EL EVANGELIO AQUÍ Y AHORA
Radio María
Cuarto Miércoles 16ª Semana
Horacio Bojorge S.J.
Buenas
tardes queridos oyentes:
Me
alegro de rencontrarme con ustedes, en Radio de María, para comentar el
evangelio de la misa de hoy. Aunque supongo que la mayoría de nuestros oyentes
ya tendrán a mano la Biblia, quiero recordar la conveniencia de tener delante
el texto sagrado, y a ser posible abierto en la página que vamos a leer
Hoy
leemos en el Evangelio según San Mateo, del capítulo 13, los versículos 1 al 9.
(Repito: Mateo 13, 1 al 9)
Señor
ilumínanos y abre nuestros oídos y nuestros corazones para que escuchemos y
comprendamos tu palabra. Crea en nosotros un corazón nuevo y puro, para que sea
como tierra buena, donde la semilla de tu palabra germine en esta hora y lleve
mucho fruto.
Texto BJ
1 Aquel día, salió Jesús de
casa y se sentó a orillas del mar.
2 Y se reunió tanta gente
junto a él, que hubo de subir a sentarse en la barca, y toda la gente quedaba
en la ribera.
3 Y les habló muchas cosas en
parábolas. Decía: « Una vez salió un sembrador a sembrar.
4 Y al sembrar, unas semillas
cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron.
5 Otras cayeron en pedregal,
donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de
tierra;
6 pero en cuanto salió el sol
se agostaron y, por no tener raíz, se secaron.
7 Otras cayeron entre
abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron.
8 Otras cayeron en tierra
buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta.
9 El que tenga oídos, que
oiga. »
1
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar.
2
Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a la barca y
sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa.
3
Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: «El
sembrador salió a sembrar.
4
Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las
comieron.
5
Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron
enseguida, porque la tierra era poco profunda;
6
pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron.
7
Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron.
8
Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras
treinta.
9
¡El que tenga oídos, que oiga!»
En el evangelio de hoy Jesús propone a la
muchedumbre la parábola del sembrador: salió el sembrador a sembrar.
Antes de pasar a comentarles esta parábola, quiero
detenerme a profundizar con ustedes en el sentido del primero y segundo
versículo, porque esos dos versículos contienen, casi como escondidas, claves
importantes para comprender por qué Jesús hablaba en parábolas y para entender
el sentido de la parábola de hoy. Esos versículos iniciales brindan claves que
vale la pena detenerse a señalar, porque es muy fácil pasarlas por alto si no
leemos con mucha atención esos versículos.
¿Cuántas veces no habré pasado sobre ellas, como quien
pisa un tesoro enterrado?
1 Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar.
Detengámonos, pues, en estas palabras iniciales del
relato evangélico de hoy. Será necesario examinarlas, explicarlas y comentarlas
una por una. ¡Es tanto lo que encierran estos versículos, iniciales! ¡Tanto!...
¡que me temo que se me vaya todo el tiempo en explicar sus sentidos ocultos y
no me alcance para comentar la parábola misma!
Pero eso no me preocupa demasiado. Pienso que el que
tenga bien entendidas estas palabras, ya estará bien preparado para entender
mejor la parábola que les sigue.
En la Sagrada Escritura, cada palabra, tiene
significados espirituales y escondidos, que no entienden ni los apurados, ni
los no iniciados, ni los presuntuosos, que piensan que ellos pueden entender
por sí solos el sentido de las Escrituras, sin dejarse enseñar por los Santos
Padres ni por el Magisterio. Alguien dijo que, a menudo, Dios se hace el bobo
para que los soberbios pasen de largo.
Atención entonces. Examinemos cada
palabra para entender su sentido evangélico verdadero, que es mucho más que su
sentido usual para nosotros
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar.
Aquél día. No
nos dice Mateo un día, sino aquél día. Algunos comentaristas
opinan que esta expresión de Mateo es una pura fórmula sin valor cronológico.
