Las dos ancianas
Título original: Two Old Women Traducción: Javier Alfaya
1." edición: enero 1996
I," reimpresión: marzo 1996
2," reimpresión: mayo 1996
O 1993 by Velma Wallis O Ediciones B, S.A., 1996
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
Publicado originalmente por Epicenter Press, Seattle, Washington.
Printed in Spain ISBN: 84-406-6171-1 Depósito legal: B. 21.616-1996
Impreso por PURESA, S.A. Oirona, 139 - 08203 Sabadell
Dlbujpn interiores: Robert Anglada
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o procedimiento, comprendidos en tipografía y el tratamiento informático,
así como la distribución mediante alquiler o préstamo públicos.
LAS DOS ANCIANAS
\felma Wallis
AGRADECIMIENTOS
La mayoría de los artistas pueden decir que si no fuera por ciertas personas
no habrían conseguido el éxito. En este caso, tanto por el relato como por
mí misma, la lista es larga y variada.
En primer lugar querría dar las gracias a mi madre, Mae Wallis. Sin ella
este relato no existiría y jamás hubiera sentido el deseo de ser una
narradora. No olvido tampoco las muchas noches que ella dedicó a contarnos
historias.
Quisiera dar las gracias a las personas que durante estos años creyeron en
este relato, y que lo resucitaron cuando parecía condenado a perderse en el
olvido: Barry Wallis, Marti Ann Wallis, Patricia Stanley y Carroll Hodge. A
Judy Erick de Venetie por su total disponibilidad para ayudarme con las
traducciones del gwich'in y a Annette Seimens por haberme dejado usar su
ordenador.
Por último, quiero dar las gracias a Marilyn Savage por su generosidad y
constante estímulo. Gracias a los editores Kent Sturgis y Lael Morgan por
compartir nuestra visión. Y gracias a Virginia Sims por encargarse de que el
relato conservara su identidad después de pasar por edición.
Mashi Choo a todos por compartir este humilde relato.
VELMA
Antes. Mi abuelo y todos los ancianos de aquel entonces trabajaban hasta que
ya no podían moverse o morían. Mamá se sentía orgullosa de no aceptar las
limitaciones de la vejez y de que aún pudiera recoger la leña para el
invierno a pesar de que el trabajo exigía un gran esfuerzo físico, algunas
veces llevado hasta el límite. Durante nuestras conversaciones, mamá recordó
esta historia en particular porque tenía relación con lo que pensábamos y
sentíamos en aquel momento.
Más tarde, en nuestra cabaña de invierno, escribí lo que ella me había
contado. Me impresionó no sólo porque me enseñó una lección que podía serme
útil en la vida, sino también porque trataba de mi gente y de mi pasado,
algo a lo que podía aferrarme y llamar mío. Los cuentos son regalos de una
persona mayor a otra joven. Por desgracia, este regalo no es algo que se dé
o se reciba con frecuencia hoy en día porque muchos de nuestros jóvenes
están demasiado ocupados con la televisión y el ritmo frenético de la vida
moderna. Quizá en el futuro algunos de la generación actual que sean lo
suficientemente sensibles como para haber prestado oídos a la sabiduría de
sus mayores conservarán estas historias tradicionales en su memoria. A lo
mejor, la generación del mañana añorará relatos como éste que les ayuden a
comprender mejor su pasado y su gente, y espero que también a sí mismos.
A veces ocurre que las historias sobre una
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cultura, contadas por alguien ajeno a ella, se malinterpretan. Eso es muy
grave, porque una vez impresos, algunos relatos con fácilmente aceptados
como reales, pero pueden no serlo.
Este cuento de las dos ancianas se remonta a un tiempo lejano, muy anterior
a la llegada de la cultura occidental, y se ha transmitido de generación en
generación, de una persona a otra, hasta llegar a mi madre y luego a mí.
Aunque he recurrido a mi imaginación para recrearla, ésta es de hecho la
historia que me contaron y lo esencial de ella permanece de la misma forma
en que mi madre quiso transmitírmela.
La historia me enseñó que no debemos poner límites a nuestra propia
capacidad, y mucho menos por motivo de la edad, para realizar en la vida
nuestro cometido. Dentro de cada individuo, en este mundo inmenso y
complejo, late un increíble potencial de grandeza. Sin embargo raramente
esos dones ocultos cobran vida, a no ser por un azar del destino.
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LAS DOS ANCIANAS
1.. Las víctimas del hambre y el frío
El aire se extendía, silencioso y frío, sobre la vasta tierra. Las ramas de
los altos abetos colgaban cargadas de nieve, esperando los lejanos vientos
de primavera. Los sauces escarchados parecían estremecerse bajo el influjo
del aire gélido.
A lo lejos, en aquella tierra de aspecto sombrío, grupos de gente cubierta
con pieles y cueros de animales se acurrucaban en torno a pequeñas hogueras.
Sus rostros curtidos reflejaban la desesperación ante la perspectiva del
hambre, y el futuro no auguraba días mejores.
Estos nómadas eran el Pueblo de la región ártica de Alaska, en perpetuo
movimiento, siempre en busca de comida. Adondequiera que fueran los caribúes
y otros animales migratorios, ellos los seguían. Pero el intenso frío
invernal traía también otros problemas. El alce, su fuente predilecta de
sustento, se guarecía en su refugio del duro frío, sin moverse, y resultaba
difícil encontrarlo. Animales más pequeños y accesibles, como los conejos y
las ardillas, no propor-
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cionaban comida suficiente. Durante las épocas de frío, incluso los pequeños
animales desaparecían, bien escondidos en sus guaridas, o bien diezmados por
los predadores, ya fueran hombres o animales. Así que durante esa helada
severa e inusual de finales de otoño, la tierra parecía desprovista de vida
y el frío se cernía como una amenaza.
Con las heladas, la caza exigía más energía que durante otras estaciones.
Así pues, los cazadores eran los primeros a la hora de repartir la comida,
pues el Pueblo dependía de su pericia. Sin embargo, eran tantos los que
necesitaban alimentarse que la comida no tardaba en desaparecer, y a pesar
de sus esfuerzos, muchas mujeres y niños sufrían de desnutrición, y algunos
morirían de hambre.
En este grupo en particular había dos ancianas a las que el Pueblo cuidaba
desde hacía muchos años. La mayor se llamaba Ch'idzigyaak, pues cuando nació
sus padres le vieron cierto parecido con un pájaro carbonero. La otra
anciana se llamaba Sa', que significa «estrella», porque su madre miraba el
cielo nocturno de otoño, concentrada en las lejanas estrellas, para
distraerse de los dolores del parto. Cuando el grupo llegaba a un nuevo
lugar de acampada, el jefe mandaba a los jóvenes que construyeran refugios
para las dos ancianas y que las abastecieran de leña y agua. Las mujeres más
jóvenes arrastraban de un campamento a otro las pertenencias de las mayores
y, a su vez, ellas curtían
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las pieles de los animales para quienes las ayudaban. Este acuerdo daba muy
buenos resultados. Sin embargo, las dos ancianas compartían un defecto de
carácter nada corriente en personas de aquella época. Se quejaban
constantemente de achaques y padecimientos, y llevaban bastones para
demostrar sus dolencias. Sorprendentemente, eso no parecía molestar a los
demás, a pesar de que todos habían aprendido desde pequeños que los
habitantes de una patria tan inclemente no podían tolerar esa debilidad.
Pero nadie se lo reprochaba y las mujeres seguían viajando con los más
fuertes. Hasta que llegó un fatídico día.
- No era el frío lo único que lleenaba el aire aquel día en que el
Pueblo se reunió en torno a las hogueras, vacilantes y escasas, para
escuchar al jefe. Era un hombre que sacaba casi una cabeza a los demás y,
envuelto en el cuello de piel de su parka, habló de los duros y fríos días
que vendrían y de lo que cada cual tendría que hacer si querían sobrevivir
al invierno. Luego, en voz alta y nítida, anunció de repente:
- -El consejo y yo hemos tomado uuna decisión. -Hizo una pausa, como
si buscara fuerzas para proseguir-: Tenemos que abandonar a las ancianas.
- Sus ojos recorrieron rápidamentte el grupo a la espera de una
reacción. Pero el hambre y el frío habían hecho estragos, y el Pueblo no
pareció conmoverse. Muchos lo esperaban, y algunos creían que era lo mejor.
En aquellos días,
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abandonar a los viejos en tiempos de hambruna era frecuente, aunque ésa era
la primera vez que ellos lo hacían. La desolación de la tierra primitiva
parecía exigirlo, ya que, para poder sobrevivir, la gente se veía forzada a
imitar algunas de las costumbres de los animales. Al igual que los lobos más
jóvenes y diestros se deshacen de un viejo líder de la manada, esa gente
abandonaba a sus ancianas para poder viajar más rápidamente sin una carga
adicional.
La mayor, Ch'idzigyaak, tenía una hija y un nieto en el grupo. El jefe los
buscó entre la multitud y comprobó que ellos tampoco habían reaccionado.
Tranquilizado al ver que su desagradable declaración no había provocado
ningún incidente, el jefe ordenó a todos que recogieran de inmediato sus
posesiones. Sin embargo, aquel hombre valeroso, su líder, no fue capaz de
mirar a las dos ancianas, porque ya no se sentía tan fuerte. El jefe sabía
que el Pueblo, que había cuidado a las dos ancianas, no pondría objeciones.
La dureza de aquellos tiempos anulaba de tal modo a los hombres que una
palabra dicha a la ligera, o una cosa mal hecha, desataba la ira entre ellos
y empeoraba la situación. Así que los miembros débiles y derrotados
guardaron el asombro para sus adentros, temerosos de la crueldad y la
brutalidad que el pánico podía desatar entre esa gente que luchaba por la
supervivencia. Sin embargo, a lo largo de los muchos años que las mujeres
llevaban con el grupo, el jefe les había tomado afecto. Ahora quería irse
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- tan pronto como fuera posible, antes de que las dos ancianas le
miraran y le hicieran sentir peor que nunca en su vida.
- Las dos mujeres siguieron sentaadas, viejas y diminutas, ante la
hoguera, con las barbillas orgullosamente erguidas para ocultar su
sobresalto. De jóvenes habían visto abandonar a los muy ancianos pero nunca
se habían imaginado que les tocara semejante destino. Miraban fijamente a lo
lejos, aturdidas, como si no hubieran oído que su jefe las condenaba a una
muerte cierta, abandonadas a su suerte en una tierra que sólo respetaba la
fuerza y en la cual, ellas, ancianas y débiles, no tenían ninguna
posibilidad de vencer. La noticia las dejó sin habla, sin capacidad de
reacción y sin posibilidad de defenderse. De las dos, sólo Ch'idzigyaak
tenía familia: una hija, Ozhii Nelii, y un nieto, Shruh Zhuu. Esperaba que
su hija protestase; pero como ésta no lo hizo, se quedó más hundida que
nunca. Ni siquiera su propia hija intentaba protegerla. A su lado, Sa'
también estaba aturdida. La cabeza le daba vueltas, quería gritar pero
ningún sonido salía de su garganta. Se sentía como si viviera una espantosa
pesadilla en la que no podía moverse ni hablar.
- Mientras el grupo se alejaba caaminando pesadamente, la hija de
Ch'idzigyaak se acercó a su madre llevando un haz de babiche, unas gruesas
tiras de piel de arce que servían para fines diversos. La vergüenza y el
dolor la obligaron a bajar la cabeza, porque su madre rehusó
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mirarla. Ch'idzigyaak siguió mirando, impávida, hacia delante. Ozhii Nelii
estaba muy angustiada. Temía que si defendía a su madre, el Pueblo decidiera
abandonarles a ella y a su hijo o, peor aún, que hicieran algo más terrible
a causa de su estado de inanición. No se atrevió a correr un riesgo tan
grande. Con estos terribles pensamientos y con la mirada triste, Ozhii Nelii
imploró en silencio perdón y comprensión mientras posaba suavemente el
babiche delante de su madre, imperturbable. Luego dio la vuelta lentamente y
se alejó con el corazón encogido, segura de que la había perdido.
El nieto, Shruh Zhuu, estaba aturdido ante aquella crueldad. Era un chico
extraño. Mientras los otros muchachos hacían alarde de su virilidad en
competiciones de caza y lucha, él prefería ayudar a su madre y a las dos
ancianas buscando provisiones. Su comportamiento resultaba ajeno a la
estructura de organización del grupo, que cada generación aprendía de la
anterior. Era costumbre que las mujeres se hicieran cargo de las tareas más
pesadas, como arrastrar los toboganes cargados, y realizar las faenas más
laboriosas, mientras los hombres se dedicaban a la caza para asegurar la
supervivencia del grupo. Nadie se quejaba; así había sido siempre y así
seguiría siendo.
Shruh Zhuu sentía mucho respeto por las mujeres. Veía cómo eran tratadas y
no estaba de acuerdo. Y aunque se lo habían explicado una y otra vez, nunca
entendió por qué los hombres no
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ayudaban a las mujeres. Pero sabía por experiencia que no debía discutir las
reglas, porque sería una irreverencia. Cuando era más joven, Shruh Zhuu no
temía expresar sus opiniones sobre este tema: la juventud y la inocencia le
protegían. Más adelante aprendió que ese comportamiento provocaba castigos.
Supo qué era el dolor del castigo del silencio cuando incluso su madre se
negó a hablarle durante días. Así que Shruh Zhuu comprendió que pensar
ciertas cosas provocaba menos dolor que decirlas.
Aunque creía que abandonar a dos ancianas desamparadas era el peor acto que
el Pueblo podía llevar a cabo, Shruh Zhuu luchaba consigo mismo. Su madre
vio cómo la furia asomaba a sus ojos y adivinó que estaba a punto de
protestar. Se le acercó rápidamente y le susurró al oído con insistencia que
no lo hiciera, que los hombres estaban lo bastante desesperados como para
cometer cualquier crueldad. Shruh Zhuu observó las caras sombrías de los
hombres, así que se mordió la lengua aunque en su corazón siguió latiendo la
rebeldía.
Por aquel entonces, a los jóvenes se les enseñaba a cuidar bien sus armas, a
veces mejor que de sus seres queridos, porque de ellas dependería su
subsistencia cuando fueran hombres. Si un joven no utilizaba sus armas como
era debido, o las empleaba para un fin distinto al acostumbrado, era
castigado con dureza. A medida que crecían, los muchachos aprendían
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el poder de sus armas y el significado que tenían, no sólo para su propia
supervivencia sino para la de todos.
Shruh Zhuu dejó a un lado todo lo aprendido y renunció a su propia
seguridad. Sacó del cinturón su hacha, fabricada con afilados huesos de
animales atados firmemente con babiche duro, y la colocó sigilosamente en
una rama espesa en lo alto de un tupido abeto joven, oculta a los ojos del
Pueblo.
Mientras la madre de Shruh Zhuu hacía un fardo con sus pertenencias, él se
giró hacia su abuela. Ella parecía no mirarle, pero Shruh Zhuu,
cerciorándose de que nadie le miraba, señaló con el dedo su cinturón vacío y
luego el abeto. Una vez más, dirigió a su abuela una mirada desesperanzada,
se volvió con pesar y se fue caminando hacia los otros, deseando con todas
sus fuerzas hacer algo para que terminara aquel día de pesadilla.
