LA FELICIDAD Y TRES
PECADOS CAPITALES
Tristeza, Envidia y Acedia
Horacio Bojorge
Conferencia en el Ciclo de
Cultura y Ética social, 2000 sobre el tema
EL HOMBRE Y LA FELICIDAD
Sexo-Dinero-Poder
organizado por el Centro de
Investigaciones de Ética social (CIES), Fundación ALETHEIA
Paraguay 1365 - 2 Piso Of. 6 - 1057 Buenos Aires - Argentina - Telfax: 4813-7915/4815-1597 - email: cies@aletheia.org.ar / Sitio en Internet: www.aletheia.org.ar
Fecha 13 de junio del 2000 -
Hora 19.30
Salón auditorio del Banco Río - Santa Fe 1425 - Buenos Aires
Agradezco al Dr. Carmelo Palumbo y al Centro de Investigaciones de
Ética Social la invitación para exponer este tema en este Ciclo de Cultura y Ética Social. Agradezco la presencia de todos
ustedes, hermanos en la fe, en las consiguientes convicciones culturales e
intelectuales comunes, y en una misma pertenencia eclesial católica. Eso hace
que, aunque pudiera sentirme extraño o extranjero ante este auditorio, me
sienta sin embargo con la comodidad de quien habla Aen casa@ y
entre hermanos.
Introducción
En este año jubilar del 2000 los organizadores de este ciclo, han
querido tratar de un tema tan capital,
actual y eterno como es El Hombre y la
Felicidad. Un asunto de meditación muy apropiado para la pausa reflexiva y
meditativa que pretende ser este año jubilar para todos nosotros los católicos.
Una reflexión que nos invita a avizorar y nos ayuda a prepararnos, rectificando
rumbos, para ingresar, como pueblo de Dios, en comunión con Él y entre
nosotros, al nuevo milenio cristiano.
El subtema Sexo, dinero y poder, alude, -en clave
inequívoca de confrontación y refutación-, a una determinada visión de la
felicidad que la civilización moderna secularista viene propulsando,
sosteniendo e imponiendo en forma cada vez más agresiva y decidida.
Nuestra confrontación con sus propuestas de felicidad como
placer o bienestar, y con su hábito de actuar desentendiéndose de discernir lo
verdadero de lo falso, y lo bueno de lo malo, está en la línea de confrontación
con el secularismo, que el Papa reclama de nosotros y nos anima a entablar, en
la Tertio Millennio Adveniente:
"Dos compromisos serán ineludibles especialmente durante el tercer año
preparatorio: la confrontación con el
secularismo y el diálogo con las grandes religiones" (N1
52).
Es pues, dentro de este ciclo y en esta circunstancia, donde intentaré
situar mi exposición. Aspiro a que ella sirva para afinar nuestro
discernimiento creyente, es decir nuestra percepción y comprensión espiritual
de hechos y realidades que, a fuerza de Arompernos los ojos@
amenazan con Adejarnos ciegos@ para los obstáculos que opone la
civilización moderna al fervor de la caridad y a la comunión con Dios, en las
que consiste la verdadera e indeficiente felicidad del hombre.
El título de mi exposición es La Felicidad y tres pecados capitales.
El alcance de este título necesita ser explicado para despejar, de
entrada, posibles confusiones que el desarrollo mismo del tema - así lo espero
- terminará de disipar.
Voy a comenzar haciendo dos precisiones sobre el alcance y el sentido
de este título.
Pero antes quiero hacerles notar, porque ayudará para comprender mejor
las dos siguientes precisiones y porque tiene su importancia para mi enfoque,
que ésta es la única conferencia de este ciclo, en cuyo título se mencione,
explícitamente, el pecado. Por eso,
en mi exposición no me limitaré a tratar un aspecto singular de la relación entre la felicidad y el pecado,
como podría ser su relación con tales o cuales pecados en particular.
Primera precisión
En primer lugar, tal como se lee, el título de esta exposición puede
generar una cierta intriga acerca de cuáles podrán ser esos tres pecados
capitales de los que vale la pena tratar, en relación - previsiblemente
antitética- con la felicidad.
Quizás podría apresurarse alguno a entender que esos tres pecados
fueran la lujuria, la avaricia y la
soberbia, ya que ésta es la terna de pecados capitales paralela a la terna Sexo, Dinero y Poder, mencionada en el
subtítulo de este ciclo de conferencias.
Y es verdad que esos tres pecados merecen ser tratados en relación con
la felicidad; ya que tienen mucho que ver con ella. Tanto porque la prometen
engañosamente, cuanto porque en ellas, como en otros tantos escollos o desvíos,
suele encallar, naufragar o extraviarse,
la expedición en busca de la felicidad, de tantos míseramente engañados.
No sería superfluo, en los tiempos que corren, -y espero que otros
disertantes lo harán- volver a recordar las razones por las cuales la antigua
sabiduría de la humanidad descartó ya esos desvíos, por los que se ha
extraviado y se sigue extraviando sin visos de escarmiento, el desmemoriado hombre
moderno. Siempre es posible volver a leer con provecho los
iluminadores capítulos de las obras de Santo Tomás, en las que nos han quedado,
resumidas para siempre, las razones por las cuales Aristóteles, y otros,
pensaron que la felicidad, verdadera y última, no consiste esencialmente: ni en
las delectaciones de la carne, ni en los honores, ni en la gloria que viene de
la opinión de los hombres, ni en las riquezas, ni en el poder mundano, ni en
los bienes corporales, ni en el cultivo de las artes, ni siquiera en la sola
posesión de las virtudes morales [[1]].
Pero no voy a tratar de la lujuria, la avaricia y la soberbia cuyo
tratamiento calzaría, más bien, dentro del ámbito de las exposiciones décima a
duodécima de este ciclo.
En segundo lugar: ya que, como he dicho antes, es ésta la única
conferencia de este ciclo en cuyo título
se menciona la relación de la felicidad con el pecado, pudiera preguntarse
alguno porqué poner en relación la felicidad sólo con tres pecados capitales, fuesen ellos los que fueren, y no con todos
los siete u ocho, o más simplemente, con el pecado
a secas.
En efecto, todo y cualquier pecado se opone a la felicidad, ya que
todo y cualquier pecado aparta de la
comunión de amor con Dios, o lo que es lo mismo del trato de amistad con Dios,
en la que consiste aquella verdadera felicidad, que, incoada en esta vida, está
llamada a culminar en la felicidad eterna.
Quien así piense, tiene razón. Y espero mostrar que, efectivamente,
nuestro tema, a pesar de lo que el título pueda sugerir, cobija la esencia del
pecado bajo el nombre de tres pecados capitales: Tristeza, Envidia y Acedia. En
esta exposición se tratará, pues, del pecado esencial, real y concreto, de
aquél pecado radical del que el Espíritu Santo convence en todo tiempo al mundo, pero tratando a la vez de mostrar cómo
este mundo actual organiza hoy, esa
oculta y perenne oposición contra el amor a Dios, plasmado a su modo, en
nuestra civilización moderna.
Una vez hechas estas dos precisiones iniciales, exigidas para aclarar
el alcance del título, se hacen necesarias otras precisiones, exigidas, esta vez,
por los conceptos mismos de felicidad y
pecado, implicados en nuestro tema.
Precisiones acerca del
sentido de las palabras: felicidad y
pecado
Al iniciar una reflexión sobre este tema, se cae inmediatamente en la
cuenta de que en el lenguaje de la Modernidad las palabras felicidad y pecado se entienden en otro sentido del que ellas
tienen en la tradición católica. El proceso secularizador moderno y la
progresiva babelización del lenguaje católico, ha aparejado como consecuencia
que, como en tantísimos otros casos, el sentido de las palabras felicidad y pecado, haya dejado de ser
obvio. Por lo menos de puertas afuera de la intimidad doméstica eclesial.
Lamentablemente, cada vez con mayor frecuencia, los ruidos de la
calle, nos impiden entendernos en nuestro propio lenguaje, aún hablando en
familia y de entrecasa. Esta situación exige esclarecer la confusión existente,
identificando y comprendiendo sus causas.
