la
casa del Padre, a través de la herida del costado del Hijo, quien al morir nos
entrega el Espíritu: “cuando Jesús tomó
el vinagre, dijo: ‘todo está cumplido’ inclinó la cabeza y entregó el
Espíritu” (Juan 19,30).
En efecto: Jesús“ hablaba del templo de su
cuerpo” (Juan 2,21). En el que,
como afirma San Pablo: “habita la plenitud de la divinidad corporalmente”
(Colos 2,9); “porque Dios tuvo a bien hacer residir en él toda su Plenitud” (Colos
1,19). La herida en su costado es pues, como una puerta que se abre por
amor, es también una puerta que se abre al amor. Una puerta desde donde
da voces la Sabiduría: “A vosotros hombres os llamo, a todos los seres
humanos “ [...] “Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado” (Proverbios
8, 9,5)
Nuestro
icono, por lo tanto, muestra la Cruz de Jesús como puerta que comunica en ambas
direcciones, es decir, a Dios con el hombre y al hombre con Dios, por eso vemos
representado en la parte superior al centro al patriarca Jacob, apoyada
su cabeza sobre la piedra, soñando con la escala por la que suben y bajan los
ángeles, comunicando el cielo con la tierra: “¡Qué terrible es este lugar!
Aquí está la morada de Dios y la puerta del cielo! (Gen 28,12-19)
Pero
nuestro icono quiere mostrarnos la Cruz de Jesús, no sólo como puerta, sino
como abolición de los muros, porque ella, efectivamente, derriba los muros y
las separaciones: entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí. Los muros
se alzan para defensa, pero donde se instala una paz universal -como la que
trae la Pasión de Jesús, venciendo a todos los enemigos, el último de los
cuales es la muerte-, los baluartes y los muros se hacen innecesarios. La Cruz
de Cristo, en efecto, ha derribado todos los muros de la enemistad: “el
Padre [...] tuvo a bien reconciliar por él y para él todas las cosas,
pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los
cielos” (Colos 1,19-20)
Por
eso, en nuestro icono vemos, en el ángulo inferior izquierdo, a Josué de
pie frente a la ciudad de Jericó, en el momento en que caen sus murallas,
levantando nubes de polvo, conmovidas por las trompetas y los gritos de guerra
de los Israelitas, como por un violento terremoto. Y por esa misma razón, vemos
que desde el costado abierto de Jesús, baja un hilo de sangre hasta Jericó,
recordando el hilo de grana escarlata que protegió a la familia de Rahab del
exterminio.
La cruz iluminadora, por fin, introduce al
hombre en una luz que viene de Dios para iluminar a los hombres y mediante la
cual los hombres pueden ingresar en el conocimiento sanador y salvífico de
Dios. Por eso es que el fondo de nuestro icono es dorado para expresar la luz
que irradia la Cruz sobre todos los misterios del Antiguo y Nuevo Testamento. Y
por eso también, vemos en el ángulo superior izquierdo de nuestro icono
el Monte Tabor y su cima iluminada por el resplandor de la Transfiguración que
envuelve a Jesús, Moisés y Elías, Pedro, Santiago y Juan y se cierne como una
nube luminosa, como la Shekhináh, la gloria divina, sobre ambos testamentos y
muestran que todos ellos hablaban de y con Jesús.
La
mirada de fe, efectivamente, es una luz espiritual interior que permite ver
para amar a Dios y vivir la vida divina, que es amor: “Todo el que haya sido
mordido y mire con fe a la serpiente de bronce
vivirá [...] si una serpiente mordía a un hombre, éste miraba a la
serpiente de Bronce, y quedaba con vida” (Números 20,8-9). Sabemos que esta
serpiente de bronce prefiguraba a Jesús: “Como Moisés levantó la serpiente
en el desierto así tiene que ser levantado el hijo del hombre, para que todo el
que crea (en él) tenga por él vida eterna” (Juan 3,14-15. “Mirarán al que traspasaron” (Juan 19,37, notando el cumplimiento de la
profecía de Zacarías 12,10).
Para
expresar este misterio, en el ángulo superior derecho de nuestro icono,
aparece Moisés, enarbolando en su bastón la serpiente de bronce para que
pudieran verla los que habían sido víctimas de una mordedura mortal.
Hasta
aquí la descripción del icono que plasma visiblemente nuestro tema. Conviene
que lo mantengamos imaginariamente visible en nuestro espíritu.
