Bastoneando por la vida.
1
Y pensar que nunca me gustó usar la palabra bastón. Para mí, eso era cosa de tíos viejos, que a las justas arrastraban los pies y requerían algo en qué apoyarse, a la hora de andar. Yo prefería ponerle cualquier otro nombre, y la verdad es que hasta ahora le suelo llamar palito, al momento de mencionarlo.
Pero, aquel al que no me gusta llamar por su nombre, y le digo palito (mi palito) es ni más ni menos que un bastón que a lo largo de los años, desde que ingresé al centro de rehabilitación, ha llegado a convertirse para mí en algo tan útil, tan valioso por el apoyo que ofrece, tan personal que, más allá de prejuicio alguno, no tengo porqué dejar de reconocer como Mi Bastón. Sí -¡es Mi Bastón!- porque de una u otra forma resulta ser una prolongación (un tanto sui géneris por cierto) de mi persona y podrá parecer curioso, pero es que cuando no lo tengo conmigo siento que algo me falta.
Parece que supiera lo que tiene que hacer a partir del momento en que lo despliego, para que me indique si hay escaleras, huecos, o algo que pueda interrumpir mi camino siempre que ese algo no esté muy alto, porque Mi Bastón tiene la misión de ir deslizándose al ras del suelo, y no cuenta con ningún tipo de radar que le permita detectar algún obstáculo aéreo. Ah, hablando de esto, no faltan aquellos quienes me han dicho a modo de pregunta: "¿Su bastoncito es electrónico no?" Y yo les he tenido que explicar que no.
Salgo de mi casa, con Mi Bastón desplegado, y ya conozco la calle por la que transito todos los días, desde que me mudé al departamento en el que vivo. El viento que a esa hora refresca, sopla en una forma calmada, dando la impresión de no querer soplar o no querer despeinarme pero, no obstante aquella calma, las hojas de otoño corren por el suelo, igual como si el soplido de ese viento fuese intenso, y al deslizarse producen un ruido que para mí simboliza el sonido de la partida de nuestros años, los cuales se van al ritmo del tiempo que, en su marcha, no perdona ni por un segundo, y no está dispuesto a volver atrás ni para mirar a los que le hacen adios.
Mi paso es lento, pero no por cansancio sino por precaución. Yo no sé en qué momento me voy a dar con alguna de esas ramas que sobresale y que los jardineros no se han preocupado de cortar, y no deseo montar en esa cólera que a veces siento cuando, mentalmente, voy entonando una canción, y de pronto me golpeo. No quiero sentir rabia ni tengo ganas de renegar, como lo hice en aquella ocasión en la que me robaron los lentes a plena luz del día en el cruce de dos avenidas céntricas. Me bajé del microbús, y luego de cruzar la pista me disponía a ingresar a mi centro de estudios, cuando siento que alguien me despoja de los lentes, con gran forma y estilo, frente al instituto, a vista y paciencia de todos los que allí estaban, para luego subirse a un vehículo de transporte, tranquilo, como si con él no hubiera sido la cosa. "Ah, nosotros creíamos que lo conocía", me dijo una persona que había visto lo ocurrido.
Renegar -¡no!- porque me hace daño, y por eso camino atento, usando los sentidos que me quedan, y -¡lento!- más lento que los demás, más lento que el tiempo, que se va, se va, y se va, mientras yo me quedo, me quedo, lento, bastoneando, para ver la forma de llegar a mis metas, a la cristalización de los sueños que sí tengo, guardados en un pequeño cofre de ilusiones y esperanzas que ojalá no se me vayan a estropear.
