2.
MAS RECUERDOS DE SAN IGNACIO DE LOYOLA.
Otra vez, como el año pasado, espigo en las abundantes fuentes históricas sobre nuestro Padre y Maestro Ignacio, para evocar su memoria con nuestra Comunidad.
Ni historia. Ni biografía. Como se hace de sobremesa: saco a cuento recuerdos de la familia: “La mía es historia chica, contada en el comedor”. Asocio esos recuerdos libremente, según me dicta el corazón, la inspiración, los prontos de la memoria y el azar de las páginas que hojeo: “Quien piense que eso es desorden, bien puede tener razón”.
UNA IMAGEN QUE LLORA.
Mi evocación de Ignacio está, este año, gobernada
por la impresión que me produce la nueva imagen patronal, que nos ha llegado en
forma que me sobrecoge como milagrosa. De ese Ignacio que avanza y que con el
brazo levantado parece invitar a que lo acompañemos, me impresiona particularmente la mirada. En ese rostro
encendido por la devoción, los ojos expresan, por el enrojecimiento y el brillo
de las lágrimas el consuelo de la contemplación de Dios; la emoción que
siente el alma arrobada por la belleza inexpresable; pero cuya contemplación
quiere conducir, si fuera posible, a todos los hombres. Mirando a este Ignacio,
labrado en la madera por un artista que debió ser no sólo genial sino también
entendido en el sabor de Dios, me viene a la memoria el testimonio de Juan
Pascual que le oía orar de noche suspirando: “¡Oh Señor! ¡Y quién os
amase! ¡Oh Señor! ¡Y si el mundo os conociese!” y veía “que le salía de
su rostro como resplandor”. Rostro inflamado por el amor de Dios; ojos
arrobados por la visión interior de Dios. Nuestra imagen patronal es la única,
de las muchas imágenes de Ignacio
que llevo vistas, que expresa un Ignacio así. Y ese Ignacio me parece ser el
Ignacio más verdadero, el Ignacio más auténtico.
“Fue de estatura mediana. Mejor
dicho: algo pequeño y bajo de cuerpo en comparación con sus hermanos, que eran
altos y muy bien dispuestos. Tenía el rostro autorizado, la frente ancha y sin
arrugas, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas
que continuamente derramaba. Las
orejas medianas. La nariz alta y combada. El color vivo y templado, y con la
calva de muy venerable aspecto. El
semblante del rostro era alegremente grave y gravemente alegre, de manera que
con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía.
Cojeaba un poco de una pierna, pero sin fealdad, y de manera que con la moderación
que él guardaba en el andar, no se echaba de ver. Tenía los pies callosos y
muy ásperos, de haber andado tanto tiempo descalzo y hecho tantos caminos. Una
pierna le quedó siempre tan débil de la herida de
la que hablamos antes, y tan sensible que, por ligeramente que la
tocasen, siempre sentía dolor; por lo cual es más asombroso que haya podido
andar tantas y tan largas distancias a pie”. (Monumenta Historica Societatis
Jesu, Fontes Narrativae de S. Ignatio IV, p. 730-31)
A Ribadeneyra le impresionaron aquellos “ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba”. Las lágrimas de San Ignacio no eran lágrimas de tristeza ni de debilidad, impotencia o ira. Eran lágrimas de consolación que iluminaban más un rostro alegre. En sus ejercicios espirituales, Ignacio dice lo que es la consolación y enumera entre sus muy variadas formas posibles lágrimas: “Asimismo cuando lanza lágrimas motivas a amor de su Señor, ahora sea por el dolor de sus pecados o de la Pasión de Cristo nuestro Señor, o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y alabanza” (EE 316).
En su Diario Espiritual San Ignacio señala la presencia de lágrimas casi cada día: “Abundancia de devoción en la Misa, con lágrimas, con crecida confianza en Nuestra Señora...”; “Antes de la misa, en ella y después de ella, con abundancia de devoción, lágrimas interiores y exteriores y dolor de ojos por tantas lágrimas” (Diario Espiritual, días 2 y 5 de febrero de 1544).