Aunque eso fuera verdad, puede encerrar otra intención. Y eso es lo que me
parece. Pienso que el evangelista quiere decirnos que aquel día fue un
día muy especial. Aunque no importe la fecha, importa que, por algún motivo,
Mateo considera que no es un día cualquiera, sino un día memorable, quizás un
día inolvidable para él. Un día cuya importancia quiere que comprendamos y
ponderemos.
Podemos preguntarnos por qué es aquél día un día
tan especial para el apóstol y por qué quiere encarecérnoslo como tan
importante.
Hay que notar que con este versículo, San Mateo no sólo
introduce la parábola del sembrador, sino que con él da comienzo a lo que los
estudiosos de este evangelio han llamado el discurso de las parábolas.
En este discurso, que ocupa casi todo este capítulo trece, San Mateo, siguiendo
el ejemplo de San Marcos, ha reunido en un solo día y en un solo discurso la
mayor parte de las parábolas de Jesús.
Sin
embargo, Jesús predicó en parábolas no este único día, sino con frecuencia. Tan
es así que San Agustín afirma que no hay discurso suyo en que no haya
expresado algo por parábolas, aun cuando otras cosas del mismo estén dichas en
forma directa. De manera que frecuentemente su discurso no es más que un tejido
de parábolas, y no se encuentra uno solo en el que no entre la parábola”
Cuando
San Mateo reúne en un solo pasaje de su evangelio un grupo importante de
parábolas, lo hace con alguna intención. Pienso que es para presentarnos un día
modelo, un día arquetípico, que es como el resumen de tantos días de
predicación de Jesús a las multitudes. De todos esos días, sin duda numerosos,
Mateo nos presenta éste como el primero de todos, como el día inaugural de la
actividad misionera entre las muchedumbres.
Así como San Mateo ha reunido las enseñanzas de Jesús a
sus discípulos en el sermón del Monte, así también reunió en el discurso de las
parábolas sus enseñanzas a las muchedumbres anónimas, a las que, en su bondad
quería cautivar y convertir en discípulas e hijas de Dios.
Vemos en el mismo pasaje que una vez
terminada la enseñanza en parábolas a la multitud, Jesús se retira de nuevo de
la barca a la casa y, a pedido de sus discípulos les explica el sentido oculto
de lo que acaba de enseñar: “Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente, y
nada les hablaba sin parábolas, para que se cumpliese el oráculo del profeta:
“Abriré en parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la creación
del mundo” (Salmo 78,2). Entonces despidió a la multitud y se fue a
casa. Y se le acercaron sus discípulos diciendo: -Explícanos la parábola...”
(Mt 13,34-36)
Aquél día tiene tanto de
memorable porque es como los días de la creación del mundo, en cada uno de los
cuales Dios comenzaba algo nuevo y largamente preparado. La gente de campo sabe
que el día en que empiezan las siembras tiene una alegría muy especial. Para
ese día se ha trabajado duramente preparando la tierra. Antes de salir a echar
la semilla en los surcos, se ha esperado también el clima favorable. Y cuando
por fin ha llegado el día que le parece propicio, el hombre de campo sale a sembrar.
Es una tarea llena de esperanza y un poco de temores. Nadie sabe de antemano el
resultado de la cosecha.
Pues bien, hoy comienza de alguna manera esta misión
del Verbo, preparada desde la eternidad, que sale a sembrarse en los
corazones de las muchedumbres humanas. La misión del Verbo creador, comenzada
misteriosamente con las obras creadoras de la Palabra, continuada con la
encarnación en el seno de María, culmina en este día inaugural del gran
encuentro entre Dios hecho hombre y la multitud que representa a todos los
hombres.
En este día se tocan y se encuentran
la eternidad de Dios y la historia de los hombres, nuestra historia. En este
día la iniciativa divina de comunicarse a los hombres comienza a realizarse.
Si son grandes y memorables los días
de la creación, si es grande y memorable el día de la encarnación, el día del
nacimiento, también es memorable éste, en que el sembrador salió a
sembrar (por primera vez) la semilla de su palabra de revelación.
