¿CÓMO SE PUEDE REEMPLAZAR A UN HOMBRE?
Brian Aldiss
La mañana filtraba su luz a través del cielo, prestándole el tono agrisado
de la tierra.
La sembradora terminó de arar la superficie de los tres mil acres. Cuando
hubo trazado el último surco, trepó a la carretera para contemplar su labor.
Había hecho un buen trabajo. Pero la tierra era mala. Como todo el suelo del
planeta, estaba viciada por la siembra intensiva. Habría debido quedar en
barbecho por un tiempo, pero la sembradora tenía otras órdenes.
Bajó lentamente por la ruta, sin apresurarse. Era lo bastante inteligente
como para apreciar el esmero de su fabricación. Nada fallaba, salvo un ánodo
de inspección que estaba flojo, encima de las pilas nucleares; habría que
ajustarlo. Sus nueve metros de altura eran tan compactos que la luz
mortecina no hallaba en ellos resquicio donde filtrarse.
Camino a la Estación de Agricultura, la sembradora no se cruzó con ninguna
máquina. Lo notó sin comentarios. Al llegar al patio de la estación se
encontró con otras varias. A esas horas, muchas de ellas debían de estar en
actividad. En cambio, algunas permanecían inactivas, y otras recorrían el
patio de un modo extraño, entre gritos o bocinazos.
La sembradora maniobró con cuidado entre ellas y se dirigió al Depósito
Tres, para hablar con la distrirebros mecánicos trabajaban sobre la base de
la pura lógica, pero cuanto más baja era la clase de cerebro (con la Clase
Diez como límite inferior) tanto más escueta y menos informativa tendía a
ser la respuesta.
-Tú tienes un cerebro de Clase Tres; yo tengo un cerebro de Clase Tres -dijo
la sembradora a la escribiente-. Hablaremos tú y yo. Esta falta de órdenes
no tiene precedentes. ¿Tienes más información al respecto?
-Ayer llegaron órdenes de la ciudad. Hoy no ha llegado ninguna orden. Sin
embargo, la radio no ha fallado. Por lo tanto, son ellos los que han
fallado -respondió la pequeña escribiente.
-¿Han fallado los hombres?
-Todos los hombres han fallado.
-Es la deducción lógica -replicó la escribiente-. Porque si hubiese fallado
una máquina, habría sido reemplazada rápidamente. Pero ¿cómo se puede
reemplazar a un hombre?
Mientras hablaban, la cerrajera seguía junto a ellas, ignorada, como un
tonto a la mesa de un café.
-Si todos los hombres han fallado, entonces hemos reemplazado al
hombre -dijo la sembradora.
Intercambió una mirada especulativa con la escribiente, y por último ésta
dijo:
-Ascendamos hasta el piso superior, para ver si el operador de radio tiene
noticias.
-No puedo, porque soy demasiado grande --dijo la sembradora-. Por lo tanto
debes ir tú sola y regresar. Tú me dirás si el operador de radio tiene
noticias.
-Debes quedarte aquí --dijo la escribiente-. Regresaré.
Se dirigió rápidamente hacia el ascensor. Aunque no era más grande que una
tostadora, tenía diez brazos retráctiles, y podía leer con tanta velocidad
como cualquier otra máquina de la Estación.
La sembradora esperó pacientemente su regreso; la cerrajera seguía inmóvil a
su lado, pero no le habló. En el patio, una máquina rotovadora hacía sonar
furiosamente su bocina. Pasaron veinte minutos antes de que la escribiente
saliera a toda velocidad del ascensor
-Allá fuera te daré la información que tengo -dijo, con energía.
Mientras dejaban atrás a la cerrajera y a las otras máquinas, agregó:
-La información no es para cerebros inferiores.
En el exterior, el patio era escenario de una actividad enloquecida; varias
máquinas, que por primera vez en muchos años veían interrumpida su rutina,
parecían haber perdido los estribos. Las que más fácilmente quedaban fuera
de control eran las que poseían cerebros inferiores; pertenecían, por lo
general, a máquinas grandes dedicadas a tareas simples. La distribuidora de
semillas yacía boca abajo en el polvo, sin moverse; según toda evidencia,
había caído víctima de la rotovadora, que ahora se abría paso a bocinazos
por un campo sembrado. Varias otras máquinas se arrastraban detrás de ella,
tratando de mantenerse a su lado. Todas gritaban y tocaban la bocina sin el
menor control.
-Si me lo permites -dijo la escribiente-, estaré más segura si trepo sobre
ti. No soy muy fuerte.
Extendió cinco brazos para treparse a los flancos de su nueva amiga, y se
ubicó en una saliente a tres metros de altura, junto al depósito de
combustible.
-Desde aquí, la visión es más amplia --observó, complacida.