El Padre Diego Laínez recogió la siguiente confidencia de los labios del mismo Ignacio: “Es tan tierno en lágrimas de cosas eternas y abstractas, que me decía que comúnmente seis o siete veces al día lloraba” (MHSJ, FN I. p.140) y coincide con este testimonio el del jesuita Luis González de Cámara:
“Solía tener el Padre tantas lágrimas
continuamente, que, quando en la misa no lloraba tres veces, teníase por
desconsolado. El médico le mandó que no llorase, y así lo tomó por
obediencia. Y así tomándolo por obediencia, como suele estas cosas, tiene
ahora mucha más consolación sin llorar de lo que antes tenía. Esto confesó
el Padre al P. Polanco, según me dijo el Doctor Olave”. (Memorial del P. L.
González, MHSJ, FN I, p. 638-39)
San Ignacio recomendaba a los demás que procuraran alcanzar de Dios esta gracia. En sus Ejercicios Espirituales Ignacio considera y recomienda las lágrimas como muy útiles y deseables. El que hace los ejercicios ha de pedirlas y buscarlas: lágrimas de contrición y crecido e intenso dolor por sus pecados. (EE 4, 55, 87); lágrimas de participación en los sufrimientos de Cristo en la Pasión (EE 48, 203). Ignacio las describe, como hemos visto entre las formas de consolación (EE 316, 320)
El jesuita francés José de Guibert (1877-1942) autorizado estudioso de ascética y mística, opinaba, a propósito del lugar que ocupaban las lágrimas en la vida de mística de San Ignacio, que “apenas si hay ningún otro santo o santa que les haya dado prácticamente un lugar semejante”. (La Spiritualité de la Compagnie de Jésus, Roma 1953, p. 45). Ignacio pide las lágrimas como un don de Dios, las espera como una revelación y sufre cuando se ve privado de ellas. Pero no por ellas misma, sino porque son el resultado de su contemplación de Dios. Las lágrimas de Ignacio son lágrimas de conmoción que le produce el trato con Dios, ante la belleza divina. Para entender lo que Ignacio llama “Gloria de Dios”, hay que entender esa experiencia interior de Dios, cuyos hitos nos relata sustancialmente Ignacio en su Autobiografía. Es la historia de un progresivo y deslumbrante encuentro con Dios en toda su grandeza y en todo su misterio. (1)
Cuando Dios se muestra, el hombre no puede menos de conmoverse totalmente. Muchas emociones pueden causar lágrimas en el hombre, incluso emociones tan poco nobles como el odio, la ira o el despecho. Pero las lágrimas de origen religioso provienen de la conmoción que el hombre experimenta al “encontrar el tesoro” o “la piedra preciosa”; al encontrarse con Dios. Son lágrimas de felicidad, lágrimas de encuentro entre los que se aman. (2)
La importancia de las lágrimas para Ignacio y en el pasado pueden extrañarnos hoy. Evidentemente, hay que tener en cuenta los cambios culturales propios de cada época.
“Sin embargo, el hecho de que
hayamos terminado por eliminar prácticamente del campo de nuestra
espiritualidad este medio específicamente humano de expresión no nos da
ninguna superioridad sobre épocas pasadas. Los mecanismos psicológicos y
sociales montados por nuestra educación imponen refrenar las lágrimas, por lo
menos en público. Pero se dice hoy, y con razón, que hay que hacer participar
todo el cuerpo en la oración. Y bien ¿qué son las lágrimas, cuando
se derraman en la oración, sino una participación del organismo
corporal, en determinadas emociones espirituales del alma en oración; emociones
que tienen necesidad de descargarse, de exteriorizarse, pero que muy a menudo
son demasiado profundas, o demasiado elevadas para poder simbolizarse de otra
forma? (Pierre Adnès, Art. Larmes en DSAM, París 1975)
San Ignacio, lo hemos visto en su diario, distingue entre lágrimas interiores y exteriores. Las lágrimas corren de sus ojos como consecuencia de unas lágrimas o emoción interior. El médico podrá ordenarle que reprima las exteriores sin que se le quiten las interiores.