2
Y me esquivan:
Llego a una de esas esquinas por las que siempre doblo, y de pronto siento que un grupo de personas se queda paralizadas -¡ay, ahí viene un cieguito!- sin saber cómo actuar ante mi presencia. Trato de hablarles para que se den cuenta que no soy distinto que ellos, pero se ponen nerviosos sin saber qué responderme ni qué decir, y tan pronto como pueden me esquivan, arriman a sus criaturas para que no les vaya a dar un bastonazo -¡salgan de allí hijitos!- y me dejan con mi paso, con mi propia velocidad, con mi propio tiempo, sin yo poder esquivar los carros mal estacionados, los postes, puertas levadizas, los cuales parecieran deleitarse esperándome para ver cómo me golpeo, mientras el resto ya se hizo a un lado y me dejó atrás, sin detenerse un solo instante a pensar que Mi Bastón no puede dármelo todo y que, en una situación como la mía, lo que necesito es ayuda.
Son varias las ocasiones en las que me ocurre lo mismo, y me pongo a buscar alguna razón que pudiese explicar incluso el miedo que a veces me tienen. ¿Cuál será el motivo de aquel miedo? Por un instante creo encontrar hasta dos:
El primero estaría relacionado con la falta de conocimiento por parte de la comunidad acerca de la ceguera, de la problemática que esta genera al presentarse, de sus implicancias, de las limitaciones que trae, lo cual hace que tenga que movilizarme como lo hago, bastoneando.
El segundo tendría que ver con algo que debería ser tomado -¡muy, pero muy en cuenta!- y es que entre las personas ciegas también hay aquellas que no han sido preparadas convenientemente, ya sea por falta de recursos, porque no hay un centro de rehabilitación por donde viven o, lo peor, porque simple y llanamente no quieren prepararse. No usan bien el bastón, o incluso en vez de bastón podrían estar utilizando un palo de escoba, con el cual andan sin el más mínimo criterio técnico de orientación y movilidad, golpeando a diestra y siniestra, dando que hablar -¡uy, qué miedito!- -¡pero es que no les queda otra!- realimentando así aquella vieja imagen del -¡pobre cieguito!- que aún hoy continúa siendo visto como tal. De allí, quizás, viene aquella frase que suele usarse para referirse a alguien que no sabe -¡ni donde está parado!- acerca de un tema x, y entonces habla como si estuviera andando a tientas: "Ese tipo va dando palos de ciego".
La gente acuña frases, y hasta refranes, según lo que ve. ¿Y porqué? Ah, bueno, es que en el mundo casi todo es visual, y quizás es debido a ello que yo tiendo a construirme todo un mundo alternativo, donde mis fantasías, ilusiones, y mi liberación sí tienen lugar. En este mundo, es mediante la vista, que la gente aprende cómo se debe sentar uno a la mesa, cómo se come, cómo se gesticula, cómo se camina sin levantar las puntas de los zapatos, cómo se orienta la cara para no ir mirando hacia arriba, cómo se hacen muchas cosas más, y cómo es que también hay muchas otras, como muecas, gestos, movimientos, -¿cieguismos?- que no se deben hacer porque no se ven normales.
La vista es un medio social de aprendizaje que opera en una forma espontánea, natural, progresiva, desde la cuna, y es por eso que entre los videntes se produce un entendible desconcierto, frente a mi presencia. El mundo, por lo general, deduce que la única forma de vivir sería viendo, como se puede notar en las palabras que alguna vez pronunciara un señor de avanzada edad que llegó al centro de rehabilitación, mientras yo me estaba preparando. Conversando con una de las instructoras él dijo: "Estar ciego es como estar medio muerto. ¿ Lo sabía usted?".
3
Un mañanero encuentro con la discriminación:
Ya he volteado la esquina, y he llegado al paradero del ómnibus que me ha de trasladar a la biblioteca cibernética, desde la cual me voy a sumergir en el mundo del conocimiento pues necesito información para realizar un trabajo de investigación. Para ello, felizmente cuento con Doña Tecnología y una de sus hijas, la computadora la cual, valiéndose de la ayuda que le da su sobrino el joven Jaws, me lee, y me lee -¡ah, computadora esta!- con una vocecita de metálica mujer que ya se me está haciendo dulce y que no tose, ni se atora, ni pide -¡ay, un vasito de agua, por favor!- como lo hacían algunas de las antiguas voluntarias de lectura, con justa razón.
