EL MANTEL DE TABBY
Louisa M. Alcott
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El vigésimo día de marzo de mil setecientos setenta y cinco, una niña
recorría un camino rural con una cesta de huevos al brazo. Parecía tener
mucha prisa y miraba ansiosa a su alrededor a medida que avanzaba, pues
aquellas eran épocas de revuelta, y Tabitha Tarbell vivía en un pueblo que
tuvo famosa participación en la Revolución. Era una muchacha de catorce
años, sonrosada, de mirada vivaz, plena de vigor, coraje y patriotismo, y
muy excitada en ese entonces por los frecuentes rumores que llegaban a
Concord según los cuales los ingleses llegarían para destruir las
provisiones guardadas allí durante la ocupación enemiga de Boston. Al pensar
en esa posibilidad, Tabby ardía de cólera y metafóricamente amenazaba con un
puño al augusto rey Jorge pues era una pequeña y leal revolucionaria
dispuesta a pelear y morir por su patria antes que someterse a una tiranía
de cualquier especie.
En casi todas las casas se ocultaba algo de valor. El coronel Barret tenía
seis barriles de pólvora; Ebenezer Hubbard, sesenta y ocho barriles de
harina; en casa de Daniel Cray había hachas, carpas y zapas; el capitán
David Brown guardaba fusiles, cartuchos y balas para mosquetes. En los
bosques se ocultaban cañones; en el taller de Barret se fabricaban armas de
fuego; en el de Reuben Brown, cajas para cartuchos, cinturones y pistoleras,
salitre en el de Joshia Melvin, y se preparaba harina de avena en cantidad
en casa del capitán Timothy Wheeler. Por la mañana se disparaba un cañón; de
noche una guardia de diez hombres patrullaba el pueblo, y los bravos
granjeros se preparaban para lo que vendría.
En el pueblo vivían realistas que proporcionaban al enemigo cuanta
información lograban reunir; por lo tanto, hacía falta suma cautela al
trazar planes, para evitar que esos enemigos los traicionaran. Se adoptaban
contraseñas, se utilizaban señales secretas, y se enviaban mensajes de casa
en casa de las maneras más extrañas. Uno de esos mensajes iba en el fondo
de la cesta de Tabby, bajo los huevos, y la valerosa niña cumplía un
importante encargo de su tío, el capitán Brown, para el diácono Cyrus
Hosmer, quien habitaba en el otro extremo del pueblo, junto al Puente del
Sur. Ya había sido empleada varias veces de idéntica manera, demostrando
que tenía una inteligencia vivaz, un corazón fuerte y unos pies ágiles. Al
avanzar con su capa, y capucha rojas, deseaba poder distinguirse más aún
mediante algún gran acto de heroísmo pues al enterarse de cómo había corrido
de noche a la casa del capitán Barret, para, avisarle que el doctor Lee, un
realista, acababa de ser descubierto enviando información de ciertos planes
secretos al enemigo, el buen párroco Emerson le había palmeado la cabeza
diciendo:
-¡Bien hecho, hija mía!
"Haría más que eso, pese a que tuve miedo al cruzar el bosque a oscuras. A
esos les gustaría saber todo lo que yo sé acerca de los depósitos. Pero no
se lo diría ni aunque me atravesaran con una bayoneta... No les tengo
miedo", se dijo la niña, y alzó la cabeza desafiante, al detenerse para
pasar la cesta de un brazo al otro.
Pero es evidente que algún temor sentía, porque sus mejillas rubicundas
palidecieron y el corazón le dio un vuelco al ver aparecer a dos hombres que
se detuvieron bruscamente. Eran forasteros y, pese a que sus vestimentas no
lo indicaban así, ella advirtió en seguida que eran soldados; su paso y su
actitud los delataban. Además la manera en que tan marciales caballeros se
transformaron en inofensivos caballeros avivó en seguida sus sospechas.
Después de cambiar algunas palabras en voz baja, los dos se adelantaron
balanceando sus bastones; uno silbaba y el otro miraba con atención a uno y
otro lado del camino solitario.
-Linda señorita, ¿ puedes decirnos dónde vive el señor Daniel
Bliss? -inquirió el más joven, con una sonrisa y una venia.
Tabby se sintió segura de que eran ingleses, pues la voz del desconocido era
profunda y plena su cara rubicunda, y el hombre a quien buscaban era un
realista bien conocido. Pero sin dar otra señal de alarma que el leve rubor
de sus mejillas, repuso cortésmente
-Sí, señor; en aquella dirección.
