AGUAS SALOBRES
Mario Levrero
El feto apareció envuelto en trapos sucios y manchados de sangre. El Capitán
ordenó que se lo dieran a los chanchos. Varios días después, ante la
sorpresa
general, vino el Jorobadito con la noticia de que el feto vivía y tenía los
ojos
abiertos. Herminia, la chancha más feroz, hirsuta y grosera, la menos
sospechable de instinto maternal, lo defendió de nosotros con dientes y
uñas. De
algún modo se las había ingeniado para hacerlo vivir y ahora quería
retenerlo.
Se lo dejamos, no sin que antes el Jorobadito perdiera la mano derecha. Lo
curamos como pudimos, porque allí no había médicos, y él juró vengarse.
Le llevó varios meses, entre su curación y el trabajo práctico, obtener la
caja
obscura de torturar chanchos. El Capitán lo dejó hacer, a condición de que
no se
perdiera una gota de sangre: a nosotros nos gustaban mucho las morcillas, y
por
otra parte estábamos definitivamente hartos de comer pescado. Somos
pescadores.
Vivíamos de la pesca. Y como en la costa eran todos pescadores como
nosotros, no
había a quien venderle nuestra mercadería ni fórmulas posibles de
intercambio:
comíamos pescado... Por eso apreciábamos al Jorobadito, el único entre
nosotros
con talento para la cría de chanchos y fabricación de embutidos. Y la Gorda
se
ocupaba de los sembrados.
Se pensó en la Gorda como origen del feto. No había pruebas, pero ella era
la
única mujer apropiada para disimular un embarazo entre tanta cantidad de
grasa.
Otros, y especialmente después de la historia de la supervivencia del nonato
en
manos de la chancha, hablaban de milagros. Pero había puntos dudosos en esta
teoría: el milagro provendría del Cristo Atlante de Desdémona, ese cristo
sonriente, irritante, con cabeza de pez, y por tanto poco inclinado a
milagrear
un feto enteramente humano. Si hubiese aparecido una sirena no habríamos
tenido
dudas.
Yo no presté al principio mayor atención a estos sucesos. Me sentía
perturbado y
un poco, yo mismo, como una especie de feto mental, y quería nacer. Mi
tendencia
a la mutación se evidenciaba en un rechazo por lo salado: me asqueaba comer
pescado, me asqueaba el gusto del sexo de Desdémona, me asqueaba el agua del
mar, que trataba de no tragar cuando nadaba. Pero era verano. Un verano muy
cálido. Abundaba el pescado, la necesidad sexual era intensa, y había que
meterse en el mar. Yo corporizaba el rechazo a esta vida en la costa
vomitando
varias veces al día. Y me rompía la cabeza buscando una fórmula para
alejarme de
allí definitivamente, sin encontrar, en mi indigencia material y afectiva,
ninguna solución.
Por esa época apareció también el caballo blanco. Era una bestia llena de
salud
e inteligencia, que nadie, en mucho tiempo, pudo montar. Era joven. Tenía
una
mirada simpáticamente maligna; acostumbraba a mirarnos de reojo, como
burlándose. No se nos ocurrió, entonces, relacionarlo con el feto, ni se
habló
de milagros. Yo no sostengo ninguna teoría: simplemente me limito a dar una
información subjetivamente completa. No se tenía en cuenta, si bien luego
pareció evidente, que la única ocupación de Tulio, el caballo blanco, era
verificar día a día el rápido y desmesurado crecimiento del feto, siempre
bajo
el cuidado de Herminia.
El Jorobadito acumulaba rencor y piecitas misteriosas que integrarían su
caja
obscura. Aunque sin acercarme a su eficacia y pulcritud en el manejo del
chiquero, yo vi peligrosamente acrecentadas mis tareas al tener que
sustituirlo
en la suya: nunca más quiso saber de chanchos, excepto en aquel día señalado
para el sacrificio de la chancha maternal.
Mis otras tareas eran más bien agrícolas. Ayudaba a la Gorda en ciertas
manipulaciones en los sembrados, y sobre todo me encargaban de mantener
espantados del lugar a los gorriones. Cuando apareció Tulio tuve también que
alimentarlo y cepillarlo. Me fastidiaba esa limitación de mi independencia,
pero
hice buenas migas con el caballo blanco y me gustaba atender sus reclamos.