El grupo de gente hambrienta se alejó poco a poco, abandonando a las dos
mujeres, que permanecieron sentadas con la misma expresión de aturdimiento,
sobre una pila de ramas de abeto. La pequeña hoguera reflejaba un suave
resplandor anaranjado en sus rostros curtidos. Pasó mucho rato antes de que
el frío sacara a Ch'idzigyaak de su estupor. Había visto el gesto desvalido
de su hija pero creía que su única hija hubiera debido defenderla aún a
costa de su propia vida. El corazón de la anciana se ablandó al pensar en su
nieto. ¿Cómo iba a al-
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bergar rencor hacia un ser tan joven y cariñoso? Los otros merecían su ira,
¡sobre todo su hija! ¿No le había enseñado a ser fuerte? Lágrimas ardientes,
incontrolables, corrieron por su rostro.
Justo entonces, Sa' levantó la cabeza y vio las lágrimas de su amiga. Su
corazón se llenó de ira. ¿Cómo se habían atrevido? Las mejillas le ardían
por la humillación. ¡Ninguna de las dos estaba cerca de la muerte! ¿No
habían cosido y curtido a cambio de lo que recibían? No tenían que cargarlas
de un campamento a otro. No estaban desamparadas ni indefensas; sin embargo,
las habían condenado a muerte. Su amiga había visto pasar ochenta veranos;
ella, setenta y cinco. Los viejos a quienes había visto abandonar cuando era
joven estaban tan cerca de la muerte que algunos se habían quedado ciegos y
no podían ni andar. Pero allí estaba ella. Aún caminaba, veía, hablaba, y
aun así... ¡bah! Los jóvenes de hoy buscaban el camino más fácil para
escapar de las dificultades. Mientras el aire frío apagaba el fuego, Sa'
cobraba vida con un fuego interior más fuerte, como si su espíritu hubiera
absorbido la energía de las brasas, ahora resplandecientes, de la hoguera.
Se acercó al árbol y recuperó el hacha mientras, con una suave sonrisa,
pensaba en el nieto de su amiga. Con un suspiro se acercó a su compañera,
que aún no se había movido, y miró el cielo azul. Para sus ojos
experimentados, el azul en esa época de invierno significaba frío; y a
medida que la no-
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che se acercara el frío sería más intenso. Con expresión preocupada, Sa' se
puso de rodillas junto a su amiga y le habló con voz suave pero firme:
-Amiga mía. -Hizo una pausa con la esperannza de que acudiera en su ayuda la
fuerza que no sentía-. Podemos quedarnos aquí sentadas esperando la muerte.
No tendremos que esperar mucho... -Su amiga levantó la vista con los ojos
llenos de pánico y Sa' añadió de inmediato-: El momento de abandonar este
mundo no ha llegado para nosotras todavía. Pero moriremos si permanecemos
aquí sentadas esperando. Eso demostraría que ellos tenían razón al creernos
indefensas.
Ch'idzigyaak escuchó aterrorizada. Al ver que su amiga se resignaba
peligrosamente a ese destino impuesto, Sa' la instó con más energía:
-¡Sí, en cierto modo nos han condenado a mmuerte! Creen que somos demasiado
viejas e inútiles. ¡Se olvidan de que también nosotras hemos ganado el
derecho a vivir! Así que, amiga mía, vamos a morir luchando, no sentadas.
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2. «MORIREMOS LUCHANDO
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Ch'idzigyaak había permanecido sentada y quieta, como si intentara poner en
orden su mente confusa. Una pequeña chispa de esperanza se encendió en la
oscuridad en la que se hallaba inmersa al escuchar las-enérgicas palabras de
su amiga. Sintió que el frío mordía sus mejillas empapadas por las lágrimas,
y escuchó el silencio que el Pueblo había dejado tras su marcha. Sabía que
lo que su amiga decía era verdad, que en esa tierra apacible y fría les
esperaba una muerte segura si no hacían nada para evitarlo. Por fin, con más
desesperación que determinación, se hizo eco de las palabras de Sa'.
-Vamos a morir luchando.
Su amiga la ayudó a levantarse de las ramas húmedas. Recogieron pequeñas
ramas para hacer una hoguera y añadieron trozos de hongos, que crecían
grandes en los álamos caídos, para que el fuego se mantuviera vivo.
Revisaron las otras hogueras con el fin de salvar cualquier rescoldo que
encontrasen. Por aquel entonces,
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cuando los grupos migratorios recogían sus pertenencias para trasladarse,
conservaban los carbones calientes en sacos hechos de piel de alce o
cortezas de abedul endurecidas y llenas de cenizas en las que los rescoldos
seguían vivos.
Mientras la noche se acercaba, las mujeres cortaron finas tiras del haz de
babiche e hicieron lazos corredizos del tamaño de la cabeza de un conejo.
Luego, a pesar del cansancio, consiguieron construir unas trampas para
conejos que dejaron preparadas de inmediato. La luna pendía grande y
anaranjada sobre el horizonte mientras caminaban con dificultad por la
nieve, que les llegaba hasta las rodillas, buscando en la penumbra alguna
señal que indicara la presencia de conejos. Eran difíciles de ver y los
pocos conejos que quedaban no salían con el frío, pero encontraron algunos
de sus senderos habituales perfectamente trazados y cubiertos por una sólida
capa de hielo bajo los árboles y sauces curvados. Ch'idzigyaak ató uno de
los lazos corredizos a una gruesa rama de sauce, lo colocó en medio de uno
de los senderos y levantó pequeñas vallas de ramas de sauce y abeto a cada
lado del lazo para conducir al conejo hacia la trampa. Pusieron unas cuantas
trampas más, aunque no tenían muchas esperanzas de capturar ningún conejo.
Al volver hacia el campamento, Sa' oyó que algo saltaba ágilmente por la
corteza de un árbol. Se quedó quieta e indicó a su amiga que hiciera lo
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mismo. Las dos mujeres aguzaron el oído para poder escuchar de nuevo aquel
sonido en el silencio de la noche. En lo alto de un árbol, no muy lejos,
perfilada por la luz plateada de la luna, vieron a una atrevida ardilla. Sa'
acercó muy despacio la mano al cinturón para coger el hacha. Con los ojos
fijos en la ardilla y movimientos pausados, apuntó el hacha hacia aquella
diana que significaba su supervivencia. La cabecita del animal se irguió
instantáneamente, y cuando Sa' movió la mano para lanzar el hacha, la
ardilla se precipitó hacia la copa del árbol. Sa' lo había previsto y,
apuntando un poco más alto, segó la vida del animal con calculada destreza y
un dominio de la caza que no había empleado en muchas estaciones.
Ch'idzigyaak dejó escapar un largo suspiro de alivio; la luz de la luna
brillaba en el rostro sonriente de la mujer.
-Lo he hecho muchas veces, pero nunca penssé que lo volvería a repetir -dijo
con voz orgullosa, aunque trémula.
Una vez en el campamento, las mujeres hirvieron la carne de la ardilla en
aguanieve y bebieron el caldo. Guardaron la poca carne que sobraba para
comerla más tarde, pues ésa podría ser su última comida. El Pueblo se había
llevado los pocos alimentos que quedaban, así que hacía mucho que no habían
comido. Ahora comprendían por qué no habían recibido ni una porción del
preciado sustento. ¿Para qué malgastarlo con dos viejas que iban a morir?
Trataron de espantar aquellos pensamientos, mien-
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tras llenaban sus estómagos con el caldo caliente, de ardilla y se
acomodaban en su tienda para pasar la noche. El refugio estaba formado por
dos pieles grandes de caribú enrolladas en torno a tres palos largos
colocados en forma más o menos triangular. Dentro, se amontonaban espesas
pilas de ramas de abeto cubiertas con mantas hechas de pieles. Las mujeres
eran conscientes de que, aunque les habían abandonado a su suerte, el Pueblo
había hecho una buena acción al dejarles conservar todas sus pertenencias.
Sospechaban que había sido el jefe el responsable de aquel pequeño acto
caritativo. Otros miembros del grupo, menos nobles, habrían decidido
robarles todo lo que poseían, puesto que iban a morir y no iban a necesitar
nada, salvo las pieles que las cubrían y servían de abrigo. Con aquellos
confusos pensamientos rondándoles la cabeza, las dos frágiles ancianas se
adormilaron.
La luz de la luna resplandecía sobre el silencio de la tierra helada,
interrumpido tan sólo por lejanos susurros y, de vez en cuando, el aullido
melancólico de un lobo. El cansancio y las pesadillas turbaban el sueño de
las mujeres que se agitaban nerviosas, y de vez en cuando dejaban escapar un
gemido. Entonces, cuando la luna se hundía en el horizonte, por el oeste, un
grito resonó en algún lugar. Las dos mujeres se despertaron a la vez, con la
esperanza de que aquel espantoso lamento formara parte de su pesadilla. El
gemido se oyó de nuevo. Esta vez
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las mujeres reconocieron el grito; procedía de un animal que había caído en
su trampa. Sintieron un gran alivio. Ante el temor de que otros predadores
pudieran llegar antes que ellas, se vistieron rápidamente y corrieron hacia
las trampas. Se encontraron con un pequeño conejo tembloroso que yacía
parcialmente estrangulado y las miraba con angustia. Sin vacilar, Sa' se
acercó al animal, colocó una mano en su cuello, lo palpó buscando el latido
de su corazón y apretó hasta que el animal dejó de forcejear y se quedó
quieto. Una vez que Sa' hubo colocado la trampa de nuevo, regresaron al
campamento. Ante ellas se abría un resquicio de esperanza.
La mañana llegó, pero no trajo la luz a esa lejana tierra del norte.
Ch'idzigyaak fue la primera en despertarse. Poco a poco, añadiendo leña,
consiguió que una llama prendiera el fuego. Durante la noche, con el fuego
apagado, el frío había acumulado la escarcha en las paredes de piel de
caribú. Ch'idzigyaak suspiró con aburrida exasperación. Salió fuera, donde
la gran aurora boreal aún titilaba en lo alto, y millones de estrellas
parpadeaban. Ch'idzigyaak se quedó inmóvil un instante, contemplando
aquellas maravillas. Ese cielo nocturno jamás había dejado de sobrecogerla y
llenarla de admiración.
Ch'idzigyaak retomó su tarea. Tiró de los bordes superiores de las pieles de
caribú, las extendió sobre la tierra, y las limpió de la escarcha
cristalizada. Después colocó las pieles de nuevo
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y volvió adentro para avivar la hoguera. Pronto la humedad goteó por la
pared de piel pero se secó enseguida. Ch'idzigyaak se estremeció al imaginar
la escarcha derritiéndose sobre ellas cuando hiciera más frío. ¿Cómo se las
habían arreglado antes? ¡Ah, sí...! Los jóvenes estaban siempre alimentando
la hoguera que ardía en el refugio de sus mayores para que no se apagara.
¡Cuánta consideración entonces! ¿Cómo sobrevivirían ahora? Ch'idzigyaak
suspiró profundamente. Intentó alejar esos sombríos pensamientos y se
concentró en el cuidado de la hoguera, sin despertar a su compañera, todavía
dormida. El refugio se fue calentando a medida que el fuego crepitaba. La
leña seca despedía pequeñas chispas y el chisporroteo despertó poco a poco a
Sa', que permaneció echada de espaldas mucho rato antes de percatarse de los
movimientos de su amiga. Giró con lentitud el cuello dolorido, esbozando una
sonrisa, que la mirada acongojada de Ch'idzigyaak truncó. Con una mueca de
dolor, Sa' se incorporó con cuidado apoyándose en un codo, y se esforzó por
mantener una expresión alentadora.
-Creía que lo de ayer era un sueño hasta qque he visto tu fuego.
Ch'idzigyaak consiguió esbozar una leve sonrisa para levantar el ánimo de su
amiga, pero siguió absorta, con los ojos fijos en la hoguera.
-No puedo hacer otra cosa que seguir sentaada y preocuparme -dijo después de
un largo silencio-. Me asusta lo que está por venir.
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¡No! ¡No digas nada! -Sa' quiso hablar pero Ch'idzigyaak la interrumpió con
un gesto-. Ya sé que confías en que sobreviviremos. Eres más joven. -No pudo
sino reírse con amargura de su comentario, ya que justo el día anterior las
habían juzgado demasiado viejas para seguir viviendo con los jóvenes-. Ha
pasado mucho tiempo desde que me valía por mí misma. Y luego siempre había
alguien que me cuidaba; y ahora... -Un ronco suspiro ahogó sus palabras
mientras, para su vergüenza, las lágrimas empezaban a correr por su rostro.
Su amiga la dejó llorar. Cuando las lágrimas cesaron, se limpió la cara y
rió-. Perdóname, amiga mía, soy mayor que tú y, sin embargo, lloro como un
bebé.
-Somos como bebés -respondió Sa'. La mujerr mayor levantó la vista,
sorprendida ante esa afirmación-. Somos como unos bebés desvalidos. -La
sonrisa se heló en sus labios cuando en el rostro de su amiga se dibujó una
expresión ligeramente ofendida ante el comentario; pero antes de que
Ch'idzigyaak pudiera interpretarlo mal, Sa' prosiguió-: Hemos aprendido
mucho durante nuestras largas vidas. Sin embargo, hemos llegado a la vejez
convencidas de que ya hemos hecho todo lo que teníamos que hacer. Así que
nos hemos detenido sin más, aunque nuestros cuerpos están aún lo bastante
fuertes como para responder a nuestras exigencias.
Ch'idzigyaak permaneció sentada, escuchando, atenta, la repentina revelación
de su amiga, y
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la explicación de por qué los jóvenes habían decidido que sería mejor
abandonarlas:
-Dos viejas. Se quejan. Nunca están satisffechas. Hablamos de la falta de
comida, y de lo buenos que fueron los viejos tiempos cuando en realidad no
es cierto. Ahora, después de pasar tantos años convenciendo a los jóvenes de
que estamos indefensas, han llegado a creer que ya no somos de ninguna
utilidad en este mundo. -Al ver que las lágrimas arrasaban los ojos de su
amiga al escuchar aquellas implacables palabras, Sa' continuó con la voz
cargada de sentimiento-. ¡Vamos a demostrarles que no es cierto! ¡Al Pueblo!
¡A la muerte! -Al tiempo que subrayaba sus palabras con un enérgico
movimiento de cabeza, añadió-: Sí, a esa muerte que nos espera dispuesta a
atraparnos en cuanto mostremos el más mínimo indicio de debilidad. Temo más
a esa muerte que a cualquier penalidad por la que tengamos que pasar. ¡Si
hemos de morir, moriremos luchando!
Ch'idzigyaak miró a su amiga fijamente durante largo rato y comprendió que
tenía razón, que la muerte era segura si no luchaban para sobrevivir.
No estaba convencida de que las dos fueran lo bastante fuertes como para
vencer una prueba tan difícil, pero la pasión en la voz de su amiga la
reconfortó. Así que, en lugar de sentirse triste porque no había nada más
que pudieran decir o hacer, sonrió.
-Creo que ya lo habíamos dicho antes y
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probablemente lo diremos muchas más veces, pero sí, moriremos luchando. -Y
con la sensación de que una fuerza que antes le hubiera parecido imposible
se apoderaba de ella, Sa' respondió a la sonrisa de su amiga y se levantó
para prepararse ante el largo día que las esperaba.
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3. LAS VIEJAS HABILIDADES
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Aquel día las mujeres volvieron atrás en el tiempo y recordaron las
habilidades y conocimientos que les habían enseñado desde su más tierna
infancia.