Es que: “La
fe es prenda de una visión de TODO el hombre...la percepción de la fe, en
cuanto acto de encuentro de TODO el hombre, no sólo incluye
necesariamente la sensibilidad, sino que la acentúa, porque, si solo a través
de los sentidos percibe y siente el hombre la realidad del mundo y del ser, el
Dios cristiano se le manifiesta precisamente en medio de la realidad mundana”.
(H. Urs von Balthasar, Gloria. Una Estética Teológica, Tomo I, p. 323.)
No se puede separar, en el hombre, lo interior de lo exterior, lo espiritual de lo físico. Y menos en el santo, donde alcanza su perfección la integración de lo humano precisamente en el encuentro con Dios. Por eso en Ignacio, la emoción espiritual conmueve simultáneamente al cuerpo y al alma.
INSTANTÁNEAS INTERIORES.
Pero si queremos ir desde lo exterior a lo interior, desde esas lágrimas en las mejillas y desde esos ojos enrojecidos y párpados abrasados, hacia la emoción que embarga a Ignacio, tenemos abundantes testimonios en su diario espiritual o de sus confidentes entre los primeros compañeros. Entre los muchísimos posibles, voy a tomar uno solo. Aún sabiendo que es una instantánea, creo que ilustra la religiosidad interior de Ignacio y que la muestra en su íntima y tierna delicadeza de trato con Dios. Se trata de un recuerdo que recogió el jesuita Egidio González Dávila:
“Una vez andaba el Padre Ignacio tras una faltilla con su examen
(para corregirla), como solía, que le daba pena. Y estando pidiendo a nuestro
Señor favor para quitarla, apareciósele nuestro Señor Jesucristo con nuestra
Señora. Y pidiendo perdón de la falta el Padre Ignacio a Cristo, la Virgen
salió por fiadora de él, que se enmendaría. Otro día, cayó en la misma
falta (parece que fue una distracción admitida durante la oración, que Ignacio
consideraba como una falta de atención a las divinas personas). Y estando
pidiendo perdón de ello a nuestro Señor, se le
apareció la misma visión, y la Virgen volvió un poquito el rostro muy
amorosamente, mostrando un pesar agradable de haber salido fiadora de Ignacio,
por no haberse enmendado,. Y con esto Ignacio salió aún más avergonzado y
cuidadoso de la enmienda”. (Tres hechos de San Ignacio narrados por el P.
Egidio González, MHSJ, FN III, p.334)
A la luz de este recuerdo del P. Egidio González, bien vale la pena releer una página del Diario Espiritual de Ignacio, cuyo estilo telegráfico alude en términos secos a contenidos jugosos.
El viernes 15 de febrero de 1544 escribe Ignacio:
“A la primera oración, al
nombrar al Padre eterno, etc. venía una sensible dulzura interior, continuando,
y no sin moción de lágrimas, más adelante con asaz devoción, y hacia el fin,
con harto mayor, sin descubrirse mediadores ni personas algunas. Después para
salir a la misa, comenzando la oración, un sentir y representárseme nuestra Señora
y cuánto había faltado el día pasado”.
Interrumpamos aquí para explicar lo de la falta a que alude Ignacio. Mientras decía Misa el 12 de febrero y en días subsiguientes había ruido en una sala vecina y entre los que asistían a su Misa. El ruido lo desasosegó y se distrajo pensando en ir a pedir silencio en varias ocasiones. Esto es motivo de remordimiento el 13 de febrero “conociendo haber faltado mucho en dejar a las personas divinas al tiempo de dar gracias”. Ignacio cae en la cuenta de su desatención con Dios y se la reprocha.