Lo
del chiquero, en cambio, rebasó los límites. Hablé seriamente con el
Capitán; él
me pidió paciencia y se comprometió por su parte a meter en vereda al
Jorobadito
apenas lo viera recuperado.
Los viernes eran mis días libres de las tareas, pero obligatoriamente
destinados
a la glorificación del Cristo-Pez. Desdémona, de caderas de yegua, rubia y
alta,
de larga melena, y a quien nadie le había podido ver los pechos que bajo la
ropa
aparentaban ser explosivamente exuberantes, Desdémona era la fundadora de
una
religión. Había ideado una cosmogonía perfecta, y perdía la vida en sus
predicaciones: araba en el desierto. Yo era el único adepto fiel, y más bien
por
razones eróticas. El Capitán, controlado por su mujer, no podía ni sonar en
acercarse al templete. Los otros varones eran tan poco deseables que
Desdémona
no ponía mucho entusiasmo: el Jorobadito, el Tuerto, el viejo Matías. Las
mujeres más bien tendían a creer, pero el rito les estaba vedado por razones
obvias, aunque tengo mis sospechas de que especialmente con Leonor, de
aplastante virilidad, se celebraron secretamente algunas misas.
Creo que mi afición por el dibujo, y un cierto talento desarrollado en ese
sentido, se los debo a los pechos ocultos de Desdémona. El afán de
concretizar
las imaginerías me llevaba a llenar hojas y hojas con las formas posibles.
Encontraba más verosímil que otras la de pera, abultada en la base, con unos
pezones que no se decidían del todo a apuntar hacia abajo.
En la religión de Desdémona había elementos muy atractivos. Se glorificaba
el
viernes en honor a Venus, planeta origen de los dioses que aposentaron sus
reales en la Atlántida terrestre, hoy desaparecida a causa de una explosión
atómica. Los dioses, de forma humana, crearon a los peces; del apareamiento
de
éstos con ciertos dioses enamorados de su propia obra, nació la raza de las
sirenas. Había sirenas al derecho y al revés, es decir, con cola de pez o
con
piernas de gente. Cuando el Cristo Atlante vino a redimir a esta raza
maldita,
fue crucificado. Y la raza desapareció, al menos de la vista. Desdémona
aseguraba que en sitios ocultos están todavía aguardando algunos de ellos. A
las
venus que andan por el mundo, antiguas reliquias a las que les falta algún
pedazo, la cabeza, los brazos, las piernas, les falta, según Desdémona,
porque
eran partes de pescado. Y la Iglesia Católica, junto con los Masones y los
Judíos, hicieron lo posible por borrar los rastros.
Hubo un rastro que sin embargo no pudieron borrar. Está al alcance de todo
el
mundo. Un hueso de tiburón -producido mediante mutaciones genéticas de
laboratorio, por la raza que quiso dejar su huella- representa a este
Cristo-Pez
crucificado. En nuestras costas abundan estos huesos, a los cuales los
pescadores no dan ninguna importancia. Parece ser que cuando Desdémona, a
los
doce años, vio uno de ellos por primera vez, coincidiendo con su primer
período
menstrual, tuvo la revelación divina que la llevó a fabricar su religión sin
la
menor dificultad y, lo que es más interesante, sin necesidad de ocultar
ningún
texto. Por otra parte, ella nunca aprendió a leer.
El ícono es un hueso plano que de lejos parece un crucifijo común y
corriente,
de líneas curvas y elegantes, color marfil. Sobresaliendo de esta base
achatada
se distingue perfectamente una figura casi humana, de finos y largos brazos
crucificados, de piernas también humanas, pero con cabeza de pez. Y sonríe.
Sonríe con un aire de triunfo que no tiene en absoluto el Cristo de los
católicos.