-Gracias, y te daré un beso de premio - anunció el joven, inclinándose para
cumplir lo prometido.
Pero recibió en la oreja un buen golpe de Tabby, que huyó furiosa e
indignada.
Ellos mismos siguieron su camino riendo, sin imaginar que la pequeña rebelde
se convertiría a su vez en espía y los burlaría. Ella continuó su viaje
hasta llegar a casa del diácono Hosmer, donde, luego de cumplir con lo
encomendado, agregó la noticia de que acababan de llegar forasteros al
pueblo.
-Debemos averiguar algo más acerca de ellos -declaró el diácono-. Esposa
mía, dale un vestido diferente y envíala con huevos a casa de la señora
Bliss. A nosotros nos sobran, y Tabby podrá observar bien mientras descansa
y conversa. Hay que vigilar mucho a Bliss, porque es un bribón y nos
perjudicará.
Y así partió Tabby, con capa y capucha blanca, sumamente complacida con su
misión, y al llegar a casa del realista cerca de mediodía, aspiró desde
lejos el apetitoso aroma de carne asada y pasteles.
Se acercó silenciosa a la puerta del fondo, atisbó por una ventanilla y
alcanzó a ver a la señora Bliss y la criada, quienes, ocupadas en la cocina,
no advirtieron la presencia de la pequeña espía. Esta se dirigió sin ser
vista al frente de la casa, a fin de echar una ojeada general antes de
entrar. Todo lo que vio confirmó sus sospechas, puesto que en la sala de
guardar habían servido una mesa a todo lujo, con los jarros de plata, la
mejor porcelana y el magnífico mantel de damasco que la dueña de casa
reservaba para los días de fiesta. Otra ojeada por entre las lilas que
crecían delante de las ventanas de la sala, le permitió ver a los
desconocidos y al señor Bliss que, allí encerrados, discutían con seriedad,
aunque en tono demasiado bajo para que una sola palabra alcanzara sus
aguzados oídos.
"Tengo que enterarme de sus propósitos.
Estoy segura de que buscan hacernos daño, y no pienso regresar sin haberlo
averiguado", pensó Tabby antes de entrar resuelta en la cocina, para ofrecer
sus huevos con un cortés mensaje de la señora Hosmer.
-Son muy bien recibidos, hija. Ya utilicé una cantidad para mis flanes y me
harán falta más para el licor... Tenemos visitantes inesperados a cenar,
por eso estoy tan aturrullada -declaró la señora Bliss, quien aparentaba
estar preocupada por algo más que la cena, y que en su confusión olvidó
sorprenderse ante el insólito regalo, puesto que los vecinos los evitaban, y
la pobre mujer pasaba muchas ansiedades a causa de su marido y la división
de la familia : un hermano era realista, el otro rebelde.
-¿Puedo ayudarla, señora? Según dice tía Hitty, soy experta en esto de batir
huevos. Estoy cansada y no me vendría mal sentarme un poco, si no
estorbo -sugirió Tabby, resuelta a descubrir algo antes de partir.
-Pero estorbas. No nos hace falta ayuda ninguna, de modo que más te conviene
volver a tu casa antes de que recibas una azotaina. Aquí no queremos
chismosas -declaró la vieja Puah, la criada, una solterona avinagrada que
simpatizaba con los realistas y proclamaba abiertamente su deseo de que los
ingleses aplastaran pronto y bien a los rebeldes yanquis.
La señora Bliss, que estaba en la despensa, no se enteró de esta escaramuza,
ya que Tabby se ofendió muchísimo por el mote de "chismosa", pese a saber
que los ocupantes de la sala no eran los únicos espías en aquella casa.
-Cuando los echen a todos del pueblo a toques de tambor, y arrasen esta
casa, puede que busquen mi ayuda, y ojalá que la obtengan. ¡Buenos días,
vieja gruñona! -exclamó la atrevida Tabby, que recogió su cesta y salió de
la cocina con la nariz al aire.
Pero al pasar frente a la casa, no pudo resistirse a echar otra mirada a la
mesa de la cena, ya que en aquellos días eran pocos los que tenían tiempo ni
ánimo para festejar, y rara vez aparecían la mejor mantelería y vajilla.