No era, pues, para Mateo, un día cualquiera, sino un día muy
importante e inolvidable. Es...: aquel día. Día en el que comienza
también la misión evangelizadora de la Iglesia
Quiera el Señor obrar poderosamente en nosotros con su palabra también
en este día, para que convirtiéndose para unos en un día de
arrepentimiento y de conversión a Dios, en otros en un día de despertar a la
conciencia de ser Hijos, en otros en día de encenderse más en caridad con Dios
y con sus próximos... pudiéramos recordarlo todos, queridos oyentes, como aquél
día en que comentábamos y meditábamos, por Radio María, la parábola del
sembrador, que salió a sembrar.
(Primera
Pausa)
¿60
segundos? ¿Alguito más que una cortina?
Aquel día, salió Jesús
de casa y se sentó a orillas del mar.
Jesús salió
de casa. Salió el sembrador a sembrar. Jesús salió y también el
sembrador salió. Se repite pues la acción de salir. Con lo que desde la
primera frase del relato se nos está dando una clave para entender que ese
sembrador que sale a sembrar, en la parábola, es el mismo Jesús que sale
a predicar.
Jesús salió y fue a orillas del mar para predicar
y el sembrador salió a sembrar. Ya podemos intuir que la predicación
de Jesús es esa siembra de la parábola. Que la parábola del sembrador se
refiere a la predicación de Jesús. Esta salida de Jesús se refiere, en la
profundidad de su misterio divino, a la encarnación del Verbo, del Hijo eterno,
quien, desde el seno del Padre, es enviado, sale y viene al
mundo.
Jesús
se refiere varias veces, en los evangelios, a esa salida. Lo hace en términos
velados y misteriosos. Recordemos algunas de esas ocasiones en que se refiere a
su salida.
Cierta
vez Jesús había salido muy de madrugada a orar en un lugar solitario. Los
discípulos salen a buscarlo y cuando lo encuentran le dicen: todos te buscan,
a lo que Jesús responde: “vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para
que también allí predique, pues para eso he salido” (Mc 1,37-38). “Para eso
he salido”.
¿A
qué salida se refiere? ¿Se refiere a que ha salido de Cafarnaúm? Jesús ha
salido, es verdad, de Cafarnaúm, pero, en un sentido más profundo, puede estar
aludiendo a la salida de Jesús de junto al Padre. El evangelista Juan, en
efecto, nos conserva estas palabras de Jesús: “Yo he salido y vengo de Dios,
no he venido al mundo por mi cuenta, sino que él me ha enviado” (Jn 8,42).
¿Por
qué tiene que salir Jesús para encontrarse con el hombre? Esta salida de Dios
hacia el hombre se debe a que el hombre está afuera. Afuera del
paraíso, desde que fue expulsado. Afuera de la intimidad divina. Afuera
del conocimiento y del amor a Dios, Afuera de la vida verdadera.
Así
se lo da a entender Jesús a sus discípulos en ocasión de explicarles por qué
habla en parábolas a la muchedumbre: “Cuando Jesús quedó a solas, los que le
seguían, a una con los doce, le preguntaron sobre las parábolas. Él les dijo: a
vosotros se os ha dado (es decir: Dios os ha dado a conocer) el misterio
del Reino de Dios, pero a los que están afuera todo se les presenta en
parábolas” (Mc 4,10-11).
Cuando
Jesús sale, sale para encontrarse con los que están afuera, con
los que están lejos, con los que han de ser pescados de la profundidad del mar,
para ser convertidos en discípulos e iniciados en el misterio del Reino de Dios
que ha sido comunicado por Dios a los discípulos de Jesús. Las muchedumbres a
las que se les habla en parábolas están, por lo tanto, afuera. Afuera del
misterio de Dios, afuera de la comunión con él, afuera de la Iglesia.
