El Rincón de los Relatos

El Jardín de Venus

I El conjuro (de cómo el diablo defendió su ojete, aun a costa de perder una victoria) De un tremebundo lego acompañado, fue a exorcizar un padre jubilado a una joven hermosa y desgraciada que del maligno estaba atormentada. Empezó su conjuro y el espíritu impuro, haciendo resistencia, agitaba a lajoven con violencia obligándola a tales contorsiones, que la infeliz mostraba en ocasiones las partes de su cuerpo más secretas: ya descubría las redondas tetas de brillante blancura, ya, alzando la delgada vestidura, manifestaba un bosque bien poblado de crespo vello en hebras mil rizado, a cuyo centro daba colorido un breve ojal, de rosas guarnecido. El lego, que miraba tal belleza, sentía novedad grande en su pieza y el fraile, que lo mismo recelaba, con los ojos cerrados conjuraba hasta que al fin, cansado de haber a la doncella exorcizado dos horas vanamente, para que sosegase la paciente y él volviese con fuerzas a su empleo, al campo salió un rato de paseo diciendo al lego hiciera compañía a la doncella en tanto que él volvía. Fuese, pues, y el donado, de lujuria inflamado, apenas quedó solo con la hermosa cuando, esgrimiendo su terrible cosa, sin temor de que estaba el diablo en aquel cuerpo que atacaba, la tendió y por tres veces la introdujo de sus riñones el ardiente flujo. Mientras que así se holgaba el lego diestro, a la casa volviendo su maestro, vio que en la barandilla de la escalera, puesto en la perilla, estaba encaramado el diablo, confundido y asustado, y díjole riendo: -¡Hola, parece que saliste huyendo del cuerpo en que te hallabas mal seguro, por no sufrir dos veces mi conjuro! Yo me alegro infinito; mas, ¿qué esperas aquí? ¡Dilo, maldito! -Espero, dijo el diablo sofocado, que sepas que tú no me has expulsado de esa pobre mujer por conjurarme, sino tu lego que intentó amolarme con su tercia de dura culebrina, buscándome el ojete en su vagina, y pensé: ¡Guarda, Pablo! Propio es de lego motilón ladino que no respete virgo femenino. ¡Pero que deje con el suyo al diablo! II Las lavativas Cierta joven soltera, de quien un oficial era el amante pensaba a cada instante cómo con su galán dormir pudiera, porque una vieja tía gozar de sus amores la impedía. Discurrió al fin meter al penitente en su casa, y, fingiendo que la daba un cólico bilioso de repente hizo a la vieja, que cegata estaba, que un colchón separase y en diferente cama se acostase. Ella en la suya, en tanto, tuvo con su oficial lindo recreo, dándole al dengue tanto que a media voz, en dulce regodeo, suspiraba y decía -¡Ay...! ¡Ay...! ¡Cuánto me aprieta esta agonía! La vieja cuidadosa, que no estaba durmiendo, los suspiros oyendo, a su sobrina dijo cariñosa: -Si tienes convulsiones aflictivas niña, yo te echaré unas lavativas. -No, tía, ella responde, que me asustan. -Pues si son un remedio soberano. -¿Y qué, si no me gustan? Con todo, te he de echar dos por mi mano. Dijo, y en un momento levantada fue a cargar y a traer la arma vedada. La mozuela, que estaba embebecida cuando llegó este apuro, gozando una fortísima embestida, pensó un medio seguro para que la función no se dejase ni a su galán la tía allí encontrase; montó en él ensartada, tapándole su cuerpo y puesta en popa, mientras la tía, de jeringa armada, llegó a la cama, levantó la ropa por un ladito y, como mejor pudo, enfiló el ojo del rollizo escudo. En tanto que empujaba el caldo con cuidado, la sobrina gozosa respingaba sobre el cañón de su galán armado, y la vieja, notando el movimiento, la dijo: -¿Ves cómo te dan contento las lavativas, y que no te asustan? ¡Apuesto a que te gustan! A lo cual la sobrina respondió: -¡Ay!, por un lado sí, por otro no. III La postema Érase en una aldea un médico ramplón, y a más casado con una mujer joven y no fea, la que había estudiado entre los aforismos de su esposo uno u otro remedio prodigioso que, si él ausente estaba, a los enfermos pobres recetaba. Su caridad ejercitando un día la señora Quiteria, éste es su nombre, vio que a su puerta había un zagalón, ya hombre que a su esposo buscaba porque alguna dolencia le aquejaba. Parecía pastor en el vestido, y a Febo en la belleza y la blancura, mostrando en su estatura la proporción de un Hércules fornido, tanto, que la esculapia alborotada, cayó en la tentación. ¡No somos nada! Hizo entrar al pobrete, ya con mal pensamiento, en su retrete, en donde le rogó que la explicase la grave enfermedad