Desdémona había fabricado un templete y un altar para el ícono. Y sobre este
altar alfombrado de terciopelo rojo celebraba cada viernes el rito de beber
la
sangre de su Señor, que venía a ser no otra cosa que mi propia esperma. El
espermatozoide, forma acuática que luego perdemos por culpa de un pecado
original de la raza de las sirenas, es el legado directo de los dioses
venusinos. Desdémona, habiendo hecho voto de castidad desde la revelación,
se
mantuvo virgen. Sólo se permitía el alivio religioso de retribuirme con sus
secreciones marinamente salobres para santificarme cada viernes, a cambio de
mi
savia. La única relación normal que yo había tenido alguna vez con una
mujer,
fue con la Gorda. No me gustó. Por estos motivos, por los ritos y el pescado
y
la arena y la sal, quería salir en busca de nuevos horizontes.
Pasaban los días con la sola variante del rápido crecimiento del feto, quien
ya
amagaba pararse sobre sus piernitas endebles; todo lo demás seguía igual,
hasta
que al Capitán se le ocurrió fijar fecha para el sacrificio de Herminia,
porque
estaba a punto y porque se terminaba, ya, nuestra provisión de embutidos.
Entonces el Jorobadito trabajó como negro, día y noche, con su única mano,
para
poder llegar a tiempo. Trabajaba secretamente en el taller; no quería que
nadie
se enterara de los detalles. Pero con todo se filtró el chisme de que había
aparatos eléctricos.
La caja estuvo terminada un día antes de la fecha fijada por el Capitán. Con
su
parche sobre el ojo izquierdo, su gorra marinera Y su pata de palo, la
palabra
del Capitán era ley. Por eso el Jorobadito, borracho de sueno y de
cansancio, ni
pensó en solicitar una postergación. La Gorda, siempre maternal, fabricó una
jaula como de cotorra, pero más grande, y con una especie de nido de lanas y
plumas. Cuando metimos a la chancha adentro de la caja obscura, la Gorda se
llevó el feto a la jaula. Y cuando Herminia empezó a gritar, verdaderamente
como
una marrana, el feto, aferrado a los barrotes y con una mirada de loco
impresionante se alzó por fin sobre sus piernitas chuecas y rechinó los
dientes
y dijo sus primeras palabras:
- ¡Hijos de puta!
El suplicio no pudo prolongarse como habría querido el Jorobadito porque los
gritos nos ponían nerviosos. No tengo idea del método de tortura inventado
por
esa mente retorcida, pero creo que trascendía el mero electroshock. Don
Matías
se echó encima de la pierna un chorro de agua caliente del termo. La Gorda,
siempre tan cuidadosa de su femineidad, tuvo la desgracia de dejar escapar
públicamente un flato. Desdémona me llevó a un rincón, me mordió un hombro
con
furia, y aunque era jueves fuimos al templete. Cuando el Capitán sopló su
pipa
en vez de chuparla y el tabaco encendido casi le quema el ojo sano, decidió
poner fin a la situación. Nos subimos a un árbol y abrimos la puerta de la
caja
obscura con un palo que tenía un gancho en la punta. Herminia salió en un
galope
demencial, no encontró a nadie a quien embestir, se revolcó en los sembrados
y
en los charcos, siempre gritando, y por fin se suicidó dándose de cabeza
contra
el ombú.
El feto apartó los barrotes doblándolos sin dificultad con sus manitos, y
cuando
bajábamos del árbol nos estaba mirando y nos dimos cuenta que estábamos
definitivamente bajo su dominio. Ante su mirada nos sentimos todos más que
avergonzados; nos sentimos completamente desnudos en nuestro infantilismo
cruel.
El Jorobadito se metió solo adentro de la caja obscura. Estuvo gritando
exactamente como Herminia durante tres días y tres noches que para nosotros
fueron insoportables. Al tercer día no se oyó más nada, y le dimos cristiana
sepultura cerca del pozo negro, sin abrir la caja. El feto volvió un tiempo
a su
jaula. Parecía calmado.
Se desarrolló a su manera, y nunca pudimos ponerle un nombre. En pocos meses
se
hizo adulto. Alcanzó su estatura definitiva, unos ochenta centímetros, y era
todo cabeza, de frente abultada y ojos chiquititos bajo párpados gruesos y
pesados, y la cabeza era toda pelos y dientes: unos dientes siempre
apretados y
visibles, que los labios gruesos y curvados hacia abajo mostraban en una
clara
expresión de odio y disgusto.