Para lograr esto se imponen principalmente tres tareas que
constituyen, al mismo tiempo, el esquema según el cual articularé el desarrollo
de mi exposición. Esas tres tareas son:
1) Primero: Mostrar en qué consiste el corrimiento de sentido padecido
por los términos felicidad y pecado
2) En segundo lugar: Explorar lo que eso implica para la comprensión
de la relación entre ambos
3) Finalmente: Evaluar este hecho desde el punto de vista católico y
proponer un diagnóstico espiritual. Digo espiritual
en el sentido fuerte, profético, y no meramente psicológico de la palabra espiritual. Porque aunque ese mal se
ponga de manifiesto en los órdenes psicológico, moral e intelectual, sin
embargo los excede; y aunque se pueda ver en todo esto sólo un acontecer
puramente humano, su raíz más profunda y las fuerzas espirituales que lo ponen
en movimiento y lo dirigen, son sobrehumanas.
1) El corrimiento de
sentido de las palabras felicidad y
pecado en la cultura moderna
La idea de felicidad, concebida por la modernidad
predominantemente como bienestar: social, económico, higiénico, psíquico,
físico y material [[2]],
regresa al sentido precristiano de hedonistas y epicúreos: felicidad como
placer [[3]]. Caen
en el olvido los atributos y garantías que exigía a una felicidad la sabiduría
tradicional, para declararla verdadera: su permanencia, su exigencia de
perdurabilidad y hasta de eternidad [[4]].
La idea de pecado, por su parte, concebida, en
términos de transgresión de una norma o de un imperativo moral autónomo y
absoluto, o como desviación de la norma racional inscrita en la conciencia
subjetiva; regresa a la visión estoica, donde el actuar moral era el que estaba
de acuerdo al orden de la naturaleza. Tal concepto de pecado conduce a la
confusión entre pecado y delito, pecado y culpa, así como al subjetivismo y
relativismo moral, característicos del pensamiento moderno. Se esfuma el
sentido religioso del pecado como ofensa y juntamente la experiencia de ser
responsable ante otro. Lo que se mantiene es un sentido de culpa, pero en
progresiva evanescencia, o transferido al dominio político.
Los conceptos de felicidad y pecado padecen, pues, en la civilización
moderna, un corrimiento en direcciones aparentemente opuestas y que los
desvincula entre sí hasta tal punto, que ya no sería posible concebirlos como
un par de opuestos en un mismo orden, como lo son netamente en la visión
católica.
Para ser sinceros, hay que confesar que los católicos, inmersos en esa
cultura y civilización moderna, somos hijos de Dios pero, desgraciadamente, a
la vez, en porcentajes variables, también somos hijos del tiempo. También a
nosotros se nos aleja y desvanece a la distancia la perspectiva del amor al
Padre aquí y en la vida eterna como, nuestra meta feliz plena y definitiva. La
felicidad de estar llamados a ser hijos de Dios, y a recibir el ser de manos
del Padre cada hora y cada día de esta vida y después eternamente, como Jesús,
nos es ajena.
Y también la visión del pecado se nos desdiviniza y se nos moraliza
demasiado. Nos tortura más la culpa que hiere nuestro narcisismo psíquico, que
lo que nos entristece nuestra incumplida o fallida responsabilidad de hijos
ante el Padre. La tristeza o la decepción del Padre por nosotros no suele ser
un componente de nuestra conciencia de pecado. Esta pérdida del sentido
religioso del pecado en los mayores, padres y catequistas, se refleja en las confesiones
de los niños, quienes raramente tienen en cuenta los tres primeros
mandamientos.
Felicidad y pecado en la
ideología política postmoderna
En cuanto a la postmodernidad,
es distinta de la modernidad sólo de nombre y en grado. Es, en realidad, sólo una
radicalización del mismo proceso moderno de ruptura con la cultura católica. No
es otra cosa que el rostro de la modernidad sin antifaz ni maquillaje. Creadas
las condiciones históricas que le permiten aparecer y actuar a rostro
descubierto, la modernidad se sincera y se muestra a sí misma como lo que en
realidad es: profecía ideológica al servicio del poder político. En último
término, ingeniería conceptual al servicio de la formación de la opinión, o
sea, de propaganda. Esto trae, naturalmente, sus consecuencias: la
postmodernidad hará un uso más abiertamente cínico de los conceptos de
felicidad y pecado. (En toda nuestra exposición, usamos el término cínico sin
ánimo de agraviar, sino con el sentido que tiene este término en la historia de
la filosofía).
El pensamiento
postmoderno, se gobierna por los intereses pragmáticos del estado: por el
relativismo y el subjetivismo, por las exigencias de las leyes del mercado, y
por las prestaciones de la tecnología. Para él, -que no se suele plantear
espontánea o gustosamente el problema de la moralidad-, es moral todo lo
tecnológicamente posible y todo lo plutocráticamente conveniente.
Asistimos así al crepúsculo de las
consideraciones morales, de la atención a la persona y al bien común. Padecemos
la degeneración sofística del lenguaje, que no vacila en usurpar el vocabulario
de nuestra fe. El lenguaje es desviado de su función de comunicar la verdad,
para usarlo con el fin de convencer, adulando o, si es necesario, intimidando.
La indiferencia del estado posmoderno respecto de lo ético es, por lo
tanto, sofística y cínica, La actitud
cínica, recordémoslo, consistía más en una prescindencia práctica que en una
negación explícita de los valores morales. Por eso suele ser la actitud del
poderoso, que no necesita justificar sus imposiciones. A medida que la
modernidad, que necesitó instalarse como democracia, logre instalar su
dictadura ideológica entre los hombres, se consagrará la dictadura de la
Babilonia postmoderna.
En realidad en un mundo cínico, los términos felicidad y pecado
tienden a desaparecer del uso, como lenguaje obsoleto. Se usan por conveniencia
para crear la ilusión de coincidencias, o cuando se le imponen por la necesidad
de confrontarse con objeciones religiosas. De lo contrario tienden a ser substituidos
por tecnicismos útiles, derivados de las ciencias sociales, económicas o
políticas. Hay que decir que la postmodernidad, cuando deje definitiva y
decididamente de usurpar nuestros conceptos de felicidad y pecado, será, por lo
menos, como auguraba Romano Guardini, más sincera y consecuente.
En Babilonia, el relativismo y el subjetivismo igualan cínicamente
todas las opiniones. Tanto para tenerlas en cuenta como para ignorarlas, según
convenga. Sus ciudadanos son adiestrados para actuar prescindiendo del juicio
sobre la verdad y el error, sobre la bondad o maldad, moral y/o espiritual, de
sus acciones.
El tango Cambalache se
prestaría como himno de esta Babilonia, porque canta bien su filosofía: ‘la
Biblia junto al calefón... lo religioso es igual que el confort.... todo es
igual, nada es mejor... lo mismo un santo que un gran pecador... los inmorales
nos han igualao...”. En efecto, sus ciudadanos pierden el celo por la búsqueda
de la verdad y también aquella capacidad de entusiasmarse por el bien y de
indignarse contra el mal, que tienen los que aman algo por lo que vale la pena
vivir y, en consecuencia, vale la pena también morir.
El cinismo se va instalando cada vez más en las esferas del Estado, en
la legislación, en la administración de justicia y en el ejercicio del poder.
Se abre así un abismo entre lo que los Estados consideran conveniente y lo que
las naciones siguen considerando por ahora, debido a atavismos cristianos
residuales, que es su felicidad y bien común..
2) Lo que implican estos
deslizamientos
Es difícil comprender, desde una lógica creyente, cómo pueden
coexistir en la misma cabeza una idea de felicidad
hedonista y una idea estoica de pecado.
No me refiero al nivel práctico. Basta abrir los ojos para comprobar que es
usual comportarse, en la práctica, como un sensual o libertino y al mismo
tiempo hablar y hasta pensar como un puritano; vivir en corrupto y preceptuar
en moralista; tener ideales y entusiasmos socialistas y operar en la bolsa con
sensatez bancaria; pensar como liberal
y actuar como intolerante. En esa incoherencia entre pensar y obrar consiste,
precisamente, el cinismo de los ciudadanos de Babel.