En la liturgia de hoy no se nos lee la
explicación de esta parábola del sembrador que Jesús les dará a sus discípulos
a pedido de ellos. Esa explicación se lee, en este mismo capítulo 13 de San
Mateo, a partir del versículo 18 y se nos leerá en la liturgia de mañana. Pero
los oyentes que la tengan presente, podrán entender que el sembrador y la
semilla de la parábola, son ambas Jesús, como Palabra de Dios que se siembra en
los corazones, diversamente dispuestos a recibirlo, de la muchedumbre humana.
Jesús es el sembrador. Y es al mismo tiempo la semilla, ya que Jesús
habló de sí mismo como del grano de trigo, que tiene que morir para dar
mucho fruto (Jn 12,24).
La misma imagen de la salida para la siembra se podrá aplicara más
tarde, con toda propiedad y justicia a la misión y a la predicación de los
apóstoles y de los discípulos en todos los tiempos de la Iglesia. Es Jesús
mismo quien nos envía y nos urge.
En
nuestro tiempo se aplica a la nueva evangelización a la que nos urge el sucesor
de Pedro. Es necesario salir hacia los hombres que no están dentro de la
comunión, para incorporarlos a la comunión eclesial. Y a eso se refiere la
palabra siguiente.
(Segunda
Pausa)
¿60
segundos? ¿Alguito más que una cortina?
Aquel día, salió Jesús
de casa y se sentó a orillas del mar.
Jesús salió de casa ¿de qué
casa?
Se trata de la
casa de Pedro en Cafarnaúm. Y a la vez, en un sentido más profundo, de la
Iglesia.
En efecto: es a ella a la que se refieren los
evangelistas, especialmente San Marcos, cuando dicen la casa sin más
precisiones. La casa de Pedro en Cafarnaúm es la Iglesia naciente en su primer
comienzo. Es el momento inicial y más primitivo de la iglesia primitiva.
En un pasaje del evangelio de Marcos, leemos: “cuando
Jesús salió de la sinagoga, se fue a casa de Simón” (Marcos 1,29). En esa
salida de Jesús de la Sinagoga y esa entrada en la casa de Pedro, San Marcos
nos deja sugerida, toda la historia y la teología de las relaciones entre
Israel y la Iglesia. Un poco más adelante, y ya sin más precisiones, nos dice
Marcos: “volvió de nuevo a Cafarnaúm y corrió la voz de que estaba en casa”
(Mc 2,1). ¿En qué casa? En la casa de Pedro, naturalmente, en la iglesia naciente,
en su primer templo y altar doméstico, en su primer templo familiar.
Pero no sólo la casa de Pedro es la Iglesia.
También la barca de Pedro lo es.
Casa y barca de Pedro, representan dos aspectos de la
Iglesia.
La casa de Pedro es la Iglesia hacia
adentro, el lugar del encuentro apacible y de la comunión gozosa de los
discípulos con Jesús. Diríamos que es la Iglesia en la santa cena y la
eucaristía. La Iglesia que celebra las fiestas del Reino y comparte los gozos
del Rey. Es el lugar el Nosotros divino-humano que ha inaugurado Jesús disfruta
de la intimidad. Es la Iglesia como reflejo terrenal de la intimidad de la vida
trinitaria y celestial.
La barca de Pedro, en cambio, es la Iglesia hacia
afuera, la Iglesia misionera, que llevará a Jesús hasta las islas remotas, a
todos los pueblos, atravesando mares y en medio de tormentas. Es la Iglesia
púlpito para el mundo. Es la Iglesia misionera, como un nosotros divino-humano
convocante, un nosotros que no se encierra en sí mismo, sino abierto y
convocante. Que invita a todos los hombres a entrar en su comunión. En una
comunión de vida que es la vida íntima y amorosa del Padre, el Hijo, el
Espíritu Santo y Nosotros. Vida eterna comenzada en la tierra (Hechos 15,28).
Jesús sale de la casa y se sienta a la orilla.