Volvamos al día 15 y continuemos con el diario:
“Después de salir a (decir) la
Misa, comenzando la oración, un sentir y representárseme nuestra Señora y cuánto
había faltado el día pasado, y no sin moción interior y de lágrimas,
pareciendo que echaba a vergüenza (avergonzaba) a Nuestra Señora en rogar por
mí tantas veces, con mi tanto faltar, a tanto que se me escondía Nuestra Señora
y no hallaba devoción ni en ella ni más arriba (3) (en nuestro Señor o en el Padre). De ahí a un
rato, buscando arriba, ya que no hallaba nuestra Señora, me viene una gran moción
de lágrimas y sollozos, con un cierto ver y sentir que el Padre celestial se me
mostraba propicio y dulce, a tanto que mostraba señal que le placería que
fuese rogado por nuestra Señora a la cual no podía ver. Al preparar el altar,
y después de revestido, y en la misa, con muy grandes mociones interiores, y
muchas y muy intensas lágrimas y sollozos, perdiendo muchas veces el habla, y
así después de acabada la misa, en mucha parte de este tiempo de la misa,
antes y después, con mucho sentir y ver a nuestra Señora muy propicia delante
del Padre, a tanto, que en las
oraciones al Padre, al Hijo, y al consagrar suyo (de Cristo), no podía dejar de
sentirla o verla, como quien es parte o puerta de tanta gracia, que en espíritu
sentía. Al consagrar mostrando ser su carne en la de su Hijo, con tales
inteligencias, que escribir no se podría. Sin dudar de la primera oblación
hecha”.
Así, sumergiéndose en este diálogo interior, oraba Ignacio y tomaba sus decisiones, buscando lo que agradaba a Dios. Sus condomésticos, ajenos a esos internos coloquios, y ocupados en sus oficios y quehaceres, no advertían que perturbaban el silencio exterior, necesario amparo de aquellas conversaciones. ¿Qué explicación darles?. Dice bien el refrán que “Los de afuera son de palo”.
LA TRANSFIGURACIÓN DE LOS MIMOS.
Quizás estos asomos al alma de Ignacio nos ayudan a comprender el porqué de sus continuas lágrimas y la razón de aquellos ojos consumidos de consuelo. El amor a Dios, la caridad de Ignacio era también un acto de todo el hombre, con su memoria, entendimiento y voluntad, con sus sentidos, su imaginación y sus afectos y sentimientos. Necesitamos el ejemplo de un santo así para ver cómo es la Caridad verdadera, en toda la riqueza de su concreción humana. En San Ignacio la virtud de la Caridad toma carne: se hace ternura, temor de ofender, deseo de agradar, deseo de la presencia y dolor por la ausencia, se hace afecto, se hace mimo... casi como de niño. Se hace emoción, conmoción y llanto.
“De su infancia sólo se sabe que fue criado con poca disciplina y muy permisivamente, por lo que resultó de espíritu altivo y costumbres totalmente mundanas”. Así dice el P. Juan Antonio Valtrino en su Vida de Ignacio, escrita hacia 1591-93. (MHSJ, FN III, p. 339). Siendo el hijo menor de ocho hermanos varones y huérfano desde muy pequeño, parece que fue criado con mucho mimo por todos los de la casa, su padre, hermanos y su nodriza. Pero para transferir sus afectos a las Divinas Personas, a nuestra Señora y a los santos iba a ser necesaria la transformación que Dios obró en él en los años de su conversión.
CONVERSIÓN. EL SEÑOR LO TRANSFORMÓ.
Esa transformación fue inmensa y sólo Dios pudo obrarla tan radical, tan profunda y tan rápida. Para hacernos una idea del estado en que se encontraba el alma de Ignacio, cuando Dios empezó a moldearlo, para obrar en él tamaña transformación interior, puede ayudarnos otro de los hechos que narra el jesuita Egidio González Dávila: nos pinta al Ignacio antes de su conversión como un hombre de mundo y de armas, dispuesto a abrirse camino y a hacerse valer en el mundo de su época, capaz de no dejarse pasar por encima y decidido a escalar.
