Brãila
(Cuento)

 

I

“La grasa de las capitales...”, canturreaba alegremente Víctor, mientras la esponjita amarilla terminaba de quitar los pequeños restos de morcilla negra de la noche anterior, que parecían resistirse a dejar el plato de madera, “no se va a encamar...,” agregó, sorpresivamente, y festejó la ocurrencia con una gran risotada. A los pocos segundos, el bastonazo estrepitoso de reprobación, dado contra la pared por la vecina de al lado, le obligó a bajar el volumen de su cascada voz.

Ella quería dormir.

“Y, es que ella trabaja de noche” recordó, como conformándose, repitiendo la misma frase con la que la había defendido del inminente ataque de su vieja, cuando, por enésima vez, había intentando hurguetear en la vida y obra de la nueva vecina de su nene.

“Si la contabas en un asado de borregos, no te la creían ni ahí”, pensó, ensimismado, hasta que el reloj de péndulo de “la de al lado” comenzó a dar las 7:30 de la mañana.

Víctor miró al cielo por la ventana de la cocinita. El día estaba espléndido. Ninguna nube. De buena gana se hubiera ido caminando hasta el centro, a ver a la “gilada” en el bar del club, a contar, tirar alguna pista del porqué de sus ausencias reiteradas a los obligatorios partidos de truco de las 9 y pico, con el vermouth, las papitas y las rondas de chistes. Miró hacia la casa de ella, pensando “...de paso, a calar alguna de las minitas del Juzgado, que entran más temprano...” cuando se interrumpió.

Se rascó la nariz, pensando “el Mercedes ese, anoche, no estaba ahí.”

Miró la chapa. No era argentina. Parecía, más bien, europea. Estaba de costado. No llegaba a leer bien. Salió entonces por el portón del garaje, esquivando el R21 que estaba “hasta las manos” de mugre, para mirarle la patente.

Leyó: “RUM 348”

“¿Rum? ¿Habrán querido ponerle ‘rhum’, y no se lo aceptaron?”, pensó.

Olvidó el asunto y entró enseguida, por si algún vecino lo estaba observando. No sea cosa que le fuesen a la Brãila con el cuento.

¡La Brãila! ¡Pensar que la primera noche que la encontró, caminando en su patio, en desabillé, casi le agarra un infarto!

II

Víctor volvió temprano esa noche. Estaba loco por volver a verla. Había estado pensando en ella todo el santo día.

Encima, lo habían llamado a gerencia otra vez. La tercera, en cinco días. “Entienda, García,” le dijeron, “que, con estas medidas, los clientes se amontonan en Caja de Ahorros y Plazo Fijo más que en cualquier otro sector. Y usted, dicen sus compañeros, se la pasa en el baño...”

Víctor lo había odiado “toda su vida”, más bien, “desde que vino a la sucursal, trasladado desde el sur”, se corrigió, “cuando metió la mano en la lata, el muy tarado, y lo castigaron, al vivo, mandándolo acá, a este pueblo de mala muerte, donde todos y todo se conoce enseguida...”

El había trabajado como un perro durante dieciséis años de sus casi veinte de antigüedad, en la sucursal 1050 del Puntano, “el Banco que hace patria”.

“Patria, ¡ja!”, se burló, ya en el micro de regreso, mientras doblaba en infinitas partes la tira de papel verde amarillento que el chofer le acababa de entregar. “Si ustedes son la patria, yo soy extranjero”, agregó para sí, altivo, citando al otro García, su ídolo de toda la vida, para conformarse.

“Extranjero... como Brãila”, pensó.

Víctor tenía que admitir que Brãila le había causado fea impresión, al principio. Ese acento raro, como medio gangoso, le había hasta hecho pensar que “la viejarda está media fusilada, ya”.

¡La viejarda!

Siempre reventada de frío. Y con ese color, tan, tan... ¿cómo decirlo? Hasta le había parecido enferma, aquella vez que la vio en el jardín de su casa, como a las 9 y media, con el desabillé negro semidesprendido. Ella, había respondido a su pregunta de “perdóname, pero, ¿qué hacés acá?” dándose vuelta inmediatamente, alzando su delicada cara en ese cuerpo blanquísimo, y como ofreciéndole sus inmensos ojos verdes.

“Un mar, los ojos de Brãila”, se dijo, mientras el micro daba vuelta ya por Gaona y retomaba la autopista, hasta su destino final. Se apuró a recordarla como más le gustaba. Salvaje, ardiente. Capaz de darle interminables horas de amor, por el solo placer de verle sonriente, rendido...

Víctor entreabrió los ojos y miró las villas, a la derecha: dos nenes, junto con una mujer medio canosa, revolvían un tacho, buscando quién sabe qué. “Todos sabemos qué buscan”, pensó, “lo que pasa es que hasta nos duele pensarlo”.

Antes de enfilar para el barrio, caminó un poco más y se detuvo en el mercadito de ‘Cedo’ –en realidad, “Salcedo”; Cedo, ‘para ahorrarse la sal’, le había dicho, una vez, el vasco Insaurralde, ...y quedó –. Compró una de pan, mayonesa, algo de fiambre...

Y otra morcilla negra, claro.

A Brãila le había encantado la morcilla negra, la noche del miércoles pasado. Y anoche, ya la había pedido por sí sola. Brãila se la había terminado toda y Víctor había cumplido con advertirle, antes, que “la vieja” le había mandado que la tire, porque “ya estaba largando feo olor”

Desenganchó el llavero del cinto, introdujo la llave de la casa y le dio la doble vuelta necesaria. Cuando abrió, un “hola, divino” candoroso le hizo subir un repentino calor.

III

Ella terminaba de comer... Ahora sí: estaba satisfecha.

Él, desplomado en un rincón del livincito, con una nueva y bestial marca de mordida en el cuello, lucía sonriente y hasta parecía inmensamente feliz.

Brãila Maienescu tomaba, ahora, una servilleta de papel, y secaba cuidadosa y delicadamente las comisuras de su boca, a la vez que un apenas audible regüeldo, más un comentario, a modo de excusa (“es que la morcilla no estaba buena”) provocaban la risotada y el aplauso festejante de dos de sus tres invitados, también nobles moldavos como ella.

El reloj de al lado estaba por dar las 6;15: su hermana y la niña, arrodilladas, se apuraban por consumir las últimas gotas de sangre de la pierna izquierda del moribundo dueño de casa; su cuñado, el hombre alto, enjuto y huesudo, con cientos de noches y siglos sobre su espalda, colocaba el freno de mano al Mercedes y cerraba el portón del garage.

 
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