Cuando la niña se asomó por una ventana abierta, algo se movió bajo el largo
mantel que llegaba hasta el piso. No era el viento, pues aquel día de marzo
era calmo y soleado. En cambio un minuto después un gato gris asomó la
cabeza y, ronroneando, salió a recibir a la visitante que lo había
despertado de su sueño.
"Donde puede ocultarse ese gato, podré hacerlo yo... ¿Me atreveré? ¿Qué
sería de mí si me descubrieran? Pero, ¡qué magnífico si alcanzara a oír lo
que traman esos sujetos! Lo haré".
Decidida, por un ruido que se oyó en la pieza contigua, arrojó la cesta
entre los arbustos, entró de un ágil brinco y desapareció bajo la mesa,
mientras el gatito, con toda calma, se lavaba la cara en el antepecho de la
ventana.
Hecho esto, el corazón de Tabby quedó agitado, pero ya era tarde para
retroceder, pues en aquel instante entró la señora Bliss, y la pobre niña
solamente pudo empequeñecerse lo más posible, bien oculta bajo los largos
pliegues que caían por todos los lados desde lo alto de la mesa ancha y
anticuada. La charla de las mujeres no le permitió descubrir nada, pues se
refería a queso de salvia, ponche de huevo, cerdo asado, y lamentos acerca
de una torta quemada. Cuando sirvieron la cena y llamaron a los huéspedes a
comer,, Tabby había recobrado la serenidad, y el orgullo le dio valor para
estar dispuesta a las consecuencias, cualesquiera fueran.
Por espacio de un tiempo el apetito de los caballeros les impidió decir
gran cosa, pero en cuanto salió la señora Bliss y llegó el licor, se
dispusieron a cerrar trato. ' La ventana estaba cerrada, por lo cual Tabby
se felicitó de estar dentro; los conspiradores se acercaron tanto y hablaron
en voz tan baja, que apenas podía captar una frase ocasional, lo cual la
hizo tirarse del cabello con irritación, y además blasfemaban muchísimo,
para gran horror de la niña. Pero lo que oyó le bastó para comprobar que
estaba en lo cierto, pues aquellos hombres eran el capitán Brown y el
alférez De Bernicre, del ejército británico, enviados para averiguar dónde
se guardaban los pertrechos y con qué defensas contaba el pueblo. Oyó decir
al señor Bliss
que algunos de los "rebeldes", como llamaban a sus vecinos, le habían
enviado el mensaje de que no saldría vivo de la aldea, y que sentía gran
temor por su vida y propiedad. Oyó responder a los ingleses, que si los
acompañaba lo protegerían, puesto que estaban armados, y sin duda tres de
ellos juntos podrían escapar a salvo, ya que nadie estaba enterado de su
llegada, salvo aquella niña esmirriada que les había enseñado el camino. Al
oírlos, la "niña esmirriada" asintió con la cabeza, esperando que al que
hablaba le ardiera aún la oreja por el bofetón recibido.
El señor Bliss accedió satisfecho a este plan, y anunció que les mostraría
el camino a Lexington, que les permitiría llegar a Boston con mayor rapidez
que por Weston y Sudbury, por donde habían venido.
-Los pobladores no combatirán, ¿verdad? -inquirió el alférez De Bernicre.
-Allí tienen uno que los combatirá hasta la muerte -respondió el dueño de
casa, mientras señalaba a su hermano Tom. que trabajaba en un campo
distante.
El militar volvió a lanzar un juramento y al dar un taconazo en el suelo,
pisó la mano de la pobre Tabby, que se adelantaba para captar hasta la
última palabra. Tan cruel golpe estuvo a punto de arrancarle un grito, pero
se mordió los labios y no se movió siquiera, aunque estaba a punto de
desvanecerse de dolor.
Cuando pudo volver a escuchar, Bliss estaba revelando todo lo que sabía
acerca de los escondites de pólvora, cereal y armas que el enemigó deseaba
capturar y destruir. No pudo decirles mucho, pues los secretos estaban bien
guardados pero de haber sabido que nuestra pequeña rebelde tomaba nota de
sus palabras bajó su propia mesa, habría estado menos dispuesto a
traicionar a sus vecinos. Sin embargó, ninguno sospechó que los escuchaban,
y Tabby no pudo sino contemplar furiosa esos tres pares de botas embarradas,
deseando ser un hombre para poder pelear con sus tres dueños.