No me interrogo aquí sobre la inconsecuencia existencial del cinismo
moderno, que vive la felicidad como un hedonista y piensa su moralidad como un
estoico, sino que trato de comprender sus motivos ocultos.
Me refiero a que es difícil comprender el porqué del deslizamiento de
esos conceptos hacia campos opuestos, por el efecto de algún oculto principio
moderno que, sin embargo, les tiene que ser aplicable por igual a ambos. En
otras palabras )en virtud de qué principio común, separa la mentalidad moderna ambos
conceptos y los corre, uno hacia el hedonismo y el otro hacia el estoicismo? )Cuál
es la nueva y oculta razón por la que se separa lo que la visión católica
mantenía unido en una relación de opuestos? )Hay algo que sea común a
ambos corrimientos del sentido y sea significativo para comprender de dónde
proviene y a dónde apunta la redefinición moderna?
Sí. Ambos deslizamientos de sentido se hacen precisamente a costa de
lo que los dos conceptos tienen de común en nuestra visión creyente, donde
felicidad y pecado son opuestos en el
mismo orden: el orden de la caridad y de la comunión o sea el orden
religioso y de la interpersonalidad humano-divina.
Consecuente con su programa antiteo, antirreligioso, la modernidad
arrebata ambos conceptos de su contexto religioso e intersubjetivo y los
encierra en su visión antropocéntrica, humanolátrica, individualista,
des-inter-personalizadora y secularizadora.
En efecto, en nuestra visión creyente, la felicidad consiste en el ejercicio de la virtud sobrenatural
de la caridad, virtud que consiste en el trato de amistad con Dios y en
procurar el bien del prójimo por amor a Dios. La felicidad que brinda la
caridad consiste en vivir en comunión con Dios, con los santos y con las demás
creaturas. El pecado, por el contrario, es toda ruptura de la comunión con Dios
y las creaturas [[5]].
Felicidad y pecado son, pues, antes que dos ideas o dos estados, dos modos de vivir, -
opuestos pero correlativos-, del hombre respecto de la caridad y la comunión.
La felicidad consiste en una actividad: en el ejercicio de las virtudes de la religión y de la caridad [[6]],
más que en la situación exterior de bienestar individual [[7]].
De manera paralela, el pecado consiste
sobre todo, en la ofensa a Dios y a los demás, y va contra las virtudes de
religión y de caridad.
En nuestra visión creyente ambos conceptos pertenecen, pues, a una
constelación de lenguaje interpersonal, intersubjetivo, relacional, propio de
la religión y de la comunión de caridad. Para los católicos, ser felices es vivir perteneciendo a un solo Nosotros divino-humano-eclesial, abierto
y que convoca a todos a entrar en la comunión salvífica. Y el pecado, es, por
el contrario, la situación de
voluntaria autoexclusión y de exterioridad respecto de ese nosotros. Pecar es
romper la comunión o negarse a ella, ofendiendo a cualquiera de sus miembros.
Porque la unión entre los miembros de este nosotros es de tal naturaleza, que
no se puede ofender a uno sin ofenderlos de alguna manera a todos, y sobre todo
sin ofender a la cabeza de todos.
En nuestra visión creyente, la felicidad no es sólo un estado
individual, sino que se logra insertándose armónicamente dentro de ese nosotros
feliz, divino-humano. El pecado es la ruptura del vínculo, no sólo con Dios, ni
sólo con el hermano, sino con el Nosotros
mismo. Felicidad y pecado se oponen en el mismo orden de esa pertenencia
cordial y comunional.
No así en la visión moderna, donde ambos conceptos se solitarizan y
pasan a designar estados del individuo (bienestar) o comportamientos
individuales respecto de una norma ética impersonal y laica, inscrita en la
conciencia solitaria de cada individuo. En esta visión los conceptos de
felicidad y pecado se desvinculan de todo contexto religioso, de toda
vinculación del hombre a Dios, de la caridad, la comunión, la santidad, de las
que son inseparables en la visión católica. Felicidad y pecado se hacen
irreligiosos, antirreligiosos. En realidad, dejan de ser lo que son, aunque se
siga usando su nombre. Puede decirse que la postmodernidad se sincera cuando
los abandona como inservibles a sus fines propios, más aún, cuando los descarta
por nocivos, como pertenecientes al lenguaje de un nosotros, que en la historia y en los hechos es el pueblo católico,
el cual, aunque por lo general no se diga en voz alta, se juzga que debe
desaparecer sin dejar rastros, ni aún lingüísticos, para que el mundo pueda
ser, por fin, feliz. En palabras de Marx: “La
abolición de la religión, como felicidad ilusoria del pueblo, es necesaria para
su verdadera felicidad”. Léase que el exterminio de los creyentes es
necesario para lograr una humanidad feliz. Mírese la historia y se verá que ése
es el sentido de la frase.
Según las doctrinas antiteas de la modernidad, Dios es un obstáculo
para la felicidad (y por supuesto, también los suyos). Las virtudes teologales
son el pecado contra la felicidad de la humanidad, una ilusión culpable, que
aliena al hombre de su tarea terrena. Dios debe desaparecer para que el hombre
ocupe su lugar. Y porque Dios, también la religión, también el Nosotros divino-humano, también la
Iglesia, ese conjunto de hombres que cree y rinde culto y organiza su vida y
crea cultura de creyentes [[8]].
En realidad, para este pensamiento, el pecado de la humanidad consiste en
creer. Y ésta es la fuente de su infelicidad.
Los conceptos modernos de felicidad y pecado no pierden, como se ve,
en sus nuevos engastes modernos, un carácter religioso, pero ese carácter
religioso no sólo es ya no-cristiano sino que va siendo tan militantemente
anticristiano.
La modernidad, con su mito del progreso, ha seguido haciendo promesas
religiosas de felicidad. En cuanto al pecado si no usa tan frecuentemente la
palabra, sí la culpabilización propia del pecado. Ha hecho uso religioso de
estas ideas, en la medida en que ha formulado verdaderas profecías de
felicidad, en el contexto de las promesas laicas -y a menudo explícitamente
antiteas- del mito del progreso, en su doble vertiente: la social (más propia
del marxismo) y la económica (más propia del capitalismo). Y en la medida en
que ha considerado como políticamente culpables
a quien no se plegase a su fe moderna, progresista, socialista, según los
casos, o se permitiese oponerse a ellas o discutirlas.
La modernidad interpreta la
felicidad del hombre en forma coherente con su antropolatría y considera, con
igual coherencia, que la existencia cristiana
es una existencia infeliz, que ha de abolirse para que pueda sobrevenir la
verdadera humanidad feliz [[9]].
Signo de su carácter religioso, es el hecho de que no vacila en pedir sacrificios, rasgo específico de la
religión, para alcanzar sus metas. El mito de la ruptura revolucionaria es una
modalidad de los ritos sacrificiales de la religión moderna, que emparienta con
las hecatombes.
Los sistemas políticos de la modernidad, nacidos de sus revoluciones,
reclaman la ruptura de lo existente (que es el orden cristiano, según ellos
infeliz y culpable, causante de infelicidad) como condición para lograr un
estado ideal (feliz) [[10]]. Y lo hacen con fervores inequívocamente
religiosos. Se lanzan a la cruzada con fervores análogos a los que, sin
embargo, reprueban en los que acusan de haber sido Cruzados. Se ha podido decir
que “hoy la única forma aceptada de fanatismo es el fanatismo contra los
creyentes” [[11]].
Al servicio de estas
revoluciones político-religiosas (o religioso-políticas) han estado los
filósofos modernos, racionalistas,
idealistas, marxistas, positivistas, ateos y antiteos, desde Kant y
Hegel hasta Fukuyama. Sus doctrinas han tenido una función profética análoga a
la que tenían en el Antiguo Testamento los falsos profetas del rey: justificar
los rumbos del poder mediante falsas promesas de felicidad y culpabilizar a los
opositores [[12]].