La Gorda le preparaba una papilla inmunda, y se la hacía sorber por medio de
una
bombilla. Algo como carne de pescado triturada, legumbres, etcétera. Tulio,
el
caballo blanco, se arrodillaba amorosamente para que él pudiera trepársele,
agarrado a las crines, y allá salían los dos, en un galope furioso. Tulio,
expresando su juventud y alegría de vivir; un galope vital que a veces
parecía
un vuelo. El feto, gritando y chillando, descargando su odio sobre las
tierras,
de la costa, histerizando a todo el mundo. Empezamos a tener mala fama en la
zona.
El Capitán perdía autoridad. Se ocupaba, ahora, él mismo de los chanchos.
Sólo
cuando salían de pesca en los frágiles botecitos, con el Tuerto, Leonor y el
viejo Matías, yo me sentía un poco culpable y me hacía cargo del chiquero.
Pasaba la mayor parte del tiempo tratando de comprobar una teoría que se me
había ocurrido: de golpe se me metió en la cabeza que la Atlántida estaba
por
allí nomás, en algún charco o en la laguna, y que nadie la veía porque era
muy
chica. Pero me faltaban elementos técnicos, y no hacía más que bucear y
chapotear sin otro resultado que el placer de mojarme. El feto se cansó de
la
papilla y por fin pude verle los pechos a Desdémona. La hizo desnudarse de
la
cintura para arriba, y como acunado en sus brazos empezó a mamar.
Curiosamente,
la virgen tenía leche. Un día formé un aparte con ella y llegué a
probársela:
era extremadamente dulce y tibia. De pronto algo me sacó de la embriaguez y
vi
al feto, allí parado con sus ojos fulminándome, y supe que estaba condenado
a
muerte. Esperé, sin poder moverme.
Se interpuso Tulio. Pasó entre los dos, balanceándose con un relincho suave,
y
cuando terminó de pasar el feto me miraba de otra manera. No digo que con
amor,
pero de ahí en adelante quedé marginado de sus perrerías.
Abandonó para siempre la jaula y se instaló en Desdémona. Ella dejó sus
misas de
los viernes, y Tulio me llevó a un poblado vecino donde logré hacer amistad
con
una niña más o menos de mi edad, no tan exuberante como Desdémona pero mucho
menos loca. El feto ordenó destruir el templete. Se conservó, sin embargo,
el
ícono del Cristo-Pez, colgando entre los pechos de Desdémona. Estos pechos,
entre otras, tuvieron la virtud de privarnos para siempre de la presencia
del
viejo Matías: cuando la vio desnuda por primera vez le vino algo al corazón
y se
murió. La Gorda, que se sentía celosa y desplazada, tuvo la mala idea de
pasearse desnuda entre nosotros para tentar al feto con su abundancia
maternal.
El se rió a carcajadas, francamente, creo que por única vez en su vida, y
nosotros disimulábamos dando vuelta la cara o acomodando innecesariamente
algunos implementos. Por fin la Gorda se consiguió un cachorro de lobo y nos
dejó en paz.
Tulio apareció un día con amigos equinos encontrados, no se sabe dónde; una
tropilla joven y briosa, entre salvaje y amable al estilo de Tulio. Fue como
una
orden para que el feto se pusiera en marcha y comenzara a construir su
imperio.
Yo, por las dudas, me fui mudando de a poco al poblado de mi amiguita y
después,
también por las dudas, un poco más lejos, a la ciudad. Pero fue un proceso
lento
y disimulado, y en verdad nunca logré irme del todo. Algo me tenía atado a
la
pequeña comunidad pesquera.
La construcción del imperio fue desordenada. El feto parecía saber lo que
quería, pero tal vez no lograba aún controlar bien las cosas o, tal vez, al
mismo tiempo quería divertirse. Lo cierto es que todo empezó con las
tropelías.
Al frente iba él, agarrado a las crines de Tulio, chillando y gritando; casi
a
su lado Desdémona, sobre un caballo parecido, con pantalones de montar que
se
fabricó ella misma y con los pechos desnudos saltando pesadamente junto con
el
crucifijo. Detrás el Capitán, armado hasta los dientes, y su oscura mujer, y
Leonor, que parecía nacida sobre un caballo, elegante y lésbica, vestida
toda de
negro con un traje ajustado de solapas brillantes, y el Tuerto, y la Gorda,
buen
jinete a pesar de los kilos. Mataban y saqueaban, incendiaban y destruían
innecesariamente. Sembraban el terror.
