Anacleto Morones
Juan Rulfo
¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión.
Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi
desde lejos como si fueran una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de
polvo. Negras todas ellas. Veníanpor el camino de Amula, cantando entre
rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos
sobre los que caían en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién
buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral,
corriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: "¡Ave María Purísima!" Yo
estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con
los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran.
Pero sólo dijeron: "¡Ave María Purísima!" Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron
hasta ponerse junto a mí, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando
sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
-Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Deesde Amula venimos, sólo por verte.
Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que
estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que
habías entrado a darle decomer a las gallinas, por eso nos metimos. Venimos
a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
-Díganme qué quieren -les dije, mientras mme fajaba los pantalones y ellas se
tapaban los ojos para no ver.
-Traemos un encargo. Te hemos buscado en SSanto Santiago y en Santa Inés,
pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este
rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus
nombres, pero me hice el desentendido.
-Pues sí, Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios. Las
convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les
pregunté que si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua
para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con sus escapularios.
-No, gracias -dijeron-. No venimos a dartee molestias. Te traemos un encargo.
¿Tú me conoces, verdad, Lucas Lucatero? -me preguntó una de ellas.
-Algo -le dije-. Me parece haberte visto een alguna parte. ¿No eres, por
casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
-Soy, sí, pero no me robó nadie. Ésas fuerron puras maledicencias. Nos
perdimos los dos buscando garambuyos. Soy congregante y yo no hubiera
permitido de ningún modo...
-¿Qué, Pancha?
-¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavvía no se te quita lo de andar
criminando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para
comunicarte a lo que venimos.
-¿No quieren ni siquiera un jarro de agua?? -les volví a preguntar.
-No te molestes. Pero ya que nos ruegas taanto, no te vamos a desairar. Les
traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y
se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo
dejaron allí, pendiente,para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba
a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra.
Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la
taberna y de Atanasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta.
Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
-¿Y qué buscan por aquí?
-Venimos a verte.
-Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se prreocupen.
-Te has venido muy lejos. A este lugar esccondido. Sin domicilio ni quien dé
razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
-No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué
misión traen, si se puede saber? -les pregunté.
-Pues se trata de esto... Pero no te vayass a molestar en darnos de comer. Ya
comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en
juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de
las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los
comieran los conejos.
-Voy por los huevos -les dije.
-De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
-Tengo allí dos conejos sueltos que se commen los huevos. Orita regreso. Y me
fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar
plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una
esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a
desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro
allá. Eran piedras de río, boludas, y laspodía aventar lejos. ¡Viejas de los
mil judas! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
-¡Mataste los conejos? Te vimos aventarless de pedradas. Guardaremos los
huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
-Allí en el seno se pueden empollar, mejorr déjenlos afuera.
-¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se tte quita lo hablantín. Ni que
estuviéramos tan calientes.
-De eso no sé nada. Pero de por sí está haaciendo calor acá afuera. Lo que yo
quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la
manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran ganas de volver.
Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la
desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara que las
viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que
podían tener algún interés en AnacletoMorones.
Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que
se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado a
pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo
que querían acabar pronto su asunto para volver temprano a Amula. Fue cuando
yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo
había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí que
no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que habían
pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática, hasta que se les hiciera
de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté a una
de ellas.
-¿Y tu marido qué dice?
-Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdaas que fui tu novia? Te esperé y te
esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas
alturas nadie me quería.
-¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me attravesaron otros pendientes que me
tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
-Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño.
¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
-Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
-Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nievess García. Y no me hagas llorar,
Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
-Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordaar de ti. Si eres de lo que no se
olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento aquí en mis brazos.
Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a
alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo
. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
-No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me cconfesé y tú me estás despertando
malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque
sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
-Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no tee perdonará lo que hiciste conmigo.
Lo pagarás caro.
-¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
-Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir esso aquí delante de la gente. Pero
para que te lo sepas: lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de
cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un
vaquetón?
-¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quiereen otra poquita de agua de arrayán?
No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes. Y allí me entretuve lo más
que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella.
Cuando regresé ya se había ido.
-¿Se fue?
-Sí, se fue. La hiciste llorar.
-Sólo quería platicar con ella, nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo
tarda en llover? ¿Allá en Amula ya debe haber llovido, no?
-Sí, anteayer cayó un aguacero.
-No cabe duda de que aquél es un buen sitiio. Llueve bien y se vive bien. A
fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente
municipal?
-Sí, todavía.
-Buen hombre ese Rogaciano.
-No. Es un maldoso.
-Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentann de Edelmiro, todavía tiene
cerrada su botica?
-Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunnque me esté mal el decirlo; pero
era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo
acusó de abusionero y de brujo y de engañabobos. De todo eso anduvo hablando
en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió
de rabia como los huitacoches.
-Esperemos en Dios que esté en el infiernoo.
-Y que no se cansen los diablos de echarlee leña.
-Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al
Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las dejé decir todo lo que quisieran.
Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de repente se les
ocurrió preguntarme:
-¿Quieres ir con nosotras?
-¿Adónde?
-A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral. Salirme por la puerta que
da al cerro y desaparecer. ¡Viejas infelices!
-¿Y qué diantre voy a hacer yo a Amula?
-Queremos que nos acompañes en nuestros ruuegos. Hemos abierto, todas las
congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que
nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de
testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo
hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera
famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y
puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Poreso
te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
-No puedo ir -les dije-. No tengo quien mee cuide la casa.
-Aquí se van a quedar dos muchachas para eeso, lo hemos prevenido. Además
está tu mujer.
-Ya no tengo mujer.
-¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacletto?
-Ya se me fue. La corrí.
-Pero eso no puede ser, Lucas Lucatero. Laa pobrecita debe andar sufriendo.
Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste,
Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de
las Arrepentidas.
-No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con
las Arrepentidas; le gustaba mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por
esos rumbos, desfajando pantalones.
-No te creemos, Lucas, ni así tantito te ccreemos. A lo mejor está aquí,
encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre
fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate, Lucas, de las pobres
hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la
gente les chiflaba la canción de "Las güilotas" cada vez que se asomaban a
la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a
ti, Lucas.
-Entonces sale sobrando que yo vaya a Amulla.
-Te confiesas primero y todo queda arreglaado. ¿Desde cuándo no te confiesas?
-¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los
cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del
cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por
adelantado.
-Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te
vendríamos a buscar, contimás te pediríamos nada. Siempre has sido muy
diablo, Lucas Lucatero.
-Por algo fui ayudante de Anacleto Moroness. Él sí que era el vivo demonio.
-No blasfemes.
-Es que ustedes no lo conocieron.
-Lo conocimos como santo.
-Pero no como santero.
-¿Qué cosas dices, Lucas?
-Eso ustedes no lo saben; pero él antes veendía santos. En las ferias. En la
puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los
dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. Él por delante y yo cargándole
el tambache con las novenas
de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos
tres arrobas.
"Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de
un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas.
Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad
aquella. Preguntaron: "¿
Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?"
"Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar
de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa
Cruz donde Cristo fue crucificado.
"Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta
Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía
milagros.
"Ése fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo
engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.
-Eres puro hablador y de sobra hasta blasffemo. ¿Quién eras tú antes de
conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni
por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
-Hasta eso, le agradezco que me haya mataddo el hambre, pero eso no quita que
él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
-Está en el cielo. Entre los ángeles. Allíí es donde está, más que te pese.
-Yo sabía que estaba en la cárcel.
-Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desaapareció sin dejar rastro. Ahora
está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice.
Muchachas ¡arrodíllense! Recemos el "Penitentes somos, Señor", para que el
Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada Padrenuestro el
escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de
frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
-¿Qué se hicieron las otras? -les preguntéé.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:
-Se fueron. No quieren tener tratos contiggo.
-Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quuién más agua de arrayán? Una de
ellas, la Filomena, que se había estado callada todo el rato y que por mal
nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y,
metiéndose el dedo en la boca,echó fuera toda el agua de arrayán que se
había tragado, revuelto con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles:
-Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasffemo. Nada quiero de ti. Y puso
sobre la silla el huevo que yo le había regalado.
-¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
-A mí también me dan ganas de vomitar -me dijo la Pancha-. Pero me las
aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que
puede dar fe de la santidad del Santo Niño. Él te ha de ablandar el alma. Ya
hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por
tu culpa.
-Busquen a otro. Yo no quiero tener vela een este entierro.
-Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el frutto de su santidad. En ti puso él
sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
-Sí, pero me la dio ya perpetuada.
-Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucaatero.
-Así fue, me la dio cargada como de cuatroo meses cuando menos.
-Pero olía a santidad.
-Olía a pura pestilencia. Le dio por enseññarles la barriga a cuantos se le
paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su
panza crecida, amoratada por el hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y
ellos se reían. Les hacía gracia
. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.
-Impío. No está en ti decir esas cosas. Tee vamos a regalar un escapulario
para que eches fuera el demonio.
...Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: "Yo me
arriesgo a ser el padre de tu hijo." Y se fue con él.
-Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste
el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
-¡Monsergas!
-¿Qué dices?
-Adentro de la hija de Anacleto Morones esstaba el nieto de Anacleto Morones.