En una obra crítica que se publicará próximamente, donde reexamino el
pensamiento del jesuita uruguayo Juan Luis Segundo [[13]]
, he mostrado cómo las corrientes de pensamiento en que este autor se inscribe,
inculpan, moralizándola, la crítica católica a los empujes anticristianos de la
modernidad, verdadera persecución, de la que las ideas filosóficas y modernas
fueron sólo instrumento intelectual justificador o convalidador.
3) Acedia: diagnóstico espiritual
del mal moderno
Después de comprobar el corrimiento de los conceptos de felicidad y
pecado, y de analizar lo que eso implica no sólo como abandono, sino como
inversión del sentido y hasta como refutación de la visión católica; y después
de comprobar de qué se despoja a esos conceptos para permitir su engarce en la
visión rupturista moderna y posmoderna; nos corresponde ahora proponer una
explicación espiritual de por qué la
modernidad no sólo se aparta de la visión católica, sino que aspira a abolir el
histórico y concreto nosotros divino-humano católico, que es portador de dicha
visión.
Subrayamos lo de explicación espiritual,
para distinguir nuestro diagnóstico de tantas otras explicaciones tomadas de
las ciencias humanas: de la historia de las ideas, de la filosofía, de las
ciencias políticas, socioeconómicas, etc.. La nuestra pretende ser una
explicación no solamente religiosa, ni exclusivamente teológica, sino de alguna
manera profética, o sea un
discernimiento de los espíritus co-actuantes con el hombre en la historia
humana. Porque lo que últimamente está en juego en esta dramática oposición de
la modernidad a la Iglesia, y en nuestra confrontación con el secularismo a la
que nos convoca Juan Pablo II en este paso de milenio, es el reconocimiento o
la negación de la obra histórica del
Espíritu Santo. Y la negación de esa obra ha de ser discernida,
proféticamente, como demoníaca. Peor aún, como blasfema contra el Espíritu
Santo, pecado que no tiene perdón porque no quiere dejarse perdonar.
Ese diagnóstico y explicación espiritual,
nos la proporciona el tradicional concepto de acedia. Primeramente definiré conceptualmente en qué consiste la
acedia, y luego, para ejemplificar esa doctrina, ofreceré, como última parte de
esta exposición, una descripción de la acedia en la cultura norteamericana.
Tristeza, envidia, acedia
Los tres pecados capitales anunciados en el título de nuestra
exposición son, uno solo, porque
Tristeza, Envidia y Acedia [[14]]
son lo mismo: son aquella tristeza o
envidia diabólica por el bien divino que la tradición católica conoció como Accidia.
Si la palabra acedia
estuviese en curso y todavía dijese algo a la mayoría de los miembros del
pueblo de Dios, esta exposición bien podría haberse titulado también
simplemente: Felicidad y Acedia, o Felicidad y Pecado, y nuestra exposición
bien pudiera darse por terminada con lo dicho.
La acedia es una absurda tristeza por Dios y los
sumos bienes que constituyen la felicidad del hombre. Tristeza por la comunión
divino-humana. Envidia por la caridad en su realidad histórica, que no es otra
que la del único Nosotros tal como se
da en la comunión divino-eclesial.
La acedia, dice Santo Tomás: Acomporta una cierta
tristeza que nace de la afectividad del hombre por el bien espiritual divino.
Tal repugnancia es manifiestamente opuesta a la caridad, la cual adhiere al
bien espiritual y se complace en él” [[15]].
Sin podernos detener en ellos enumero algunos
ejemplos bíblicos donde se manifiesta esa tristeza por el bien: pensemos en
Judas que reprocha a la Magdalena su gesto de amor a Jesús que va a morir, como
si fuera un derroche del perfume y una crueldad con los pobres; pensemos en la vergüenza de Mikal por la
danza de David delante del Arca; pensemos en los muchachos que se burlan del
profeta Eliseo y serán de grandes los que matan a los profetas; pensemos en los
hijos de Jeconías que no se alegran con la recuperación del arca, porque
interrumpe la cosecha, pensemos en Caín, triste por la alegría de Dios con la
ofrenda de Abel; pensemos en Esaú que menosprecia su primogenitura y la
malvende por un guiso; pensemos en el pueblo rebelde que no quiere entrar en la
Tierra. Pensemos en la pasión de Cristo:
por acedia de sus enemigos muere Jesús y por acedia son perseguidos los
apóstoles y todos los mártires de la historia. Sin embargo, Pedro está tan
acédico ante la cruz como los que crucificaban a su Maestro. Hay una acedia de
los creyentes. Acedia es, según Jeremías, ser ciego para el bien: apercepción.
Y para Isaías tomar el bien por mal, el
mal por bien, lo dulce por amargo y lo amargo por dulce: dispercepción.
Que la acedia deba ser considerada, no sólo como un pecado mortal más,
sino como el pecado de los pecados, como el pecado por antonomasia, deriva del
hecho de que es el pecado que se opone directamente al amor de Dios. Santo
Tomás lo explica en estos términos: Adado
que la acedia es algo mortal, ya que se opone abiertamente a la caridad, que es
por la que tiene vida el alma, se sigue que la acedia es pecado mortal por su
propio género, pues como dice la 1 Juan 3,14: >el que no ama, permanece
en la muerte=. Y hay que considerar que
así como la envidia, que es una tristeza por el bien del prójimo, es pecado
mortal por su género, ya que es opuesta a la caridad como amor al prójimo, de
la misma manera, la acedia, que es tristeza por el bien espiritual divino, es
también pecado mortal por su género, ya que se opone a la caridad en cuanto
amor a Dios” [[16]].
Hablar de felicidad del hombre y estos tres pecados capitales, es, pues, como hablar de felicidad del hombre y su principal contrario: la acedia. Y quiero aquí hacer notar, de paso, que la acedia, en cuanto que consiste o comporta una indiferencia ante el bien o el mal, es equivalente a la indiferencia ética de la conducta cínica.
Me he ocupado extensamente de la acedia en dos libros recientes [[17]],
a los se debe en gran parte mi presencia esta noche aquí. En esos libros aplico
la tradicional doctrina sobre el pecado de acedia a nuestra civilización
moderna. La doctrina tradicional, atiende a las manifestaciones individuales de
la acedia y aún entre ellas, pinta predominantemente sus formas monásticas. He
advertido incidentalmente no sólo su presencia en nuestra cultura moderna, sino
que ella es su mal característico; y que sus impregnaciones amenazan y, en
muchos casos, afectan también, anónimamente, a los católicos.
La modernidad socializó y organizó a la acedia en forma de
civilización. Ella la convirtió, - como he dicho en En mi sed me dieron vinagreA- en: “una atmósfera que nos envuelve sin sentirla. Se la puede encontrar en
todas sus formas: en forma de tentación, de pecado actual, de hábito extendido
como una epidemia, y hasta en forma de cultura con comportamientos y teorías
propias que se trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o
académicas. Si bien se mira, la nuestra puede describirse como una verdadera y
propia civilización de la acedia@. Y esto es lo que apuntan a mostrar nuestro ensayos de teología
espiritual y pastoral, que tienen, por eso, también mucho de teología de la
historia y de interpretación profética del presente.
Acedia: una categoría de
nuestra tradición que urgía recuperar
Es un hecho reconocido que el término acedia es poco usado, poco conocido por muchos. Pertenece a los
tesoros perdidos, saqueados o enterrados, del lenguaje de la fe, que urgía
recuperar o desenterrar. Espero que la definición de Santo Tomas y la
enumeración de casos bíblicos, que ofrecí antes, les permita ver con qué
evidencia se aplica al afecto anticatólico de la Ilustración y de la
Modernidad, y a su amplio espectro da anticatolicismo de derecha e izquierda,
al odio marxista, leninista, stalinista y en general soviético, y a todas las
tirrias filosóficas y políticas cuya enumeración les ahorro. Es mi deseo que la
etiqueta de la acedia termine de hacérseles tan evidente y con ello tan
espiritualmente operativa como a mí. Y a eso apunta también lo que resta de
esta exposición.