“Haziendo profesión el Padre Bartholomé Hernández,
Rector del colegio de la Compañía de Jesús de Salamanca, en manos del P. Aráoz,
Provincial, fue convidado el obispo de Salamanca D. Francisco Manrique de Lara
(hermano del Duque de Nágera a cuyo servicio estuvo Ignacio)
el qual, estando en la profesión (ceremonia de los votos solemnes de un
religioso) comenzó a llorar y derramar lágrimas de sus ojos hilo a hilo,
maravillándose todos. Después, de sobremesa, porque fue convidado a comer, le
preguntó el P. Aráoz; “¿Qué tuvo Vuestra Señoría que tanto lloraba en la
Iglesia cuando la profesión?” – “¿No queréis, dice, que llore, que veo
hacer profesión en (una) religión que instituyó
un Ignacio al cual yo vi por estos ojos en Pamplona, que, porque iba por una
calle una hilera de hombres, y
toparon con él y le arrimaron a la pared,(4)
echó mano a la espada, y dio tras ellos una calle
abajo, que, si no hubiera quien lo detuviera, o matara algunos de ellos o le
mataran a él?” (MHSJ, FN III, p. 332-333)
Testimonio de esta misma bravura y temeridad es el hecho de que en el sitio de Pamplona, donde fue herido, queriéndose rendir sus compañeros, él sólo no quiso darse por vencido. Según la ley militar de le época se debía luchar mientras hubiera quien quisiera hacerlo. Su hermano Martín que estaba peleando junto a él cuando Ignacio cayó herido, es el mismo que más tarde, cuando Ignacio se hace romper de nuevo la pierna y reacomodar los huesos se espantaba de tanto coraje:
“Quedó abajo de la rodilla un hueso encabalgado sobre otro, por lo cual la pierna quedaba más corta; y quedaba allí el hueso tan levantado que era cosa fea...”. Las medias o calzas ajustadas que se usaban en la época, ceñidas al cuerpo, ponían en evidencia aquella fealdad.
“Lo cual, él no pudiendo
sufrir, porque determinaba seguir en el mundo, juzgaba que aquello lo afearía,
se informó de los cirujanos si se podía cortar y ellos dijeron que bien se podía
cortar, más que los dolores serían peores que todos los que había pasado, por
estar aquello ya sano, y ser menester espacio (mucho tiempo) para cortarlo. Y
todavía él se determinó martirizarse por su propio gusto, aunque su hermano más
viejo se espantaba y decía que tal dolor él no se atrevería a sufrir; lo cual
el herido sufrió con la acostumbrada paciencia”. (Autobiografía 4)
Las lágrimas de Ignacio no nacen en los ojos de un débil. En la Vida del Padre Ignacio escrita por el jesuita Valtrino se nos cuenta:
“Habiéndose hecho algún poco
mayor, incitado por el ejemplo de sus hermanos, que eran valerosos capitanes, y
siendo él por su parte de temperamento valiente y atrevido, así como físicamente
robusto y apuesto, dejó la corte y se entregó enteramente al ejercicio de las
armas. Por esta razón entró al servicio de Don Antonio Manríquez Duque de Nágera,
que queda a los confines del Cantábrico, del cual dependía la casa de Loyola
desde hacía mucho tiempo. Allí pasó buena parte de sus años mozos en
ejercicios de armas, amoríos, juegos, riñas y duelos por motivos de honor y
otras vanidades y pecados semejantes, que suelen acompañar a la vida
militar”.
El mismo Valtrino recoge lo que parece ser un recuerdo del mismo Ignacio, porque a la memoria del hecho, se agrega una reflexión entre espiritual y humorística. Este hecho nos pinta al Ignacio preocupado por su aspecto exterior y su elegancia de galán:
“Se deleitaba además
exageradamente en la elegancia y el atildamiento no sólo de su persona sino
también de sus vestidos y le llevaba su buen tiempo el arreglarse y acicalarse.
Y él se vanagloriaba de su fuerza y de su apostura. Y hete aquí que dispuso
Dios que le sobreviniese una dolencia de la nariz (¿sería sinusitis?) muy
fastidiosa y humillante, porque le producía un mal aliento que no permitía que
se le aproximase nadie. Los médicos intentaron de todo para curarlo, pero como
nada lograba curarlo, Ignacio se desesperó de tal modo que no pudiendo soportar
aquella humillación, pensó en retirarse a alguna ermita. Pero el motivo no era
buscar a Dios, sino huir de los hombres, para no ser visto por ellos. (5)
Finalmente, habiendo dejado todos los médicos, se
curó él mismo, con frecuentes lavados de agua pura”. (MHSJ, FN III, p.339)
Este es el Ignacio que se recuerda y describe a sí mismo diciendo:
“Hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra”.