Comenzaron por hacer raquetas para andar sobre la nieve. Por lo general la
madera del abedul se recogía a finales de primavera y principios de verano,
pero ahora tendrían que arreglárselas con abedules jóvenes. Naturalmente,
carecían de las herramientas necesarias, pero con las que tenían
consiguieron partir las maderas en cuatro varas, que después hirvieron en
grandes vasijas de abedul. Cuando la madera se hubo ablandado, las mujeres
doblaron las varas y ataron los dos extremos. Una vez hecho esto, se
esforzaron en taladrar numerosos agujeros a ambos lados con sus pequeñas
leznas de coser puntiagudas. Fue un trabajo duro pero, a pesar del dolor en
los dedos, las mujeres continuaron hasta que finalizaron la tarea. Antes
habían puesto el babiche a remojo y ahora, ya ablandado, lo cortaron en
finas tiras y lo entretejie-
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ron sobre las raquetas. Mientras el babiche se endurecía con la ayuda del
calor del fuego, las mujeres prepararon las ataduras de piel para las
raquetas.
Al terminar sonrieron, rebosantes de orgullo. Luego, con sus rudimentarias
pero útiles raquetas, caminaron sobre la nieve hasta las trampas para
inspeccionarlas, y su alegría fue aún mayor al encontrar un conejo atrapado
en una de ellas. El hecho de que sólo unos días antes el Pueblo hubiera
intentado infructuosamente cazar conejos en la zona, les hizo sentir una fe
casi supersticiosa en su buena suerte. Volvieron al campamento contentas por
lo que habían conseguido.
Aquella noche las ancianas hicieron planes. Estuvieron de acuerdo en que no
podían quedarse en el campamento de otoño, donde habían sido abandonadas, ya
que no había animales suficientes para sobrevivir durante el largo invierno.
También temían ser descubiertas por algún enemigo. Otros grupos nómadas
viajaban, incluso en el duro invierno, y las mujeres no querían exponerse a
un peligro como ése. Incluso empezaban a temer a su propia gente porque ya
no confiaban en ellos. Así que decidieron marcharse ante el miedo de que la
gente cometiera actos atroces para sobrevivir al duro invierno; recordaban
historias prohibidas, transmitidas de generación en generación, sobre
aquellos que se habían convertido en caníbales para no morir. Sentadas en el
refugio,
48
pensaban dónde podían ir. De repente Ch'idzigyaak exclamó:
-¡Conozco un sitio!
-¿Dónde? -preguntó Sa', excitada.
-¿Recuerdas el lugar donde pescábamos hacee mucho tiempo? Aquel arroyo donde
había tantos peces que tuvimos que buscar escondrijos especiales para que se
secasen.
La mujer más joven buscó en su memoria durante un momento y un vago recuerdo
del lugar le vino a la mente.
-Sí, ya lo recuerdo. Pero ¿por qué nunca vvolvimos? -preguntó.
Ch'idzigyaak se encogió de hombros. Tampoco ella lo sabía:
-A lo mejor el Pueblo olvidó que existía --aventuró.
Fuera cual fuera la razón, las dos mujeres decidieron que era un buen lugar
a donde ir y, puesto que estaba muy lejos, debían emprender el viaje
enseguida. Las dos deseaban alejarse lo antes posible de aquel lugar lleno
de malos recuerdos.
A la mañana siguiente recogieron sus pertenencias. Las pieles de caribú
tenían muchos usos, y aquel día sirvieron como trineos de tiro. Quitaron las
dos pieles de su marco de madera y las extendieron sobre la nieve con el
pelaje hacia abajo. Colocaron ordenadamente sus posesiones encima de las
pieles y con largas tiras de babiche las ataron con fuerza. Delante de cada
trineo sujetaron unas largas cuerdas de cuero de
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piel de alce trenzadas y se las ataron alrededor de la cintura. Con las
pieles de caribú que se deslizaban con suavidad, y con las raquetas que
facilitaban el trayecto, las mujeres emprendieron el largo viaje.
La temperatura había bajado y el aire frío les quemaba los ojos. Una y otra
vez tenían que calentarse el rostro con las manos desnudas, y enjugarse
continuamente las lágrimas de los ojos irritados. Pero las pieles que las
cubrían mantuvieron sus cuerpos calientes a pesar del intenso frío.
Las mujeres caminaron hasta muy entrada la noche. Aunque no avanzaron mucho,
estaban exhaustas y se sentían como si hubieran estado caminando una
eternidad. Decidieron acampar, así que cavaron profundas fosas en la nieve y
las llenaron con ramas de abeto. Luego encendieron una pequeña hoguera,
volvieron a hervir la carne de ardilla y bebieron el caldo. Estaban tan
agotadas que se quedaron dormidas enseguida. Esa noche ni gimotearon ni se
movieron, sino que durmieron silenciosa y profundamente.
La mañana llegó y las dos mujeres se despertaron al intenso frío bajo la
bóveda estrellada del cielo. Pero cuando intentaron salir de las fosas, sus
cuerpos se negaron a moverse. Se miraron mutuamente a los ojos y
comprendieron que habían forzado sus cuerpos más allá de lo que les permitía
su resistencia. Por fin, la más joven y decidida, Sa', consiguió salir. Pero
el dolor era tan intenso que soltó un profundo
50
quejido. Ch'idzigyaak, segura de que le iba a pasar lo mismo, se quedó
quieta un rato, intentando reunir el valor suficiente para aguantar el
dolor. Al fin, dolorosa y lentamente, también ella salió de la fosa de
nieve, y las dos se pusieron a caminar renqueando por el campamento para
aflojar los miembros rígidos. Después de masticar la carne de ardilla que
quedaba, emprendieron de nuevo su viaje, arrastrando despacio los cargados
trineos.
Siempre recordarían aquel día como el más largo y el más duro de su nueva
vida. Caminaban a duras penas, aturdidas, desplomándose a menudo en la nieve
por el agotamiento y la avanzada edad. A pesar de todo siguieron adelante,
casi desesperadas, conscientes de que cada paso les acercaba más a su meta.
La lejana luz del sol que aparecía momentáneamente cada día se asomó
vagamente entre la niebla helada que flotaba en el aire. De vez en cuando se
vislumbraban retazos de cielo azul, pero la mayor parte del tiempo lo único
que veían las mujeres era su propio aliento glacial arremolinándose frente a
ellas. Debían evitar que sus pulmones se helaran, así que procuraban limitar
sus esfuerzos, y si eso no era posible se cubrían la cara para protegerse
del aire frío. Eso les causaba otras molestias irritantes como la escarcha
acumulada donde las protecciones rozaban sus caras. Sin embargo, las mujeres
hacían caso omiso de esas incomodidades, poca cosa en comparación con el
dolor de los miem-
51
bros, la rigidez de las articulaciones y los pies hinchados. A veces hasta
sus pesados trineos parecían cumplir un propósito al evitar que las ancianas
cayeran de bruces mientras los arrastraban con las cuerdas atadas al pecho.
A medida que las pocas horas de luz huían, sus ojos se adaptaban a la
oscuridad que empezaba a envolverlas. Pero sabían que la noche aún no había
llegado y debían seguir caminando. Cuando fue la hora de acampar, las
mujeres se hallaban junto a un gran lago. Al ver el contorno de los árboles
en la orilla creyeron más sensato hacer su campamento en el bosque. Pero
estaban tan agotadas que no fueron capaces de seguir. Volvieron a cavar una
profunda fosa en la nieve y después de acomodarse y taparse con las pieles,
se durmieron enseguida. Las pieles y las gruesas vestiduras retenían el
calor de sus cuerpos y las protegían del frío aire. La fosa de nieve era tan
caliente como cualquier refugio sobre el suelo, así que las mujeres
durmieron indiferentes a las bajas temperaturas que obligaban hasta a los
animales más feroces del norte a buscar refugio.
Por la mañana, Sa' fue la primera en despertarse. El descanso y el frío
habían despejado su cabeza considerablemente. Con una mueca asomó la cabeza
por el agujero para echar un vistazo. Vio el perfil de los árboles a lo
largo de la orilla y recordó que no habían podido cruzar al otro extremo del
lago por el cansancio.
Se levantó con cuidado, pues no quería per-
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Lturbar el sueño de su amiga y además cualquier movimiento brusco
inmovilizaría su maltrecho cuerpo. Una sonrisa se dibujó en sus labios al
pensar en que sólo unos días antes ella y su amiga se quejaban enérgica e
insistentemente y en los bastones con que se ayudaban y que habían quedado
olvidados en el campamento el día anterior. Mientras se estiraba
perezosamente en el aire helado, tomó nota en su memoria de todo aquello
para recordárselo a su amiga en el momento oportuno. Se reirían de los años
en que habían utilizado aquellos bastones para caminar puesto que ahora, de
una forma u otra, habían conseguido desplazarse durante kilómetros sin
ellos. Sa' se puso las raquetas y empezó a andar para desentumecer sus
articulaciones doloridas.
Desde la fosa de nieve, Ch'idzigyaak levantó la vista hacia su compañera más
ágil que lentamente daba vueltas alrededor del refugio. Ella todavía se
sentía cansada y desdichada, pero sabía que tenía que hacer lo que pudiera
para mantenerse al lado de Sa' en los momentos duros. Había vivido el tiempo
suficiente como para saber que si ella se rendía, Sa' también lo haría. Así
que intentó moverse, pero el dolor atenazó su cuerpo y la hizo volver a
echarse con un profundo suspiro.
Sa' vio que Ch'idzigyaak tenía dificultades y estiró la mano para ayudarla a
salir de la fosa. Juntas gruñeron esforzándose por moverse. Pronto pudieron
andar de nuevo y se pusieron
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en marcha. Esta vez no se detuvieron hasta llegar a la orilla del lago. Allí
encendieron una hoguera y, después de comer un poco de carne de conejo, que
racionaban celosamente, volvieron a por los trineos y reanudaron el viaje.
Los lagos helados parecían no tener fin. El esfuerzo por cruzar entre los
numerosos abetos, los sotos de sauces y los matorrales de espinos que había
entre un lago y otro agotó tanto a las mujeres que tenían la sensación de
haber recorrido muchos más kilómetros de los que en realidad habían andado.
A pesar de que dieron muchos rodeos para sortear los múltiples obstáculos,
nunca perdieron por completo el sentido de la orientación. A veces, la
fatiga embotaba sus sentidos y perdían momentáneamente el rumbo o se
encontraban dando vueltas en el mismo lugar, pero pronto volvían a encontrar
la senda. En vano esperaron que el arroyo al que se dirigían apareciera ante
ellas de pronto. Hubo momentos incluso en que alguna de las dos creyó haber
llegado a su destino. Pero el frío intenso y los huesos doloridos las traía
bruscamente de vuelta a la realidad.
La cuarta noche, las mujeres dieron, casi por casualidad, con el arroyo. A
su alrededor, todo permanecía envuelto en la plateada luz de la luna. Las
sombras se extendían por debajo de los árboles y sobre el arroyo. Las
mujeres se detuvieron en la orilla unos momentos para descansar mientras
admiraban la belleza de aquella noche singular. Sa' se maravillaba del poder
que
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la tierra ejercía sobre la gente, sobre los animales e incluso sobre los
árboles. Todos dependían de la tierra, y si no se obedecían sus reglas una
muerte rápida e imprevisible se cernía sobre los imprudentes e indignos.
Ch'idzigyaak miró a su amiga al oírla suspirar.
-¿Qué te pasa? -preguntó.
La cara de Sa' esbozó una sonrisa triste.
-No pasa nada, amiga mía. Después de todo,, ya estamos en el buen camino.
Pensaba en lo fácil que resultaba antes para mí vivir de la tierra, pero
ahora parece no quererme. A lo mejor son sólo mis miembros doloridos los que
hacen que me queje.
Ch'idzigyaak se rió.
-Tal vez es porque nuestros cuerpos son deemasiado viejos, o porque no
estamos en forma. Quizás algún día corretearemos nuevamente por esta tierra.
A Sa' le hizo gracia la broma.
Aquellas reflexiones tenían como único objetivo levantar el ánimo. Las
mujeres sabían que su viaje no había terminado y que su lucha por la
supervivencia seguía siendo difícil. Aunque la vejez las había debilitado,
Ch'idzigyaak y Sa' sabían que tendrían que pagar un precio elevado con su
duro trabajo antes de que la tierra les concediera una tregua. Las dos
mujeres bajaron por el arroyo serpenteante hasta llegar a un gran río.
Incluso en la época de mayor frío, la corriente silbante del río erosionaba
el hielo, y hacía peligroso el caminar sobre sus aguas hela-
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das. Las mujeres se dieron cuenta de ello mientras cruzaban lenta y
cuidadosamente el tranquilo río, con los sentidos alerta a cualquier crujido
o a cualquier indicio de vapor que asomara entre las grietas del hielo.
Cuando por fin llegaron al otro lado, estaban mental y físicamente
exhaustas. Con las escasas energías que les quedaban, se dedicaron a la
tarea de construir un nuevo refugio para pasar la noche.
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4. UN VIAJE DOLOROSO
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Las dificultades pasadas en noches anteriores para construir refugios, no
eran nada comparadas con las de aquella noche, porque las mujeres estaban
tan cansadas que apenas podían moverse. Con ciega determinación buscaron,
renqueando, ramas de abeto para las camas y grandes trozos de leña con que
alimentar la hoguera. Finalmente, se acurrucaron juntas y miraron como
hipnotizadas la gran llama anaranjada que habían encendido con las ascuas
transportadas desde su primer campamento. Enseguida, sin darse cuenta, se
deslizaron hacia un sueño profundo. Ni siquiera oyeron a lo lejos el aullido
de un lobo solitario y, antes de que se dieran cuenta, el aire frío de la
mañana reanimó sus sentidos.
Se habían dormido apoyadas la una contra la otra y permanecieron en esa
posición durante toda la noche. Sabían que no les sería fácil levantarse
porque habían permanecido sentadas, dejando caer el peso sobre las piernas.
Se quedaron quietas largo rato. Luego Sa' hizo un es-
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fuerzo para levantarse, pero sus piernas estaban entumecidas. Gruñó y volvió
a probar. Entretanto, Ch'idzigyaak mantenía los ojos cerrados y fingía
dormir. No quería enfrentarse con el día. Sa' hizo acopio de sus fuerzas e
intentó moverse, pero esta vez el dolor no la dejó. De nuevo habían exigido
de sus cuerpos más de lo que podían dar. Sin querer, Sa' soltó un gemido de
dolor y sintió ganas de llorar. Agachó la cabeza, derrotada por el esfuerzo
de todos los días pasados, y el frío la hizo sentir todavía más desanimada.
Pese a sus esfuerzos, su cuerpo se negaba a responder. Estaba demasiado
rígido.
Ch'idzigyaak, aletargada, escuchaba el llanto de su amiga. Se asombraba de
estar allí sentada, oyendo llorar a Sa', sin sentir nada. Quizá su destino
fuera detenerse. Quizá los jóvenes tuvieran razón: ella y Sa' luchaban
contra lo inevitable. Sería más fácil acurrucarse en el calor de sus pieles
y dormir. Así no tendrían que demostrar nada a nadie. A lo mejor ese sueño
profundo que Sa' tanto temía no estaba tan mal, después de todo. Al menos,
pensó Ch'idzigyaak, no sería peor que esto.
Sin embargo, a pesar de la poca voluntad de su amiga, Sa' tenía de sobra
para las dos. Haciendo caso omiso del frío, del dolor en los costados, del
estómago vacío y del entumecimiento de las piernas, luchó por levantarse y
esta vez lo consiguió. Como ya era su costumbre por las mañanas, dio vueltas
por el campamento hasta que sintió que, poco a poco, la
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sangre empezaba a correr por sus venas. El dolor se hizo más agudo, pero Sa'
concentró toda su atención en recoger más leña y en encender la hoguera.