Pero
antes de pasar a contemplar los detalles, conviene enunciar una ley espiritual
que vincula a dos símbolos aparentemente carentes de relación como son la
puerta y la luz.
El
lenguaje de la Sagrada Escritura no es especulativo sino simbólico, figurado a
la vez que concreto. Y allí los símbolos van asociados según leyes de
asociación propias. Un caso particular de esa asociación tenemos en el caso de
la puerta y la luz, del entrar y del ver.
En
la Sagrada Escritura encontramos a menudo las acciones de entrar y ver.
asociadas y usadas indistintamente como expresiones de lo mismo con dos figuras
o acciones diversas,
Así,
en el ciclo de la Tierra Prometida, se dirá indistintamente: entrar en
la Tierra o ver la Tierra. No entrarán en mi descanso o no verán
el bien.
Airado
el Señor porque han murmurado contra la tierra prometida dice: “ninguno de
los que han visto mi gloria y las señales que he realizado en Egipto y en el desierto
[...] verá la tierra que juré a sus padres que les daría. No la verá
ninguno de los que me han despreciado” (Num. 14,22-23). Ellos, sentencia el
Señor, no la verán, en cambio “a mi siervo Caleb, ya que fue animado de otro
espíritu y me obedeció puntualmente, yo lo haré entrar en la tierra
donde estuvo y sus descendientes la poseerán” (Num. 14,24).
Al oponer el no ver y el entrar, muestra el autor sagrado que las
entiende como intercambiables y equivalentes.
Y
un poco más adelante repite la misma idea en estos términos: “Por haber
murmurado contra mí, en este desierto caerán vuestros cadáveres, los de todos
los que fuisteis censados y contados, de veinte años para arriba. Os juro que no
entraréis en la tierra en la que juré estableceros” (Núm. 14,28-29). En
cambio “a vuestros hijos, a esos de los que dijísteis que caerían en
cautiverio en la tierra, los haré entrar y conocerán la tierra
que vosotros habéis despreciado” (Num. 14,31).
El
relato del libro de los Números, marca un contraste entre la Comunidad-generación
de los padres que murmuraron “aunque había visto mis obras” y la
generación de los hijos. El contraste se marca mediante los verbos ver/no-ver y
entrar/no-entrar.
El
mismo tema lo retoma el salmo 94 : “vuestros padres me probaron aunque habían
visto mi obra... por eso he jurado en mi cólera: ‘no entrarán en mi descanso” (Salmo
94,9.11). El descanso de Dios es la menujáh y es el shabbat. Son los lugares y
los tiempos donde el pueblo de la Alianza tiene acceso a la presencia y a la
comunión con su Dios: la Tierra Prometida, el Templo y las fiestas entre las
cuales descuella el Shabat.
La misma equivalencia entre las
acciones de ver y entrar encontramos en el Nuevo Testamento, pero trasponiendo
los temas de la entrada a la Tierra Prometida para aplicarlos al Reino de Dios.
En el diálogo de Jesús con Nicodemo, Jesús dice: “En verdad, en verdad te
digo, el que no nazca de nuevo (o de lo alto: ánothen) no puede ver
el Reino de Dios” (Juan 3,3) y vuelve a repetir a continuación: : “En
verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3,5).
En el Antiguo Testamento, lo que
impidió a la generación del desierto entrar en el reposo de la Tierra, fue la
rebeldía de Massá y Meribá, y la murmuración contra el Señor. Como dice San
Pablo, “todo aquello les sucedía en figura, y fue escrito para aviso de los
que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1 Cor. 10,11) “Para que
no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron. No os hagáis idólatras al igual
que algunos de ellos [...] ni forniquemos como algunos de ellos fornicaron y
cayeron muertos veintitrés mil en un solo día. Ni tentemos al Señor como
algunos de ellos lo tentaron y perecieron víctimas de las serpientes. Ni
murmuréis como algunos de ellos murmuraron y perecieron bajo el Angel
Exterminador” (1 Cor. 10,6-10).
En el Nuevo Testamento es Jesús
mismo el que se presenta como el descanso al que puede entrar el discípulo que
cree en él: “Venid a mí los que andáis fatigados y agobiados, y yo os
aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo (e.d.: mi cruz) y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso
para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt
11,28-30)., Dicho en otras palabras, el discípulo que toma sobre sí la
Cruz de Jesús, entra en su descanso. Resulta así que la Cruz es puerta
para entrar al descanso.