Y estuvo a punto de tener una oportunidad de pelear ó escapar, pues en el
momento en que se disponían a abandonar la mesa, un súbito estornudo estuvo
a punto de traicionarla. Creyéndose perdida, ocultó el rostro, preparada
para que los soldados furiosos, la arrastraran quizás a una muerte
instantánea.
-¿Qué es eso? -exclamó el alférez, durante la súbita pausa que siguió a
aquel ruido fatal.
-Fue bajó la mesa -agregó el capitán Brown, mientras levantaba con una manó
una punta del mantel.
Tabby se estremeció y contuvo el aliento, con la vista fija en aquella manó
oscura y grande, pero en seguida estuvo a punto de reír de gozo, pues el
gatito la salvó. Estaba dormitando sobre su falda tibia, y cuando vio
levantarse el mantel, supuso que su amó iba a alimentarlo, de modo que se
levantó y salió con fuerte ronroneo, la cola erecta y su punta blanca
ondeando como una bandera de tregua.
-No es más que el gato, caballeros... Un animalito bueno y que, por suerte
para nosotros, no puede informar de nuestra conferencia -declaró el señor
Bliss, con aire de alivió, pues se había sobresaltado ante la mera idea de
que los espiaran.
-Estornudó como si fuera un consumidor de rapé tan grande como esa vieja que
nos indicó la casa -rió el alférez cuando todos se incorporaron.
-¡Y aquí viene ahora, como si la persiguieran nuestros granaderos! -agregó
el capitán, al oír ruido de pasos y una voz quejumbrosa que se acercaba cada
vez más.
Tabby tomó aliento y juró que pediría ó compraría al gato que acababa de
salvarla de la destrucción. Después olvidó sus propios aprietos al escuchar
a la pobre mujer, quien' gritaba que sus vecinos le exigían que abandonara
el pueblo en seguida, ó ellos la cubrirían de alquitrán y emplumarían por
mostrar a los espías el caminó de la casa de un realista.
"Menos mal que vine a enterarme de sus planes, Q podría verme en situación
parecida", se dijo la niña convencida de-que cuanto más riesgos encontrara,
mayor heroína sería.
El dueño de casa consoló a la mujer, invitándola a quedarse allí hasta que
los vecinos
la olvidaran, y los oficiales le dieron un poco de dinero para pagarle el
costoso servicio prestado. Después los tres hombres abandonaron la sala, y
luego de cierta demora partieron, pero Tabby se vio obligada a quedarse en
su escondite hasta que las mujeres levantaron la mesa y se pusieron a lavar
platos en la cocina, absortas en sus habladurías. Entonces, al fin, la
pequeña espía salió arrastrándose en silencio, y tras levantar la ventana
con cautela, se alejó corriendo con toda la prisa que le permitían sus
piernas entumecidas.
De todos modos, cuando por fin llegó a casa del diácono y le contó lo
sucedido, los realistas se hallaban bien lejos, pues Bliss les había
proporcionado cabalgaduras para poder huir él mismo con mayor rapidez.
Así que escaparon, pero la alarma estaba dada, y Tabby recibió grandes
elogios por la hora pasada bajo la mesa. Los pobladores apresuraron sus
preparativos y tuvieron tiempo de trasladar sus pertenencias más preciadas a
las aldeas vecinas, preparar el cañón y ejercitar a sus milicianos, pues
aquellos decididos campesinos se proponían resistir a la opresión, y el
mundo entero sabe qué bien se desempeñaron, una vez llegado el momento.
Fue aquella la primavera más temprana que se veía desde hacía años, y ya el
diecinueve de abril los árboles frutales echaban ya sus brotes, crecía el
cereal plantado en invierno y los majestuosos olmos que bordeaban el río y
las calles de la aldea florecían con rapidez. Parecía una lástima que un
mundo tan hermoso fuera a ser turbado por el combate, pero la libertad era
más cara que la prosperidad o la paz, de modo que los jóvenes abandonaron
sus lechos cuando llegó - el doctor Prescott, cabalgando como si en ello le
fuera la vida, para transmitir el mensaje traído por la noche desde Boston,
por Paul Revere : "¡A las armas ! ¡ A las armas ! ¡Vienen los ingleses!"