Inmediatamente, apretujado por la muchedumbre se sienta en la barca. Sale de la
intimidad con los discípulos –decíamos- y va a sentarse a la orilla del mar,
para hacer más discípulos. Jesús, el salvador del mundo, sale en busca de la
muchedumbre de los hombres que necesita ser salvada. La Iglesia no puede
permanecer encerrada en la casa de Pedro guardándose para sí la comunión y la
intimidad con el Señor. El Señor mismo se encarga de sacar a los suyos, para
convertirlos en pescadores de hombres.
La Palabra que sale a sembrar Jesús
quiere decirse no solamente en la intimidad de los suyos sino esparcirse en
toda la tierra, llegar a todos los hombres. ¿Cómo no celebrar el día en que
esto empezó a suceder como un día muy grande e inolvidable? ¿Cómo no referirse
a él como aquél día?
(Tercera
Pausa)
¿60
segundos? ¿Alguito más que una cortina?
Salió
Jesús de casa y se sentó a orillas del mar.
¿Qué significa, pues, ese sentarse
de Jesús, primero en la orilla y luego en la barca?
Leemos en los Evangelios
que Jesús se sienta para enseñar algo muy importante, muy solemne. El acto de
sentarse expresa la solemnidad y la importancia de lo que se enseña. Pero
también la condescendencia y la paciencia necesarias para enseñar esas cosas,
tan importantes, a alumnos tan duros de cabeza, de oído y de cerviz. (Como
decimos en criollo: duros de cogote).
Hay que tomarse su tiempo
para enseñar a los hombres. No bastan diez minutos de homilía los domingos. Hay
que dedicar tiempo a la escucha de la palabra y a la explicación de la palabra.
Por eso, en la Iglesia, el Papa y los Obispos en sus catedrales tienen
su Cátedra, es decir su silla, en la que se sientan para enseñar, sin
prisa y sin pausa.
Consideremos algunos momentos en los que Jesús se
sienta para enseñar.
Jesús se sienta en la cima del Monte de las
Bienaventuranzas para enseñar, como nuevo Moisés, la nueva ley evangélica, que
Él enseña con el ejemplo de su vida y muerte: Viendo a la muchedumbre, subió
a un monte, y habiéndose sentado se le acercaron los discípulos, y
abriendo Él su boca les enseñaba”(Mt 5,1)
Jesús, mismo atestigua que acostumbraba sentarse en el
Templo para enseñar. Cuando lo fueron a tomar prisionero en el Huerto de los
Olivos, les reprochó: “¿como contra un ladrón habéis salido con espadas y
palos a prenderme? Todos los días me sentaba en el templo para enseñar,
y no me prendísteis” (Mt 26,55)
Uno de esos días, en que Jesús estaba sentado
enseñando en el Templo, les señaló a sus discípulos a una viudita pobre en la
que nadie reparaba. Ella acaba de entregar a Dios todo lo que tenía echando en
el tesoro del Templo dos moneditas insignificantes. Jesús enseña eso:
sentado. O sea, lo enseña solemnemente porque esta enseñanza es difícil de
asimilar por unos apóstoles que se peleaban por rangos y grandezas y que, por
lo tanto, compartían la miopía de los que buscaban grandezas. Jesús quiere que
sus discípulos reparen en la grandeza de los despreciados por el mundo pero
grandes ante Dios. (Mc 12,41). Jesús se sienta para comunicarnos una grandiosa
enseñanza. Se sienta para enseñarnos a ver lo que el mundo no ve pero Dios sí
ve; y con más agrado que la limosna de los poderosos. Se sienta para enseñarnos
que Dios no se fija si le damos mucho o poco, sino que se fija si le damos todo,
aunque ese todo sea poquito. Se sienta para enseñarnos pacientemente que en ese
don total, Dios se complace más que en el don de lo que nos sobra. Hasta que
esta lección nos entre en la cabeza, Jesús se sienta: solemne y pacienzudamente
a enseñarnos.
Otro ejemplo del Jesús que se sienta para enseñar, es
precisamente una de las veces en que los discípulos iban discutiendo por el
camino acerca de quién era el más grande y el más importante, disputándose una
gloria que, no por ser eclesial, era menos mundana. Porque también en la
Iglesia se nos meten las miras mundanas.