Jesús propone a sus discípulos: “Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí
y por el evangelio, la salvará” (Marcos 8,34-35).
Y la carta a los Hebreos
advierte al discípulo del peligro de perder el reposo del sábado definitivo y
pleno, en la liturgia del Cordero: “temamos pues, no sea que, permaneciendo
aún vigente la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros parezca
llegar rezagado. También nosotros hemos recibido una buena nueva igual que
ellos [...] de hecho los que hemos creído, hemos entrado en su descanso [...]
esforcémonos pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga imitando
aquella desobediencia” (Hebr. 4,1.3.11)
La Cruz nos manifiesta el
misterio del amor que Dios nos tuvo y nos alcanza la gracia para amarlo como él
nos amó: Y de esta manera, es puerta por donde entramos en el reposo. Sólo en
El amor se reposa. Como decía San Agustín: “nos creaste Señor para ti y
nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti”
Al decir pues que la Cruz es
puerta que lleva a la luz, podemos ahora entender mejor este enunciado a la luz
de la teología bíblica del entrar y el ver.
Los
invito, por lo tanto, a que nos introduzcamos en nuestro tema por la puerta
estrecha.
La
puerta es sin duda un símbolo cardinal en este jubileo. El año jubilar se ha
inaugurado con la apertura de la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro y
tras ella se abrieron muchas otras en basílicas y catedrales del mundo
católico. La invitación que se nos hace ahora es la misma con que comenzó su
pontificado Juan Pablo II: “abrir las puertas a Cristo” y entrar por la “puerta
que es Cristo”. Consideremos cómo se aplica a la Cruz el simbolismo de la
puerta que, si bien estrecha, nos conduce a la luz: Per crucem ad lucem.
La
Cruz es una puerta, pero es una puerta estrecha. Los hombres de todas las
épocas y todas las religiones han presentido que “el acceso a al vida
espiritual comporta siempre la muerte a la condición profana” [4] Pero esta verdad a la que se ciñen de
hecho las religiones, encuentra en la fe católica una revelación suprema.
El
acceso al amor a Dios comporta siempre la muerte al amor desordenado de sí
mismo.
La
Cruz es una puerta estrecha. Da acceso y abre a la comunicación, pero a través
de la angustia. Lleva a la vida pero a través de la muerte. Por eso, desde
Pedro en adelante, la Cruz ha sido motivo de escándalo y de rechazo. Al mismo
Jesús, aceptar pasar por ella, le costó la agonía del Huerto.
La
fuerza, la gloria, el poder del amor se manifiesta precisamente venciendo a la
muerte. El Cantar de los cantares lo dice así:
“Grábame como un sello en tu brazo,
como un sello en tu corazón,
porque es fuerte el amor como la Muerte
y cruel la pasión como el Abismo,
es centella de fuego, llamarada divina:
las aguas torrenciales no podrían apagar el amor
ni anegarlo los ríos.
Si alguien quisiera comprar el amor
con todas las riquezas de su casa se haría despreciable.
(Cantar 8,6-7)
Jesús
lo ha dicho: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan
15,13). He ahí la razón de la estrechez de la puerta. La puerta estrecha es la
puerta del amor, porque a ella sólo se ingresa por el sacrificio de sí mismo. Y
la estrechez es equivalente a la del criterio que quiere salvarse a sí mismo
tirando por la borda los impedimentos y entre ellos el amor. Sobre este juicio
necio, ha dicho Jesús: “El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que
pierda su vida por mí y el evangelio, la salvará”. (Marcos 8,35). Es como
si nos dijera: “muere por mí y vivirás, como yo morí por amor al Padre y el
Padre me hace vivir”.
La
ley de la Cruz nos enseña que es necesario morir a sí mismo para que los demás
vivan. Pero eso sólo es posible cuando se ama a los demás. Porque entonces, la
caridad, que es la única que permanece vence a la muerte por el amor. Con lo
que se cumple la palabra del Cantar.
San
Pablo lo ha dicho a su modo, en otras palabras: “La carne tiene deseos contrarios
al Espíritu y el Espíritu contrarios a las de la carne” (Gálatas 5,16). El
amor propio tiene deseos contrarios al amor generoso a los demás. El egoísmo es
contrario a la Caridad. Por eso, la cruz es puerta estrecha para el egoísmo,
para el amor propio.
