CIENTO POR UNO
No ha mucho tiempo, vivía en nuestra ciudad un franciscano que tenía el
cargo de inquisidor general de la fe. A pesar de esforzarse por pasar por
hombre muy santo y celoso de la religión cristiana, como es costumbre
frecuente entre tales caballeros, era, sin embargo, mucho más aficionado a
entender en la vida de los que bien repleta tenían la bolsa, que en la de
aquellos que apestaban a herejía. Hizo la maldita casualidad que diese con
un hombre, más rico de escudos que de ciencia, quien, hallándose un día, en
una tertulia, un poco alegre de cascos, merced al jugo de la vid, o por
exceso de satisfacción, tuvo la osadía de decir, más bien por simpleza que
por falta de fe, que poseía un vino, tan bueno, en su bodega, que el mismo
Dios no desdeñaría beberlo, si estuviera en el mundo. Tal propósito no tardó
en ser repetido al inquisidor, quien, conocedor de las ricas facultades de
aquel que lo había manifestado, cayó impetuosamente sobre él, cum gladiis et
fustibus, y le entabló un proceso, persuadido de que le procuraría más
florines para su bolsa que luz y auxilios a la fe de aquel buen hombre. El
acusado, citado e interrogado sobre si lo que se había dicho al inquisidor
era cierto, respondió que sí, y contó de qué manera y en qué sentido lo
había expresado. El padre inquisidor, que sólo quería su dinero, le replicó
en seguida:
-¿Acaso te has imaginado que Dios es un bebedor y un goloso de vinos
excelentes, como un Cinciglione o cualquiera de vosotros, que casi nunca
salís de la taberna? Sin duda, querrías persuadirnos ahora, por medio de una
humildad afectada, que tu caso no es grave; es en vano; y si cumplimos con
nuestro deber, debes ser condenado al fuego.
Estas amenazas, y otras muchas que siguieron, pronunciadas en tono tan
vehemente y duro, cual si se hubiese tratado de algún epicúreo que negara la
inmortalidad del alma o dudase de la existencia de la Divinidad, infundieron
el mayor terror en el ánimo del prisionero. Después de haber meditado algún
tiempo sobre su situación y buscado algún expediente para suavizar el rigor
de su sentencia, imaginó recurrir al ungüento de Plutus y frotar con él las
manos del padre inquisidor, no conociendo mejor remedio contra el veneno de
la avaricia, que corroe a casi todos los sacerdotes, y en particular a los
franciscanos, sin duda porque no se atreven a tocar el dinero. Aunque Galeno
no haya indicado tal receta, no por eso deja de ser excelente. La untura
produjo efectos tan maravillosos, que el fuego con que se le amenazara se
convirtió en una cruz. Revistiósele con ella, y cual si estuviese destinado
a hacer el viaje a la Tierra Santa y se tuviera el designio de decorar con
ella el estandarte, se le dio una cruz amarilla sobre fondo negro. Después
de algunas penitencias, poco rigurosas, lo soltó el inquisidor, a condición
de que, como última penitencia, oiría misa todas las semanas, en Santa Cruz,
y que, a la hora de comer, se presentaría ante él, hasta nueva orden,
permitiéndole disponer del resto del día como mejor le pareciera. Mientras
el penitente cumplía exactamente lo que se le había prescrito, oyó un. día
cantar en la misa estas palabras del Evangelio: "Recibiréis ciento por uno y
poseeréis la vida eterna". Llamóle la atención este pasaje, y se le quedó
grabado en la memoria. A la hora de costumbre se presentó al padre
inquisidor, encontrándole a la mesa. Se acerca, e interrogado sobre si había
oído misa, sin titubear contesta que sí.
-¿Nada has oído -repuso el franciscano- que te cause alguna duda y
quieras disiparla?
-No, reverendo padre; creo firmemente y no tengo ninguna duda; empero,
ya que me permitís hablar, os diré que he oído algo que me ha apenado tanto
por vos como por vuestros cofrades, al pensar en la suerte que os aguarda en
la otra vida.
-¿Qué cosa es ésta? -dijo el padre inquisidor. -Es el pasaje del
Evangelio -contestó el penitente- donde se dice: "Recibiréis ciento por
uno".
-Nada más cierto -repuso el padre; mas no veo, por eso, el motivo que
tienes para preocuparte tanto de nuestra futura suerte.
-Vais a saberlo -replicó aquél-: desde que frecuento vuestro convento,
he visto dar a los pobres que vienen a sus puertas, a veces uno, otras dos
calderos de sopa, que, en verdad, no son otra cosa que los restos de la que
se os sirve a vosotros. Luego si por cada caldero recibís ciento cada uno de
vosotros, en el otro mundo, las sopas serán tan abundantes que,
indudablemente, quedaréis ahogados en ellas.
Aquella candidez hizo reír mucho a los que se hallaban a la mesa del
inquisidor; pero éste, comprendiendo que aquello era un rasgo de la
hipocresía de los frailes y una reconvención indirecta hacia su conducta,
quedó herido y de buena gana habría entablado un nuevo proceso contra él, de
no temer la pública censura, que ya lo había criticado respecto del primero.
En su despecho, le mandó que se alejara y nunca más volviera a presentarse a
su vista, permitiéndole vivir, en, lo sucesivo, como mejor entendiese.
Giovanni Boccacio
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