Un cambio tan grande
asombraba al obispo hasta las lágrimas. Pero asombró desde los comienzos al
mismo San Ignacio, que siendo él mismo testigo asombrado de los cambios que
Dios iba obrando en él, se decía: “¿Qué nueva vida es ésta que ahora
comenzamos?” (Autobiografía 1). Es en esos cambios donde Dios se hace visible
al espíritu creyente. (6)
San Ignacio estaba perfectamente dotado para convertirse en un triunfador y abrirse paso, por las buenas o por las malas, escalando las cumbres del éxito, posiciones de valer, prestigio y poder en la sociedad de su tiempo. Conocía y gozaba de todo lo que le podía ofrecer el mundo en cuanto a fascinación y atractivo; estaba capacitado para entablar ese juego. Aún después de la batalla de Pamplona y de la herida “determinaba seguir en el mundo” y se sometía a una carnicería sin anestesias para volver a reinsertarse en mundo y figurar.
EN CINCO MESES.
La transformación que Dios obra en Ignacio es acelerada. Tiene lugar en escasos cinco meses.
¿Qué pasa entre este mes de agosto de 1521 y fines de febrero de 1522, en que hace voto de castidad?
Dios ha comenzado a irrumpir en la vida de Ignacio y a transformarlo. Nada puede explicarse sin esa intervención divina que lo conduce suave y fuertemente. Entre octubre de 1521 y marzo de 1522 se ha obrado una transformación tal, que el ayer caballero mundano cambia sus ropas a un pobre y se viste con aquellas “deseadas” ropas: ¿Deseadas desde cuándo?
“La víspera de Nuestra Señora de Marzo (25 de Marzo, Fiesta de la Anunciación del Ángel a María), en la noche, el año de 1522, se fue lo más secretamente que pudo a un pobre, y despojándose de todos sus vestidos, los dio a un pobre, y se vistió de su deseado vestido, y se fue a hincar de rodillas delante del altar de Nuestra Señora, y unas veces de esta manera y otras en pie, con su bordón (= bastón) en la mano, pasó toda la noche” (Autobiografía n. 18) “ Y porque había sido muy curioso (cuidadoso) de curar (cuidar) el cabello, que en aquel tiempo se acostumbraba, sin peinarlo ni cortarlo, ni cubrirlo con alguna cosa, de noche ni de día. Y por la misma causa dejaba crecer las uñas de los pies y de las manos, porque también en esto había sido curioso” (Autobiografía n. 19) ¡Qué cambios verdaderamente!
NUESTRA SEÑORA
En esta transformación, Nuestra Señora tiene un papel muy importante. Recordemos lo que nos narra en su Autobiografía: cómo se le apareció una noche con el Niño Jesús en brazos. Parecería que aquella visión tiene sobre él un notable efecto transformador, pues le inspira un fuerte disgusto por su vida pasada:
“Estando una noche despierto,
vio claramente una imagen de Nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya
vista por un espacio (de tiempo) notable recibió consolación muy excesiva, y
quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne,
que le parecía habérsele quitado del alma todas las especies (imágenes) que
antes tenía en ella pintadas. Así, desde aquella hora hasta el
agosto de 1553, que escribe, nunca más tuvo ni un mínimo consentimiento
en cosas de carne; y por este efecto se puede juzgar haber sido la cosa de Dios,
aunque él no osaba determinarlo, ni decía más que afirmar lo susodicho. Más,
así su hermano (compañero de aventuras de la vida militar) como todos los demás
de casa fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su
ánima interiormente” (Autobiografía n. 10)
SAN IGNACIO Y LA DOLOROSA
Quiero concluir estos recuerdos con uno que se refiere a la devoción mariana de San Ignacio. En particular a su devoción por la Dolorosa, advocación de María que en nuestra Parroquia veneran los fieles, en la histórica imagen que perteneció a Monseñor Jacinto Vera. Cuando pasó por Uruguay, el P. General de los jesuitas Peter Kolvenbach, se refirió a la devoción de Ignacio por la Dolorosa.