Realmente, es increíble la de puertas que la familia tecnológica hoy me abre, permitiéndome pasear por los pasillos y vericuetos de bibliotecas a las cuales, hace solo unos años, no hubiese podido acceder, debido a la ceguera que, a lo largo de mi vida, me ha privado de muchas cosas, de muchas oportunidades para experimentar sensaciones y placeres, y me ha tenido rezagado, lejos del resto, como prisionero suyo, aislado de lo último del conocimiento, hasta que la tecnología la ha obligado a dar aunque sea un pacito al costado.
Pero por estar hablando de doña Tecnología, y sus bondades, no quiero dejar de mencionar al viejo Braille quien no-solo cumplió una función irremplazable en su momento histórico. ¡Gracias Viejo! Hasta hoy conserva un lugar no tanto romántico sino más bien latente en campos bien concretos como el referido al aprendizaje de idiomas. Para aprender a escribir en inglés adecuadamente, por ejemplo, no hay mejor cosa, de acuerdo a mi experiencia, que hacerlo en Braille, y eso no es todo lo que se podría decir en favor de aquel sistema, que lento, y todo lo que se quiera, hasta hoy sigue vigente no por pura casualidad.
Volviendo al paradero -¿estará viniendo el ómnibus?- se me aproxima una persona muy modesta, que barre las calles de la zona en la que vivo, ofreciéndome su ayuda: "Yo le aviso cuando venga". El ómnibus se acerca -¡ahí está!- y le hace señas para que se detenga. El chofer baja la velocidad, pero -¡ah, no!- cuando ve que soy yo el que va a subir vuelve a emprender su marcha, y se repite una vez más lo que varias veces me ha pasado: no me quieren llevar.
Estoy apurado, porque debo llegar a la biblioteca a una hora determinada, y me da una tremenda cólera que la modesta barrendera trata de calmar: "Así son pues; no les importa. Pero, quédese tranquilo que vamos a seguir esperando hasta que otro quiera parar". Yo pregunto con rabia -¿porqué?- porqué el maldito ese se ha seguido de largo, y supongo que aquella modesta mujer no va a saber darme una respuesta coherente, lúcida, convincente, como las que los teóricos estamos convencidos que damos, pero supongo mal porque de pronto y para mi mayor sorpresa, esa persona inculta, que lamentablemente nunca irá a la universidad, y que a lo mejor jamás pisó una escuela primaria, me da toda una explicación en pocas palabras no siempre bien articuladas en su acento provinciano: "Es que como usted no ve, él piensa que no vas pagarle so pasaje".
Llega otro ómnibus y yo me voy en él, pero no dejo de pensar acerca de lo que esa señorita me ha dicho. Efectivamente en el cerebro de mucha gente está muy arraigada la idea de que todos los ciegos somos pobres y que no vamos a pagar, debido a que en efecto la gran mayoría de nosotros vive sumergida en una pavorosa pobreza. Para no generalizar, porque no sería justo, yo diría que, si bien no son todos, sí hay comerciantes de bienes y servicios (entre estos los transportistas) quienes me ven como un usuario o consumidor de una segunda categoría, y por tanto sienten que tratar conmigo es perder el tiempo, considerando que para ellos el tiempo es oro. Time is money.
Hace un tiempo, conversaba sobre esto con un amigo quien me contó: "El otro día estuvimos por tu barrio, y quisimos entrar a un restaurante que está a unas cinco cuadras de tu casa; pero, cuando vieron que éramos tres ciegos simplemente nos pararon en la puerta y nos impidieron entrar". Eso no me ha sucedido, pero sí me ha pasado algo muy peculiar. He ido a comprar con mi esposa por ejemplo -ya no recuerdo qué- y, en vez de dirigirse a mí, es a ella que el vendedor le empezó a explicar.
--Ah, por su puesto -¡señora!- este producto tiene inmensas bondades, y fíjese que... Porque. --
--Sí, pero explíquele a él -ha respondido mi esposa en más de una ocasión.