Como una chispa eléctrica, la noticia corrió de casa en casa, y los hombres
se aprestaron al combate, mientras las mujeres los alentaban a ponerse en
marcha y esforzarse para proteger el tesoro confiado a su custodia. Poco
más tarde, llegó la noticia de que los ingleses se hallaban en Lexington y
que había tenido lugar un derramamiento de sangre. Entonces los granjeros se
echaron las armas al hombro, con pocas palabras, pero con expresión
resuelta, y a la salida del sol estaban preparados cien hombres, con el buen
párroco Emerson al frente. Otros hombres acudían desde los pueblos vecinos,
y todos sentían que había llegado la hora en que la paciencia dejaba de ser
una virtud y era justo rebelarse.
Grande era la excitación por todas partes, pero en casa del capitán David
Brown un corazoncito latía lleno de esperanza y temor : el de Tabby, que
desde la puerta miraba el pueblo, del otro lado del río, donde redoblaban
tambores, repicaban campanas y la gente corría de un lado otro.
-No podré pelear, pero tengo que ver -declaró y, tomando su capa, corrió al
puente del Norte, prometiendo a su tía regresar- a avisarle en cuanto
apareciera al enemigo.
-¿Qué pasa? ¿Ya vienen? -le gritó la gente desde la rectoría y las pocas
viviendas que en esa época se alzaban a lo largo del camino.
Pero Tabby, ansiosa por ver lo que sucedía en aquel día memorable, se limitó
a sacudir la cabeza y correr más rápido. Al llegar al centro de la
población, descubrió que la pequeña compañía se había puesto en marcha por
el camino de Lexington para salir al encuentro del enemigo. Sin
descorazonarse, corrió entonces en esa dirección, subió a una alta ribera y
esperó la llegada de los granaderos británicos, de quienes tanto oyera
hablar.
Llegaron a eso de las siete, con el sol reflejado en las armas de
ochocientos soldados ingleses marchando hacia los cien intrépidos
granjeros, que aguardaron hasta tenerlos a escasa distancia.
-Resistamos y, si tenemos que morir, hagámoslo aquí -proclamó el valiente
párroco Emerson, que seguía entre su gente, dispuesto a cualquier cosa,
menos a rendirse.
-¡No -repuso un cauteloso hombre de Lincoln-, no nos conviene empezar la
guerra
Así fue como, de mala gana, retrocedieron hacia el pueblo, seguidos
lentamente por los ingleses, fatigados como estaban por su marcha de diez
kilómetros a través de las montarlas, desde Lexington. Al llegar a una
casita construida en la ladera, uno de los sedientos oficiales descubrió un
pozo, con un balde que se balanceaba al final de una larga pértiga. Subió
corriendo y estaba a punto de beber, cuando una niña, que estaba agazapada
junto al pozo, se incorporó de un salto y con enérgico ademán, le arrojó
agua al rostro, al tiempo que exclamaba:
-¡Así servimos a los espías!
Antes de que el alférez De Bernicre -pues él era, actuando como guía del
enemigo- pudiera despejarse los ojos y secarse la cara empapada, Tabby
había desaparecido colina arriba, con una carcajada y un ademán de desafío
para los casacas rojas de abajo.
De muy buen humor por tal hazaña, corrió por todo el pueblo, observando a
los ingleses en su obra destructiva. Derribaron y quemaron el poste de la
libertad, abrieron sesenta barriles de harina; arrojaron quinientas libras
de pelotas dentro de la represa del molino y de los pozos, e incendiaron los
tribunales. Otras expediciones partieron hacia distintos barrios del pueblo,
para saquear casas y destruir todas las tiendas que pudieran encontrar. El
capitán Parsons fue enviado a tomar posesión del Puente del Norte, y De
Bernicre lo condujo, pues en su anterior visita había tomado notas y era un
buen guía. Cuando se pusieron en marcha, una pequeña figura escarlata partió
volando frente a ellos, y desapareció en la curva del camino : era Tabby,
que se apresuraba a volver en busca de su tía, para prevenirla.
-¡Pronto, niña!, ponte esa bata y esta cofia, y acuéstate en seguida. Esos
entremetidos se apiadarán sin duda de una niña enferma y respetarán esta
pieza, si no respetan otra - ordenó la señora Brown, mientras con
celeridad, ayudaba a Tabby a ponerse una bata corta y una cofia redonda, y
la arropaba bien cuando estuvo acostada, pues entre los blandos colchones de
plumas se ocultaban muchos mosquetes, el mas preciado de sus tesoros.