Con esto, estos recuerdos, comenzados a partir de la Imagen de este Ignacio, vienen a dar en la Imagen de la Dolorosa, que en nuestro templo se venera como “Nuestra Señora de la Paciencia” (por su actitud, semejante a la del popular “Señor de la Paciencia” de la cripta de San Francisco)
He aquí el testimonio histórico de esa devoción de Ignacio a la Dolorosa:
“RELACIÓN
DE LA IMAGEN DE LOS DOLORES QUE LLEVAVA
N. S. PADRE, Y SE GUARDA EN EL COLEGIO DE ZARAGOZA,
Y DE CÓMO VINO EL AÑO 1595
[1] Doña Marina de Loyola, hija de Martín García de
Loyola, hermano mayor de N.P Ignacio, escribió el año de 1595 una carta a
Zaragoza, al doctor Pascual Mondura, deudo suyo, canónigo de aquella yglesia
metropolitana, con la qual juntamente le imbió una imagen de nuestra Señora de
las Siete Angustias del tamaño de la palma de la mano, y le dize la dé a los
Padres de la Compañía que residen en Zaragoza, con tal que ellos muestren
mucha gana della, y no de otra manera. Embió la dicha imagen en una bolsa de
grana, y juntamente embió la relación aparte, de cómo avía sido aquella
imagen de nuestro b. P., y el modo cómo le vino; la qual es del tenor
siguiente, según la sustancia del caso, aunque no con las proprias y formales
palabras:
[2] Embiando nuestro b.P. a España al P. Araoz, se
quitó del pecho aquella imagen, y se la dio, y le dixo: - Tomad esta imagen y
estimalda en mucho, y no la deya a nadie, y sabed que en to [das] las
peregrinaciones que e hecho, la e llevado siempre conmigo; y me á echo Dios
nuestro Señor por medio de ella muchos favores y mercedes. Aviendo, pues,
estado el P. Araoz por acá algunos años, offrecióse aver de ir a Roma; y
pasando por Vizcaya, donde esta señora bivía, la visitó y se despidió de
ella y pidiéndole ella que le diese aquella imagen, como en memoria para
encomendalle a Dios, respondió el dicho Padre: - Diómela el b. P. Ignacio, i
me dixo que no la diese a nadie etc.; pero haré una cosa, y es que os la dexaré
aquí prestada hasta que buelva; y, si yo muriese antes, quedaréysos con ella-.
Con esto se la dexó, y antes de que bolviese, murió dicho P. Araoz; y añade
ella, y dize: - Y porque ya me veo cercana a la muerte – que a la sazón
pasava de 80 años – os la embío, para que la deys a los Padres de esse
colegio y quede en su poder-. Y así la dio el dicho canónigo al P. Diego
Morales, Retor, que entonces era de aquel colegio, el año dicho de 1595.
[3] Añadió más la dicha señora en la relación: que
quando nuestro b.P vino a España y pasó por su tierra, ella era niña y que un
día le dixo nuestro Padre que le coziese un poco de vino, lo qual ella hizo; y
se lo llevó al aposento donde él estava, adonde el P. le dixo que le chapease
las espaldas con él. Y dize ella que se las vio tan lastimadas e hinchadas de
las disciplinas que se avía dado, que le pareció que las tenía podridas; y
esto lo hizo una vez, porque el Padre no quiso que volviese otra.
[4] Todo esto oý leer en la quiete al P. Diego
Morales, y dixo era aquél el papel original de la dicha doña Marina de Loyola;
y nos mostró la imagen con la bolsa de grana, que también dixo la llevava
nuestro Padre para guardar la imagen. Ahora está en la sacristía del colegio
de Zaragoza.
[5] El P.
Ribadeneyra, sabido el caso, embió a pedir la dicha imagen, y se la imbiaron, y
la relación original; y allá el dicho Padre le hizo poner un encaxe de nogal y
un vidrio a la dicha imagen, y la bolvió a embiar así a Zaragoza. Todo esto
vi, y soy testigo dello.
Juan de Aviñón.”