También en esa ocasión solemne Jesús se sienta,
y les dice: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último y el
servidor de todos” y tomando a un niño pequeño y abrazándolo, lo puso en el
medio, - lo cual significa: en la presidencia y en el centro- y les dice “quien
recibe a uno de estos niños en mi nombre a mí me recibe, y quien me recibe a mí,
no es a mí a quien recibe, sino al que me ha enviado” (Mc 9,35-37)
En otra oportunidad, por fin, vemos a Jesús sentado en
otra ocasión solemne y ardua: en la ladera del monte de los olivos, como un
juez que se sienta frente a la Jerusalén que acaba de rechazarlo. Allí pronuncia Jesús dramáticas
profecías sobre el futuro de la ciudad, de su pueblo; de la Iglesia y del mundo
(Mc 13,3).
A la luz de lo dicho podemos comprender ahora que
cuando el evangelio de hoy nos muestra a Jesús sentado, primero en la orilla y
luego en la barca, es porque se dispone a enseñar cosas muy importantes a
personas con las que hay que tener mucha paciencia.
Quizás algún oyente podrá
estar pensando: Pero Padre, ¿a dónde quiere llevarnos con toda esa
arqueología bíblica? Yo tengo un montón de preguntas vitales y urgentes que
quiero que el Evangelio me conteste. Por favor, abrevie esas divagaciones y
vaya al grano. ¿Qué nos dice esa parábola del sembrador aquí y ahora?
Al querido hermano agitado
por este espíritu impaciente, quiero contarle lo que el rabino Abraham Heschel
le decía a un grupo de teólogos en una conferencia: “siempre me ha resultado
intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a la Biblia y cómo la
manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros
que queremos tomar la Biblia en serio, es dejarla enseñarnos sus categorías
esenciales propias; y después pensar nosotros con ellas, en lugar de
pensar acerca de ellas”
Aplicando lo del rabino a
nuestra meditación evangélica, nuestro desafío consiste en dejarnos enseñar las
categorías esenciales propias del evangelio para pensar con ellas, y no sobre
ellas. Para lo cual hay que darse tiempo. Porque ese modo de aproximarse a las
Escrituras, más que una consulta es una convivencia. Créame y domine un poco su
impaciencia el oyente apurado por lo útil y práctico, por la receta práctica.
Porque la Sagrada Escritura, mejor dicho el Espíritu Santo que habla en ella,
resiste al impaciente y da su gracia al discípulo diligente y atento. No hay
atajos que nos lleven al sentido actual del evangelio. El sentido actual
pasa por el sentido literal e inspirado del texto. Y ese sentido literal se
busca en oración, pidiendo el Espíritu Santo, y leyendo, estudiando y meditando
asiduamente las Sagradas Escrituras.
A veces buscando
soluciones a nuestros problemas, no advertimos que la raíz de nuestros
problemas somos nosotros mismos. Y que si se curara nuestro corazón con el amor
a Dios, las cosas en que nos derramamos, las que nos atormentan con angustias y
ansiedades, se solucionarían solas, o ya no nos importaría que siguiesen como
están, o recibiríamos la fortaleza que nos permite sobrellevarlas en paz. ¡El
que se enamora de Dios, se olvida de tantas cosas!
(Cuarta
Pausa)
¿60
segundos? ¿Alguito más que una cortina?
1 Aquel día, salió Jesús
de casa y se sentó a orillas del mar.
2 Y se reunió tanta gente
junto a él, que hubo de subir a sentarse en la barca, y toda la gente quedaba
en la orilla.
Nos
toca ahora profundizar en el sentido bíblico del mar y de la orilla.