Esto ya estaba planeado de antemano, de modo que Tabby, muy satisfecha,
descansó mientras relataba lo sucedido. Entretanto, su tía Brown colocaba
sobre la mesa frascos de medicina y vasos, ponía unas hierbas malolientes a
hervir en el horno y, a fin de satisfacer su conciencia, urdía un buen
cuento para ofrecerlo a los invasores.
Estos no tardaron en llegar, y Tabby tuvo suerte de que el alférez se
quedara abajo para custodiar las puertas mientras entraban los soldados,
pues podría haber reconocido a la osada niña que lo maltratara en dos
ocasiones.
-Estas son plumas; levanten con cuidado las tapas o se ahogarán, pues vuelan
muchísimo -dijo la señora Brown cuando los soldados llegaron a unos
toneles llenos de cartuchos y pedernales, que ella había ocultado con
habilidad destripando varias almohadas.
Así ,engañados, los soldados siguieron de largo satisfechos, abandonando
precisamente lo que deseaban destruir. Al llegar al dormitorio, donde
estaban ocultos más tesoros del mismo valor en varios escondrijos y
rincones, la dama alzó un dedo, al tiempo que echaba una mirada ansiosa a
Tabby y decía:
-Despacio, por favor. No querrán hacer daño a una pobre niñita enferma... El
doctor cree que es viruela, de modo que un susto podría matarla. Con
hierbas, mantengo la habitación tan fresca como es posible, de modo que no
creo que haya mucho riesgo de contagio.
Los soldados se asomaron a regañadientes; vieron una cara febril sobre la
almohada - puesto que Tabby estaba enrojecida por su carrera, y con los
negros ojos extraviados por la excitación- aspiraron el olor del ajenjo y,
tras una apresurada ojeada dentro de uno o dos armarios, donde las ropas
ocultaban puertas secretas, se retiraron de prisa, a fin de dar aviso del
peligro y alejarse cuanto antes.
Muy disgustados habrían quedado por la treta de que habían sido víctimas, si
hubieran podido ver cómo la niña enferma saltaba de la cama y bailaba de
júbilo, mientras ellos se alejaban rumbo a los molinos de Barrett. Pero
pronto Tabby perdió las ganas de divertirse, al ver cómo los milicianos se
reunían junto al puente, los ingleses marchaban del otro lado, y cuando su
primera andanada mató a los valerosos Isaac Davis y Abner Hosmer, de Acton,
oyó al mayor Buttrick dar la orden
-¡Fuego, compañeros soldados ! ¡Por el amor de Dios, fuego!
Por espacio de un rato, resonaron disparos, se elevaron humaredas, se oyeron
gritos, y casacas rojas y azules se confundieron en combate sobre el
puente. Luego los ingleses retrocedieron, dejando atrás a dos soldados
muertos. Estos fueron enterrados donde cayeron, mientras los cuerpos de los
hombres de Acton eran enviados a sus pobres viudas : eran los primeros
mártires de la libertad en Concord.
No hace falta seguir con la historia de aquel día; todos los niños la
conocen, y muchos han ido en peregrinación a ver el antiguo monumento
alzado allí donde cayeron los ingleses, y el Miliciano de bronce, de pie en
su pedestal de granito para marcar el sitio donde los valientes granjeros
de Concord lanzaron los disparos que inmortalizaron al viejo Puente del
Norte.
Debemos seguir a Tabby y contar cómo obtuvo su mantel. Finalizado el
combate, una vez enterrados los muertos, cuidados los heridos e
intercambiados los prisioneros, los realistas fueron castigados. Al doctor
Lee lo confinaron en su propia granja, so pena de ser fusilado si la
abandonaba, y la propiedad de Daniel Bliss fue confiscada por el gobierno.
Algunos objetos se vendieron en subasta, y el capitán Brown compró el
hermoso mantel, que regaló a Tabby, diciéndole con entusiasmo:
-Toma, hija mía; te pertenece y bien puedes enorgullecerte de él, pues
gracias a tu inteligencia, a tus ojos y oídos penetrantes, no nos tomaron
por sorpresa, sino que enviamos a los casacas rojas de vuelta, más pronto de
lo que vinieron.
