El Rincón de los Relatos

El hombre del radio

Eusebio Ruvalcaba Para mi hija Érika Coral No llamaba la atención de nadie. Y era lógico que así fuera. Si no era más que uno más de los miles de usuarios que todas las noches se transportan en el Metro de la estación Rosario a la Pantitlán, entre las 9 y las 10. Su caminar cansado, como si llevara todo el día yendo y viniendo de una terminal a otra, el peso de sus 60 años, que parecía concentrarse en su espalda encorvada, la mirada vidriosa y los párpados abotagados, que delataban una afición desmesurada a la bebida, el rostro cubierto por una película de grasa; pero sobre todo esa mirada vidriosa, como agazapada tras una nube, esa mirada que alguna vez había sido la de un hombre alerta y que ahora parecía la de una especie en extinción, o, mejor que eso, y sobre todo por su insondable tristeza, la de un perro callejero y famélico, sumado a lo que llevaba puesto: un traje gris, acharolado por donde se le viera ­la luz interna de los vagones es ideal para destacar el cochambre en la piel y en la ropa­, con manchas de grasa en puños, codos y rodillas, la valenciana descosida y la bragueta siempre a punto de abrirse, la corbata roja, con una mancha amarilla muy cerca del nudo, que bien podría ser de huevo o de jugo de naranja, todo esto no lo hacía relevante entre la gente que a esa hora aborda el Metro; al contrario, encajaba a la perfección. Sin embargo, en todo ese conjunto sólo había un detalle que brincaba: el radio portátil que el hombre llevaba pegado al oído derecho ­que veinte años atrás su hijo le había regalado­, y que provocaba que la gente que se encontraba cerca se volviera a mirarlo; aunque tal vez lo que atraía las miradas no era su persona con ese aparato casi incrustado en la oreja y que ciertamente le daba un aspecto chusco, como de algo infinitamente viejo, sino el sonido que emanaba de la bocina y que se escuchaba como un murmullo de vocecitas ininteligible. Y sin duda llamaba la atención porque, con la proliferación de los discman, ya nadie viajaba con un radio portátil, por muy pequeño que fuese, pegado a la oreja. ¿Pero qué era lo que escuchaba que lo absorbía tanto, que ni por un segundo habría separado el radio de su oído? Noticiarios, uno tras otro. Noticias, una tras otra. Era como si ­para el hombre del radio esto era­, como si a través de esa voz encontrara un interlocutor, alguien que se dirigía a él y a nadie más que a él, alguien que le tenía paciencia y que le contaba todos los chismes del mundo. Sonrió con amargura, como si aquel pensamiento le provocara náuseas, y entonces, por una razón que no se explicó y que en su mente tuvo el impacto de un relámpago en la oscuridad, comprendió a su padre. Aún recordaba la voz del viejo ordenándole que grabara sus radionovelas en aquel vejestorio de carrete abierto, exactamente sobre las cintas que había guardado como oro molido, y que contenían las canciones que alguna vez había cantado en su efímera carrera como tenor en un teatro de revista. "¿Estás seguro, papá?", había preguntado un poco para sacudir la conciencia de su progenitor, y un mucho porque él no quería ser responsable el día de mañana que el viejo le reclamara por qué lo había hecho, quién diablos se creía que era, por qué no lo había desobedecido si eran las canciones que había atesorado por tantos años. Y por supuesto que de la misma manera el reclamo habría sobrevenido de no haber cumplido las órdenes, porque lo que su padre exigía grabar encima de sus canciones no era otra cosa que las radionovelas que tanto amaba y sin las cuales no le era posible conciliar el sueño: "Chucho el roto", "Porfirio Cadena, el ojo de vidrio", "Kalimán, el hombre increíble", cuya ilación seguía como un perro los orines de una perra en celo. Haber grabado esas radionovelas le había permitido a su padre un poco de entretenimiento los últimos meses de vida, porque a partir de que había dado esas instrucciones ­su trabajo como inspector de una línea camionera