Luego hirvió la cabeza de un conejo para preparar un sabroso caldo.
Ch'idzigyaak seguía con atención lo que pasaba con los párpados
entreabiertos. No quería que su amiga se enterara de que estaba despierta,
porque entonces tendría que moverse y no pensaba hacerlo. Ni ahora ni nunca.
Se quedaría donde estaba, y a lo mejor una muerte rápida la libraría de
aquel sufrimiento. Sin embargo su cuerpo no estaba dispuesto a rendirse del
todo. En lugar de hundirse dulcemente en el olvido, Ch'idzigyaak sintió de
repente la apremiante necesidad de orinar. Trató de ignorarla, pero no pudo
aguantar más y con un fuerte gemido sintió que su vejiga iba cediendo. Presa
del pánico, se levantó de un salto y se dirigió hacia los sauces, lo cual
sobresaltó a su amiga. Cuando Ch'idzigyaak salió de entre los sauces con una
expresión ligeramente culpable, Sa' inclinó la cabeza, asombrada.
-¿Te pasa algo? -preguntó.
Ch'idzigyaak, avergonzada, confesó:
-Me ha sorprendido la rapidez con que he rreaccionado. ¡Creía que no era
capaz de mover ni un dedo!
Sa' pensó en el día que las esperaba.
-Después de comer, debemos ponernos en marrcha, aunque hoy sólo avancemos un
poco. Cada paso nos acerca más a nuestra meta. Aun-
63
que no me siento bien, mi mente domina mi cuerpo, y quiere que sigamos
nuestro camino en vez de quedarnos aquí descansando, que es lo que me
apetece.
Ch'idzigyaak escuchaba mientras comía su trozo de conejo y sorbía el caldo.
Ella también tenía ganas de quedarse allí más tiempo. Lo cierto era que
deseaba desesperadamente quedarse. Pero cuando consiguió apartar aquellos
pensamientos disparatados, se sintió avergonzada y de mala gana accedió a
marcharse.
Sa' se sintió ligeramente decepcionada cuando Ch'idzigyaak aceptó
reemprender el viaje, y se preguntó si en su interior no había deseado que
Ch'idzigyaak se negara a moverse. Pero ya era tarde para arrepentirse. Así
que las dos ancianas sujetaron las cuerdas a sus flacas cinturas y empezaron
a tirar de nuevo. Mientras caminaban procuraban mantenerse alerta ante
cualquier indicio de vida animal, porque apenas les quedaba comida, y la
carne era su fuente principal de energía. Sin ella, su lucha pronto
terminaría. A veces, las mujeres se detenían para estudiar la ruta escogida
y se preguntaban si iban bien encaminadas. Pero el río seguía en una única
dirección desde el arroyo, de modo que las mujeres bordearon la orilla sin
dejar de buscar el riachuelo que las llevaría al lugar que recordaban por la
abundancia de peces que entonces había.
Los días se sucedían monótonamente mientras las mujeres tiraban de sus
trineos sobre la
64
espesa nieve. Al cabo de seis días, Sa', que no apartaba la mirada del
camino, levantó la vista. Al otro lado del río vio la desembocadura del
arroyo.
-Hemos llegado -dijo con voz suave y entreecortada.
Ch'idzigyaak miró a Sa' y luego el arroyo.
-Salvo que estemos en el lado que no es -ccontestó.
Sa' no pudo por menos que sonreír; su amiga siempre veía el lado negativo de
las cosas. Pero se sentía demasiado cansada para mostrarse optimista, así
que suspiró para sus adentros e hizo señas a su amiga para que la siguiera.
Esta vez las dos mujeres no prestaron atención a las grietas ocultas bajo el
hielo. Sin importarles el peligro que corrían, atravesaron el río helado y
continuaron subiendo por el afluente. Caminaron hasta muy entrada la noche.
La luna asomó por entre las copas de los árboles hasta situarse encima de
ellas, e iluminó su camino a lo largo del estrecho riachuelo. Aunque habían
andado más horas que en los días anteriores, seguían adelante. Tenían la
certeza de que el antiguo campamento estaba cerca y querían encontrarlo
aquella misma noche.
Justo cuando Ch'idzigyaak pensaba rogar a su amiga que se detuvieran,
descubrió el lugar del campamento.
-¡Mira ahí! -gritó-. ¡Ahí están las perchaas para los peces que colgamos hace
tanto tiempo!
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Sa' se detuvo y sintió que las fuerzas la abandonaban. Le costó un gran
esfuerzo mantenerse sobre sus piernas temblorosas, porque una vaga sensación
de que había llegado a su casa la invadió de pronto.
Ch'idzigyaak se acercó a su amiga y la rodeó cariñosamente con un brazo. Se
miraron y se sintieron conmovidas por una gran emoción que las hizo
enmudecer. Habían cruzado toda aquella distancia solas. Volvieron a su
memoria los dulces recuerdos de aquel lugar donde habían compartido la
felicidad con amigos y familiares. Ahora, por una mala jugada del destino,
se encontraban allí solas, traicionadas por aquella misma gente. Como las
penurias las habían unido, las dos mujeres habían desarrollado la capacidad
de conocer lo que había en la mente de la otra, y Sa' solía ser la más
sensible.
-Es mejor no pensar en por qué estamos aquuí-dijo-. Debemos levantar nuestro
campamento esta noche. Mañana hablaremos.
Dominando la amarga sensación que le subía por la garganta, Ch'idzigyaak
asintió con decisión. Así, con movimientos lentos y torpes, ascendieron por
la orilla ligeramente empinada y se dirigieron hacia el campamento, donde
encontraron un viejo armazón de tienda que utilizaron como refugio aquella
noche.
Aunque sus ropas las protegían del intenso frío, las pieles de caribú
calentaban más. Las brasas se mantuvieron vivas entre la ceniza durante toda
la noche y conservaron caliente el
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refugio, hasta que el frío de la mañana se abrió paso y las mujeres
empezaron a desperezarse. Sa' fue la primera en levantarse. Esta vez su
cuerpo protestó menos cuando empezó a moverse por el refugio, echando la
leña que habían recogido la noche anterior sobre las brasas vacilantes que
seguían ardiendo en la hoguera. Después de soplar suavemente sobre los
palillos secos, una llama empezó una lenta danza extendiéndose por un haz de
ramas de sauce secas. Pronto el refugio se calentó y brilló resplandeciente.
Aquel día las mujeres trabajaron infatigablemente, sin pensar en sus
maltratadas articulaciones. Sabían que tenían que darse prisa y terminar los
preparativos para enfrentarse a lo más crudo del invierno, pues vendrían
tiempos aún más fríos. Así que pasaron el día apilando nieve alrededor del
refugio, colocaron una larga fila de trampas para conejos, porque aquélla
era una zona rica en sauces, y había indicios claros de que allí habitaban
conejos. Ya era de noche cuando volvieron al campamento. Sa' hirvió las
vísceras del conejo e hicieron un festín con lo que quedaba de comida.
Después, se acomodaron en sus mantas y fijaron la vista en el fuego.
Las dos mujeres no se habían tratado mucho antes de ser abandonadas. Eran
dos vecinas que disfrutaban quejándose y solían conversar sobre asuntos
intrascendentes. Ahora, la vejez y un cruel destino eran todo lo que tenían
en común. Por esa razón, aquella noche, al final del
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duro viaje que habían realizado juntas, no sabían qué decirse y cada una se
ensimismó en sus pensamientos.
Ch'idzigyaak recordó a su hija y a su nieto. Se preguntó si estarían bien.
Sintió dolor al evocar a su hija. Era difícil de creer que su propia carne
se hubiera negado a defenderla. Se estaba dejando llevar por la
autocompasión, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener las lágrimas
que amenazaban con derramarse. Apretó los labios en una línea fina y rígida.
¡No iba a llorar! ¡Era el momento de mostrarse fuerte y olvidar! Pero esa
sola idea le hizo derramar una lágrima enorme. Miró a Sa' y vio que también
estaba absorta en sus pensamientos. Su amiga la desconcertaba. Salvo
contados momentos de debilidad, la mujer sentada a su lado parecía fuerte y
segura de sí misma, como si todo aquello no fuera más que un reto. La
curiosidad sustituyó al dolor y entonces su voz sobresaltó a Sa'.
-Hace mucho tiempo, cuando era una niña, aabandonaron a mi abuela. Ya no
podía andar y apenas veía. Teníamos tanta hambre que la gente casi no se
tenía en pie, y mi madre murmuraba que tenía miedo de que a la gente se le
ocurriera comer carne humana. Nunca había escuchado algo semejante, pero mi
familia contaba historias sobre personas que habían llegado a estar lo
bastante desesperadas como para cometer esas barbaridades. Con el corazón
encogido, me aferraba a la mano de mi madre. Si alguien me miraba a los
ojos, volvía la cabeza de inmediato,
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en el temor de que se fijaran en mí y se les ocurriera comerme. ¡Qué
asustada estaba! También tenía hambre, pero era lo que menos me importaba. A
lo mejor es porque era muy pequeña y me veía rodeada de mi familia. Cuando
empezaron a hablar de dejar a mi abuela, sentí horror. Todavía puedo oír a
mi padre y a mis hermanos discutiendo con los otros hombres, pero cuando mi
padre volvió al refugio, miré su cara y supe lo que iba a ocurrir. Luego
miré a mi abuela. Estaba demasiado ciega y sorda como para enterarse de lo
que pasaba. -Ch'idzigyaak tomó aliento antes de continuar su historia.
»Una vez que la hubieron abrigado bien y colocado las mantas a su alrededor,
creo que empezó a comprender lo que pasaba, porque al marchar del campamento
la oí llorar. -La anciana se estremeció al recordarlo.
»Más tarde, cuando ya era mayor, me enteré de que mi hermano y mi padre
habían vuelto para poner fin a la vida de mi abuela y evitar que sufriera. Y
quemaron el cadáver por si alguien pretendía llenarse la barriga con su
carne. No. sé cómo, pero sobrevivimos a aquel invierno, aunque el único
recuerdo claro que conservo es que no fue un tiempo dichoso. Conservo en la
memoria otras épocas de hambre, pero ninguna tan terrible como aquélla.
Sa" sonrió tristemente, asintiendo a los dolorosos recuerdos de su amiga.
Ella también tenía los suyos.
-De joven era como un muchacho -em-
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pezó-. Estaba siempre con mis hermanos, y de esa forma aprendí muchas cosas.
De vez en' cuando, mi madre intentaba que me sentara a coser, o que
aprendiera lo que necesitaba saber para cuando me hiciera mujer. Pero mi
padre y mis hermanos siempre me rescataban. Les gustaba tal como era. -Los
recuerdos la hicieron sonreír.
»Nuestra familia era diferente a las demás. Mis padres nos dejaban hacer
casi todo lo que queríamos. Teníamos obligaciones como todos, pero una vez
que terminábamos, podíamos irnos de exploración. Nunca jugaba con los otros
niños, sólo con mis hermanos. Me temo que no sabía lo que significaba
hacerse mayor porque lo pasaba demasiado bien. Cuando mi madre me preguntaba
si ya era mujer, no la entendía. Creía que se refería a mi edad, y no a lo
otro. Verano tras verano, me hacía la misma pregunta, y cada vez su
expresión se tornaba más preocupada. Yo no le hacía mucho caso. Pero cuando
ya era tan alta como ella, y sólo un poco más baja que mis hermanos, la
gente empezó a mirarme de forma rara. Chicas más jóvenes que yo ya eran
madres y tenían su hombre. Yo seguía tan libre como una niña. -Sa' se rió
con fuerza porque había comprendido con el tiempo por qué entonces la gente
la miraba tanto.
»Empecé a oír que se reían de mí a mis espaldas y eso me desconcertaba. En
cierto modo, no me importaba lo que la gente pensara, así que seguía
cazando, pescando, explorando y
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haciendo lo que me apetecía. Mi madre intentaba que me quedara en casa y
trabajara, pero yo me rebelaba. Mis hermanos ya tenían mujeres y le dije a
mi madre que ya tenía ayuda suficiente y que me escaparía. Cuando mi madre
acudía a mi padre para que me obligara a obedecer, yo aparecía con un montón
de patos, pescado o cualquier otro tipo de alimento y mi padre decía "Déjala
en paz". El tiempo pasó, y yo ya tenía la edad en que una mujer debe tener
hombre e hijos, y todo el mundo murmuraba sobre mí. No entendía por qué,
pues aunque no hubiera formado una familia, seguía desempeñando mi tarea,
que consistía en abastecerles de comida. Había veces que traía más comida
que los hombres, lo que no parecía, gustarles. Por aquel entonces tuvimos el
peor invierno de nuestra vida. Hacía tanto frío como ahora. -Sa" mostró su
mano, helada.
»Los bebés morían y los hombres empezaron a asustarse porque no encontraban
suficientes animales para comer. Había una mujer vieja en el grupo a la que
nunca había prestado especial atención. El jefe decidió que teníamos que
trasladarnos para buscar más comida. Había rumores de que más lejos
encontraríamos caribús. Esto animó a todos.
»Había que transportar a la anciana. El jefe no quería esa carga, así que
ordenó a los demás que la abandonaran. Nadie discutió su decisión, excepto
yo. Mi madre intentó calmarme, pero yo era joven e impulsiva. Ella intentó
conven-
71
cerme de que era por el bien del grupo. Me pareció una absoluta desconocida,
fría y sin sentimientos, cuando insistió en que no protestara, así que la
rechacé indignada. Estaba confusa y furiosa. Creía que los demás se
comportaban como unos holgazanes y que habían perdido el juicio. Mi
obligación era hacerles entrar en razón. Y siendo como era, defendí a la
mujer de cuya existencia apenas había tenido conocimiento hasta entonces.
Pregunté a los hombres si no eran peores que los lobos que rechazan a los
viejos y a los débiles de la manada.
»El jefe era un hombre cruel. Hasta entonces había tratado de evitarle, pero
aquel día me planté ante él y le solté palabras muy duras a la cara. Podía
ver que su irritación aumentaba por momentos, pero no pude contenerme.
Aunque sabía que al jefe yo no le gustaba, seguí discutiendo, sin dejarle
hablar cuando intentó rebatir mis acusaciones. Él había actuado mal y yo
debía hacérselo ver. Mientras yo continuaba con mis recriminaciones, no me
di cuenta de que el susto iba sacando al grupo de la apatía en que les había
hecho caer el hambre. En el rostro del jefe apareció una mirada terrorífica
y puso su enorme mano sobre mi boca. "Está bien, muchacha extraña", dijo muy
alto, para humillarme. Levanté la barbilla desafiante para que viera que no
le tenía miedo. "Tú te quedarás con la vieja", dijo. Mi madre sofocó un
grito y se me encogió el corazón. Pero no me retracté y le aguanté la mirada
sin parpadear siquiera.
72
»Mi familia estaba profundamente apenada, pero el orgullo y la vergüenza les
impedían protestar. No querían una hija que se opusiera a los poderosos
líderes del grupo. Yo no consideraba a los líderes como hombres fuertes. El
jefe se comportó como si yo no existiera después del incidente, y nadie me
hacía caso salvo mi familia, que me rogó que pidiera perdón al jefe. Sin
embargo, no cedí. Mi orgullo iba en aumento a medida que los otros fingían
no verme, y seguí intercediendo por la vida de la vieja. -Sa' lanzó una
carcajada al recordar su impetuosa juventud.
-¿Qué pasó después? -quiso saber Ch'idzigyyaak.