Y en efecto, Tabby, orgullosa, lo conservó con cuidado, lo exhibió con
inmensa satisfacción cada vez que contaba la historia, e hiló con afán para
tener un juego de servilletas que lo acompañara. Cubrió la mesa cuando se
sirvió su cena de casamiento; fue utilizado en el bautismo de su primer
hijo, y durante muchas cenas de Acción de Gracias y de Navidad a través de
los años felices de su vida de casada.
Después lo guardaron sus hijas, como reliquia de la juventud de su madre, y
mucho después de su muerte, el gastado mantel siguió apareciendo en grandes
ocasiones, hasta quedar tan usado que sólo se lo pudo guardar
cuidadosamente, a fin de ilustrar la historia tan orgullosamente contada por
los nietos, que hallaban difícil creer que esa débil anciana de noventa años
pudiera ser la vivaz muchachita que con tanto ánimo jugara su pequeño papel
en la Revolución.
En mil ochocientos sesenta y uno, el mantel de Tabby vio otra guerra y tuvo
un fin honorable. Cuando se convocó a los hombres, Concord respondió
"¡Presente!" y envió un grupo numeroso, bajo las órdenes de otro valiente
coronel Prescott. Barretts, Hosmers, Melvins, Browns y Wheelers se
plantaron lado a lado, tal como sus abuelos enfrentaron a los ingleses en
una época anterior. Las madres dijeron "¡Ve, hijo mío!" con la misma bravura
de antes; hermanas y novias sonrieron con los ojos húmedos, cuando los
jóvenes de uniforme azul partieron, alentados por otro noble Emerson. Más de
uno de los descendientes de Tabby marcharon ; unos como combatientes, otros
como enfermeros, y durante cuatro largos años el antiguo pueblo trabajó y
aguardó, esperó y oró, enterrando a los queridos muchachos que regresaban
muertos, cuidando a quienes volvían trayendo honrosas heridas, y enviando a
otros para guarnecer las brechas abiertas por las espantosas batallas que
asolaron al Norte y al Sur.
Las mujeres tejían y cosían, así en domingos como en días de semana, para
colmar la demanda de ropas; los hombres vaciaban a manos llenas sus
bolsillos, ansiosos por contribuir, y el párroco, después de orar como un
soldado cristiano, se quitaba la chaqueta y preparaba cajas de envíos, como
un padre tierno.
-Hacen falta más hilos y vendajes, y me parece que ya hemos recogido hasta
el último trapo que había en el pueblo -dijo una atareada mujer a otra,
mientras varias de ellas preparaban bolsas con provisiones, en el tercer año
de la prolongada contienda.
-Ya vacié mi desván, y ojalá tuviera más para dar -respondió una de las
patrióticas madres de la familia Barrett.
-No podemos comprar nada que sea tan suave y bueno como las viejas sábanas y
manteles... Las nuevas no sirven; si no, cortaría todas las mías -agregó
una Wheeler recién casada, mientras cosía como si en ello le fuera la vida,
recordando a sus muchos primos que estaban en el frente.
-Creo que tendré que entregar mi mantel revolucionario... Es bastante viejo
y suave como la seda; y estoy segura de que mi bendita abuela lo
consideraría el mejor fin posible para él -intervino la canosa señora
Hubbard, pues Tabby Tarbel se había casado con un miembro de esa numerosa y
meritoria familia.
-¡ Oh, no querrás cortar ese mantel famoso! -exclamó la más joven.
-Sí que lo haré. Está en andrajos, y cuando yo muera, a nadie le importará
de él. La gente no parece recordar lo que las mujeres hicieron en esa época,
de modo que es inútil conservar reliquias de ella -repuso la anciana, quien
habría comprendido su equivocación si hubiera podido anticipar lo qué
ocurriría en 1876, cuando el pueblo celebró su centenario y exhibió con
orgullo las tijeritas utilizadas por la señora Barrett para recortar papel
para cartuchos, junto con otros antiguos trofeos de días pasados.
De modo que el antiguó mantel se convirtió en una caja llena de las mejores
gasas y de los más suaves vendajes para cubrir heridas y fue enviado a una
de las mujeres de Concord, que actuaba como enfermera.
-¡He aquí un tesoro -exclamó ésta, al descubrirlo entre otros envíos de los
suyos-. Justo lo que me hace falta para mi valiente rebelde y el pobrecito
Johnny Bullard.