4
Pequeñas grandes satisfacciones:
Bueno, he terminado de buscar en la biblioteca la información que deseaba, y voy a desplegar Mi Bastón. Debo movilizarme hacia otro lugar, retomando la rutina de sortear obstáculos, en medio de los nervios que algunas personas sienten al verme, al escuchar que les pido que me crucen la pista. Más de uno -¿podría hacerme cruzar, por favor?- seguirá su camino, como si le hubiera hablado a la pared, y no faltará alguien que desde un automóvil, o desde el otro lado de la calzada empiece a darme instrucciones -¡cruce, cruce no más!- como si la cosa fuera tan fácil, y los autos fueran como las llamas que envisten, pero no atacan. Seguramente algunos lo creen así, y por eso incluso insisten: "¡Le estoy diciendo que pase!" ¿Y el ómnibus me volverá a dejar?
Sé que al hablar de estas cosas podría estar transmitiendo una sensación de frustración y amargura, y no quisiera que quienes me lean se queden en el simple terreno de las sensaciones transmitidas. Deseo ser más específico al respecto, no andar con rodeos, porque creo que hay gente que quiere saber, y a mí me gustaría contribuir a un mayor conocimiento sobre la ceguera y sus implicancias, ofreciendo mi modesta experiencia. Efectivamente, a veces sí siento amargura, frustración -¿qué ganaría negándolo?- sobretodo cuando paso por circunstancias adversas, complicadas, en las que por ejemplo, me golpeo, o me tropiezo, y me caigo en el momento menos esperado. Me pasó algo de eso en una oportunidad -me caí cuando iba a cruzar una pista, incluso con ayuda- y recuerdo que me dio una furia tal que me propuse escribir todo un libro que le iba a titular La maldita ceguera.
Pero así como les cuento que a veces siento ganas de ponerme a zapatear, gritar de la impotencia -¿llorar?- debido a la mezcla de dolor y cólera que pudiera experimentar, también quisiera contar que, por increíble que parezca, en medio de la ceguera no todo es negro. Hay momentos en los que al menos yo tengo pequeñísimas grandes satisfacciones. Se dan especialmente cuando siento que soy útil y tengo algo que dar a los demás.
Por ejemplo: Encuentro gente que no conoce la ciudad y no sabe en qué paradero bajarse para ir a tal o cual sitio, en ese bus que me traslada. Entonces, tengo la oportunidad de indicarles dónde deben hacerlo, y me agradecen, pero no saben que en el fondo el agradecido soy yo, por el bien que puedo estar haciendo a personas que lo necesitan. Eso me alegra mucho más que los halagos de los que dicen: "que bien, mira como anda-¡sólo, con su bastoncito!- y cómo conoce por donde va. Ah, seguro que tiene un sexto "sentido". Jajaja -¡jajaja!- me dan ganas de reír.
El hecho de serle útil a los demás, me permite elevar mi propia autoestima. Desgraciadamente, factores tal como la discriminación y hasta los malos tratos que de vez en cuando recibo, van menguando la aceptación de mí por mí mismo, y ponen sobre el tapete la importancia que tiene la asistencia psicológica que al menos yo considero que sí necesito, pese a que desconfío de algunos de los psicologuitos quienes deberían ocupar los primeros lugares de espera en las listas de los pacientes, en vez de enfermar a los demás con sus -¿sabias?- orientaciones. La asistencia psicológica -quiero recalcarlo- es muy -¡muy!- necesaria.
5
Circunstancias inolvidables:
Ya sea a lo largo del trayecto, o en cualquier momento del día, se me pueden presentar (y de hecho se me presentan) situaciones que al comienzo parecen negativas, pero que de pronto cambian de color hasta volverse positivas, y alcanzan una magnitud así como un significado muy peculiares. Un instante de fastidio bien puede dejarle su lugar a otro de placer, y de hecho lo hace. Lo he podido experimentar cuando, por ejemplo, he llegado a una zona que nunca antes he visitado, o a una reunión, en la cual no conozco a nadie y me siento más perdido que Adán en el día de la madre -¡antes de la creación de Eva!- y hasta creo que voy a perder la paciencia. En instantes como esos, he llegado a estar a punto de ya no saber qué hacer, pero de pronto aparece alguien amable que me da una mano, me orienta, me presenta a las personas que allí están, y a lo mejor termina entablando una entretenida conversación conmigo, haciéndome sentir muy distinto quizás sin habérselo propuesto. ¿Cuán necesario es a veces ese alguien, no?