Sa' hizo una pausa mientras revivía profundamente el dolor de aquellos
recuerdos de antaño. Con voz suave, continuó:
-Una vez que se hubieron marchado, me senttí menos valiente. A pesar de que
no había animales en muchos kilómetros a la redonda, estaba decidida a
demostrar que con voluntad se podía conseguir casi todo. Así que con aquella
mujer, de la cual nunca aprendí el nombre porque estaba demasiado ocupada
intentando sobrevivir como fuera, comí ratones, búhos y cualquier cosa que
se moviera. Yo los mataba y nos los comíamos. La anciana se murió aquel
mismo invierno y entonces me quedé sola. Ni siquiera mi orgullo y habitual
despreocupación podían ayudarme. Hablaba sola constantemente; ¿con quién más
si no? Mi gente pensaría que
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me había vuelto loca si volvían y me encontraban así. Al menos tú y yo nos
tenemos la una a la otra -dijo Sa' a su amiga, que asintió con la cabeza.
»Fue entonces cuando me di cuenta de la importancia de pertenecer a un grupo
grande. El cuerpo necesita alimento pero la mente necesita gente. Cuando por
fin el sol ya calentaba y se extendía sobre la tierra, me puse a explorar el
territorio. Un día mientras caminaba, hablando conmigo misma como de
costumbre, alguien me preguntó:" ¿Con quién estás hablando?" Por un momento
pensé que empezaba a tener alucinaciones. Me paré en seco y me giré
lentamente. Frente a mí había un hombre grande y fuerte con los brazos
cruzados, sonriéndome con descaro. Fui presa de distintas emociones. Estaba
sorprendida, avergonzada y enfadada a la vez. "¡Me has asustado!", dije para
disimular mis verdaderos sentimientos, pero mis mejillas ardían y supe que
no le había engañado porque su sonrisa se hizo más ancha. Me preguntó qué
hacía allí sola y se lo conté. Me inspiraba confianza. Me dijo que lo mismo
le había pasado a él. Sólo que él había sido desterrado porque su
inconsciencia le había llevado a luchar por una mujer destinada a otro.
Estuvimos juntos durante mucho tiempo antes de que viviéramos como hombre y
mujer. Nunca volví a ver a mi familia, y pasaron muchos años antes de que
nos uniéramos al grupo.
»Un día intentó cazar un oso y murió. Qué
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tonto --añadió con mal disimulada admiración, mientras un profundo pesar
cubría su rostro.
Era la primera vez que Ch'idzigyaak veía a su amiga triste, y rompió el
silencio para decir:
-Tuviste más suerte que yo, porque cuando se hizo evidente que no estaba
interesada en elegir a un hombre, me obligaron a vivir con uno que era mucho
mayor que yo. Apenas tuvimos relaciones. Pasaron muchos años antes de que
tuviéramos nuestro primer hijo. Era mayor de lo que yo soy ahora cuando
murió.
Sa' se rió.
-Mi gente habría elegido un hombre para míí también, si hubiera permanecido
con ellos por más tiempo. -Después de un breve silencio continuó-: Y aquí
estamos; ahora sí somos viejas: oímos el crujir de nuestros débiles huesos,
y nos han abandonado a nuestro destino para que nos las arreglemos solas.
Las dos mujeres callaron mientras luchaban para no dejarse llevar por sus
emociones. tumbadas sobre sus camas calientes, oyendo la tierra fría que se
estremecía fuera, reflexionaban sobre las experiencias que habían
compartido. Cuando cayeron vencidas por el sueño, se sentían mejor porque se
conocían más y porque ahora sabían que ambas habían sobrevivido a pruebas
muy duras.
Los días se acortaron a medida que el sol se hundía más y más en el
horizonte. A causa del frío los árboles crujían tan fuertemente que las
mujeres se sobresaltaban. Hasta los sauces se
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partían con un chasquido. Poco a poco las mujeres iban acostumbrándose al
lugar, pero las asaltaban muchas dudas. Temían a los lobos \ salvajes que
aullaban a lo lejos. Otros miedos imaginarios las atormentaban también,
porque tenían mucho tiempo para pensar durante aquellos oscuros días que
discurrían lentamente. Mientras duraba la escasa luz diurna, se | obligaban
a moverse. Pasaban las horas en que | permanecían despiertas recogiendo leña
bajo la espesa nieve. Aunque escaseaba la comida, su mayor preocupación era
procurarse calor, y por las noches se sentaban y charlaban, en un intento
por combatir la soledad y los temores que las acechaban. El Pueblo no estaba
acostumbrado a malgastar el tiempo en charlas ociosas. Cuando hablaban, no
lo hacían para entretenerse, sino para comunicarse. Pero las dos ancianas
hicieron una excepción durante aquellas largas tardes. Conversaban, y un
sentido de respeto mutuo nació entre ellas al conocer las dificultades que
cada una había tenido que superar en el pasado.
Transcurrieron muchos días antes de que las mujeres atraparan más conejos.
Hacía mucho que no tomaban una comida de verdad. Mantenían su energía
hirviendo las ramas de los sauces para fabricar una especie de té de menta
que provocaba acidez en el estómago. Sabiendo lo peligroso que era tomar
alimento sólido después de una dieta semejante, cuando por fin tuvieron su
presa primero hirvieron el conejo
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para hacer un nutritivo caldo que bebieron despacio. Durante un día eso fue
lo único que tomaron y al día siguiente sólo comieron una pata de conejo.
Cada día aumentaban la ración y pronto recuperaron las fuerzas.
Altas pilas de leña rodeaban el refugio como Una barricada, así que pudieron
dedicar más tiempo a buscar comida. Fueron recobrando su anterior habilidad
para la caza, y cada vez se alejaban más del refugio para poner las trampas
y comprobar si había otros animales pequeños para cazar además de conejos.
Una de las lecciones que habían aprendido era la de inspeccionar
regularmente las trampas colocadas. El descuido de esta tarea traía mala
suerte. Así que, a pesar del frío y de sus achaques, diariamente examinaban
las trampas y casi siempre encontraban un conejo como recompensa.
Al caer la noche, una vez que habían cumplido las obligaciones del día, las
mujeres tejían las pieles de conejo para hacer mantas, ropa, manoplas y
bufandas para protegerse la cara. A veces, como algo excepcional, una de
ellas regalaba un gorro o manoplas de piel de conejo a la otra, lo que
siempre provocaba amplias sonrisas.
A medida que pasaban los días, el tiempo iba haciéndose menos riguroso y las
mujeres vivieron momentos de regocijo. ¡Habían sobrevivido al invierno!
Recuperaron fuerzas y se dedicaron con más ahínco a la tarea de recoger
leña, comprobar las trampas y explorar la zona
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en busca de otros animales que no fueran conejos. Aunque ya no se quejaban,
estaban hartas de una dieta basada exclusivamente en carne de conejo y
soñaban con poder saborear otras especies de caza, como urogallos, ardillas
o castores.
Una mañana, al despertarse, Ch'idzigyaak sintió que algo andaba mal. Su
corazón latía con violencia mientras se incorporaba lentamente; temiendo lo
peor, asomó la cabeza fuera del refugio. Al principio, todo parecía
tranquilo. Luego avistó a corta distancia una bandada de perdices que
picoteaban los restos de un árbol caído. Con manos trémulas sacó sin hacer
ruido una tira fina de babiche de su bolsa de costura y salió sigilosamente
de la tienda. Eligió un palo largo de la pila de leña más cercana, hizo un
lazo corredizo en la punta y empezó a gatear hacia la bandada.
Las perdices empezaron a cloquear con nerviosismo al percatarse de su
presencia. Como vio que la bandada estaba a punto de alzar el vuelo,
Ch'idzigyaak se quedó inmóvil unos minutos para que se tranquilizaran.
Estaban bastante cerca de ella, y rogó para que Sa' no se despertara y
hiciera algún ruido que las ahuyentara. Las rodillas le dolían y las manos
le temblaban, pero Ch'idzigyaak empujó poco a poco el palo hacia delante.
Algunas de las perdices volaron con estrépito hacia otro grupo de sauces
cercanos, pero ella no perdió la calma y, muy despacio, empezó a levantar el
palo al ver
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que el resto de la bandada andaba más deprisa. Ch'idzigyaak se concentró en
el ave que tenía a su alcance. Ésta hizo unos pequeños movimientos en
dirección al lazo, dando cabezadas. Cuando las perdices comenzaron a correr
ruidosamente y a levantar el vuelo, Ch'idzigyaak echó el lazo hacia delante
justo hasta rodear el cuello de su presa; entonces dio un tirón con el palo
hacia arriba mientras el animal graznaba y se retorcía, hasta que quedó
colgado sin vida. De pie, con la perdiz muerta en la mano, Ch'idzigyaak se
volvió hacia la tienda y vio el rostro sonriente de su amiga.
Ch'idzigyaak notó que el aire era más templado y, en ese instante, Sa'
comentó suavemente:
-Hace mejor tiempo.
Los ojos de la mujer mayor se agrandaron por la sorpresa.
-Tenía que haberme dado cuenta. Si hubieraa hecho mucho frío me habría
congelado en mi posición de zorro furtivo.
Eso las hizo reír con ganas y regresaron al refugio para preparar la carne
para la nueva temporada que se avecinaba. Después de aquella mañana, los
días fluctuaron entre un frío intenso y temperaturas más altas y con nieve.
El hecho de que sólo consiguieran un ave no las desanimó, porque los días
eran cada vez más largos, templados y luminosos.
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Las rutas que aparecen en este plano las tomé de un mapa de la zona de Yukon
Flats con la ayuda de mi madre. Las rutas de invierno no son históricamente
exactas en su totalidad, pero muestran los lugares a través de los cuales la
gente gwich'in viajó durante muchos años antes de la llegada de la cultura
occidental.
La gente gwich'in utilizaba muchos senderos durante las épocas de invierno y
verano, pero con el paso de los años muchos han sido olvidados o borrados
por la naturaleza, y las generaciones más jóvenes los han sustituido por
otros más cortos.
5. UN LUGAR SEGURO PARA EL PESCADO
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El invierno pasó, y las dos ancianas pudieron dedicar más tiempo a la caza.
Celebraban banquetes con las pequeñas ardillas que saltaban de árbol en
árbol y las bandadas de perdices que parecían estar por todas partes.
Con los días calurosos de primavera llegó el momento de cazar ratas
almizcladas. Las mujeres habían aprendido hacía mucho tiempo la habilidad y
la paciencia necesarias para ello. En primer lugar tenían que confeccionar
redes y trampas especiales. Doblaron una rama de sauce en forma de aro y
ataron con firmeza sus extremos. Entretejieron finas tiras de cuero de alce
dentro de los armazones para formar redes toscas pero resistentes. Luego, un
día de sol, salieron en busca del túnel de las ratas almizcleras.
Después de caminar durante mucho tiempo, llegaron a un conjunto de lagos
donde encontraron rastros de estos animales. Eligieron un lago en el que se
podían distinguir los pequeños terrones negros que constituían sus guaridas
y
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que aún sobresalían sobre el hielo que se derretía. Una vez localizado el
túnel, las dos ancianas señalizaron cada extremo del sendero subterráneo con
un palo. Si el palo se movía significaba que una rata pasaba por el túnel, y
cuando salía* por el extremo opuesto una de las mujeres la atrapaba con su
red y terminaba con su vida dándole un golpe seco en la cabeza. El primer"
día las mujeres cazaron diez piezas, pero quedaron tan extenuadas por la
tensión que suponía tener que doblarse y permanecer a la espera en esa
posición, que la caminata hacia el campamento se les hizo eterna. -
Los días de primavera les dejaban poco tiempo para charlar o reflexionar
sobre el pasado porque estaban demasiado atareadas cazando ratas almizcleras
y algunos castores, y ahumándolos para su conservación. Tenían tanto
quehacer que apenas les quedaba tiempo para comer, y por las noches
enseguida caían profundamente dormidas. Cuando consideraron que habían
cazado bastantes ratas almizcleras y castores, aparejaron sus bártulos y
volvieron al campamento principal.
Sin embargo las mujeres seguían sintiéndose vulnerables. La zona rebosaba de
vida animal y creían que con el tiempo aparecería otra gente. Lo más
probable es que fueran de los suyos, pero desde que habían sido abandonadas
aquel frío día de invierno, se sentían indefensas ante la generación más
joven que había traicionado su confianza para siempre. Ahora, el recelo las
ha-
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bía vuelto precavidas ante lo que podría pasar si alguien las encontraba y
descubría sus cada vez mayores provisiones. Discutieron sobre lo que debían
hacer, y acordaron que sería mejor irse hacia un lugar menos confortable, un
lugar que a nadie le apeteciera explorar, un lugar, por ejemplo, en el que
los grandes enjambres de insectos propios del verano resultaran
insoportables.
A las mujeres no les gustaba la idea de tener que vérselas con los
innumerables mosquitos sedientos de sangre que les esperaban entre los
arbustos y sauces, pero el miedo a los humanos era aún mayor. Así que
recogieron todas sus pertenencias e iniciaron los preparativos para
trasladarse hacia su escondite. De día trabajaban durante- las horas de
mayor calor, cuando los mosquitos parecían esconderse, y al caer la noche se
sentaban al humo de la hoguera para protegerse. Tardaron días en trasladar
el campamento, pero por fin se detuvieron cerca del arroyo y lanzaron una
última mirada, deseosas de que el viento barriera cualquier indicio de su
paso.
Antes del traslado, las mujeres habían arrancado grandes cantidades de
corteza de abedul y ahora se daban cuenta de su error. Aunque tenían la
costumbre de coger trozos de corteza procedentes de árboles muy distanciados
uno del otro, ningún ojo alerta pasaría por alto ese detalle. Pero ya no
había remedio, y con resignación abandonaron el campamento en
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busca de un lugar menos agradable en la espesura.
Las dos ancianas pasaron los últimos días de la primavera tratando de hacer
más habitable su nuevo campamento. Levantaron unos refugios ocultos entre
los sauces, bajo las sombras de los altos abetos, en lo más profundo del
bosque, Después descubrieron un lugar fresco donde cavaron un agujero hondo
que recubrieron con ramas de sauce. Allí guardaron una buena reserva de
carne seca para el verano. También colocaron unas cuantas trampas encima
para ahuyentar a cualquier depredador de fino olfato. Estaban rodeadas de
mosquitos y, mientras trabajaban, utilizaban viejos métodos de protección
para evitar que las acribillaran. Se engancharon borlas de cuero alrededor
de la cara y por toda la ropa para evitar las picaduras de los insectos.
Cuando eso parecía no ser suficiente, las mujeres se embadurnaban con grasa
de rata almizclera para repeler aquella plaga de insectos voladores.
Entretanto, trazaron un sendero escondido hacia el arroyo, donde recogían
agua, y ya a punto de llegar el verano, montaron las trampas de pescar. Una
vez preparadas las trampas, la obtención del pescado no presentaba ningún
problema. Tuvieron que trasladar el campamento más cerca del arroyo para no
retrasarse en las tareas de cortar y secar. Al cabo de los días, un oso
empezó a alimentarse del pescado que las mujeres habían guardado. Eso las
preocupó, pero pronto llegaron a un inusitado acuerdo con el oso:
depositaban las entrañas de los peces lejos del campamento, donde el voraz
animal podía tranquilamente tomarse todo el tiempo que le diera la gana para
saborearlas.