El pecado capital de acedia consiste, les decía, en una absurda tristeza por aquellos bienes de los que se
goza la caridad [[18]].
Los Santos Padres
vieron en la acedia el pecado propiamente demoníaco, que se entristece, no por
cualquier bien de la creatura, sino por los bienes divinos.
El objeto en que
convergen la acedia por el bien de Dios y la envidia por el bien de los
hombres, es la comunión del hombre y
Dios. Por eso se concentra en el misterio de la Encarnación que celebramos, y
se exaspera con nuestras celebraciones: la del quinto centenario y ahora la del
milenio. Su exasperación se pone de
manifiesto en forma de burlas, de exposiciones y films blasfemos, de
publicidades sacrílegas, de iniciativas legales, socioeconómicas y políticas,
que es difícil pensar no obedezcan a intenciones secretas y planificaciones
ocultas del Faraón y sus servidores.
Naturalismo, gnosis,
antiteísmo.
A medida que el Señor me ha ido dando a comprender mejor la realidad y la naturaleza de la acedia en sus concreciones históricas, se me han ido imponiendo algunas grandes evidencias que quiero compartir sintéticamente con ustedes;
1) Primera: que el Naturalismo
es acedia. Y que aleja a Dios a su empíreo de Causa Primera, para evitarse la
comunión, para no tener que encontrarse ni contar con Él en este mundo y en el
reino de las causas segundas. El naturalismo es también envidia, en cuanto
rechaza y odia el trato cercano, de oración y de amistad que con Dios tenemos
los creyentes.
2) Segunda: que la Gnosis, es acedia. Y que convierte a Dios en idea, para poder cuestionarlo dudar de su existencia y manejar la idea de Dios, sin necesidad de tratar con Él. También la gnosis procede del rechazo a la comunidad de Dios y los creyentes.
3) Tercera: El ateísmo y el antiteísmo son acedia. El ateísmo niega la
existencia de Dios, y el antiteísmo afirma que hasta su sola idea es una
ilusión nociva y que ha de ser erradicada. Ambos son acedia, porque cada uno a
su manera, rechazan y evitan la comunión con Dios [[19]].
En el fondo de todas
las modernas formas de la acedia está el rechazo a la comunión, en la que ,sin
embargo, consiste la felicidad [[20]].
De parte creyente, la
acedia ante la persecución se manifiesta, como vergüenza y como miedo a la
persecución del mundo. Creo que entre nosotros, en la actualidad, se expresa
predominantemente en forma de negación por el silencio. Se sufre con temor y
con vergüenza la persecución cultural, la opresión social y económica, la
represión demográfica, la privación de libertad educativa, el desamparo legal
ante la burla, los sacrilegios, la violencia. Pero se teme ver y decir que se
trata de persecución. Es acedia –y, aunque duela usar la palabra para aplicarla
a creyentes, hay que confesar que es una forma de cinismo-, desentenderse del
carácter de persecución que tienen ciertos hechos políticos. No llamar a las
cosas por su nombre. Estar en Egipto, agobiados por la dura servidumbre,
perseguidos para el exterminio por el Faraón, y vivir como si estuviésemos en
la libertad de la Tierra de Dios. No querer ver la persecución, es una forma de
ocultar y de negar la cruz. Quizás sería hora de entablar una pastoral lúcida
de la persecución, para foguearnos todos y ayudarnos a resistirla y superarla
victoriosamente mediante la victoria que vence al mundo, nuestra fe.
La acedia, pecado como un no a la felicidad
La acedia se opone a nuestra felicidad verdadera, de manera mucho más
frontal, directa y devastadora, que cualquiera de los otros pecados capitales.
Puede decirse que la acedia consiste en la oposición misma a la felicidad del
hombre, consiste en la tristeza por la felicidad; consiste propiamente en un no a la felicidad, un no a la fiesta de Dios, un no a su amor. La acedia es el pecado
esencial y consiste en un no a la felicidad y un no a los felices. Es la
raíz de todos los pecados. Su maldad es espiritual, es el rechazo directo y
hostil de la comunión con Dios.
Santo Tomás se refiriere en estos términos a la acedia de los
condenados: ALos condenados, antes del día del juicio, verán a los bienaventurados
en su gloria, aunque no conozcan la naturaleza de dicha gloria. Sólo sabrán que
es una gloria inestimable. Y esto los turbará, tanto porque debido a su envidia
se dolerán, tanto de la felicidad de los justos, cuanto por haberla perdido
ellos mismos. [...] Pero después del día del juicio, serán totalmente privados
de la visión de los bienaventurados. Sin embargo, no por esto disminuirá su
tristeza, sino que se aumentará. Porque tendrán la memoria de la gloria de los
bienaventurados que contemplaron durante el juicio o antes del juicio, y esto
les atormentará; y más se afligirán por ser considerados indignos de contemplar
la gloria que merecen los justos” [[21]].
Los creyentes presenciamos y padecemos ya desde desde ahora, en
nuestra vida temporal y terrena, los anticipos históricos de este odio, que ya
está fermentando en la historia y se
organiza y desborda contra nosotros. A menudo, por ignorar esta bienaventuranza,
la existencia del católico ingresa en un cono de sombra de tristeza,
acedioso, del que se regocija la
persecución.
Quiero completar mi exposición de esta noche presentando el
diagnóstico espiritual, coincidente con el mío, de un prominente norteamericano,
que después de pasar revista a los
males de la sociedad de los EE.UU., afirma que la raíz de ellos es un mal de
naturaleza espiritual y su nombre es: acedia.
William J. Bennett, graduado en derecho en Harvard, doctor en
Filosofía por la universidad de Texas, Ministro de Educación durante el
gobierno del presidente Ronald Reagan, es conocido también como autor del
bestseller The book of Virtues, El
libro de las Virtudes, con más de dos millones de ejemplares vendidos. Es un
hombre bien conocido en Norteamérica y buen conocedor de la sociedad
norteamericana. Lo que dice Bennett de su país se aplica en su medida también a
nosotros, ya que los países latinoamericanos somos epígonos de aquél país que
nos exporta e impone su modelo moderno de civilización
feliz. A sus promesas seductoras y a sus encantos parecen incapaces de
resistirse nuestra clase política, nuestros intelectuales y gobernantes, y en
buena medida nuestros pueblos y
nosotros mismos.
En abril de 1995 Bennett expuso en un seminario para dirigentes
nacionales, organizado por el Hillsdale College [[22]],
las ideas que paso a resumirles:
ACuando se examina la situación social y cultural de
la moderna sociedad norteamericana, -
comienza diciendo Bennett - son muchos
los que están de acuerdo en afirmar que ofrece muchísimos motivos de
preocupación. Y sin embargo, pienso que no llegan a medir el mal en su real
dimensión, en su profundidad y su verdadera naturaleza@.
Bennett ilustra esta afirmación con testimonios de extranjeros que
opinan sobre la situación americana y señalan la violencia y el pánico
ciudadano en que allí se vive. Una estudiante polaca le decía: “Cuando recién llegué a Estados Unidos fue
como entrar en un mundo loco, pero ahora me estoy acostumbrando. Y debo decir
que no es bueno acostumbrarse a esto”.
Bennett comprueba:“algo ha
pasado en América. [...] No es que vivamos en una sociedad completamente
apartada de la virtud. Mucha gente vive bien, decentemente y aún
honorablemente. Hay familias, escuelas, iglesias y barrios que trabajan. Hay
lugares donde se enseña y se aprende la virtud. Pero esto se da mucho menos que
lo que debiera darse”.
Bennett reconoce que los EE.UU. sobresalen en bienestar, consumo,
tecnología, y muchos otros aspectos, que los ponen a la cabeza de las naciones:
“Desde 1960 la población aumentó el 41%;
el producto bruto se triplicó, las erogaciones sociales crecieron de 142 a 787
billones de dólares.[...]
