El Rincón de los Relatos

La fiesta del colegio (1).

Hetero, colegialas, transportes públicos. En un autobús atestado de viajeros puede una encontrarse con hombres decididos a gozarte y hacerte gozar. Nuestra amiga ve su resistencia vencida por el placer que le produce un anónimo viajero.


Hace dos viernes, cuando salí de casa para coger el autobús y dirigirme al colegio, nada me hacía suponer que pudiera ocurrir algo que lo diferenciara de un día normal. Sin embargo, pronto iba a salir de mi error; no podía imaginar los peligros a los que está expuesta una adolescente, sobre todo si está tan desarrollada como yo.

Para variar, y como todas la mañanas, el autobús iba hasta los topes. Menos mal que estábamos en primavera y el calor no había apretado aún, porque de lo contrario aquello hubiera sido un horno. Por supuesto no encontré ningún asiento libre, así que, como hacía casi siempre, me dirigí con bastante dificultad hasta la plataforma trasera y allí me quedé, agarrada a la barra de una de las ventanillas y con la frente pegada al cristal, mirando al exterior. Tras de mí siguió entrando gente, hasta que llegó un momento en que era totalmente imposible moverse. Estábamos tan apretados que, a pesar de la brusquedad con que lo hizo, ni siquiera me desplacé cuando el autobús se puso en marcha.

A los pocos segundos, noté que el individuo que estaba a mi espalda se había pegado a mí como una lapa. Al principio no le presté mucha atención, pensando que todo se debía a la aglomeración de personal y que no era nada intencionado, pero la marcha de los acontecimientos se encargaría de sacarme de mi error.

El tío empezó a apretarse cada vez más, y hasta entonces no me percaté de un bulto bastante duro que me empujaba en las nalgas, a la vez que sentía su aliento en la nuca. Tardé unos segundos en identificar aquella protuberancia, y cuando por fin lo conseguí, intenté inútilmente escabullirme hacia un lado, al tiempo que la vergüenza hacía que me ardiera la cara. Debía estar roja como la grana.

Al final, completamente abatida, tuve que desistir de mis intentos de huida, porque era materialmente imposible moverse. Además, al estar tan apretados, cada vez que me movía me frotaba contra el cuerpo del hombre, y pude comprobar que cuanto más me agitaba, más duro se ponía aquel bulto, así que decidí permanecer totalmente inmóvil y me dispuse a soportar la situación lo mejor posible, con la esperanza de que pronto bajara gente suficiente como para permitirme cambiar de lugar.

Sin embargo, el conductor no dejaba de recoger viajeros, con lo cual no disminuía la aglomeración; por otro lado, mi pasividad debió de ser mal interpretada por aquel cerdo que tenía a mi espalda, y poco a poco se fué envalentonando. Ya no se preocupaba de disimular lo más mínimo; por el contrario, cada vez se apretaba más descaradamente contra mí. Su respiración se fue haciendo más agitada por momentos, y entonces empezó a moverse adelante y atrás, refregando contra mi trasero aquel bulto, que a estas alturas ya estaba duro como el hierro y se clavaba en la raja que dividía mis nalgas.

Aprisionada contra la pared del autobús, no tenía posibilidades de escapar de aquel acoso. Miré a los lados buscando ayuda, pero nadie me prestaba la más mínima atención. No entendía cómo ningún pasajero se daba cuenta de lo que me estaba sucediendo. Pensé en protestar, pero en el último momento me detuvo el recuerdo de algo que me contó una compañera a la que había ocurrido algo similar: por lo visto el tío se puso hecho una fiera y empezó a dar voces, acusándola de ser una vulgar buscona que lo estaba provocando. Al final fue peor el remedio que la enfermedad, y se tuvo que bajar del autobús completamente avergonzada, así que preferí callar y aguantar mientras pudiera. De pronto, en el colmo de la caradura, aquel individuo metió una mano entre mi cuerpo y la pared del autobús y empezó a moverla hacia arriba y hacia abajo, acariciándome el vientre por encima de la falda a la vez que aumentaba la presión de su "cosa" contra mis nalgas. La sorpresa me dejó inmovilizada, y cuando al fin pude reaccionar intenté inmovilizar aquella mano apretando mi cuerpo contra la pared del autobús todo lo que pude. Aunque al principio pareció dar resultado, unos segundos después la situación empeoró.