Muy pronto, el sol ya se recortaba, frío y naranja, en el horizonte del
atardecer, y ellas supieron que el verano se terminaba. Para alegría de las
mujeres, por esa misma época era cuando el salmón empezaba a abrirse camino
para remontar el arroyo y depositar las huevas. Por lo tanto, durante un
corto período tuvieron trabajo con la carne rojiza del pescado. El oso
desapareció de la zona, pero las mujeres siguieron depositando las tripas
junto al arroyo, bastante más abajo de su campamento. Si el oso no se las
comía, los inevitables cuervos las devorarían en un santiamén. Las mujeres
comían de manera frugal, y conservaban parte de los intestinos de los peces
por razones diversas. Por ejemplo, los intestinos del salmón se aprovechaban
para guardar agua, y trabajaban la piel para hacer bolsas en las que
almacenaban el pescado seco. Estas tareas las tenían tan ocupadas que se
levantaban a primera hora de la mañana y no se acostaban hasta muy entrada
la noche; de esta forma, casi sin darse cuenta, el breve verano ártico llegó
a su fin y apareció el otoño.
Con el cambio de estación, las mujeres dejaron de pescar y acarrearon sus
bien surtidas provisiones al campamento escondido. Allí se encontraron con
un nuevo problema. Habían
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recogido tanto pescado que no tenían dónde almacenarlo, y con el invierno ya
cerca habría un sinfín de pequeños animales en búsqueda de comida invernal.
Finalmente, fabricaron pequeñas despensas para el pescado, y debajo de ellas
colocaron haces de espinas y maleza para. disuadir a los animales de
aproximarse. Bien fuera porque el método funcionó, o porque tuvieron suerte,
el caso es que los animales no se acercaron a las despensas.
A lo lejos, y por detrás del campamento, había una colina baja que las
mujeres no habían tenido tiempo de explorar. Un día, cuando la caza estival
había terminado, Sa' se preguntó qué sorpresas las aguardarían en la colina
o en sus alrededores. Un día se decidió y, armada con la lanza, el arco y
las flechas que ella y su amiga habían hecho, anunció que iría a hacer un
reconocimiento de la colina. A Ch'idzigyaak no le gustó la idea, pero sabía
que no podía disuadir a su amiga.
-Mantén el fuego encendido y la lanza cercca de ti y estarás a salvo -dijo
Sa', mientras Ch'idzigyaak meneaba la cabeza con aire de reproche.
Para Sa' era un día de ocio. Se sentía ligera por primera vez en muchos años
y, como una niña, se aferraba a esa sensación con avidez. Era un hermoso
día. Las hojas se iban tiñendo de un dorado brillante, el aire era fresco y
limpio y a Sa' casi le entraron ganas de brincar. Desde lejos no parecía una
anciana porque se la veía ágil y
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enérgica. Cuando llegó a la cima, soltó una exclamación de sorpresa. Ante
ella se extendían inmensos macizos de arándanos. Se puso de rodillas y
empezó a coger puñados del pequeño fruto rojo y a llenarse la boca con él.
Mientras devoraba aquel delicioso manjar un movimiento en la maleza cercana
la hizo estremecerse.
Poco a poco se obligó a mirar hacia el lugar de donde venía el ruido,
imaginándose lo peor. Se tranquilizó cuando vio que era un alce macho.
Entonces recordó que en esa época del año un alce macho podía ser el más
peligroso entre los animales de cuatro patas. Por lo general tímido, durante
la época de celo el alce no tiene miedo del hombre ni de nada que se mueva o
se interponga en su camino.
El animal se quedó quieto durante un largo rato. Parecía tan sorprendido e
indeciso ante la pequeña mujer como lo estaba ella ante él. Mientras su
pulso volvía poco a poco a la normalidad, Sa' imaginó el delicioso sabor que
la carne de alce tendría durante el largo invierno que las esperaba. En un
impulso irrefrenable, echó mano a su carcaj para coger una flecha y
colocarla en el arco. El alce enderezó las orejas al oír el movimiento,
luego se dio la vuelta y echó a correr en dirección opuesta, al tiempo que
la flecha caía, inofensiva, en el suelo blando.
Tentando a la suerte, Sa' no se rindió. No podía correr tanto como cuando
era joven, pero renqueando más que corriendo avanzó en persecución del
animal. Un alce siempre es más rá-
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pido que un humano, a menos que haya mucha nieve. Pero en un día sin nieve
como aquél, el alce corría a toda velocidad y aventajaba en un buen trecho a
Sa', quien apenas veía sus enormes cuartos traseros desaparecer detrás de
los arbustos mientras trataba de recuperar el aliento. El alce se detuvo
muchas veces; daba la impresión de estar jugando con Sa', y cada vez que
ella estaba a punto de alcanzarle, echaba a correr de nuevo. Normalmente un
alce se alejaría lo más posible de un depredador, pero ese día el alce no
tenía muchas ganas de correr, ni se sentía amenazado, así que la anciana no
lo perdía | de vista. Era obstinada y no quería darse por vencida, aunque
sabía que no tenía nada que hacer. Al final de la tarde, el alce parecía
cansado del juego mientras la miraba por el rabillo de sus ojos redondos y
oscuros; luego levantó una oreja y comenzó a correr más rápido. Sólo
entonces Sa' admitió su derrota y miró con desaliento el arbusto vacío.
Lentamente emprendió el camino de regreso mientras se repetía a sí misma una
y otra vez: «Si hubiera tenido cuarenta años menos podría haberlo seguido.»
Era ya muy tarde cuando Sa' llego al campamento, donde su amiga permanecía
expectante junto a la hoguera. Cuando Sa', cansada, se dejó caer sobre un
montón de ramas de abeto, Ch'idzigyaak no pudo evitar soltarle:
-Creo que hoy me he echado unos cuantos añños encima por lo preocupada que me
has tenido.
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A pesar del reproche que había en su voz, Ch'idzigyaak se sentía muy
aliviada de que nada malo le hubiera ocurrido a Sa'.
Como sabía que se había portado tontamente, Sa' comprendió lo mal que lo
había pasado su amiga y se sintió avergonzada. Ch'idzigyaak le pasó una taza
con pescado caliente y Sa' lo comió despacio. Cuando hubo recobrado las
fuerzas, Sa' le contó a Ch'idzigyaak lo que había hecho durante el día.
Ch'idzigyaak sonrió al imaginarse a su amiga corriendo tras un alce macho de
largas patas, pero su sonrisa no fue demasiado amplia porque no solía reírse
de los demás. Sa' se sentía agradecida por ello, y al recordar los
arándanos, le contó a su amiga el gran hallazgo y las dos se animaron.
Sa' tardó unos días en recuperarse de su aventura con el alce, así que las
dos ancianas se quedaron sentadas confeccionando grandes cestos con corteza
de abedul. Luego volvieron a la colina y recogieron todos los arándanos que
pudieron. Para entonces el otoño ya había llegado, y por las noches
refrescaba, lo que .hizo recordar a las mujeres que tenían que almacenar
leña para el invierno.
Apilaron la leña en montones altos alrededor de la despensa y el refugio, y
cuando ya no quedaba ni una sola rama en torno al campamento, se adentraron
profundamente en el bosque para recoger más haces de leña, que transportaron
sobre sus espaldas. La tarea se prolongó hasta que empezaron a caer los
primeros copos de
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nieve, y un día al despertarse encontraron la tierra cubierta por un manto
blanco. Ahora que se acercaba el invierno, las mujeres pasaban más tiempo en
su refugio, junto a la cálida hoguera. Sus días transcurrían más tranquilos
porque estaban preparadas.
Las ancianas se adaptaron pronto a la rutina diaria de recoger leña, mirar
las trampas para los conejos y derretir nieve para obtener agua. Por las
tardes se sentaban junto a la hoguera, y se hacían compañía mutuamente.
Durante los meses anteriores habían estado demasiado ocupadas como para
pensar en lo que les había ocurrido, y si aquellos recuerdos cruzaban su
mente, trataban de alejarlos. Pero ahora, que ya no tenían otra cosa que
hacer por las tardes, aquellos \ tristes pensamientos volvían a ellas hasta
que casi dejaron de hablar y únicamente contemplaban, pensativas, la pequeña
hoguera. Era tabú pensar en los que las habían condenado a una muerte
segura, pero aquellos pensamientos traidores no las abandonaban.
La oscuridad se prolongó y la tierra se detuvo y se tornó silenciosa. Les
costó mucho llenar aquellos largos días. Hicieron muchos artículos de piel
de conejo: manoplas, gorros y pasamontañas. Pero a pesar de ello, sentían
que una gran soledad se cernía lentamente sobre ellas.
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6- TRISTEZA Y HAMBRE
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El jefe siguió escudriñando los alrededores con ojos envejecidos por una
profunda tristeza. Su gente se encontraba en un estado desesperado: los ojos
y las mejillas se hundían en los rostros demacrados y sus ropas harapientas
apenas podían protegerles del frío. Muchos de ellos se habían congelado. La
suerte estaba en su contra. En un intento desesperado por encontrar algo de
caza, volvieron al lugar donde habían abandonado a las dos ancianas el
invierno anterior.
Con tristeza, el jefe recordó cómo había luchado contra el impulso de volver
y salvar a las viejas. Pero aceptarlas de nuevo era lo peor que podía hacer.
Entre los jóvenes más ambiciosos ese gesto hubiera sido visto como un acto
de debilidad y, tal como estaban las cosas, no hubiera sido difícil
convencer a los demás de que su jefe no era de confianza. No, él sabía que
un drástico cambio en la jefatura habría hecho más daño que el hambre,
porque cuando un grupo se muere de hambre, una mala política conduce
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al desastre. El jefe recordó aquel momento de horrible debilidad, en que
casi permitió que sus emociones los arrastraran a todos al desastre.
Ahora, una vez más, la gente sufría, y el invierno los encontró al borde de
la desesperación. Después de volver la espalda a las ancianas, el Pueblo
viajó muchas millas hasta que localizó una pequeña manada de caribúes. La
carne les alimentó hasta la primavera, cuando empezaron a coger peces,
patos, ratas almizcleras y castores. Pero cuando empezaban a recuperar la
energía para cazar y secar sus provisiones, la estación veraniega llegó a su
fin y hubo que trasladarse a un lugar donde hubiera carne para el invierno.
El jefe nunca había conocido una temporada tan desafortunada. Mientras
viajaban, la estación otoñal llegó y pasó y, una vez más, el grupo se
encontró casi sin comida. El jefe se sentía abatido, y una sensación de
pánico y de desconfianza en sí mismo lo inundaba. ¿Cuánto tiempo podría
resistir antes de que él también fuera vencido por el hambre y el
agotamiento que minaba sus decisiones? El Pueblo parecía haberse rendido en
su intento por sobrevivir. Ya no prestaban atención a sus discursos y le
miraban con ojos inexpresivos como si sus palabras carecieran de sentido.
Otro asunto que preocupaba al jefe era su decisión de volver al lugar donde
habían abandonado a las dos ancianas. Nadie discutió su decisión cuando los
llevó hasta allí, pero sabía que estaban sorprendidos. Miraban a su
alrededor
100
como si esperaran algo de él, o aguardaran la aparición de las dos mujeres.
El jefe evitó sus miradas para que no se dieran cuenta de que estaba tan
desconcertado como los demás. No había ninguna señal de que alguien hubiera
sido abandonado allí; ni siquiera un hueso que demostrara que las viejas
habían muerto. Aunque un animal hubiera despojado de carne sus huesos,
dejaría algún rastro de la presencia de seres humanos. Pero no había nada,
ni siquiera la tienda donde las dos mujeres se habían refugiado.
Entre ellos había un guía llamado Daagoo. Aunque más joven que las ancianas,
se le consideraba un viejo. En su juventud, Daagoo había sido rastreador,
pero los años le habían restado visión y destreza. Expresó lo que los otros
no se atrevían a reconocer:
-Tal vez se fueron.
Lo dijo en voz baja para que sólo lo oyera el jefe. Pero en el silencio
reinante sus palabras fueron oídas por muchos más y algunos sintieron
renacer la esperanza de volver a ver a las mujeres a las que habían querido.
Después de levantar el campamento, el jefe llamó al guía y a tres de los
cazadores jóvenes más fuertes.
-No sé qué está pasando, pero tengo la sennsación de que no todo es lo que
parece. Quiero que vayáis a los campamentos más próximos y veáis qué podéis
descubrir.
El jefe no dijo nada más sobre sus sospechas, pero sabía que el guía y los
tres cazadores
101
comprenderían, en especial Daagoo, porque había estado a su lado el tiempo
suficiente para adivinar su pensamiento sólo con mirarlo. Daagoo sentía un
gran respeto por el jefe y sabía los remordimientos que tenía por el
abandono de las dos ancianas y el sufrimiento por el que estaba pasando.
Sabía también que el jefe se despreciaba por su debilidad, y que todo ello
se reflejaba en las profundas arrugas de amargura que se dibujaban en su
rostro. El viejo suspiró. Preveía que pronto aquel aborrecerse a sí mismo
haría estragos y no le gustaba la vida de que un buen hombre como aquél se
destrozara de esa forma. Sí, intentaría descubrir lo que había pasado con
las mujeres, aunque fuera un esfuerzo inútil.
Mucho después de que los cuatro hombres hubieran abandonado el campamento-,
el jefe seguía con la mirada fija en la dirección en que se habían ido. No
podía dar una razón concreta de por qué malgastaba unas energías y un tiempo
preciosos en lo que podía ser una misión absurda. Sin embargo, en su
interior latía una extraña sensación de esperanza. ¿Esperanza? ¿De qué? No
lo sabía con certeza. De lo único que estaba seguro era que en tiempos
difíciles el Pueblo debía permanecer unido, y el invierno pasado no había
sido así. Habían cometido una injusticia con ellos mismos y con las mujeres,
y desde entonces el Pueblo sufría en silencio. La única solución sería que
las dos ancianas hubieran sobrevivido, pero las posibilidades eran mí-
102
nimas. ¿Cómo podrían dos seres débiles sobrevivir a las heladas, sin comida
ni fuerzas para cazar? Aun así, no podía renunciar a aquel resquicio de
esperanza que había perdurado a pesar de toda aquella desventura. Encontrar
a las mujeres vivas daría al Pueblo una segunda oportunidad, y eso era lo
que más deseaba.
Los cuatro hombres estaban acostumbrados a recorrer largas distancias. En un
día recorrieron la misma distancia que para las mujeres había supuesto días
enteros de viaje hasta su primer campamento. Cuando llegaron no encontraron
nada salvo un paisaje inabarcable de nieve y árboles. La caminata acabó con
sus ya escasas fuerzas y decidieron pasar allí la noche. Cuando la primera
luz de la mañana despuntó, los hombres se levantaron y se pusieron en marcha
de nuevo.
La luz diurna se desvanecía cuando llegaron al segundo campamento y no
encontraron señal alguna de que hubiese sido habitado en mucho tiempo.
Empezaron entonces a impacientarse. Desde muy niños se les había enseñado a
respetar a sus mayores, pero a veces creían saber más que los viejos. Aunque
no lo expresaron en voz alta, creían estar desperdiciando un tiempo
precioso, que debería ser aprovechado para cazar alces.
-¡Vámonos ya! -dijo uno de los jóvenes; loos otros se pusieron enseguida de
su parte.
Los ojos del guía brillaron con ironía. ¡Qué impacientes eran! Pero Daagoo
no les criticaba por ello, porque él también había sido fogoso en su
juventud. Así que dijo:
103
--Mirad con detenimiento lo que os rodea.
Los jóvenes cazadores le miraron con impaciencia.
-Mirad esos abedules -insistió Daagoo, y llos hombres fijaron la mirada vacía
en los árboles. No vieron nada extraño. Daagoo suspiró y eso llamó la
atención de uno de los jóvenes, que intentó de nuevo descubrir qué era lo
que veía el viejo. Finalmente, sus ojos se agrandaron.