Con el instinto espiritual propio de los Santos
Padres, San Jerónimo ha intuido el profundo significado espiritual que tiene
este salir de Jesús de la casa de Pedro e ir a la orilla del mar, al encuentro
de la muchedumbre: “La gente -
dice San Jerónimo - no podía entrar en la casa de Jesús, ni estar allí donde
los apóstoles escuchaban los misterios. Por eso, compasivo y misericordioso, el
Señor sale de su casa y se sienta a la orilla del mar de este mundo, para que
se congreguen en torno a él y oigan en la orilla lo que no eran capaces de oír
en el interior”.
Pero
la significación espiritual de la orilla, que es un lugar bautismal, exige que
nos ocupemos antes del significado del fondo del mar.
El
fondo del mar, el abismo de las aguas, es, en la Sagrada Escritura, el lugar
reservado a los enemigos de Dios. En el fondo del mar es sumergida por el diluvio
universal la humanidad perversa; al fondo del mar rojo son arrojados los
ejércitos del faraón que persiguen al pueblo de Dios y a los que engullen las
mismas aguas que antes se habían abierto para dar paso a los elegidos. Al fondo
del mar va a dar Jonás, el profeta desobediente, en su huida lejos de Dios.
Pero
Dios, que no quiere que el pecador perezca sino que se convierta y viva.
Después del diluvio prometió que jamás volvería a usar los elementos de la
naturaleza para destruir a la humanidad pecadora.
Dios, por boca del profeta
Miqueas, anunció que no quiere enviar al fondo del mar a los pecadores sino a
los pecados.
La profecía de Miqueas es
un grito de esperanza: “Tu arrojarás al fondo del mar todos nuestros
pecados” (Miqueas 7,19).
Estamos nada menos que
ante el anuncio del Bautismo. Es decir de un nuevo diluvio, que, de generación
en generación, no se llevará al fondo del mar a los pecadores sino a los
pecados. Por eso Miqueas ponderaba el amor y la misericordia divina en estos
términos: “¿Qué Dios hay como tú que quite la iniquidad y pase por alto la
rebeldía (...)? No mantendrá su cólera por siempre pues se complace en la
caridad. Volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestras iniquidades.
¡Tú arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados!” (Miqueas 7,18-19).
Dado
que las palabras del profeta Miqueas iban a cumplirse perfectamente con la
Pasión de Cristo y en el bautismo cristiano, no es de extrañarse que el fondo
del mar conserve el mismo significado en el Nuevo Testamento.
“El que escandalice a
uno de estos pequeños que creen en mí, - dijo Jesús - más le valiera que
le atasen al cuello una de esas piedras de moler trigo que mueven los asnos y
que lo arrojasen al fondo del mar” (Mc 9,42).
Scandalum es, en latín, la
piedra con la que se tropieza. Piedra de escándalo es piedra donde se
tropieza. Escandalizar, quiere decir hacer tropezar, dar motivo de tropiezo y
de pecado. El escándalo a los discípulos se refiere especialmente a hacerlos
tropezar en el seguimiento de Cristo, apartar su corazón y su inteligencia de
las enseñanzas de Jesús, arrancarles la fe en su salvador y Maestro. Jesús no
se está refiriendo a faltas morales, sino sobre todo al seguimiento por el
camino de la cruz. Los enemigos de la Cruz de Cristo, merecen un castigo tan
grande que ir al fondo del mar, sería poco. Eso quieren decir las graves
palabras de Jesús.
Pero sigamos recordando
algunos textos que nos muestran lo que es el fondo del mar en el Nuevo
Testamento. Recordemos aquella otra palabra de Jesús, cuando después de haber
expulsado a los mercaderes del templo, y dando a sus discípulos una instrucción
acerca de cómo han de orar ellos, les dice: “Yo os aseguro que quien diga a
este monte – Jesús se refiere al monte Sión, sobre el cual se encuentra
edificada Jerusalén y el templo – arrójate al mar, y no vacile en su
corazón, sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá” (Mc
11,23).
Otro ejemplo: Cuando Jesús
expulsa una legión de demonios del endemoniado geraseno (Mc 51.ss) les permite
a los demonios que se metan en unos cerdos y éstos se arrojan al mar desde lo
alto del acantilado. El episodio muestra qué radical es la derrota del demonio
ante la llegada de Jesús a aquella tierra pagana. También el demonio está
condenado al abismo.