que padecía, porque sin su marido ella podía un remedio aplicar que le curase. -¡Ay, señora Quiteria!, el zagal dijo, yo por lo que me aflijo es por no hallar medio suficiente para el mal que padezco impertinente. Sepa usté, pues, que así que me empezaron las barbas a salir y me afeitaron, también me salió vello alrededor de aquello, y cátate que, a poco, tàn hinchado se me puso que... ¡vaya! no podía jamás tenerlo a raya. Yo, hallándome apurado y de ver su tiesura temeroso, pensé y vine a enseñárselo a su esposo, el cual me lo bañó con agua fría... con que se me aflojó por aquel día; pero después a cada instante ha vuelto el humor a estar suelto y es la hinchazón tremenda. Dijo, y sacó un... ¡San Cosme nos defienda!, tan feroz, que la médica al mirarlo tuvo su cierto miedo de aflojarlo; pero venció el deseo de gozar el rarísimo recreo que un virgo masculino la promete cuando la vez primera empuja y mete. A este fin, cariñosa, dijo al simple zagal: -¡Ay, pobrecito, una postema tienes! Ven hijito , ven conmigo a la cama; haré una cosa con que, a fe de Quiteria, se te reviente y salga la materia. El pastor inocente a la cura se apresta y ella, regocijada de la fiesta, le dio un baño caliente, metiendo aquello hinchado en el..., ya usted me entiende, acostumbrado, con una habilidad tan extremada y tales contorsiones, que dejó la postema reventada con dos o tres o más supuraciones. Fuese el zagal, y, a poco, volvió un día a la casa del médico, que estaba sentado en su portal cuando llegaba; y, viéndole venir, con ironía díjole: -¡Hola! Parece, por tu gesto, que se te ha vuelto a hinchar... Pues entra presto, te daré el baño de aguas minerales que suaviza las partes naturales. A que el pastor responde: -¡Guarda, Pablo! Para postemas, que reciba el diablo ese baño que aplasta y que no estruja. ¡Toma! Cuando arrempuja la señora Quiteria, me la revienta y saca la materia. IV Dora y Dido Casóse Dora la bella con Dido, y Dido intentó, la noche que se casó, hacerle un hijo, hijo de ella. Como pasó mala noche aquella en que fue casada, se levantó al otro día con toda la cara ajada. Desde que le vio su padre con el semblante perdido, enojado le pregunta: -¿Quién te ha casado, hijo Dido? Un hijo piden a Dora los de su casa cantando, y Dido le dice a Dora: -¿Hijo piden? Hijo damos. Para pan y para aceite a Dora y Dido pidieron, y fueron tan liberales que con gran despejo dieron. V El voto de los benitos Un convento ejemplar benedictino a grave aflicción vino, porque en él se soltó con ciega furia el demonio tenaz de la lujuria, de modo que en tres pies, continuamente, estaba aquel rebaño penitente. Al principio, callando con prudencia, hacía cada monje la experiencia de sujetar con mortificaciones las fuertes tentaciones. No se omitió cilicio, ayuno, penitencia ni ejercicio...; mas fueron vanas medicinas tales, que irritadas las partes genitales, el demonio carnal más las apura, dando a más penitencia, más tiesura. Supo el caso el abad, quien aturdido por el feroz priapismo referido, a capítulo un día llamó a la bien armada frailería, y después de entonado el himno acostumbrado, a cada cual, con humildad profunda pidió su parecer por que se hallase un medio que cortase en la comunidad tal baraúnda. Los monjes del convento poltronamente estaban en su asiento discutiendo los modos diferentes de alejar con remedios convenientes el bullidor tumulto, que a cada fraile le abultaba el bulto. Viendo lo ejecutado vanamente hasta el caso presente, los sapientes y místicos varones, con santidad y ciencia, propusieron diversas opiniones, pero en ninguna dieron, que a propósito fuese, para que, luego, la erección cediese. En esta confusión, con reverencia, pidió el portero para hablar licencia. El portero, no importa aquí su nombre, era un legazo de tan gran renombre, que después de rascarse aquello a solas, hubo vez de jugar diez carambolas. -Hable -clamó el abad. Y él humillado dijo: -¡Dios sea loado!, que a mí, vil gusanillo, ha concedido lo que a sus reverencias no ha querido. Yo, un tiempo tentaciones padecía, mas por fortuna mía, hallé un remedio fácil y gustoso con que al cuerpo y al alma doy reposo. -¿Y cuál es? -preguntaron admirados a una voz los benitos congregados. -Padres -dijo el portero-, tengo una lavandera, cuyo esmero, cuando a traerme viene ropa con que me mude, tanto cuidado tiene de limpiarme de manchas exteriores como de las manchas interiores; y a este fin de tal