-¡Mirad! -exclamó mientras señalaba un hueeco en el tronco de un abedul.
Entonces observaron que otros árboles, bastante alejados entre sí, habían
sido cuidadosamente pelados; parecía hecho con la intención de que nadie se
diera cuenta.
-A lo mejor fue otro grupo -dijo uno de loos hombres.
-¿Por qué iban a intentar ocultar esas marrcas en los árboles? -preguntó
Daagoo.
El joven se encogió de hombros sin saber qué responder, así que Daagoo les
dio instrucciones.
-Antes de volver, quiero explorar esta zonna. -Sin darles tiempo a que
protestaran, el guía mandó a cada uno en una dirección diferente-. Si veis
algo raro, volved aquí enseguida y os acompañaré para ver qué es.
A pesar del cansancio, los hombres empezaron a buscar, pero con reticencia.
No tenían ninguna confianza en que las dos mujeres vivieron todavía.
Entretanto, Daagoo tomó la dirección que
104
creía habían seguido las dos mujeres. «Si tuviera miedo de que me
encontraran los mismos que me .habían dejado morir, iría en esta dirección»,
murmuró para sí. «No tiene sentido porque se aleja del agua, pero en
invierno no dependen del río. Sí, debieron de ir hacia allá.»
Daagoo caminó un buen trecho entre los sauces y bajo los altos abetos.
Mientras caminaba trabajosamente por la nieve, empezaba a sentirse cansado y
a preguntarse si estaría haciendo lo correcto. ¿Cómo podía creer que las dos
ancianas hubieran sobrevivido cuando ellos, el Pueblo, a duras penas lo
habían logrado? Sobre todo aquellas dos. No hacían más que protestar.
Incluso cuando los niños tenían hambre, las mujeres continuaban quejándose y
criticando. Muchas veces Daagoo había esperado que las hicieran callar, pero
no ocurrió hasta el día en que las cosas se descontrolaron. La convicción de
que la búsqueda era inútil comenzaba a cobrar fuerza en él. Seguramente, las
mujeres se habían perdido y muerto en el camino. O se habían ahogado al
intentar cruzar el río.
Cada nuevo pensamiento le restaba confianza. Luego, de repente, olfateó
algo. En el diáfano aire invernal, un ligero olor a humo llegó hasta él y
desapareció. Daagoo se quedó muy quieto e intentó atrapar el olor de nuevo,
pero no hubo forma. Por un momento se preguntó si no había sido su
imaginación. A lo mejor, una hoguera de verano cercana había dejado un olor
105
persistente en el aire. Resistiéndose a creerlo, el viejo volvió sobre sus
pasos con lentitud hasta que, una vez más, lo percibió. Era un olor apenas
perceptible, pero esta vez Daagoo descartó que proviniera de un fuego
veraniego. No, aquel humo era reciente. Más animado, empezó a caminar,
primero en una dirección y luego en otra, hasta que el humo se hizo más
denso. Convencido de que procedía de una hoguera cercana, una sonrisa
acentuó las arrugas de su rostro. Ya no tenía ninguna duda: las dos mujeres
habían sobrevivido.
Daagoo se apresuró a volver para alcanzar a los jóvenes, que lo esperaban
con la misma impaciencia de antes. Cuando Daagoo los hizo señas instándolos
a que lo siguieran, al principio se resistieron, pero luego acabaron
cediendo de mala gana y se adentraron con el viejo en la oscuridad durante
un largo rato. Por fin, el guía alzó las manos para que se detuvieran.
Levantó la nariz y les dijo que olieran el aire. Los cazadores le
obedecieron pero no notaron nada.
-¿Qué quieres oler? -preguntó uno de elloss.
-Oled -contestó Daagoo.
Así que los hombres olisquearon de nuevo hasta que uno exclamó:
-¡Es humo!
Los otros siguieron husmeando con mayor interés hasta que también sintieron
el olor. Todavía escéptico, uno de los jóvenes le preguntó a Daagoo qué
esperaba encontrar.
106
-Ya veremos -contestó sencillamente mientrras les conducía hacia el humo.
Los ojos del guía se contrajeron en la oscuridad buscando la luz de una
hoguera. No vio más que perfiles de abetos y sauces. Ayudado por el
resplandor de las innumerables estrellas, Daagoo comprobó que la nieve
estaba intacta. Nada se movía, todo estaba silencioso. Sin embargo, aquel
humo indicaba que había un campamento cerca. El viejo rastreador estaba tan
seguro de que las ancianas se hallaban vivas y cerca de allí como de que la
sangre corría por sus venas. Finalmente no pudo refrenar su emoción y
volviéndose a los jóvenes dijo:
-Las ancianas están por aquí.
Los jóvenes sintieron que un estremecimiento les recorría la espalda.
Seguían sin creer que hubieran sobrevivido. Daagoo ahuecó las manos en torno
a la boca, y gritó los nombres de las mujeres en el silencio de la noche
aterciopelada, añadiendo su propio nombre. Luego esperó y escuchó tan sólo
el sonido de sus palabras que se perdían en el silencio.
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7. Una grieta en el silencio
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Ch'idzigyaak y Sa' se acomodaron para pasar la noche. Como siempre, después
de terminar sus tareas cotidianas y cenar, las dos mujeres se sentaron y
charlaron junto al fuego. Ahora hablaban del Pueblo con frecuencia. La
soledad y el tiempo habían aliviado sus recuerdos más amargos, y el odio y
el miedo nacidos de aquella insospechada traición del año anterior parecían
atenuados por las muchas noches transcurridas a solas con sus pensamientos.
Todo les parecía ahora un sueño lejano. Con el estómago lleno, las mujeres,
cómodamente instaladas en su refugio, se sorprendían ahora de cuánto echaban
de menos a su gente. Cuando la conversación se agotó, las ancianas
permanecieron calladas, sumidas en sus pensamientos.
De repente, el silencio se quebró, y las mujeres oyeron que alguien gritaba
sus nombres. Sus miradas se encontraron por encima de la hoguera y
comprendieron que no eran imaginaciones suyas. La voz del hombre sonó más
fuerte y se identificó. Las mujeres conocían al
111
viejo guía, tal vez pudieran fiarse de él. Pero ¿y los otros? Fue
Ch'idzigyaak quien habló primero:
-Aunque no contestemos, seguro que nos enccontrarán.
Sa' se mostró de acuerdo.
-Sí, nos encontrarán. -En su cabeza bullíaan mil ideas.
-¿Qué vamos a hacer? -gimoteó Ch'idzigyaakk, aterrada.
Sa' reflexionó un momento. Luego dijo:
-Debemos decirles que estamos aquí. -Al veer la expresión de pánico en los
ojos de su amiga, Sa' continuó inmediatamente en un tono suave y
tranquilizador-: Debemos mostrarnos valientes y enfrentarnos a ellos. Pero,
amiga mía, hay que estar preparadas para lo peor. -Esperó un momento antes
de añadir-: Incluso la muerte.
Sus palabras no consolaron a Ch'idzigyaak, que estaba más asustada que
nunca. Las dos permanecieron largo tiempo sentadas, intentando reunir el
valor suficiente. Sabían que no podían seguir huyendo. Al fin, Sa' se
levantó sin prisas, salió al aire frío de la noche y gritó roncamente:
-¡Estamos aquí!
Daagoo seguía sentado pacientemente, alerta, mientras los jóvenes le miraban
con aire incrédulo. ¿Y si eran otra gente? ¿Por qué no podían ser enemigos?
Cuando uno de los hombres iba a expresar sus dudas, de las tinieblas surgió
la respuesta de Sa'. Una gran sonrisa iluminó el
112
rostro del viejo guía. ¡Lo sabía! Estaban vivas. De inmediato se dirigieron
al lugar de donde había llegado el sonido. Las voces de las mujeres parecían
cercanas; sin embargo, los hombres tardaron un buen rato en llegar hasta el
campamento.
Por fin el grupo llegó a la luz de la hoguera que ardía fuera del refugio.
Junto a él estaban las dos ancianas, armadas con unas imponentes lanzas
largas y afiladas. Daagoo sonrió, admirado; las viejas parecían dos
guerreros en pie de guerra dispuestos a defenderse.
-No os haremos daño -les aseguró.
Las mujeres lo miraron, desafiantes, durante un instante.
-Creo que vienes en son de paz, pero ¿qué hacéis aquí? -empezó Sa'.
El guía tardó en contestar, porque no sabía cómo explicárselo.
-El jefe me envió a buscaros. Imaginaba quue estabais vivas y ordenó que os
buscáramos.
-¿Por qué? -preguntó Ch'idzigyaak recelosaa.
-No lo sé -dijo simplemente Daagoo. En reaalidad, ni él ni el jefe habían
previsto lo que pasaría una vez que estuvieran frente a las dos mujeres, y
ahora estaba confundido porque era evidente que las ancianas no se fiaban de
ninguno de ellos-. Tendré que volver para comunicarle al jefe que os hemos
encontrado -dijo.
Eso era lo que las dos mujeres suponían, así que Sa' preguntó:
113
-¿Y después qué?
El guía se encogió de hombros.
-No lo sé. Pero ocurra lo que ocurra, el jjefe os protegerá.
-¿Como hizo la última vez? -preguntó con ddureza Ch'idzigyaak.
Daagoo sabía que si quería, él y los otros tres cazadores reducirían sin
ningún esfuerzo a las dos mujeres y se apoderarían de sus armas. Pero sentía
una admiración creciente por ellas al ver que estaban dispuestas a llegar
hasta el final. No eran las mismas que había conocido.
-Os doy mi palabra, -dijo sin inmutarse.
Las mujeres se dieron cuenta de la importancia de aquella promesa y
permanecieron en silencio largo rato.
Sa' se fijó en lo demacrados y agotados que estaban los hombres. Hasta el
guía, que permanecía orgullosamente de pie, parecía desamparado.
-Debéis de estar cansados --dijo en tono ddesganado-. Entrad. -Y los condujo
al interior del refugio amplio y cálido.
Los cuatro hombres entraron en la tienda con cautela, conscientes de que no
eran bien recibidos. Las mujeres hicieron un ademán para que se sentaran en
torno al fuego, y entonces Sa' hurgó entre las pieles de su lecho, junto a
la pared, y extrajo una bolsa de la que sacó un poco de pescado seco para
cada uno de ellos. Mientras comían, los hombres miraban a su alrededor.
Comprobaron que los lechos de las dos an-
114
cianas estaban cubiertos de mantas de pieles de conejo recién
confeccionadas. Aquellas mujeres tenían mejor aspecto que todos ellos. ¿Cómo
podía ser? Una vez que terminaron con el pescado seco Sa' les sirvió caldo
de conejo que bebieron con agradecimiento.
Ch'idzigyaak, desde un rincón, contemplaba con aire torvo a los cazadores,
que se sentían incómodos. Con gran asombro por su parte, los hombres
pudieron constatar que aquellas dos mujeres no sólo habían sobrevivido, sino
que disfrutaban de una salud envidiable, mientras que ellos, los hombres más
fuertes del grupo, estaban desfallecidos por el hambre.
Sa' también observaba a los hombres mientras comían. Aunque intentaban comer
poco a poco, a la luz se podía apreciar la delgadez de sus rostros y se
convenció de que no se habían estado alimentando debidamente. Ch'idzigyaak
también se percató de ello, pero su corazón estaba lleno de resentimiento
por aquella inesperada intrusión y no sentía ni la más mínima lástima.
Cuando los hombres terminaron su comida, Daagoo miró a las mujeres a la
espera de que dijeran algo. Durante un rato nadie rompió el silencio. Por
fin Daagoo dijo:
-El jefe creyó que sobreviviríais, por esoo envió a buscaros.
Ch'idzigyaak soltó un gruñido de cólera, y cuando los hombres se giraron
hacia ella, los miró con desprecio y apartó la vista. No podía creer que
aquella gente tuviera el valor de bus-
115
carias. En opinión de Sa', estaba claro que no venían a nada bueno. Estiró
la mano y dio unos suaves golpes en la de su amiga para tranquilizarla;
luego se volvió a los hombres y dijo simplemente:
-Sí, hemos sobrevivido.
Daagoo no pudo reprimir una sonrisa divertida ante la cólera de
Ch'idzigyaak. Sin embargo, Sa' no parecía albergar tanta desconfianza, así
que evitó la mirada iracunda de Ch'idzigyaak y se dirigió a Sa'.
-Estamos hambrientos y cada vez hace más ffrío. Una vez más no tenemos
suficientes provisiones; la situación es la misma que cuando os abandonamos.
Pero cuando el jefe se entere de que estáis bien, os pedirá que volváis con
el grupo. El jefe y la mayoría del Pueblo piensan igual que yo. Lamentamos
lo que hicimos con vosotras.
Las mujeres permanecieron en silencio durante un largo rato. Por fin Sa'
dijo:
-¿Para que nos volváis a abandonar cuando más os necesitemos?
Daagoo tardó unos minutos en responder. Hubiera preferido que estuviera allí
el jefe para hacerlo; porque éste tenía más experiencia, y sabría cómo
responder a ese tipo de preguntas.
-No puedo aseguraros que no ocurra de nuevvo. En los malos tiempos, algunos
son peores que los lobos, y otros se vuelven cobardes y débiles, como me
pasó a mí cuando os dejamos. -La voz de Daagoo se llenó de emoción al pro-
116
nunciar las últimas palabras, pero se rehizo y continuó-: Una cosa sí os
puedo decir. Si vuelve a ocurrir, os protegeré aún a costa de mi vida, si es
necesario. -Al decir aquello, Daagoo comprendió que gracias a aquellas dos
mujeres, a las que antes había creído indefensas y débiles, él mismo había
recuperado esa fuerza interior que lo había abandonado el invierno anterior.
Ahora, por alguna razón desconocida sabía que jamás se volvería a sentir
viejo y débil ¡Jamás!
Los jóvenes escuchaban en silencio la conversación que tenía lugar entre sus
mayores. Uno de ellos dijo con el tono apasionado de la juventud:
-Yo también os protegeré si alguien intentta haceros daño. -Todos le miraron
sorprendidos. Pero luego sus compañeros también juraron proteger a las dos
mujeres, porque habían sido testigos de una milagrosa supervivencia que
había hecho nacer en ellos un sólido sentimiento de respeto hacia sus
mayores. Las mujeres sintieron que sus corazones se ablandaban con aquellas
palabras, aunque su recelo no había desaparecido. Creían a aquellos hombres,
pero no estaban muy seguras con respecto a los otros.
Las dos ancianas se retiraron para hablar en privado.
-¿Podemos fiarnos de ellos? -preguntó Ch'iidzigyaak.
Sa' esperó un momento antes de contestar, pero luego asintió.
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-¿Y de los otros? ¿Y si encuentran nuestraas provisiones? ¿Es que crees que
podrán contenerse cuando vean nuestra comida? Mira lo hambrientos que están.
El año pasado no tuvieron ningún miramiento y ahora estás dispuesta a
ponerte a su disposición. Amiga mía, me temo que nos quitarán lo que
tenemos, nos guste o no -dijo Ch'idzigyaak.
Sa' ya lo había pensado, pero la cosa no le preocupaba, así que respondió:
-Debemos recordar que sufren. Sí, nos conddenaron sin contemplaciones, pero
les hemos demostrado que estaban equivocados. Si vuelven a hacerlo, ya
sabemos que podemos sobrevivir. Lo hemos comprobado por nosotras mismas.