El "valiente rebelde" era un sureño que había combatido bien y que aunque
herido de muchas maneras, nunca se quejaba, y en medió de grandes
sufrimientos era siempre tan cortés, paciente y valeroso, que los demás lo
llamaban "nuestro caballero" e intentaban demostrar cuánto respetaban a tan
bravo adversario. John Bullard era un tamborcillo inglés, que había pasado
por muchas batallas, sin dejar de redoblar en su tambor, pese a los
proyectiles y a las balas de cañón, y animando muchos campamentos con su
voz, pues cantaba como una alondra. Estaba siempre alegre, siempre animoso,
y era el favorito de su regimiento, por lo cual todos lloraron por el
"pequeño Johnny" cuando le volaron el brazo derecho en Gettysburg. Se
suponía que iba a morir, pero él pasó lo peor e iba recobrando la salud con
dificultad, tratando siempre de estar alegre, y empezaba a gorjear
débilmente de vez en cuando, como un ave convaleciente.
-Johnny, aquí hay unas hilas espléndidas para ese pobre brazo, y algunas
compresas de lo más suaves para las heridas de Carrol. Como está dormido,
empezaré contigo, y mientras trabajó te entretendré con la historia del
viejo mantel de dónde provino este vendaje -anunció la enfermera Hunt, al
detenerse juntó a la cama desde dónde el muchacho le sonreía con su carita
flaca y pálida, pese a que temía el duró cuarto de hora que debía soportar
todos los días.
-Gracias, señora... Hace mucho que no oigo una buena historia. Esta mañana
me siento animado, y creó que de aquí a una semana estaré en pie, ¿no?
-Así lo esperó... Y ahora cierra los ojos y escucha, así no sentirás las
punzadas que te doy, aunque trató de ser suave -repuso la enfermera, al
tiempo que daba comienzo a su penosa tarea.
Entonces le contó la historia del mantel de Tabby, que divirtió enormemente
al herido, quien rió en voz alta al enterarse de las peripecias del alférez
y se regocijó cuando los casacas rojas salieron mal parados.
-Como hemos derrotado a todo el resto del mundo, no me importa que esa vez
hayamos tenido mala suerte. Ahora somos amigos, y pelearé por ustedes como
un bulldog inglés, si es que llego a tener oportunidad de hacerlo - declaró
Johnny, finalizado el relato y el vendaje.
-La tendrás... Me gusta convertir a un valiente enemigo en un amigo fiel,
tal como, según espero, podremos hacer aún con nuestros hermanos sureños.
Admiro su valor y su lealtad hacia lo que consideran correcto y todos
estamos sufriendo el castigo que merecemos por haber esperado hasta que
llegara esta triste guerra, en vez de concertar acuerdos hace años, como
podríamos haberlo hecho si hubiéramos preferido la sinceridad y el honor,
más que la fortuna y el poder.
Mientras hablaba, la señorita Hunt se volvió hacia su otro paciente, y por
la expresión de su rostro advirtió que había oído tanto el relato como la
conversación. El sonrió, saludándola como de costumbre, pero cuando ella se
inclinó para colocarle una compresa de suave tela húmeda sobre la inflamada
herida de su pecho, susurró con expresión agradecida:
-Ya ha convertido a un "hermano sureño", de enemigo en amigo... Viva o
muera, jamás podré olvidar lo generosos y bondadosos que todos ustedes han
sido conmigo.
-¡Gracias! El oír tales palabras me compensa por meses de ansiedad y
preocupación. Estrechémonos las manos, y hagamos lo posible para que Norte
y Sur lleguen a ser tan amigos como ahora Inglaterra y Norteamérica -declaró
la enfermera, tendiéndole la mano.
-¡ Yo también ! Me queda una mano, y la ofrezco con todo mi corazón. ¡ Que
Dios lo bendiga, señor, y que los dos nos repongamos' pronto ! -exclamó
Johnny mientras se estiraba por sobre el angosto espacio qué separaba ambas
camas, resplandeciente de satisfacción y dispuesto, como buen inglés, a
perdonar a un enemigo que había demostrado su valor.
Las tres manos se unieron en cálido apretón, y ese acto fue una lección más
elocuente que las palabras para quienes lo presenciaban, pues el espíritu de
fraternidad que debería unirnos a todos, obró el milagro de reunir a los
tres mediante los leves hilos tejidos un siglo atrás.
Así fue cómo el mantel de Tabby tuvo un fin hermoso y útil.
FIN
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