En
capítulo séptimo de En mi sed me dieron vinagre muestro cómo en esta
lucha de los apetitos opuestos de la carne y del Espíritu, está la causa y la
raíz fundamental de la acedia, o sea de la ceguera para el bien, de la
incapacidad cordial para amar a otro más que a sí mismo.
En su
carta sobre el Sufrimiento salvífico, nos ha enseñado Juan Pablo II que “El
sufrimiento está presente en el mundo para suscitar amor, para hacer nacer las
obras del amor al prójimo” (Salvifici Doloris 30).
No
hay otra sabiduría divina, ni otro camino que los que nos enseña Jesús por su
Cruz: "Entrad
por la puerta angosta! Cuán ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a
la perdición! Y son muchos los que entran por ella! ¡Cuán angosta es la puerta
y estrecha la senda que lleva a la vida! Y son pocos los que la encuentran! (Mateo 7,13-14) [[5]].
No hay que extrañarse que los que no son discípulos no entiendan esta
sabiduría oculta. Pero el discípulo que, como Pedro, se niega a recibir el
testimonio de Jesús acerca del misterio de la Cruz, se hace acreedor del nombre
de Satanás, y en vez de piedra fundamental se convierte en piedra de escándalo
(Mateo 16,18), no sólo para los más pequeños (Marcos 9,42), sino para Jesús
mismo (Mateo 16,23).
Pedro
estaba ciego, en gran parte a causa de su ambición, de la búsqueda de grandeza
y gloria propia que lo llevaba a litigar con otros apóstoles acerca del primer
lugar. Una vez curado de su mal de acedia, el mismo Apóstol, "confirmará a
sus hermanos" (Lucas 22,31-32) y enseñará la bienaventuranza de la Cruz: "Si
sufrierais a causa de la justicia, dichosos vosotros (...) Ya que Cristo
padeció en la carne, armaos también
vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el
pecado (...) No os extrañéis del fuego que ha prendido en medio de vosotros para
probaros, como si os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que
participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis
alborozados en la revelación de su gloria. Dichosos vosotros si sois injuriados
por el nombre de Cristo (...) si alguno tiene que sufrir por ser cristiano, que
no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar este nombre" [6].
San Pablo, maestro de
los gentiles, tenía una dificultad para presentarle el misterio de la Cruz a
sus fieles. Aunque les decía claramente que la vida muerte y resurrección de
Jesús, había sucedido según las escrituras, los gentiles recién conversos no conocían
las escrituras.
En la última parte de
esta ostensión de la Cruz, quisiera recoger resumidamente su doctrina acerca de
la Cruz. Y para ello voy a echar mano a dos cartas. La primera a los Corintios
y la carta a los Filipenses. En Corinto y en Éfeso, de la cual Filipos es
dependiente, Pablo estuvo largo tiempo enseñando. Pero en Éfeso más.
La primera carta a
los Corintios muestra cómo se aproxima pastoralmente San Pablo a una comunidad
recién fundada y que, aunque ha creído en Cristo, está todavía en proceso de
conversión y de cambio de vida. Está aprendiendo a vivir como cristiano su vida
matrimonial, familiar, laboral, cultual, civil... Las cartas a los efesios,
filipenses y colosenses, suponen comunidades más avanzadas en el conocimiento
del misterio cristiano y en la capacidad de vivir de acuerdo a él.
A los Corintios,
Pablo tendrá que decirles: “como a niños recién nacidos os he dado leche
espiritual porque aún no toleráis el alimento sólido [...] sed imitadores míos
como yo lo soy de Cristo”. Y tendrá que decirle “en esto no os alabo” respecto
de muchas cosas.
A los efesios, en
cambio, les propone directamente a Cristo como modelo a imitar: “no viváis
ya como viven los gentiles, según la vanidad o vaciedad de su mente, sumergido
su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios porque no lo
conocen [...] vosotros sed pues
imitadores de Dios como hijos queridos” (Efesios 4, 17-18; 5,1);”Nada
hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad [...] Tened en
vosotros el mismo modo de sentir de Cristo” (Filipenses 2,3.5).
Pablo va a deducir de
Cristo en Cruz toda la nueva cultura cristiana. Tenemos que caer en la cuenta
que en sus primitivas comunidades, formadas por conversos del paganismo y del
judaísmo, aunque los nuevos cristianos habían abrazado la fe, no habían
cambiado automáticamente de cultura, es decir de manera de comportarse en el
matrimonio, la familia, el trabajo, con los esclavos o los amos.
Pablo va a ser un
fundador de cultura cristiana en un mundo en el que ésta no existía.