-Eso tú lo inventaste para achacarle cosass malas. Siempre has sido un
invencionista.
-¿Sí? y qué me dicen de las demás. Dejó siin vírgenes esta parte del mundo,
valido de que siempre estaba pidiendo que le velara su sueño una doncella.
-Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarsse con el pecado. Quería rodearse
de inocencia para no manchar su alma.
-Eso creen ustedes porque no las llamó.
-A mí sí me llamó -dijo una a la que le deecían Melquiades-. Yo le velé su
sueño.
-¿Y qué pasó?
-Nada. Sólo sus milagrosas manos me arropaaron en esa hora en que se siente
la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada
más.
-Es que estabas vieja. A él le gustaban tiiernas; que se les quebraran los
güesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuete.
-Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Unoo de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja
de todas. Tenía lágrimas en los ojos y le temblaban las manos:
-Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfaandad; volví a encontrar a mi padre
y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi
pena.
Y le escurrían las lágrimas.
-No tienes, pues, por qué llorar -le dije..
-Es que se han muerto mis padres. Y me hann dejado sola. Huérfana a esta edad
en que es tan difícil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el
Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
-Era un santo.
-Un bueno de bondad.
-Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
-Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan
vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí
la puerta.
-¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban sólo dos viejas. Las otras se habían ido yendo una
tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los
exorcismos.
-No me has de negar que el Niño Anacleto eera milagroso -dijo la hija de
Anastasio. Eso sí que no me lo has de negar.
-Hacer hijos no es ningún milagro. Ése eraa su fuerte.
-A mi marido le curó de la sífilis.
-No sabía que tenías marido. ¿No eres la hhija de Anastasio el peluquero? La
hija de Tacho es soltera, según yo sé.
-Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser
soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero soy soltera.
-A tus años haciendo eso, Micaela.
-Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivirr de señorita. Soy mujer. Y una
nace para dar lo que le dan a una.
-Hablas con las mismas palabras de Anacletto Morones.
-Sí; él me aconsejó que lo hiciera, para qque se me quitara lo hepático. Y me
junté con alguien. Eso de tener cincuenta años y ser nueva es un pecado.
-Te lo dijo Anacleto Morones.
-Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a ottra cosa; a que vayas con nosotras
y certifiques que él fue un santo.
-¿Y por qué no yo?
-Tú no has hecho ningún milagro. Él curó aa mi marido. A mí me consta. ¿Acaso
tú has curado a alguien de la sífilis?
-No, ni la conozco.
-Es algó así como la gangrena. Él se puso amoratado y con el cuerpo lleno de
sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera
asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían
brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo
quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y,
sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
-Ha de haber tenido sarampión. A mí tambiéén me lo curaron con saliva cuando
era chiquito.
-Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
-Me queda el consuelo de que Anacleto Moroones era peor que yo.
-Él te trató como si fueras su hijo. Y toddavía te atreves... Mejor no quiero
seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
-Me quedaré otro rato. Haré la última luchha yo sola.
-Oye, Francisca, ora que se fueron todas, ¿te vas a quedar a dormir conmigo,
verdad?
-Ni lo mande Dios. ¿Qué pensaría la gente?? Yo lo que quiero es convencerte.
-Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabbo qué pierdes. Ya estás re vieja,
como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
-Pero luego vienen los dichos de la gente.. Luego pensarán mal.
-Que piensen lo que quieran. Qué más da. DDe todos modos Pancha te llamas.
-Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hassta que amanezca. Y eso si me
prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la
noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo lo hago?
-Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy
a traer las tijeras.
-Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis
defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
-Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a
juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral,
arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se
había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquí a reclamarme
que le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo:
-Vende todo y dame el dinero, porque necessito hacer un viaje al Norte. Te
escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
-¿Por qué no te llevas a tu hija -le dije yo-. Eso es lo único que me sobra
de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus
malas mañas.
-Ustedes se irán después, cuando yo les maande avisar mi paradero. Allá
arreglaremos cuentas.
-Sería mucho mejor que las arregláramos dee una vez. Para quedar de una vez a
mano.
-No estoy para estar jugando ahorita -me ddijo-. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero
tienes guardado?
-Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He ppasado las de Caín con la
sinvergüenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
"¡Qué descanses en paz, Anacleto Morones!", dije cuando lo enterré, y a cada
vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: "No te
saldrás de aquí aunque uses de todas tus tretas."
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin
sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo
de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra.
Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse
de allí.
-Échale más piedras, Pancha. Amontónalas een este rincón, no me gusta ver
pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
-Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No erres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí
era amoroso con una?
-¿Quién?
-El Niño Anacleto. Él sí que sabía hacer eel amor.
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