Es en medio de ese tipo de situaciones que he tenido la oportunidad de conocer a personas, que se habrían de ganar el más grande de mis aprecios, pasando a ser mis mejores amigos. Tal es el caso de Sonia, quien alguna vez al verme solo en medio de un encuentro de personas que se reunían para practicar el idioma Inglés (era la primera vez que yo iba) se me acercó, sin que se lo pida, y con ese gesto suyo dejó grabada en mí una huella, que jamás se borrará, porque logró entrarme hasta el alma.
Me gustaría aclarar, para que no se me vaya a interpretar mal, que no estoy diciendo que por el hecho de ser ciego no cuento con la capacidad de tener amigos. Lo que deseo remarcar, porque creo que las cosas no hay que ocultarlas, es que para mí no es tan simple relacionarme, especialmente con los que ven. ¿Y porqué esto? Ah porque, aún cuando nada es totalmente determinante, al contar con la vista es mucho más fácil hacer amigos en medio de un mundo que, como algo natural, va, viene, corre, salta, baila, sube y baja, gira y gira como dice el tango.
Yo creo que uno de mis problemas de fondo se presenta a la hora que trato de ubicarme en este mundo de videntes. Es en esos instantes en los que, a mi entender, afloran gran parte de mis limitaciones, derivadas de las implicancias -¿frustrantes?- de una ceguera, que aunque duela reconocerlo tiende a actuar como un factor de aislamiento. De repente, es por eso que los amigos que encuentro, en circunstancias como aquellas en las que conocí a Sonia son -¡valiosas!- de verdad. A mis amigos los considero mis tesoros.
6
Mi hermana o mi esposa:
No hay duda que la vida está llena de anécdotas que ocurren en todo momento y en todo lugar. Algunas me son insignificantes, pero otras me dicen mucho y me dan qué pensar, sobretodo cuando me muestran la forma en que la gente toma e interpreta la situación de las personas que no vemos.
Yo suelo salir con mi esposa a diferentes lugares, como es habitual que una pareja lo haga. Vamos a un restaurante y porque no también a un cine o a escuchar música en vivo, más aún cuando toca nuestro hijo que ya tiene 16 años de edad. La gente del barrio nos ve pasar caminando por los alrededores, y nos saluda amablemente.
Sin embargo, hay quienes en varias oportunidades me han preguntado: "¿Cómo está la señorita que lo acompaña? "¿Es su amiga?".. Yo solamente les digo que no, y no les doy más explicaciones al respecto, para ver cual va a ser su siguiente pregunta, y ellos agregan: "¿Qué, es su hermanita?". Entonces yo les digo que es mi esposa, y ellos exclaman: "¡Oh, usted es casado!", y me imagino la cara de asombro que ponen al oírmelo decir.
Según mi experiencia, hay gente que no concibe como algo posible el hecho de que, estando ciego, yo me hubiera podido casar, tener un hijo, y hacer una vida matrimonial, que tiene sus bemoles algo peculiares, como los tiene la vida de cualquier pareja, pero que no por eso deja de ser normal. Y aquí sí me gustaría hacer una pequeña reflexión, porque esto tendría que ver con la imagen escasa, pobre, limitada, distorsionada, que se tiene de nosotros y que, en cierta medida, nosotros proyectamos, pero no porque así lo queramos. ¿Porqué entonces? Lo que nos ocurre es que una gran mayoría -¡la mayoría de nosotros!- tiene muy pocas oportunidades, o casi ninguna, para acceder a una educación que proporcione la suficiente capacidad, como para alcanzar un nivel de empoderamiento social y económico, de un grado tal, que permitan la proyección de una imagen realmente distinta de la actual. Es inclusive triste decirlo, pero aún hoy hay gente que piensa acerca de los ciegos de la misma forma en que se pensaba hace miles de años atrás. Nos tienen una lástima que hace que por ejemplo la gente muchas veces pronuncie mi nombre usando el diminutivo, y -¡me llaman Luchito!- pese a que hace mucho dejé de ser un bebe.