(MHSJ,
FN III, p. 407-409)
CONCLUYO.
Si
al final de estos recuerdos puedo decir lo que personalmente me evocan las lágrimas
de Ignacio, debo referirme a que ellas me conducen hacia su experiencia del Amor
que Dios nos tiene.
Ignacio
experimentó, viendo a Dios, cómo todo viene de El y de su Amor. Por eso, era
para él una experiencia incontrastable que tanto su conversión y transformación,
como las transformaciones de las cuales era testigo dando los ejercicios, eran
obras de Dios. Igualmente era obra del Amor divino la misma Compañía de Jesús.
Dios da el ser y el permanecer. Y sólo permanece lo que viene del amor de Dios
y hacia él retorna. Así lo dice Ignacio en el comienzo de las Constituciones
de la Compañía de Jesús:
“Aunque la suma Sapiencia y Bondad de Dios nuestro
Criador y Señor es la que ha de conservar y regir y llevar adelante en su santo
servicio esta mínima Compañía de Jesús, como se dignó comenzarla, y de
nuestra parte, más que ninguna exterior constitución,
interior ley de la caridad y amor que el Spiritu Sancto escribe e imprime
en los corazones ha de ayudar para ello; todavía porque la suave disposición
de la Providencia pide la cooperación de sus creaturas, y porque así lo ordenó
el Vicario de Cristo nuestro Señor, y los ejemplos de los Santos y la razón así
nos lo enseñan en el Señor
Nuestro, tenemos por necesario se escriban Constituciones que ayuden para mejor
proceder, conforme a nuestro Instituto, en la vía comenzada del divino
servicio”. (Constituciones, Proemio)
“Porque la Compañía no se ha instituido con medios
humanos, no puede conservarse ni aumentarse con ellos, sino con la mano
Omnipotente de Cristo Dios y Señor nuestro, es menester en El solo poner la
esperanza de que El haya de conservar y llevar adelante lo que se dignó
comenzar para su servicio y alabanza y ayuda de las ánimas”. (Constituciones,
Parte X).
Es
emocionante ver cómo el Señor sigue haciendo esto. Es emocionante hasta las lágrimas
ver los cambios en las almas que El sigue obrando. Esas evidencias del obrar
divino son conmovedoras todavía hoy, para quien sabe verlas con los ojos de
Ignacio.
NOTAS.
(1) Así lo ha mostrado nuestro
Juan Villegas S.J en su estudio sobre la Autobiografía de
Ignacio “Una lectura de la Autobiografía de San Ignacio” en: MANRESA
39 (1967) p. 27-40.
(2)
No se entiende a qué se
refiere Ignacio cuando habla de “la gloria de Dios” si no es a
través de su experiencia interior, en referencia a su visión, a su vida
espiritual, a su oración, al contacto con Dios. El invita a
los ejercitantes a que hagan la experiencia
por el camino de los Ejercicios. La gloria que el ve no la puede
comunicar a otro. Cada uno tiene que
buscarla, pedirla y contemplarla por sí mismo. Y el que da los
Ejercicios debe ayudar a “poner (en comunicación) a la creatura con su
Creador”.
(3) “Más arriba...” en la
escala de la oración de intercesión.
Como enseña Ignacio en los “Coloquios” de los Ejercicios, se sube
como por gradas pidiendo 1º) a María, 2º) a Jesucristo, 3º) al Padre.
(4)
Ignacio exigía que le
dejaran el centro de la calle a él, reconociéndole más jerarquía y
valer; y que ellos se hicieran a un lado.
(5) Nótese la atención tan
ignaciana a los motivos de este deseo y el discernimiento de
sus motivaciones. No es buen motivo para irse de ermitaño el huir de los
hombres.
(6) Es sólo Dios quien puede
cambiar los corazones. Y al decir de Polanco en la carta
que le escribe a Ribadeneyra por la muerte de Ignacio, lo propio de
Ignacio fueron los milagros en los cambios del corazón, y
esa es la gracia más propia de la
Compañía y de los Ejercicios Espirituales: “los cambios del corazón
y la mejoría de las
costumbres”.