Las áreas en las que hemos
hecho mayores progresos son las del confort, la prosperidad económica y la
difusión de la democracia en el mundo libre. Los americanos han alcanzado un
nivel de vida que era inimaginable 50 años atrás. Hemos visto extraordinarios
avances en la medicina, la ciencia y la tecnología. La expectativa de vida se
ha incrementado en más de veinte años durante los últimos sesenta años. La
igualdad de oportunidades se ha extendido a todos aquellos a los que les era
negada. Y por supuesto EE.UU. sobresalió en una dura lucha contra el
comunismo”.
Pero nuestro autor
comprueba que todo esto no basta para hacer feliz al norteamericano: “¿Por qué los norteamericanos se sienten tan
mal cuando las cosas están económica y militarmente tan bien? ¿Por qué en medio
de esta prosperidad y seguridad hay mucha gente – casi el setenta por ciento de
la población – que dice que estamos desorientados?” Y trata de explicar: “Si tenemos empleo suficiente y más
crecimiento económico – si tenemos ciudades de alabastro – pero nuestros hijos
no han aprendido a andar en el bien, la justicia y la misericordia, entonces el
experimento americano, a pesar de su brillo habrá fracasado”
¿Cuáles serían los
signos de ese fracaso social en el terreno de la vida virtuosa? Dice Bennett
que en los treinta años que van de 1960 a 1990: “hubo un aumento del 560% en el número de crímenes violentos; más del
400% de aumento en el número de nacimientos ilegítimos; se multiplicó por
cuatro el número de divorcios; por tres el porcentaje de niños que viven con
uno solo de sus padres; aumentó un 200% el número de suicidios de adolescentes;
cayó en un 75% el promedio de rendimiento de los estudiantes secundarios. [...]
Actualmente el 30% de los nacimientos y un 68% de los niños de color, son
ilegítimos. Hacia el final de la década, según los pronósticos más confiables,
el 40% de todos los nacimientos y el 80% de los de madres menores de edad, se
producirán fuera del matrimonio”.
Entre los países industrializados, los EE.UU. están a la cabeza del número de abortos, divorcios e hijos ilegítimos. Están en la vanguardia de los asesinatos, violaciones y crímenes violentos. En educación básica y secundaria, van a la zaga con los más bajos logros de aprendizaje.
Del deterioro escolar
ocurrido en el último medio siglo dan idea los sondeos entre los maestros. En
1940, los docentes luchaban con los niños porque hablaban sin permiso, mascaban
chicle, corrían en los patios, no hacían bien la fila, o por problemas con el
ruido, el vestido, la desprolijidad y el desorden. En 1990, los docentes se
enfrentaban con: uso de drogas, abuso de alcohol, embarazos, suicidio, violaciones,
robos y asalto, armas en la escuela.
“Estos hechos –continúa Bennett- por sí solos son evidencia de una sustancial regresión social. Pero hay
otros signos de decadencia que no se prestan tan fácilmente a un análisis
cuantitativo. Estoy hablando de las características y hábitos morales,
espirituales y estéticos de una sociedad – lo que los griegos llamaban su ethos. [...] Hay rudeza, insensibilidad, cinismo,
superficialidad y vulgaridad en nuestros tiempos. Hay demasiados signos de
pérdida de civilización, o sea de civilización corrompida. Y lo peor tiene que
ver con nuestros hijos. Aparte de las cifras y los hechos específicos, está el
creciente crimen crónico contra la niñez, de hacerlos envejecer prematuramente.
Vivimos en una cultura que parece a veces
dedicada a la corrupción de los menores, a garantizar la pérdida de su
inocencia antes de tiempo”.
“Esto puede sonar a demasiado pesimista o alarmista. Pero
pienso que es tal cual es. Y lo que me preocupa es ver que la gente no parece
suficientemente alarmada. Pienso que no nos indignamos como corresponde. Nos
hemos habituado a la descomposición cultural de la que somos testigos. [...] La
gente se está acostumbrando, como la joven polaca, a cosas a las que no es
bueno acostumbrarse. Se está padeciendo una sobredosis de atrocidades y se está
perdiendo la capacidad de asombrarse, disgustarse e indignarse. Hace unos años
once personas fueron asesinadas en Nueva York en diez horas; hasta donde sé,
nadie se estremeció. Poco después un criminal violento, atracó y casi mató a un
anciano de 72 años, fue baleado por un oficial de policía mientras huía de la
escena del crimen, pero fue recompensado con más de cuatro millones de dólares.
Silencio virtual”.
Bennett recuerda que
durante los disturbios en los Ángeles, dos individuos fueron filmados mientras
sacaban por la fuerza a un hombre de un camión, le golpeaban el cráneo con un
ladrillo y bailaban victoriosos sobre su cuerpo caído. Sus abogados los
defendieron alegando que eso era lo normal en un tumulto. Y cuando salieron
absueltos del juicio lo que se pudo percibir en la mayoría de los condados, fue
un suspiro de alivio. “Estamos perdiendo
el sentido cívico y moral ante la violencia y la crueldad” concluye
Bennett.
Bennett continúa su
examen con la música rockera que celebra la tortura y el abuso contra las
mujeres ante multitudes de jóvenes que crecen en las calles miserables, sin
familia ni padres.
Se hace eco de las
críticas a la televisión que divulga una crueldad y una promiscuidad
desenfrenadas. Pero Bennett estima que hay en la televisión cosas aún peores
que la apología de la violencia y la corrupción sexual. “Lo peor de la televisión es lo que se dice en los shows durante el
día, en los cuales la exhibición de la indecencia se celebra como virtud.[...]
Hubo un tiempo en que los fracasos personales, los deseos subliminales y el
gusto perverso, iban acompañados de culpa o vergüenza, o al menos por el
silencio. Actualmente son contraseña para aparecer en el show de Sally Jessy
Raphael o en algún otro de las docenas de shows parecidos. He aquí una lista de
temas agitados en estos shows en el lapso de quince días: parejas cruzadas;
triángulos amorosos; un hombre cuyo ideal en la vida es engañar a sus parejas
ocasionales haciéndoles creer que usa preservativo durante la relación;
conductas sexuales femeninas compulsivas; prostitutas vocacionales que aman su
profesión; un extraficante de droga; una joven prisionera en una verdadera
lucha por mantener su integridad. Estos programas son un problema social de
doble filo. El primer filo consiste en los tantos que apetecen aparecer en
ellos para exhibirse. El segundo filo es que muchos sintonizan para verlos
exhibirse”.
“¿Quién tiene la culpa?” se pregunta Bennett. Inmediatamente
advierte a los conservadores contra su inclinación a echar toda la culpa a los
liberales. “El liberalismo contemporáneo
tiene mucha cuenta que dar, muchas de sus doctrinas han causado mucho daño. Las
universidades, los intelectuales, los grandes cerebros y las oficinas del
gobierno han vertido chorros de veneno en las aguas del discurso nacional..
Pero señalarlos a ellos o a otros pequeños grupos como los culpables de todo,
es erróneo. Lo peor de todo esto es que no es algo que nos hayan hecho, sino
algo que nos hemos hecho a nosotros mismos”.
“¿Por qué ocurre todo esto? -se pregunta entonces Bennett- “¿Qué
es lo que hay detrás de todo esto? Se han propuesto argumentos muy ingeniosos
para explicar este estado de cosas. La gente que piensa ha señalado como
causas: el materialismo, el consumismo, la sociedad permisiva, los escritos de
Rousseau, Marx, Freud, Nietzsche, el legado de la década de los 60, etc., etc.
Permítanme exponerles mi opinión”.
“Les propongo mi tesis de que la crisis de nuestra época es
de orden espiritual. Específicamente, nuestro mal es lo que los antiguos
llamaban acedia.
Acedia es el pecado de pereza. Pero lo que los santos entienden por acedia, no
es la pereza en la que pensamos nosotros habitualmente, que consiste en la
dejadez para los deberes cotidianos. La acedia es otra cosa. Bien entendida, es
una aversión y una negación ante lo espiritual. La acedia se pone de manifiesto
en una ansiosa e indebida preocupación por lo exterior y lo mundano. Consiste
en una pachorra y ausencia de interés por las cosas divinas. Trae aparejada,
según los antiguos, una cierta tristeza y dolor por todo. La acedia se pone de
manifiesto en un rechazo carente de alegría, malhumorado, y egotista de la
vocación a ser hijos de Dios. El hombre acedioso odia todo lo espiritual y
quiere verse exento de sus exigencias. Según los antiguos teólogos la acedia
produce odio contra todo lo bueno. Y este odio realimenta el rechazo, el mal
humor, la tristeza y el dolor”.