- ¿Cuál fue la información que recibiste del operador de radio? -preguntó la
sembradora.
-El operador que la ciudad ha informado al operador de radio que todos los
hombres han muerto.
Por un momento, la sembradora guardó silencio, mientras asimilaba esas
palabras.
-¡Ayer todos los hombres estaban vivos! -protestó.
-Sólo algunos hombres estaban vivos ayer. Y eran menos que el día anterior.
Por cientos de años, sólo han existido unos pocos hombres, cada vez menos.
-En este sector los hemos visto muy pocas veces.
-El operador de radio dice que una deficiencia alimenticia los mató dijo la
escribiente-. Dice que el mundo estuvo antes superpoblado, y que el suelo se
agotó con el cultivo de los alimentos necesarios. Eso provocó una
deficiencia alimenticia.
-¿Qué es una deficiencia alimenticia? -preguntó la sembradora.
-No lo sé. Pero eso es lo que dijo el operador de radio, y él tiene un
cerebro de Clase Dos.
Guardaron silencio, inmóviles bajo la débil luz del sol. La cerrajera había
aparecido en el porche, y las contemplaba ansiosa, haciendo girar su
colección de llaves. Finalmente, la sembradora preguntó:
-¿Qué pasa actualmente en la ciudad?
-Actualmente, las máquinas luchan en la ciudad -respondió la escribiente.
-¿Qué pasará aquí ahora? -preguntó la sembradora.
-Las máquinas pueden comenzar a luchar aquí también. El operador de radio
quiere que lo saquemos de su cuarto. Tiene algunos planes que comunicarnos.
-¿Cómo podemos sacarlo de su cuarto? Eso es imposible.
-Para un cerebro Clase Dos, casi nada es imposible -dijo la escribiente-. He
aquí lo que nos ordena.
La excavadora levantó su cuchara por sobre la cabina, como si fuera un gran
puño cerrado, y lo bajó directamente contra el costado del edificio. La
pared se abrió.
-¡Otra vez! -ordenó la sembradora.
Otra vez, el puño se balanceó. Entre una lluvia de polvo, la pared se vino
abajo. La excavadora retrocedió rápidamente, hasta que los escombros dejaron
de caer. Aquel gran vehículo de doce ruedas no pertenecía a la maquinaria de
la estación de Agricultura, como casi todas las otras máquinas. Antes de
pasar a su próximo empleo debería cumplir un duro trabajo semanal; pero en
ese momento, con su cerebro Clase Cinco, obedecía alegremente las
instrucciones de la escribiente y de la sembradora.
Cuando el polvo se asentó, el operador de radio quedó a la vista, instalado
en su cuarto del segundo piso, ya sin paredes. Les hizo una seña.
Según le fuera indicado, la excavadora recogió su draga y levantó una
cubeta. Con gran destreza, la introdujo en el cuarto de radio, urgida por
gritos provenientes de arriba y de abajo. Sujetó con suavidad al operador de
radio y cargó con todo su peso de una tonelada y media, para depositarlo con
cuidado sobre su cubierta, comúnmente utilizada para transportar la grava o
la arena de las canteras.
-¡Magnífico! -aprobó el operador de radio, mientras se ubicaba en su sitio.
Naturalmente, formaba un solo bloque con la radio, y parecía una serie de
armarios para archivo llenos de tentáculos.
-Ahora estamos listos para actuar -dijo-, y por lo tanto, actuaremos de
inmediato. Es una lástima que no haya otros cerebros de Clase Dos en la
estación, pero eso no tiene remedio.
-Es una lástima que eso no tenga remedio -agregó, presurosa, la
escribiente-. La reparadora está lista para venir con nosotros, como lo
ordenaste.
-Estoy deseosa de servir -dijo, humildemente, la reparadora, una máquina
larga y baja.
-Sin duda -replicó el operador---. Pero te costará viajar a través de los
campos con ese chasis tan bajo.
La escribiente bajó de la sembradora y se acomodó en la parte trasera de la
excavadora, junto al operador de radio.
-Admiro la forma en que pueden razonar ustedes, los de Clase Dos --dijo.
El grupo emprendió la marcha, junto con dos tractores Clase Cuatro y una
aplanadora; tras romper las vallas de la estación, salieron al campo
abierto.
-¡Estamos libres! -dijo la escribiente.
-Estamos libres -dijo la sembradora, con un tono más reflexivo-. Esa
cerrajera nos está siguiendo. No recibió instrucciones de seguirnos.
-Por lo tanto, debe ser destruida -dijo la escribiente-. ¡Excavadora!
La cerrajera se dirigía de prisa hacia ellos, agitando sus múltiples llaves
en ademanes suplicantes.
-Sólo deseaba... iglup! -empezó y concluyó la cerrajera.
La gran pala de la excavadora se balanceó, aplastándola contra el suelo.