Noté cómo desplazaba la mano izquierda hacia abajo hasta colocarla justo sobre mi sexo. A continua-ción, moviendo los dedos con gran habilidad y aprovechando la circunstancia de que llevaba una falda cortita y muy amplia, me fué subiendo lentamente la parte delantera de la misma. En apenas unos segundos consiguió alcanzar mis bragas, e inmediatamente deslizó su mano sobre el bulto que mi chocho formaba bajo la tela. Al sentir sus dedos, cerré con fuerza las piernas, apretando los muslos para evitar que continuara avanzando, pero a él no pareció importarle aquel nuevo inconveniente, porque empezó a deslizar sus dedos con mucha suavidad sobre el lugar que ya había conquistado. Era la primera vez que los dedos de un hombre me acariciaban mi parte más íntima, aunque fuera por encima de las bragas.

Me imagino que algunas de las personas que lean esta historia pensarán que ellos habrían reaccionado con violencia ante este nueva invasión de su intimidad. Es posible que tenga razón, pero, y ésto es lo extraño, a la vez que aumentaba mi indignación y mi vergüenza, también crecía en mi interior una extraña sensación. Por un lado deseaba que aquel cerdo me dejase en paz, pero al mismo tiempo quería que continuara con sus caricias y, al final, me sorprendí deseando que fuese más atrevido. Empecé a notar que mi sexo parecía inflamarse por momentos, dejando escapar una leve humedad que mojaba ligeramente las bragas en la entrepierna.

Quizás al final ganó este último sentimiento, porque de forma inconsciente me separé un poco de la pared del autobús y abrí ligeramente las piernas, permitiendo que aquella manaza se apoderara de mi mojado sexo. Ahora podía abarcarlo por completo sin ninguna dificultad y empezó a acariciarlo a placer, sin más obstáculo que la tenue barrera de tela de las braguitas. Probablemente aquello terminó de convencerlo de que no sólo no pensaba oponer resistencia a sus avances, sino que estaba dispuesta a colaborar totalmente, así que adelantando la otra mano me levantó la cinturilla de la braga y deslizó la mano acariciadora bajo ella.

Un estremecimiento involuntario me sacudió con violencia al sentir, por primera vez en mi vida, los dedos de un extraño hurgándome directamente en la raja del chocho, que se encontraba ya totalmente encharcado. Una sensación muy extraña se apoderó de mi vientre, con tanta fuerza que no pude reprimir el impulso de apretar mi culo contra el bulto que tenía detrás, moviéndome hacia los lados para acomodarlo entre las nalgas. La respuesta por su parte no se hizo esperar. Los dedos que me acariciaban el inflamado sexo alcanzaron el clítoris y empezaron a pellizcarlo y a frotarlo con insistencia, haciendo que un leve quejido escapara de mi garganta de forma incontrolable. Al mismo tiempo, y aprovechando la aglomeración, llevó su otra mano hasta mi pecho y empezó a acariciarme las tetas, estrujándolas entre sus manos por encima de la camisa. Noté perfectamente cómo los pezones se me ponían de punta, duros como piedras. En ese momento, y por primera vez, escuché la voz del hombre que estaba situado a mi espalda. Muy bajito, casi susurrando, me preguntó:

- ¿A que te gusta lo que te estoy haciendo?. El placer que estaba experimentando, y que sustituía lentamente a los nervios, me impedía hablar, así que me limité a mover la cabeza afirmativamente. Sentía una cierta flojera en las piernas, y de pronto empecé a temblar al mismo tiempo que explotaba en un orgasmo fortísimo, que me sacudió hasta lo más profundo de mi ser. Yo me había masturbado en más de una ocasión, pero nunca me había corrido con esa fuerza. El hombre siguió acariciándome con suavidad hasta que terminé de correrme; después me soltó y volví a escuchar su voz susurrándome:

- Estamos llegando a tu parada. Arréglate un poco antes de bajar.

Con las manos temblorosas e incapaz de pensar en nada, me recompuse la falda como buenamente pude y a continua-ción me volví. Al hacerlo sentí sobre el vientre la presión de su sexo. Levanté el rostro y finalmente pude verle la cara. ¡Era el padre de Gloria, una compañera de clase!. Tendría unos cuarenta años, era bastante corpulento y sonreía abiertamente. Recordé que en más de una ocasión le había comentado a Gloria que su padre estaba muy "potable".

No sé qué me impulsó a hacerlo. Quizás fue un gesto de agradecimiento mal entendido, pero la cuestión es que bajé una mano lentamente, y metiéndola entre nuestros cuerpos con disimulo, le acaricié durante unos segundos el tremendo paquete que aún tensaba su pantalón. Finalmente, le dí un suave apretón como despedida, mientras lo miraba a los ojos y le dedicaba una leve sonrisa. El hombre se inclinó hacia mí y me besó en los labios. Fue un beso muy rápido y muy leve, casi un roce, pero también era el primero que recibía y me hizo estremecer entera.

Autora: NOVATA

Continuará.........

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