Quizás podemos ahora
comprender mejor lo que significa que los apóstoles hayan sido llamados por
Jesús a ser pescadores de hombres. Es lo que Jesús está haciendo desde
la barca de Pedro y mediante la predicación a las muchedumbres. Es rescatar de
la lejanía de Dios a los hombres que están en el fondo del mar. Sacarlos a la
orilla del bautismo, donde serán sumergidos para salvación del pecado y para
inmersión en el Espíritu santo.
Concluyamos Cuando leemos
en el evangelio: “orilla del mar” tenemos que desinstalar nuestras imágenes
playeras (tomadas de Mar del Plata o Punta del Este), e instalarnos en el alma
el sentido bíblico y teológico de la orilla del mar.
Tenemos que recordar: 1)
la orilla que Dios creó al tercer día de la creación, cuando separó las aguas
de lo seco; 2) las orillas opuestas del mar rojo, la de la esclavitud y la de
la libertad; 3) la orilla donde el monstruo marino escupió a Jonás, cuando el
profeta desobediente clamó a Dios, arrepentido; 4) la orilla del Jordán donde
Jesús se bautiza y las orillas del Mar de Galilea, donde predica y llama a sus
discípulos para hacerlos pescadores de hombres...
La orilla es,
particularmente en los evangelios, un lugar bautismal. Mucho antes de que se
introdujeran en la Iglesia las piletas bautismales de las basílicas o las pilas
en los bautisterios, los cristianos habían sido bautizados en alguna orilla, de
arroyo, río o mar. Para los primeros cristianos la asociación orilla-bautismo
era, pues, evidente y no necesitaba ser señalada ni explicada. La orilla estaba
asociada íntimamente al final de su vida pagana y al comienzo de su vida
cristiana. Era como el escenario natural de su conversión.
Pero nosotros tenemos que
recuperar los significados y sentidos olvidados.
A ejemplo de San Juan
Bautista junto al Jordán, a ejemplo de Jesús a la orilla del mar de Galilea, o
de San Pablo a orilla del río en Filipos (Hch 16,13), los predicadores
cristianos solían predicar en alguna orilla, con la certeza de que la palabra
de Dios siempre produce conversiones y mueve al deseo del bautismo. Diríamos
que tenían tanta fe en la fuerza del evangelio, que salían a predicarlo con el
libro de bautismos bajo el brazo.
Queridos oyentes: ha
sucedido lo que temía. El tiempo se nos acaba y no hemos podido ingresar al
comentario de la parábola del sembrador. Pero confío que el terreno ha quedado
preparado para que el Señor siembre ahora la comprensión de sus palabras en
nuestros corazones y que los haya dispuesto bien.
Confío en que gracias al
comentario de las palabras evangélicas, hayamos penetrado en la comprensión del
misterio que esconde el rito bautismal que hemos recibido. Estamos llamados a
vivir según la misteriosa realidad que los signos sacramentales, como parábolas
rituales, nos ocultan y nos revelan a la vez.
Hoy, como en tiempo de Jesús y los
apóstoles, la muchedumbre, una multitud que ha de ser evangelizada, enseñada,
bautizada, convertida en Iglesia, se apretuja en la orilla. Dos tercios de la
humanidad no es cristiana. Y del tercio cristiano ¿no serán muchos los que
están muertos, como cadáveres desprovistos de la vida divina, que flotan en el
fondo del mar?
¿No sentimos el llamado de Jesús: síganme y yo los
haré pescadores de hombres?
También hoy, al comienzo del tercer milenio cristiano,
el sucesor de Pedro nos invita a salir de casa y a predicar desde la barca a
las multitudes que están en la orilla. Otros sembraron y nosotros cosechamos.
Es necesario que también nosotros sembremos trabajosamente para que en el
tercer milenio otros cosechen cantando. Que así sea.