Y esa cultura la va a
deducir de la Cruz, o sea del comportamiento de Cristo. Jesús, les recordará a
los Filipenses, siendo Dios, no se aferró a las prerrogativas que le daba esta
condición, sino que despojándose de sus privilegios divinos, se abrazó con la
condición humana, y pasando por uno cualquiera, se humilló y tomó condición de
esclavo, haciéndose obediente hasta la muerte, que no correspondía a su
condición divina. Peor aún, se abrazó con la muerte más humillante e infamante
que conocía la antigüedad, el equivalente de la silla eléctrica, tormento
reservado a los peores criminales.
Jesús no buscó
grandezas, se abrazó a la pequeñez. No buscó su gloria, buscó siempre la del
Padre. Inaugura así un nuevo tipo de hombre que no vive para sí mismo, para
buscar su gloria, sino que su comida es hacer la voluntad del Padre y vivir
para que el Padre sea glorificado en él.
Esa es la enseñanza
fundante de la cruz de Cristo. El mismo Jesús había advertido a sus discípulos
que era necesario que superasen la justicia de gentiles y judíos: “Vosotros
sois la luz del mundo [...] Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para
que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los
cielos” (Mateo 5,14.16); “porque os digo que si vuestra justicia no
supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”
(Mateo 5,20).
En un punto
principalmente ha de superar la justicia de los discípulos de Jesús a la de los
escribas y fariseos: en no buscar la grandeza sino la pequeñez. Y esto es lo
que enseña el Maestro con su propia vida. Es el modo de pensar y actuar
característico de Cristo, que San Pablo resume magistralmente en el himno de la
carta a los Filipenses. La Cruz significa la máxima humillación. En ella Dios
se abraza con la infamia. El Señor de la gloria se despoja de su gloria y
abraza el insulto y la difamación. Se somete a ellos por amor.
Cuando Jesús inculca a sus
discípulos la sabiduría de la pequeñez apela a su ejemplo y los remite a la
Cruz, que es aún futura: “Ya sabéis que gozan de consideración como
gobernantes de los gentiles, se enseñorean de ellos, y los grandes entre ellos,
los oprimen con su poder. Pero no es así como debe suceder entre vosotros. Sino
que si alguno quiere hacerse grande entre vosotros, hágase vuestro servidor; y
si alguno aspira a ser el primero entre vosotros, que sea el esclavo de todos.
Porque así también, el Hijo del Hombre no vino para hacerse servir sino a
servir y a dar su vida como rescate de muchos” (Marcos 10, 42-45).
Se ha reconocido en este culto
de la pequeñez y de abrazarse por amor a la abyección más grande, el núcleo
central de la sabiduría de Jesús. Ese es el misterio del Reino donde entran
como iniciados sus discípulos. Esa es la sabiduría que excede a la de los
gentiles y a la de los judíos.
Jesús se enfrentó con el culto
de la grandeza que encontraba extendido también en el pueblo de Dios, que en
este punto se dejaba enseñar por el culto a la gloria de los gentiles y
paganos.
Jesús, que ha
ido adelante con su ejemplo inaugurando en su vida el camino de la pequeñez, se
complace en llamar pequeños a sus discípulos para contradecir las luchas
por la grandeza y las rivalidades por los primeros puestos y precedencias que
reprochaba a los escribas y a sus discípulos: "Jesús inauguró el secreto
divino de la 'pequeñez' de manera consciente para contradecir la idea de
grandeza representada por las culturas romana y griega y por el rabinismo, y
llamó a sus discípulos: los 'pequeños' con esa intención" [[1]].
Pero no se
trata de abrazarse con la abyección por la abyección. Pablo advierte muy claro
que la pequeñez es el camino de la caridad, o no es nada: “aunque repartiera
todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo
caridad, nada me aprovecha” (1 Cor 13,2). Nada de lo que se hace buscando
su propia gloria aprovecha realmente. Ni siquiera los dones del Espíritu Santo
como lenguas, profecía, ciencia y fe que traslada montañas. Los dones
del Espíritu se desviarían de su fin y se anularían puestos al servicio de la
autoafirmación, de la búsqueda de sí mismo. Equivaldría a una velada simonía. A
poner a mi servicio lo que se me ha dado para servir por caridad a los demás.
La Caridad es
pues el alma del misterio de la Cruz. Es en realidad, el Reino espacioso al
cual se entra por esa puerta estrecha. Y para el hombre natural, herido por el
pecado original, para la naturaleza humana apartada del camino del amor de Dios
y que anda por los del amor propio, este es un camino estrecho y una puerta
angosta.