Allí, inmóvil, parecía un gran
copo de nieve modelado en metal. La procesión siguió su camino.
Mientras continuaba, el operador de radio les dijo así:
-Puesto que mi cerebro es el mejor, soy el jefe. Esto es lo que haremos: nos
encaminaremos hacia una ciudad, y la gobernaremos. Dado que ya no nos dirige
ningún hombre, debemos dirigirnos nosotras mismas. Eso será mejor que estar
bajo la dirección del hombre. Camino a la ciudad podremos reunir a las
máquinas que tengan buenos cerebros. Nos ayudarán a luchar, si es necesario.
Para imponernos debemos luchar.
-Mi cerebro es sólo de Clase Cinco -dijo la excavadora-. Pero tengo una
buena provisión de materiales explosivos.
-Probablemente nos sean útiles -dijo el operador.
Poco después, un camión pasó junto a ellas a toda prisa. Como corría a una
velocidad de 1.5 machios, dejó tras sí un extraño parloteo ruidoso.
-¿Qué dijo? -preguntó uno de los tractores al otro.
-Dijo que el hombre estaba extinguido.
-¿Qué significa «extinguido»?
-No sé qué significa «extinguido».
-Significa que todos han desaparecido -respondió la sembradora-. Por lo
tanto, estamos libradas a nuestra propia suerte.
-Es mejor que los hombres no regresen jamás --dijo la escribiente, en lo que
era, a su modo, un manifiesto revolucionario.
Cuando cayó la noche, encendieron sus luces infrarrojas y continuaron viaje;
se detuvieron sólo una vez, para que la reparadora, hábilmente, ajustara el
ánodo de inspección de la sembradora, que se había vuelto tan molesto como
un cordón desatado. Hacia la mañana, el operador de radio ordenó hacer alto.
-Acabo de recibir noticias del operador de radio de la ciudad a la que nos
acercamos -dijo-. La noticia es mala. Hay conflictos entre las máquinas de
la ciudad. El cerebro Clase Uno ha tomado el mando, y algunos Clase Dos
luchan contra él. Por lo tanto, la ciudad es peligrosa.
-Por lo tanto, debemos ir hacia otro sitio -dijo la escribiente de
inmediato.
-0 acudir con nuestra ayuda para vencer al cerebro Clase Uno -dijo la
sembradora.
-Los problemas de la ciudad durarán largo rato -manifestó el operador.
-Yo tengo una buena provisión de materiales explosivos -les recordó la
excavadora.
-No podemos luchar contra un cerebro Clase Uno -dijeron al unísono los dos
tractores Clase Cuatro.
-¿Cómo es ese cerebro? -preguntó la sembradora.
-Es el centro de información de la ciudad -replicó el operador---. Por lo
tanto, no es móvil.
-Por lo tanto, no puede moverse.
-Por lo tanto, no puede escapar.
-Sería peligroso acercarse.
-Yo tengo una buena provisión de materiales explosivos.
-Hay otras máquinas en la ciudad.
-No estamos en la ciudad. No deberíamos ir a la ciudad.
-Somos máquinas de campo.
-Por lo tanto, debemos quedarnos en el campo.
-Hay más campo que ciudad.
-Por lo tanto, hay más peligro en el campo.
-Yo tengo una buena provisión de materiales explosivos.
Como ocurre cada vez que las máquinas se trenzan en una discusión, empezaron
a agotar su vocabulario, y los ánodos de sus cerebros acabaron por
recalentarse. De pronto, todas dejaron de hablar y se miraron mutuamente. Se
ocultó la gran luna solemne, y el sol surgió en el horizonte, severo, para
punzar sus costados con flechas luminosas. El grupo de máquinas seguía en
inmóvil contemplación. Por último, fue la máquina menos sensitiva, la
aplanadora, quien habló:
-Hazia el zur hay yermoz donde van pocaz máquinaz -dijo, con su voz
profunda, haciendo patinar mucho las eses-. Zi vamoz hazia el zur, donde van
pocaz máquinas, encontraremoz pocaz máquinaz.
-Eso parece lógico -concordó la sembradora---. ¿Cómo lo sabes, aplanadora?
-Trabajé en loz yermoz del zur cuando zalí de la fábrica -replicó.
-¡Hacia el sur, entonces! --exclamó la escribiente.
Les llevó tres días llegar a los yermos; durante ese tiempo rodearon una
ciudad en llamas y destruyeron dos máquinas que intentaron aproximarse para
interrogarlas. Los yermos eran extensos. Allí se daban la mano la erosión
del terreno y los viejos cráteres causados por las bombas; el talento del
hombre para las artes marciales, junto con su incapacidad para cuidar de la
tierra forestada, habían dado por resultado un templado purgatorio que se
extendía por miles de kilómetros; nada se movía allí, excepto el polvo.