“La acedia no es un mal espiritual nuevo, por supuesto. Es
conocido como el séptimo pecado capital. Pero hoy en día viene en aumento”.
Bennett cita a
continuación dos testimonios famosos, el del novelista americano Walker Percy y
el de Aleksandr Solzhenitsyn. Y continúa:
“El mal que nos aflige es la corrupción del corazón, la deserción del
alma. Nuestras aspiraciones y nuestros deseos se orientan hacia los objetos que
no corresponden. Y solamente cuando nos orientemos hacia los fines correctos –
hacia la fortaleza, lo noble, lo espiritual – mejorarán las cosas”.
Y Bennett completa esta
descripción social del mal de acedia con nuevas observaciones: “Al diagnosticar que nuestro principal
problema es del orden espiritual y consiste en una debilidad espiritual, sé que
voy contra la sensibilidad de muchos.
Hay en nuestros tiempos una repugnancia y resistencia a hablar seriamente de
asuntos espirituales y religiosos. ¿Por qué? Quizás esto tenga algo que ver con
la hipersensibilidad y profunda incomodidad moderna ante los mandamientos de
Dios. Entre otras malas costumbres, nos hemos habituado también a no hablar de
las cosas que importan más, y por eso no lo hacemos”.
“Se oye decir a menudo que las creencias religiosas son un asunto privado que no corresponde tratar públicamente. Este es un criterio insostenible, por lo menos en algunos aspectos. Sea cual fuere la fe que uno tenga – e incluso en el caso de que no se tenga ninguna – lo cierto es que cuando millones de personas dejan de creer en Dios, o cuando su fe es tan débil que sólo se cree de palabra, se siguen de ese hecho enormes consecuencias públicas. Y cuando a esto se le agrega una extendida aversión al lenguaje espiritual en la clase política e intelectual, las consecuencias públicas son aún mayores. ¿Cómo podría ser de otra manera? En la modernidad, nada ha tenido tan vastas consecuencias o consecuencias tan manifiestas, como el hecho de que grandes sectores de la sociedad norteamericana se hayan apartado de Dios o lo hayan empezado a considerar irrelevante, o piensen que ha muerto. Dostoiewsky recuerda, en Los Hermanos Karamazov que ‘si Dios no existe, entonces todo está permitido’. Nosotros estamos ahora presenciando ese ‘todo’. Y no es bueno acostumbrarse a la mayor parte de todo esto”.
¿Qué hacer?
En primer lugar: no temer. La civilización de la acedia es la que teme. Teme al Espíritu Santo, a los creyentes, a la comunión de Dios con los hombres. Sus raíces se nutren de los profundos terrores del príncipe de este mundo y de las tinieblas. Como dice Santiago: los demonios tiemblan. La civilización de la acedia no merece detenerse a contradecirla. Sí es necesario tenerla discernida y conocida para no sucumbir a sus engaños. Es una civilización profundamente infeliz y enemiga de la felicidad. Su Faraón es mentiroso y homicida desde el principio. Desde la Cruz, en adelante, la pasión de los que aman a Dios es su derrota.
¿Qué hacer?
En segundo lugar: amar
a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Allí está
al mismo tiempo la felicidad y la derrota del pecado.
Bien dice San Juan: No hay miedo en la caridad, la caridad
perfecta exorciza el miedo (1 Juan, 4,18). El gozo de la caridad, exorciza
la acedia.
El que ha asistido a un
exorcismo y lo ha visto retorcerse de ira, de sufrimiento y de odio ante la
alabanza o un canto de amor, sabe que Juan dice la verdad. La caridad ardiente
es ella sola un poderoso exorcismo que destruye el dominio del espíritu de la
acedia.
¿Qué hacer?
Aspirar ardientemente
al carisma mejor, al camino mejor. Desear intensamente el fervor de la caridad
y pedirla, pues es un don. Nadie es culpable de no lograrla, sino de no
pedirla.
En este mundo frío: los tibios se congelan. Hemos de ser nosotros, los hijos de Dios los que lo encendamos y calentemos en el fuego del Espíritu Santo. Para eso fuimos engendrados en ese Espíritu, para eso fuimos llamados, para eso fuimos preservados.
No hay otra dicha que la caridad, no hay otra desdicha que el pecado. Y ningún pecado más grave y más difícil de sanar que la tristeza opuesta al gozo de la caridad. Tristeza que anima a la Babilonia moderna y la incita contra el pueblo de Dios. El Príncipe de este mundo no lo juzga con mirada humana por las debilidades de la carne, sino que teme de él lo que puede ser por el poder divino.
Si queremos instaurar el Reino de Cristo, o construir la civilización de la caridad, que no es la de la filantropía, hemos de saber que el terreno no está vacío y que los que lo ocupan organizan la resistencia contra Jerusalén. Pero se nos manda no temer y se nos manda amar con todo nuestro ser. Si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros?
Los que van por el camino de la Caridad, que es la única que permanece después que pasa todo, prevalecerán: todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe.
Oración
Padre, engéndranos, en esta hora, y en cada hora; en este día, y en cada día. Queremos recibir el ser de Ti siempre y en cada momento aquí sobre la tierra; y en el cielo eternamente, para que podamos glorificarte como Tú lo mereces. Danos el ser, el ver, el oír, el pensar, el entender, el querer tu voluntad, el recordar tu caridad, el quererte sobre todas las cosas. Oh Tú Padre, fuente de caridad, de donde venimos y hacia donde vamos. Gozo nuestro y paz nuestra. Felicidad nuestra. Te adoramos, te alabamos, te bendecimos. No tenemos felicidad fuera de Ti. Darte gloria es la felicidad de tus hijos. No nos dejes caer en la tentación en esta civilización de la acedia en la que nos has colocado, que se entristece por nuestras alegrías. Líbranos del Malo. Que nada pueda su tristeza contra el gozo de tus hijos. Para que nada empañe tu gloria y la que le diste a tu Hijo Jesucristo. Amén.
[1] Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, Lib 3., Caps. 27-36
[2] AEl hombre de Fukuyama es el hombre de los >deseos=, deseos de bienestar, acuciados por los medios de comunicación, especialmente la televisión, que se ven correspondidos por el progreso de la técnica. El fin último del hombre, su >felicidad=, es la felicidad de la inmanencia@ Alfredo Sáenz, El Nuevo Orden Mundial, último estadio de la revolución anticristiana, en: Gladius No. 28.
[3] AAcerca del placer o bienestar se han dado tres opiniones. Una fue la de los epicúreos, que afirmaban que el bienestar en cuanto bienestar y por sí mismo era el bien mejor, y que, por lo tanto, todo bienestar es bueno. Otra opinión fue la de los estoicos y la de los platónicos, que afirmaban que todo placer o bienestar es malo. La tercera posición fue la de Aristóteles y los peripatéticos, que afirmaron que ciertos placeres o bienestares son buenos y otros malos y que nada impide que algunos placeres o bienestares sean los bienes más elevados entre los bienes del hombre. En efecto, el bienestar o el placer, son consecuencia de alguna acción o actividad del hombre, por lo que, cuando el hombre ejercita alguna actividad que sea la más elevada y excelente entre las buenas acciones humanas, en lo que consiste propiamente la felicidad, entonces, la felicidad [que le deriva del ejercicio de la virtud más excelente] es una complacencia, un bienestar o un placer bueno. Y no hay que considerar que la felicidad como ejercicio de la virtud sea algo distinto de la satisfacción que hay en ella, pues son como una sola cosa. Así como del perfeccionamiento y de lo perfectible se hace una sola cosa perfecta; de la misma manera, de la complacencia y del ejercicio de la virtud se hace una acción perfecta, que es la felicidad; puesto que el placer es una perfección de la acción. El filósofo no se pronuncia acerca de cuál ha de ser elegida por la otra: si la felicidad por el placer, o el placer por la felicidad. Pero de acuerdo a la verdad objetiva, parece que se debe afirmar que el placer debe subordinarse a la acción buena como a su fin. De la misma manera que todos los bienes secundarios no son bienes por sí mismos, sino en relación a los bienes que permiten alcanzar. El placer es, por lo tanto, un bien que sobreviene a alguna actividad , como va unida la hermosura a la juventud; por lo que el bienestar se ordena a otra cosa y no es un fin en sí. De modo que, propiamente hablando, el placer no es el bien mejor, sino algo que proviene de algo mejor, esto es, de la felicidad. La felicidad reporta su propio bienestar@ Santo Tomás, In IV Sententiarum, d. 49, q. 3, art.4, c. (traducción mía).