7
Y me creyeron mendigo:
A unas cuadras de mi casa, hay una parroquia a la cual yo suelo ir para escuchar misa con mi esposa y mi hijo, y no faltan las ocasiones en las que me pongo a tocar la guitarra, apoyando así al coro de la iglesia. Mi hijo que es músico como yo, ejecuta instrumentos de percusión y participa en el grupo juvenil de la parroquia con sus amigos los cuales están planificando organizar un grupo musical.
Aquel domingo, luego de la misa -la gente salía del templo- nos quedamos esperando a Álvaro (mi hijo) quien había ido a guardar los instrumentos del grupo parroquial. Yo estaba vestido con la misma ropa que me había puesto para ir al restaurante donde había estado tocando el teclado a la hora del almuerzo, y solo me había sacado la corbata. Estaba con pantalón de vestir, camisa y saco.
Sin embargo, y pese a que yo no necesariamente tenía aspecto de limosnero (todo lo contrario) se me acercaron dos jóvenes y estiraron su mano para entregarme algunas monedas. Escuché que alguien decía -¡tenga, señor!- pero no me habría de percatar de lo que pasaba, y solo me enteré de ello cuando mi esposa me lo contó, mientras veníamos de regreso a casa. "¡Pero qué mendigo para más sobrado!".., habrán pensado los que vieron que yo no les estiraba la mano.
Una vez más vuelve a ponerse sobre el tapete el tema de las ideas y las imágenes que mucha gente tiene incrustadas en el cerebro en cuanto a nosotros. Para algunas personas, el simple hecho de no ver y llevar un bastón es sinónimo de mendicidad, sin que importe cómo uno pudiese estar vestido, y hablando de eso tengo la sensación que en algunos casos de nada me sirve ponerme saco y corbata, porque no siempre garantiza que se me va a dar un trato mejor o distinto del que se me da, por más que no quiera.
Llego a una reunión, a una sita, y el que menos, a lo mejor el que cuida la puerta de la institución me habla de tú y vos, tan pronto como le es posible -¿porqué?- pues dis que yo no podría -¡no qué va!- no podría ser un profesional, que viene a tratar un tema importante. "¿Sobre qué se trata la entrevista", me pregunta el cuidador, allí en la puertita no más, como si él fuera el encargado de ver y organizar la agenda de la persona que ya ha convenido conmigo en recibirme. Ah -¡no, no!- -¿el ciego va a entrar?- hay que consultar por el anexo: "Halo, sí, aquí hay un cieguito que dice que el doctor... lo ha sitado". Al cuidador no se le pasa por la cabeza que aquel doctor que me a de recibir podría ser amigo mío, y menos aún, por su puesto, podría imaginar ni por un instante que alguna vez yo mismo pudiera estar en condiciones de ocupar el lugar de aquel doctor, y ser el empleador de aquel que hoy me tutea porque simplemente me mira como un ser inferior.
Recuerdo que cuando estudiaba inglés -corrían los años 73, 74- un vigilante de la puerta del instituto me paró:
--¿Tú vienes a diario, no?--
--Sí -le respondí.
--¿Y qué haces acá?--
--Estoy estudiando -le dije.
--¡Pero, como vas a estudiar si tú estás mal de la vista! -exclamó él asombrado.
Yo no le hice caso, y seguí caminando, Bastoneando, como hasta hoy, pese a que sigo escuchando frases como aquellas -¿qué podrás hacer tú?- y tantas otras que me cuestionan, pero que no logran amilanarme -¡ah, no!- pues derrumbándome nada conseguiría y por el contrario no haría más que contribuir a la imagen tan negativa que tienen aquellos que aquel domingo me vieron y me creyeron mendigo.