modo me sacude, que en toda la semana no se alborota más mi tramontana. Luego que oyó el abad y el consistorio el medio tan sencillo y tan notorio de obviar las tentaciones, decretaron los ínclitos varones que un voto de común consentimiento se añadiese en las reglas del convento, por el cual no pudiera fraile alguno vivir sin lavandera. el abad, con presteza, dejó al punto aquel voto establecido; y a los monjes, alzando la cabeza dijo: "El Señor, hermanos, nos ha oído, cuando remedia así nuestras desgracias. Cantemos, pues, agimus tibi gratias". VI El ciego en el sermón Predicaba un gilito en su convento; y para comenzar, buscó al intento, de la Escritura Santa en los lugares, el texto que aquí va de los Cantares en latín anotado, y repitió en romance acalorado: "¡Qué hermosas son tus tetas, oh mi hermana, oh mi esposa, mejor hueles que el vino! Así hablaba a su amante soberana Salomón, lleno del Amor Divino. Luego que expuso el amoroso texto, escondió bajo el hábito las manos y siguió su sermón diciendo: "Hermanos, ¿hasta qué extremo habrá de llegar esto?" Un lego, que calada la capilla, del púlpito en la angosta escalerilla sentado, al reverendo acompañaba y el sermón escuchaba, díjole en tono bajo: -No se tenga las manos ahí debajo, padre, sáquelas fuera prontamente, porque quizá sospechará la gente al ver su acción, y oyendo cómo empieza, hasta qué extremo ha de llegar la pieza. Oyó el fraile, y luego las manos saca, y sigue predicando. Pero, entre tanto, el lego, o porque el verde texto recordando, sintió el vicio en sus partes exaltarse, o porque no quería ocioso estarse, mientras se predicaba, pensó lo mismo hacer que sospechaba al principio del fraile reverendo con su negocio el tiempo entreteniendo. A este fin, colocado en la escalera, puso el hábito en hueco, bien afuera, las manos ocultando, y su cumplido miembro enarbolando empezó su recreo. Mas, porque no pudiese algún meneo de un modo involuntario su fuego descubrir extraordinario, siempre que se encogía o empujaba, o algún suspiro el gusto le arroncaba, ponía su semblante compungido, diciendo: "¡Ay, Dios, y cómo te he ofendido!" Al tiempo, que la empresa concluía, el glutinoso humor que despedía, ardiente como fuego, en los ojos cayó de un pobre ciego, que escuchaba el sermón allí debajo, y exclamó: "¡Jesucristo, y qué gargajo me has echado, que pega cual jalea! ¿No ven que estoy aquí? ¡Maldito sea, Y ciego como yo quede del todo, quien sin mirar, escupa de este modo!" VII El loro y la cotorra Tenía una doncella muy bonita, llamada Mariquita, un viejo consejero, que en ella por entero, cuando se alborotaba su cansada persona, desaguaba con tal circunspección y tal paciencia, como si a un pleito diese la sentencia. Era de este señor el escribiente un mozuelo entre frailes educado, como ellos suelen ser, rabicaliente, rollizo y bien armado, que cuando el consejero fuera estaba, a doña Mariquita consolaba. Sucedió, pues, que un día la consoló en su cuarto, donde había en jaulas diferentes un loro camastrón, cuyo despejo, todo lo comprendía por ser viejo y una joven cotorra muy parlera, que la conversación de los sirvientes oyeron, la cual fue de esta manera: -¿Te gusta, Mariquita? -Sí, mucho, mucho; estoy muy contentita. -¿Entra bien de este modo? -Sí, mi escribiente; métemelo todo. -Pues menéate más, que estoy perdido. -Y yo... que viene..., ¡ay Dios, que ya ha venido! Y en efecto, llegaba el consejero en aquel mismo instante; y apenas su escribiente marrullero dejó regado el campo de su amante, cuando con la ganilla que traía, al mismo cuarto entró su señoría. Quitóse en el la toga, diose en la parte floja un manoteo, y a la que su materia desahoga, manifestó su lánguido deseo. Ella, puesta debajo de un modo conveniente, se acordó en su trabajo del natural vigor del escribiente, y empezó a respingar con tal salero, que por poco desmonta al consejero. Este, viendo el peligro que corría, dijo: "Basta; ¿qué hacéis doña María? Guarde más ceremonia con mi taco, o por la vida del rey que se lo saco". -De veros... el contento -replicó la taimada- me hace tener tan fuerte movimiento. Perdón. -Sí -dijo el viejo-, perdonada estás, si es que te alegra mi llegada. La cotorra, que aquello estaba oyendo, dijo entonces sus alas sacudiendo: -Lorito, contentita está la Mariquita. A lo que respondió el loro prontamente: -Sí,..., ¡se lo metió todo el escribiente!
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