[4] ALa beatitud, por ser el fin al cual se refieren todos los deseos, es necesario que sea algo cuya posesión no deje nada más que desear [...] Y por lo tanto concedemos simplemente que la verdadera felicidad del hombre se encuentra después de esta vida. Pero no negamos que ya en esta vida pueda alcanzarse una cierta participación de la bienaventuranza@ Santo Tomás, In IV Sententiarum d. 49, q. 2 art. 1D, ad. 4m
[5] ALa felicidad consiste esencialmente en el ejercicio de la virtud. Los bienes exteriores, que dependen de la suerte o la fortuna pertenecen a la felicidad de manera secundaria y casi instrumental, y no debemos considerarlas decisivas a la hora de declarar si alguien es feliz o infeliz. Pero el ejercicio de las virtudes es lo decisivo para declarar feliz a alguien, ya que el motivo principal para que se llame feliz alguien, es porque obra virtuosamente, y el obrar opuesto, o sea vicioso, es lo decisivo para lo contrario, es decir para considerar alguien infeliz. O sea que es verdaderamente infeliz aquél que insiste en obrar viciosamente@ Santo Tomás, Sententia Libri Ethicorum, Lib. 1, Lect. 16, N. 1. Se ve claramente que, la ecuación Aristotélica entre felicidad y virtud, e infelicidad y vicio, se presta perfectamente para cristianizarse en la ecuación: felicidad y caridad; infelicidad y pecado, es decir infelicidad y desamor.
[6] ) ANada hay en la vida humana que sea tan permanente como el ejercicio
de la virtud [...] Y entre todas las virtudes, aquéllas que son más honorables
parecen ser las más permanentes, ya porque son las más intensas, ya también
porque se ejercitan más de continuo viviendo de acuerdo a ellas, y ése es el
ejercicio de las virtudes perfectísimas en el que consiste la felicidad@ Santo Tomás, Sententia Libri
Ethicorum, Lib. 1, Lect. 17, N. 1-4. Santo Tomás explica que la más
excelente y permanente de las virtudes, >la que
nunca pasará= al decir de san Pablo, es la caridad y consiste en una amistad con
Dios: Apero la
amistad que tenemos con Dios [...] excede los límites de nuestra naturaleza,
por lo que es necesario que seamos elevados a dicha amistad por un don
especial, al cual llamamos virtud@ Santo Tomás, In III
Sententiarum d. 27, q. 2, art. 2, ad 1m.
[7] ALa felicidad se ve más afectada por lo que le sucede a los amigos
que por la propia fortuna con los bienes exteriores y contingentes@ Santo Tomás, Sententia Libri Ethicorum, Lib. 1, Lect. 17, N. 5.
[8] ALa lucha contra la religión es, por lo tanto [...] lucha contra el otro mundo, del cual la religión es el olor espiritual [...] La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la creatura oprimida; es el corazón del mundo sin corazón, así como es el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo. La abolición de la religión, como felicidad ilusoria del pueblo, es necesaria para su verdadera felicidad. La exigencia de quitar las ilusiones sobre su situación es la exigencia de quitar una situación que necesita ilusiones. La crítica de la religión es, pues, en germen, la crítica de este valle de lágrimas, del cual la religión es la aureola.@ Karl Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843), en: Karl Marx frühe Schriften, Ed. Cotta, Stuttgart 1962, B. 1, p. 488. No es extraño que Marx no hable de Dios, sino de la religión. El lugar de Dios es hábilmente suplantado por la religión inmanentista. Hablar de religión en lugar de Dios, es ya invertir los términos del problema, porque si hay religión es precisamente porque hay Dios; es ya el inmanentismo postulado como punto de partida, ha notado J. A. Riestra, Karl Marx: Escritos juveniles, Ed. Emesa, Madrid 1975, p. 31
[9] APara Hegel, el objeto real del pensamiento religioso es el Hombre mismo: toda teología es necesariamente una antropología@ Alexandre Kojeve, La Dialéctica del Amo y del Esclavo en Hegel, Ed. La Pléyade, Buenos Aires 1971, p. 306. APara Hegel, es el Hombre quien se transforma en Dios al final de la Historia, mediante la Lucha y el Trabajo que crean la Historia: la >encarnación= es la Historia universal: la =revelación= es la comprensión de esta Historia que tiene Hegel y expresa en la Fenomenología@ o.c., p. 135.
[10] Hegel considera que Ael cristiano religioso es capaz de complacerse en la infelicidad de su conciencia@ Alexandre Kojeve, La Dialéctica del Amo y del Esclavo en Hegel, Ed. La Pléyade, Buenos Aires 1971, p.126. ALa actitud cristiana es una actitud de esclavo@ o.c., p. 131. AEl cristiano es el pagano devenido consciente de su insuficiencia; pero en tanto que cristiano, permanece en ese estado, en su desdicha@ o.c., p. 133. ALa conciencia cristiana es una >conciencia desgarrada=. Mundo de descontentos, de pre-revolucionarios: es también el mundo del discurso de la fe, de la utopía, del error@ o.c., p. 134.
[11] William J. Bennett, en el
discurso que citaremos más adelante
[12] Desarrollo este tema en el capítulo quinto de Mujer ¿por qué lloras? Lumen, Bs. As. 1999. Puede verse también: “La
felicidad como asunto profético. Pseudoprofecías de la modernidad y una
profecía católica en Uruguay: Juan Zorrilla de San Martín” en: Gladius No. 40, 1997, pp. 91-114
[13] Teologías
decididas. El pensamiento de Juan Luis Segundo S.J. en su contexto. Reexamen,
informe crítico, evaluación. Ed. Encuentro, Madrid 2000
[14] O acedía, con acento en la i, como
prefieren algunos y se lee en el Catecismo de la Iglesia Católica. Nosotros
seguimos la acentuación de la matriz latina: accidia, que a su vez viene del griego akedeia
[15] Santo
Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae
de Malo, q. 11, art.3, in corp.
[16] Santo
Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae
de Malo, q. 11, art.3, in corp.
[17] En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia. Ensayo de teología Pastoral, Ed. Lumen, Buenos Aires 19992; y Mujer )por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, Ed. Lumen, Buenos Aires 1999.
[18] Santo Tomás de Aquino, Summa Theol, 2-2, q. 35, art.2, c.
[19] He tratado de este asunto en el artículo: Criptoherejías modernas: Naturalismo y Gnosis. La inversión
antropocéntrica de la fe católica, en: Gladius
No. 40, 1999, pp. 77-116. Este escrito está tomado del libro de próxima
aparición: Teologías deicidas, al que
nos referimos en otra nota.
[20] Esta acedia la ha descrito muy bien, aunque no con ese nombre,
Martín Buber, en las conferencias que se publicaron con el nombre de El Eclipse de Dios. Ed. Galatea, Bs. As. 1955
[21]
Santo
Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d. 50, q. 2,
art. 2, c.
[22] William J. Bennett, “Redeeming Our Time” en: Imprimis Nov. 1995, Vol. 24, nr. 11 (Hillsdale College, Hillsdale, Michigan 49242, USA). Una version anterior de esta presentación, apareció como “Getting Used to Decadence; The Spirit of Democracy in America” en: The Heritage Lectures, publicado por The Heritage Foundation, 1993