le impedía escuchar el radio a placer­, no viviría mucho. Pero en fin, reflexionó el hombre a la altura del Metro Tacubaya, cuando menos había tenido eso. Treinta años habían pasado de aquella muerte, y la historia parecía repetirse en él, con aquella voz persistente susurrándole noticias en ráfaga, que si bien no lo ayudaba a dormir cuando menos abatía su soledad. Llegó a la estación Pantitlán y se dispuso a salir. Era increíble cómo la gente, aun en su precipitación, caminaba con cierta compostura; como si ése fuera el precio para evitar una muerte por asfixia o atropellamiento, o como si hubiese una aceptación tácita a una orden que nadie se habría atrevido a desobedecer. Salió el hombre y en su oído reverberaba la voz. Nada parecía distraerlo, era como si estuviera ciego; más aún, diríase que un ciego se distraería con mayor facilidad. Había viajado en el Metro tantas veces, incontables veces ­haber llevado la cuenta habría sido una hazaña superior a escalar el Aconcagua­, que sus pasos se guiaban por sí solos. No miraba a nadie. No miraba nada. Sus sentidos estaban puestos en la voz. Pero ni siquiera reflexionaba en lo que oía. Para él, aquella voz era tan vacía como los ojos con los que de pronto se topaba. Tal vez si pusiese un poco de atención aquello podría tener sentido, y quizá lo podría comentar con su esposa; aunque no, él sabía que era por demás. Lo mismo en el trabajo ­su misión era ordenar cronológicamente los archivos en una dependencia de la SEP­ que en casa, no era más que un cero a la izquierda. Nadie le dirigía la palabra. Mientras que en la oficina sus compañeros le arrimaban los papeles sin molestarse en mirarlo, en casa su esposa le arrimaba los platos como el carcelero lo hace con el condenado a muerte; peor aún porque no se condolía de él. Y esto era así todos los días, esa abulia por vivir, desde hacía un poco más de quince años, cuando su hijo, que era el único, había muerto al estrellarse la micro en que viajaba. Por fin llegó hasta las escaleras eléctricas. Delante de él, la gente subía en una fila tan larga que habrían envidiado las hormigas, y detrás suyo los usuarios se iban aglomerando como soldados que se aprestasen a cumplir una orden. Estaba acostumbrado a esperar, asunto que no le producía desazón alguna. Pero esta vez no fue la espera. Mientras subía la escalera o, mejor dicho, mientras la escalera lo subía a él, cayó en una especie de lánguido vaivén que lo condujo a la antesala del sueño. Recordó a su hijo cuando tenía diez años. Corría como loco y desafiaba a su padre a que le diera alcance; cosa que él hacía presuroso, como si su hijo lo contagiara de vida. Qué hermoso se veía dando esas enormes zancadas, era como si se quisiera tragar la vida, como si quisiera absorber todo alrededor. Intentó fijar los ojos de su sueño en el recuerdo que tenía de los ojos de su hijo, cuando un niño que había venido subiendo la escalera eléctrica de dos en dos y atropellando a todo el mundo, cuando ese niño lo aventó para abrirse paso. Apenas pudo detenerse con las dos manos para no caer. La fuerza de gravedad lo jaló hacia atrás y sintió que la caída era inminente, pero de algún lugar profundo de su cuerpo extrajo el reflejo que le salvó la vida. Aunque por el movimiento tan brusco, el radio fue a dar al vacío. Cuando menos cuatro metros lo separaban del suelo. Y, por una casualidad milagrosa, el radio cayó en medio de dos personas de las miles que se encaminaban a los andenes, y no en la cabeza de nadie, lo cual le habría generado otra preocupación. Todavía tuvo aplomo para asomarse. Los pies que pasaron encima del radio terminaron por destrozarlo por completo, hasta no quedar más que fragmentos de plástico y de transistores diseminados por el suelo. Y aun en el caso de que no se hubiera destruido por el golpe, nadie se habría molestado en recogerlo. ¿A quién podría interesarle una baratija tan pasada de moda, tanto o más que su propietario?
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