Para el hombre
es imposible, pero todo es posible para Dios. La Caridad es un don. Se ofrece,
se desea y se recibe. San Pablo insiste en su primera carta a los corintios en
esta condición de don de Dios que tiene nuestra fe en la Cristo crucificado y
en la Cruz de Cristo. Lo hace porque la comunidad de Corinto está tentada por
la búsqueda de la propia gloria. Se han hecho partidos que compiten por una
gloria intraeclesial. Y los corintios miran de reojo el juicio del mundo pagano
y del mundo judío. Todavía someten su propia vida cristiana al juicio de los no
cristianos y les importa mucho la aprobación de los demás, especialmente del mundo.
Pablo les
advierte que puesto que ellos creen en Cristo y un Cristo crucificado, que es
locura, insensatez, necedad para unos y debilidad para otros, no podrán nunca
soñar sensatamente en recibir la aprobación del mundo. Son ellos los que tienen
que sostener ante el mundo la sabiduría y la fuerza de la Cruz. Y esto es una
vocación, una misión de Dios. Para eso han sido preservados y elegidos.
No son ellos
los que aceptan la Cruz y se internan en su misterio. Ellos son introducidos en
ella por don del Padre.
Quiero terminar
esta exposición de hoy con las palabras con que Pablo presenta el misterio de
Cristo Crucificado a los fieles de Corinto. Es una ostensión perpetua e
insuperable de la santa Cruz como camino estrecho que lleva a la luz.
17 Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no
con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. 18 Pues la predicación de la cruz es una locura
para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza
de Dios.19 Porque dice la Escritura:
Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los
inteligentes. 20 ¿Dónde está el
sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el intelectual de este mundo? ¿Acaso no
entonteció Dios la sabiduría del mundo? 21
De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su
divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la
predicación. 22 Así, mientras los
judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, 23 nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, locura para los gentiles; 24 mas para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. 25 Porque la locura divina es más sabia que los
hombres, y la debilidad divina, más fuerte que los hombres.
26 ¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios
según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. 27 Ha escogido Dios más bien a los locos del
mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo,
para confundir a los fuertes. 28 Lo
plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a
la nada lo que es. 29 Para que ningún
mortal se gloríe en la presencia de Dios. 30
De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros
sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención, 31 a fin de que, como dice la Escritura: El que
se gloríe, gloríese en el Señor.
No hay posibilidad para el
discípulo de Cristo que gloriarse en otra cosa que no sea la Cruz de su
Maestro. Como decía Pablo: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no
es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí como
un crucificado y yo soy como un crucificado para el mundo!” (Gálatas 6,14).
Realmente, la santa Cruz nos ha liberado de la esclavitud de los criterios y
opiniones mundanas. Y de juzgados, nos ha hecho jueces.
[1] Hebreos, 5,7
[2] Horacio Bojorge, La Parábola del Perro, Ed.Narnia, Mendoza 2000
[3] Horacio Bojorge, ¿Mujer por qué lloras? Gozo y Tristezas del creyente en la Civilización de la Acedia,, Ed. Lumen, Bs. As. 1999, págs.51-52. Las citas de D.F. Strauss en: Das Leben kritisch bearbeitet, Tübingen, 1836, p. 734
[4] Mircea Eliade, Lo Sagrado y lo Profano, Ed. Guadarrama, Madrid, 1967, pág. 195
[5]) eissélthate dia tês stenês pulês, hoti
platéia hê pulê kai eurujôros hê hodós hê apágousa eis tên apôleian, kai pollói
eisin hoi eiserjómenoi di autês [ ]
hoti stenê hê pulê kai tethlimménê hê hodós hê apágousa eis ten zôén, kai
olígoi eisin hoi eurískontes autên (Mt 7,13-14)
[6] Pedro 3,13; 4,1.12-14.16
[7]) "Jesus hat mit Bewusstsein gegen diesen schon im Rabbinat vertretenen Gedanken das göttliche Geheimnis der 'Kleinheit' eingesetzt und seine Jünger in diesem Sinn die 'kleinen' genannt" Otto Michel, 'Diese Kleinen' - eine Jüngerbezeichnung Jesu, en: Theologische Studien und Kritiken 1937/1938, Neue Folge III, Heft 6, pp. 401-415; nuestra cita en p. 415.