8
Las vergüenzas que fui perdiendo:
Desde que empecé mi proceso de rehabilitación a los quince años, la vida misma se encargaría de enseñarme en forma muy práctica y directa, que había cosas, situaciones, así como circunstancias, con las que yo iba a tener que aprender a convivir. Se encargaría de prepararme para asimilar las implicancias de una realidad en la que había vergüenzas de las que yo iba a necesitar despojarme si quería seguir adelante, bastoneando.
Hoy recuerdo que cuando empecé me avergonzaba pedirle a alguien que me cruce la pista. Me chocaba el solo pensar que me iba a encontrar con un familiar o amigo que me iba a ver por la calle; no quería ni imaginarme lo que me pudiera decir. En mis fantasías me parecía escuchar: "¿ Por qué sales sólo con ese palo? "¿No tienes a alguno de tu casa que te acompañe?".. Y lo que una vez sí escuché, en tiempo real, fue a una señora que al verme pasar dijo: "¡Ay, que falta de caridad! "¡Cómo ninguno de sus familiares se digna a llevarlo de la mano!".
Ahora sé, por experiencia, que la timidez, la baja autoestima, el hecho de andar pidiendo disculpas por cualquier cosa, y sobre todo la vergüenza, son obstáculos no tanto físicos si no psicológicos, que podrían cerrarme el camino hacia el logro de mis anhelos si yo no me esfuerzo por apartarlos, aunque eso no sea nada fácil.
Hay algo que me gustaría decirles a los ciegos que recién empiezan a bastonear. Tómenlo como algo que resulta de mi experiencia y que me encantaría compartir con ustedes, a modo de un pequeño juego de palabras: Pierdan la vergüenza de sentir la vergüenza que a veces se siente, para que aquella vergüenza, que ciertamente incomoda, no los termine perdiendo a ustedes.
Una amiga me decía siempre que el mundo es de los audaces, y creo que efectivamente la audacia debería ser la clave, para enfrentar las limitaciones que debido a la ceguera se presentan en todo momento y lugar, sin el más mínimo miramiento. Está en nuestras manos el no permitir que la ceguera nos aparte del mundo y que nuestra exclusión tenga como pretexto explicativo la desunión que pudiera haber entre nosotros. Esa desunión, hasta ahora -¡sí!- pero sí que me avergüenza.
9
Mi esposa:
Me encantaría hablar de alguien que, dicho sea de paso, se ha vuelto una experta, y tranquilamente podría hacer toda una tesis doctoral sobre las implicancias de la ceguera en la realidad cotidiana, sin necesidad de ir a la universidad, pues no hay mejor maestra que la realidad, la cual no anda con rodeos, o medias tintas, acerca de lo que son las cosas.
Observa y participa de mí bastonear, haciendo de ese bastoneo algo suyo. Su unión conmigo, la ha llevado a compenetrarse con mis anhelos, mis sueños, mis ansias, mis desvelos, mis inquietudes, mis preocupaciones, mis alegrías, mis penas, así como lo duro de mis frustraciones y mis ganas de superar los obstáculos que la ceguera me pone. No me deja de alentar, y hasta me guapea cuando es necesario.
No todo es suerte en esta vida, pero, no hay duda que en esta vida el factor suerte sí cuenta. En mi matrimonio yo soy testigo de ello, por lo cual a Dios le doy gracias. Qué importante y -¡cuán valioso!- resulta para una persona ciega el contar con alguien capaz de integrarse hasta ser parte de uno.