Después empezaron a traerse niños y mujeres, y algunos homúnculos con
vocación
de esclavos. Se formó a nuestro alrededor una especie de colonia que crecía
rápidamente. Todos trabajaban como locos, fustigados con ferocidad por el
feto
lleno de odio y delirios de grandeza. Su radio de acción se fue extendiendo.
Las
tropelías contaban con más gente. Yo, contrariamente a lo que podría
suponerse,
abandoné mis pretensiones de alejarme y me instalé con mi mujer otra vez en
la
costa. Nuestro lugar, en sí mismo, no había cambiado mucho.
Me dediqué a observar el proceso sin intervenir, y como por deporte -cuando
ya
hasta Desdémona había olvidado su religión, y el Crucifijo se había
desprendido
de su cuello en alguna correría y perdido para siempre-, yo seguía buscando
la
Atlántida en los charcos que todavía quedaban y buceando en la laguna. Una
vez
creí ver algo en el fondo, pero me di cuenta que estaba a punto de ahogarme,
lleno de placer, y con un tremendo esfuerzo de voluntad salí a la
superficie.
El feto cambió a Desdémona por un grueso habano, y se hizo hacer una capa
dorada
y roja y un trono de emperador. Envejecía a ojos vistas. El pelo hirsuto se
le
volvió blanco casi de un día para otro. Una vez que fui a verlo ya tenía una
corona de oro sobre su cabezota, Y los ojos le refulgían malignamente entre
el
humo del cigarro.
Comenté con el Capitán que todo aquello era ridículo. Y la repetición de las
tropelías, una cierta mecanización donde el único que gozaba era el feto,
siempre histérico como el primer día, nos estaba mortificando a todos. Aun
Tulio
tenía la mirada tristona.
- Habría que hacer algo - le dije al Cappitán.
- Quién le pone cascabel al gato - respoondió.
Al fin, como la furia del Emperador había llegado ya a los alrededores de la
ciudad, las autoridades comenzaron a dar crédito a los rumores y se
decidieron a
tornar cartas en el asunto. Primero aparecieron unos funcionarios grises, de
bigote fino, que se destacaban groseramente entre nosotros aunque no
hicieron
nada. Luego mandaron un contingente armado. Era muy pequeño, y en una
batalla
memorable donde el feto brilló como nunca y hasta alcanzó el heroísmo, el
Gobierno fue ominosamente derrotado.
A los pocos días Desdémona se sintió mal. Se revolcaba en la cama,
agarrándose
el vientre y chillando como Herminia y el Jorobadito adentro de la caja
obscura.
Al mismo tiempo, el feto empezó a sudar y temblar y se le cayó el pelo,
junto
con la piel y los dientes. Todos corríamos de un lado a otro,
entrechocándonos e
impartiendo órdenes imprecisas, realmente sin saber qué hacer.
De pronto se hizo un silencio total, una pausa que fue rota de inmediato por
un
llanto de bebé. Era un bebé gordito y rosado, rozagante y hermoso, que la
Gorda
llevó a una Desdémona pálida, ya aliviada y casi sonriente. Se lo puso junto
al
pecho y Desdémona lo sostenía con un brazo y Io miraba amorosamente mientras
le
buscaba, a ciegas, el pezón. Era el fin de ese tiempo tan apretado de cosas
y
lleno de tanto sufrimiento: el feto había nacido.
Cuando las tropas gubernistas volvieron en serio, con tanques, cañones y
metralletas, se llevaron una desilusión. Ya que estaban fusilaron a dos o
tres
tipos, y bombardearon algunos edificios, entre ellos un rascacielos que
recién
empezaba a construirse por orden del Emperador en su último delirio. Se
fueron
con las manos vacías, sin encontrar resistencia y sin comprender.
La vida en la costa tomó otras formas. A veces me gusta pasearme entre las
ruinas del rascacielos frustrado, unas ruinas musgosas y grises, de aspecto
milenario a la luz de la luna, de aspecto atlante, verdoso y mágico a la luz
de
la luna.
FIN
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