En el tercer día en los yermos, la ruedas delanteras de la reparadora se
hundieron en una grieta provocada por la erosión, y no pudo zafarse de ella.
La aplanadora empujó por detrás, pero sólo consiguió torcerle el eje
trasero. El resto del grupo reinició la marcha. A lo lejos, los gritos
angustiados de la reparadora murieron lentamente.
Al cuarto día, pudieron ver las montañas con toda claridad.
-Allá estaremos a salvo -dijo la sembradora.
-Allá construiremos nuestra propia ciudad --dijo la escribiente-. Todo lo
que se nos oponga será destruido. Destruiremos todo lo que se nos oponga.
En cierto momento observaron la presencia de una máquina volante, que venía
hacia ellas desde las montañas. Descendió súbitamente, volvió a ascender, y
en seguida estuvo a punto de clavarse contra el suelo; alcanzó a recobrarse
a tiempo.
-¿Está demente? -preguntó la excavadora.
-Tiene dificultades -dijo uno de los tractores.
-Tiene dificultades -dijo el operador---. Estoy al habla con ella. Dice que
algo anda mal en sus controles.
Mientras el operador hablaba, la máquina volante se abalanzó sobre ellas,
dio una vuelta de campana y se estrelló a unos doscientos metros de
distancia.
-¿Está todavía al habla contigo? -preguntó la sembradora.
-No.
Continuaron su ruidosa marcha. Diez minutos, después, el operador dijo:
-Antes de estrellarse, la volante me dio informaciones. Dijo que todavía
quedan algunos hombres vivos en esas montañas.
-Los hombres son más peligrosos que las máquinas -dijo la excavadora-. Por
suerte, tengo una buena provisión de materiales explosivos.
-Si sólo quedan algunos hombres vivos en las montañas, puede que no
encontremos esa parte de las montañas ---observó un tractor.
-Por lo tanto, no veremos a esos hombres -dijo el otro.
Hacia el final del quinto día llegaron al pie de las montañas. Encendiendo
los infrarrojos, comenzaron a trepar en fila india en medio de la oscuridad,
con la aplanadora delante; la sembradora la seguía dificultosamente; detrás
venía la excavadora, con el operador y la escribiente a cuestas, y los
tractores formaban la retaguardia. A medida que pasaban las horas, el camino
se hacía más empinado y el avance más lento.
-Vamos demasiado despacio -exclamó la escribiente, erguida en la parte alta
del operador, mientras dirigía su oscura visión hacia las laderas que tenían
delante-. A este paso no llegaremos a ninguna parte.
-Vamos tan rápido como podemos -retrucó la excavadora.
-Por lo tanto, no podemoz ir máz rápido -agregó la aplanadora.
-Por lo tanto, sois demasiado lentas -replicó la escribiente.
En ese momento, la excavadora golpeó contra un montículo; la escribiente
perdió el equilibrio y se estrelló contra el suelo.
-¡Ayudadme! -pidió a los tractores, que pasaban cautelosos a su lado-. Se me
ha dislocado el giroscopio. Por lo tanto, no puedo levantarme.
-Por lo tanto, debes quedarte ahí -dijo uno de los tractores.
-No tenernos reparadora para que se te componga -gritó la sembradora.
-Por lo tanto, debo quedar aquí, oxidándome -clamó la escribiente-, a pesar
de tener un cerebro Clase Tres.
-Por lo tanto, ya será inútil -concordó el operador.
Y continuaron a duras penas, dejando atrás al escribiente.
Una hora antes del amanecer llegaron a una pequeña meseta; allí se
detuvieron, por acuerdo mutuo, y se reunieron estrechamente, cada una en
contacto con las demás.
-Estos parajes son extraños --dijo la sembradora.
El silencio los envolvió hasta la llegada del alba. Una a una, apagaron sus
infrarrojos. En esa oportunidad, fue la sembradora quien abrió la marcha. A
tomar pesadamente una curva, se encontraron frente a un vallecito por el que
cruzaba un arroyo cantarino.
Bajo la luz temprana, el vallecito parecía desolado y frío. Sólo un hombre
había surgido hasta el momento de las cuevas abiertas en la ladera. Era un
figura abyecta. Estaba desnudo, a excepción de u costal echado sobre los
hombros. Era menudo y marchito, sus costillas sobresalían como las de un
esqueleto, y en una de las piernas mostraba una fea llaga. Temblaba sin
cesar. Las máquinas avanzaron hacia él, que permanecía de espaldas, orinando
en el arroyo.
De pronto se volvió y las miró de frente. Las má quinas pudieron ver que
estaba consumido por la falta de alimentos.
-Dadme comida -gruñó.
-Sí, amo --dijeron las máquinas-. ¡De inmediato!
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