El matrimonio, siendo nada sencillo, bien podría ser la escuela elemental de eso que hoy se da en llamar inclusión y que tanto deseamos lograr. En dicha institución (matrimonio) la gran diversidad se expresa en pequeño, poniendo de manifiesto sus múltiples implicancias en el contexto de las relaciones de la pareja, y eso permite a los protagonistas de tales relaciones adquirir experiencias, que luego les servirán para irse proyectando a la célula de la sociedad, es decir la familia, así como a las instituciones sociales progresivamente superiores, con un conocimiento adecuado acerca de cómo hacer para evitar la exclusión. Por eso, considero que es muy necesario tratar de darle todo el apoyo posible en lo económico, social, cultural, a las parejas que tratan de unir sus vidas, cuando uno de sus miembros sea ciego, y si fuese el caso que los dos estuviesen en la misma condición aquel apoyo debería darse con mayor razón.
11
Mi más caro sueño:
Cuando se cuenta con apoyo, y se tiene al lado a una fuente de entusiasmo y aliento incondicional, como el que yo tengo en mi esposa, sí es posible soñar sin sacar para ello los pies de la tierra, ni evadir la realidad. Mi esposa es la primera en hacerme regresar tan pronto como se da cuenta que estoy en la nube almidonada de mis fantasías.
Sueño miles de cosas, aunque todas ellas fuesen perdiendo sus colores en mi soñar, sin yo perder la perspectiva de la realidad. Por la noche, cuando me duermo, los jardines no son verdes, pero sí son acogedor, y si bien el color de los jazmines para mí no cuenta, su perfume envuelve todo el ambiente. Me embriaga, mientras yo voy escuchando voces que quizás provienen de caras expresivas, y disfruto viajando, conociendo nueva gente, experimentando sensaciones, y tanto -¡pero tanto!- que no tendría cuando terminar de contar. Por mi mente pasan una y mil ideas; se me ocurren colores que no existen para ponerlos en los ojos de mis amigas con los que también sueño.
Pero también, como parte de mis sueños, me pongo a pensar, proyectándome hacia un mañana distinto, en el cual lo posible no se haga un imposible por la sola necedad de los seres humanos, por la estrechez de nuestra capacidad para comprender, tolerar y aceptar a quienes definitivamente -¡no!- pues no somos iguales, ni tenemos la culpa de ser distintos. Sueño con que llegue el día en el que los ciegos encontremos las oportunidades que siempre buscamos, y mi sueño no consiste en llegar al extremo de que todo no los den fácil y regalado. Lo único que en él anida es la esperanza de que nos llegue la posibilidad de conseguir lo que cada uno de nosotros por sus méritos merece.
Cuánto -¡pero cuánto!- cuánto anhelo que este sueño se convierta en realidad y que la realidad siga alimentando en nosotros nuevos sueños, que nos permitan descubrir que, después de todo y aunque parezca mentira, la vida tiene su lado hermoso.
12
Una breve reflexión:
Nuestras esperanzas, deseos, frustraciones, temores, ansias, cóleras, alegrías, etc., resultan de cada uno de los pasos que damos por el camino de la vida, en la que cada segundo bien podría representar todo un capítulo de un libro que jamás se terminaría de escribir, pues un día no es más que un suspiro lleno de vivencias, como las que aquí he querido transmitir a modo de compartir con los demás, en términos simples que puedan expresar lo que implica ser ciego, en un mundo en el que hay grandes adelantos tecnológicos y en el que sin embargo, como dice la canción, "la vida sigue igual" porque los seres humanos no hemos logrado cambiar.
Yo siempre he querido contribuir, modestamente por su puesto, a que la gente conozca más acerca de nosotros (los ciegos) y tengo el firme propósito de esforzarme en ello, tratando de formular algún tipo de orientación o reflexión que ojalá pudiesen servir, para que ya no haya el pretexto de que no se nos conoce lo suficiente y que, por eso, no se nos da el tratamiento que necesitamos, ni se nos incluye como lo merecemos. Claro que la tarea es tan grande -¡tan grande!- que no creo poderla hacer solo, y siento que cada vez habrá más por hacer, pero confío que no faltarán quienes estén dispuestos a aunar esfuerzos y por eso de aquí me voy, sí -¡me voy!- a seguir: Bastoneando por la vida.
Luis R. Hernández Patiño
Sociólogo
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