Ahora debemos dejar de lado nuestro orgullo y recordar que sufren. Si no lo
hacemos por los adultos, hagámoslo por los niños. ¿Te has olvidado de tu
nieto?
Ch'idzigyaak sabía que, como siempre, su amiga tenía razón. No, no podía ser
tan egoísta como para dejar a su nieto morir de hambre cuando ella tenía
toda aquella comida. Los hombres esperaron pacientemente mientras las dos
mujeres susurraban entre sí.
Sa' no. había dejado de hablar, porque sabía que Ch'idzigyaak todavía tenía
miedo de lo que estaba ocurriendo y necesitaba coraje para enfrentarse al
futuro.
-No saben hasta qué punto hemos resuelto nnuestra situación -dijo-. Pero
mañana, a la luz del día, lo verán, y así sabremos si cumplen
118
lo que dicen. Pero recuerda, amiga mía, si vuelven a abandonarnos,
sobreviviremos, y si sus palabras son sinceras nuestro recuerdo perdurará en
sus memorias y les infundirá valor en los momentos difíciles.
Ch'idzigyaak asintió. Por un momento, al fijar la mirada en aquellos
miembros del grupo, sintió renacer los viejos temores y su renovada fuerza
se desvaneció. Miró a su amiga con gran ternura. Sa' siempre tenía las
palabras justas.
En el refugio, aquella noche, las dos mujeres y el guía intercambiaron
historias, mientras los jóvenes escuchaban en un silencio atento y
respetuoso. El viejo les contó lo que había ocurrido después de que las
abandonaran. Habló de los que habían muerto. La mayor parte de ellos eran
niños. Los ojos de las ancianas se llenaron de lágrimas al escucharle,
porque habían querido a algunas de aquellas personas, y los niños se
contaban entre sus preferidos. Las mujeres no podían soportar pensar en lo
mucho que los niños debieron sufrir antes de morir, tan pequeños y de una
forma tan cruel.
Después de que Daagoo terminara su relato, Sa' le contó cómo habían
sobrevivido. Los hombres las escucharon con una mezcla de emociones
dispares. Su historia resultaba increíble, pero su presencia era una prueba
irrefutable de su veracidad. Sa' no se dejó turbar por la expresión de temor
reverente que había en los rostros de los hombres. Siguió contando su
historia y recordando el año lleno de acontecimientos que
119
ella y su amiga habían vivido juntas. Cuando terminó su relato hablándoles
de sus reservas de comida, los ojos de los visitantes se iluminaron.
-Cuando escuchamos por primera vez tu voz,, supimos que podíamos fiarnos de
ti. También supimos que ya que eras capaz de encontrarnos en la noche,
tardarías muy poco en hallar nuestra comida. Por eso te lo cuento. Sabemos
que no vas a hacernos daño -dijo Sa' a Daagoo sin rodeos-. Pero ¿y los
demás? Si han sido capaces de abandonarnos, no tendrán ningún escrúpulo en
robarnos. Decidirán una vez más que somos débiles y viejas y que no
necesitamos nuestras provisiones. No les echo la culpa ahora de que lo que
nos hicieron, porque mi amiga y yo sabemos lo que el hambre puede cambiar a
una persona. Pero hemos trabajado mucho para juntar lo que tenemos y aunque
sabíamos que nos sobraría comida durante el invierno, seguimos almacenando
provisiones. A lo mejor, en el fondo, esperábamos que esto ocurriera. -^-Sa'
hizo una pausa para escoger cuidadosamente sus palabras. Luego añadió-: Lo
compartiremos con los demás pero no deben volverse codiciosos e intentar
robarnos nuestra comida, porque lucharemos hasta la muerte por lo que es
nuestro.
Los hombres permanecieron sentados en silencio, escuchando cómo Sa' exponía
sus condiciones con voz fuerte y apasionada.
-Os quedaréis en el antiguo campamento. Noo queremos ver a nadie más que a
ti -Sa' se
120
inclinó hacia Daagoo- y al jefe. Os daremos comida y esperamos que el Pueblo
coma con moderación en previsión de los malos tiempos que están por venir.
Es todo lo que podemos hacer por vosotros.
El guía asintió y dijo con voz serena: -Haré llegar este mensaje al jefe.
Una vez dicho todo lo que tenían que decir, las ancianas invitaron a los
hombres a dormir en un lado del refugio. Por primera vez en mucho tiempo se
sintieron tranquilas. Durante aquellos largos meses habían temido por su
futuro, pero aquella noche se desvanecieron las pesadillas de lobos y otras
alimañas y durmieron plácidamente. Ya no estaban solas.
121
8. Un nuevo comienzo
123
Al día siguiente, antes de que los hombres se marcharan, las mujeres
hicieron grandes fardos de pescado seco, suficiente para reponer las
energías del Pueblo para viajar. Entretanto, el jefe esperaba ansioso. Temía
que les hubiera ocurrido algo a sus hombres, aunque mantenía la esperanza
viva. Cuando volvieron los exploradores, el jefe reunió rápidamente al
consejo para escuchar lo que tenían que decirles.
El guía contó a una muchedumbre atónita lo que habían descubierto. Cuando
terminó su relato, añadió que las mujeres no se fiaban de ellos y que no
deseaban verles. Daagoo enumeró las condiciones que habían impuesto. Al cabo
de unos minutos de silencio, el jefe declaró:
--Respetaremos sus deseos. Quien no esté dde acuerdo tendrá que pelear
conmigo.
-Los jóvenes y yo te apoyaremos -dijo Daaggoo enseguida. Los miembros del
consejo que habían propuesto abandonar a las ancianas se sentían
profundamente avergonzados. Por fin uno de ellos habló:
127
-Nos equivocamos al abandonarlas. Lo han ddemostrado. Las compensaremos con
nuestro respeto. |
Después de que el jefe informara de la decisión tomada, el Pueblo se mostró
de acuerdo en | aceptar las condiciones impuestas por las dos mujeres. Una
vez que se hubieron recuperado gracias al nutritivo pescado seco, los
miembros del grupo comenzaron a aparejar los bártulos, porque tenían muchas
ganas de ver a las ancianas. En aquellos momentos difíciles, su
supervivencia les llenó a todos de esperanza y de un temor casi reverencial.
La hija de Ch'idzigyaak, Ozhii Nelii, lloró al escuchar las noticias, pues
creía que su madre había muerto. Pero a pesar del gran alivio que sintió
sabía que su madre no la perdonaría nunca. Shruh Zhuu estaba tan contento
que en cuanto se enteró empaquetó de inmediato sus cosas y se dispuso a
marcharse.
El grupo tardó bastante en llegar al campamento donde las cortezas de los
abedules habían sido arrancadas. El jefe y Daagoo se adelantaron para
encontrarse con las mujeres, y cuando entraron en el campamento el jefe tuvo
que refrenarse para no abrazarlas. Las mujeres le miraron con desconfianza,
así que se sentaron para parlamentar. Las mujeres le dijeron lo que
esperaban del Pueblo. Él respondió que obedecerían sus deseos.
-Te daremos comida suficiente para el Puebblo y cuando se acabe te volveremos
a dar. Te la proporcionaremos en pequeñas porcio-
128
nes -le dijo Sa' al jefe, que asintió casi con humildad.
El grupo tardó otro día en llegar al nuevo campamento, deshacer los bártulos
y levantar las tiendas. Luego, el jefe y sus hombres llegaron con fardos de
pescado y ropa hecha de piel de conejo. Daagoo, al ver el extenso surtido de
prendas de piel de conejo, había insinuado audazmente a las dos ancianas que
las vestiduras del grupo estaban en muy mal estado. Las mujeres sabían que
no tendrían tiempo de usar todas las manoplas, pasamontañas, mantas y
camisetas que habían confeccionado en su tiempo de ocio, de modo que se
sintieron obligadas a compartirlas con quienes las necesitaban. Una vez que
los miembros del grupo hubieron montado su nuevo campamento, y con los
estómagos ya satisfechos, mostraron más curiosidad hacia las dos ancianas,
pero les estaba prohibido acercarse a ellas.
Los días de frío fueron muchos y el Pueblo racionó cuidadosamente la comida
de las ancianas. Un día los cazadores mataron un alce grande y lo llevaron
arrastrándolo a lo largo de muchas millas hasta el campamento. A su llegada
todos celebraron su buena suerte.
Durante ese tiempo, el jefe y el guía se turnaban en sus visitas diarias a
las mujeres. Cuando se hizo evidente que las ancianas también sentían
curiosidad por verlos, el jefe pidió permiso para que otros pudieran
visitarlas. Ch'idzigyaak respondió enseguida que no, porque era la más or-
129
gullosa de las dos. Pero cuando después lo hablaron entre ellas, tuvieron
que admitir que tenían ganas de recibir más visitas, especialmente
Ch'idzigyaak, que echaba mucho de menos a su familia. Cuando el jefe llegó
al día siguiente, las mujeres le comunicaron su decisión y pronto empezaron
a entrevistarse con más gente. Al principio se mostraban tímidas e
inseguras, pero al cabo de un tiempo charlaban con mayor confianza y pronto
se pudieron oír risas y alegres conversaciones en el refugio. Cada vez que
tenían visitantes, las mujeres recibían presentes de carne de alce y pieles
de animales que aceptaban complacidas.
Las relaciones entre el Pueblo y las dos mujeres fueron mejorando. Unas y
otros aprendieron que en las dificultades se había manifestado una parte de
sí mismos que no conocían. El Pueblo se creía fuerte, y sin embargo se había
mostrado débil, mientras que las ancianas, a las que consideraban indefensas
e inútiles, habían demostrado su fortaleza. Ahora, entre ellos, existía un
mudo entendimiento y el Pueblo acudía a las dos mujeres en busca de consejo
y conocimientos nuevos. Ahora comprendían que los años y la experiencia las
habían hecho poseedoras de una gran sabiduría, y que tenían mucho que
aprender de ellas.
Las visitas iban y venían diariamente en el campamento de las mujeres. Mucho
tiempo después de que se marcharan, Ch'idzigyaak permanecía de pie,
siguiéndolas con la mirada.
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Sa' la observaba y sentía pena por su amiga. Sabía que Ch'idzigyaak esperaba
ver a su hija y a su nieto, pero no venían. Ch'idzigyaak albergaba el
secreto temor en su corazón de que les hubiera ocurrido algo malo y de que
el Pueblo no quisiera decírselo; sin embargo no se atrevía a preguntar.
Un día, mientras Ch'idzigyaak recogía leña, una suave voz juvenil detrás de
ella dijo:
-He venido a buscar mi hacha.
Ch'idzigyaak se quedó quieta y, al volverse, la leña se le cayó de los
brazos sin darse cuenta. Se miraron fijamente, casi como si fuera un sueño y
no pudieran creer lo que estaban viendo. Con los rostros bañados en
lágrimas, Ch'idzigyaak y su nieto se miraron llenos de felicidad sin
atreverse a pronunciar palabra. Sin más vacilaciones, Ch'idzigyaak abrazó al
muchacho que tanto quería.
Sa' miraba sonriente aquel feliz encuentro. El joven levantó la vista para
mirar a Sa' y se acercó para abrazarla también. Sa' sintió que su corazón se
llenaba de amor y orgullo por aquel joven.
Sin embargo, Ch'idzigyaak seguía preguntándose por su hija. A pesar de todo
lo que había ocurrido, sentía deseos de ver a la que llevaba su misma
sangre. Como era observadora, Sa' sabía que ése era el motivo por el que su
amiga se sentía triste a pesar de su buena suerte. Varios días después de la
visita del nieto, Sa' tomó de la mano a su amiga.
131
-Vendrá -dijo simplemente, y Ch'idzigyaak asintió, aunque no estaba del todo
segura.
El invierno llegaba casi a su fin. Entre los dos campamentos se había
trazado un sendero muy transitado. El Pueblo quería estar cada vez más
tiempo con las ancianas, sobre todo los niños, que pasaban muchas horas
riendo y jugando en el campamento mientras las ancianas permanecían sentadas
junto a su refugio y los miraban. Se sentían agradecidas por haber
sobrevivido para poder presenciar aquello. Cada día era para ellas un motivo
de alegría.
El nieto iba todos los días. Ayudaba a sus abuelas en sus tareas cotidianas,
como antes, y escuchaba sus historias. Un día, la mujer mayor no pudo
aguantar más y por fin reunió el valor suficiente para preguntar:
-¿Dónde está mi hija? ¿Por qué no viene?
El joven contestó con sinceridad:
-Está avergonzada, abuela. Cree que la odiias desde el día en que te dio la
espalda. Ha llorado todos los días desde que nos fuimos -dijo el joven
mientras la rodeaba con sus brazos-. Me preocupa porque el dolor la está
consumiendo.
Ch'idzigyaak permanecía sentada escuchando y su corazón voló hacia su hija.
Sí, había estado furiosa contra ella. ¿Qué madre no lo hubiera estado?
Durante aquellos años había preparado a su hija para que fuera fuerte y
luego descubrió que sus enseñanzas no habían servido para nada. Aun así,
pensaba Ch'idzigyaak para
132
sus adentros, no se la podía culpar sólo a ella. La verdad es que todos
habían participado y su hija había tenido miedo. Había temido por las vidas
de su hijo y de su madre. Así de sencillo. Ch'idzigyaak reconocía también
que su hija había tenido el valor de dejar una bolsa de babiche a las
ancianas. Dejar una cosa de tanto valor con dos viejas que se creía iban a
morir hubiera sido considerado un estúpido despilfarro. Sí, podía perdonar a
su hija. Incluso podía darle las gracias, porque, pensó, si no hubiera sido
por el babiche, probablemente no habrían sobrevivido. Ch'idzigyaak salió de
su ensimismamiento cuando se dio cuenta de que su nieto esperaba una
respuesta. Le rodeó los hombros con el brazo, le dio unos cuantos golpes
suaves y le dijo:
-Dile a mi hija que no la odio, nieto.
Una expresión de alivio se dibujó en el rostro del muchacho, porque había
pasado meses sintiéndose triste por su madre y por su abuela. Ya casi todo
estaba igual que antes. Sin perder tiempo, el muchacho abrazó efusivamente a
su abuela y salió a toda prisa del refugio hacia su
casa.
Llegó al campamento sin aliento. Irrumpió donde estaba su madre y emocionado
dijo entre jadeos:
-¡Madre! ¡La abuela quiere verte! ¡Me dijoo que no te guarda rencor!
Ozhii Nelii quedó asombrada. No lo esperaba y, por un momento, sintió que
las piernas
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le flojeaban de tal modo que tuvo que sentarse. Su cuerpo temblaba y miró de
nuevo a su hijo.
-¿Es eso cierto? -preguntó.
-Sí -replicó Shruh Zhuu, y su madre se dioo cuenta de que decía la verdad.
Al principio tenía miedo de ir, porque se seguía sintiendo culpable. Pero
ante la tierna insistencia de su hijo, Ozhii Nelii reunió el coraje
suficiente para dar el largo paseo hasta el campamento de su madre,
acompañada de su hijo. Cuando llegaron, las dos ancianas estaban de pie
junto al refugio, hablando. Sa' fue la primera en verla, y Ch'idzigyaak se
giró para ver por qué se había callado su amiga. Cuando vio a su hija, su
boca se abrió pero no le salieron las palabras, y las dos mujeres
permanecieron inmóviles, mirándose hasta que Ch'idzigyaak se acercó a Ozhii
Nelii y, entre sollozos, la abrazó con fuerza. Todo lo que las había
mantenido separadas se desvaneció en aquel gesto.
Sa', rodeando con los brazos a Shruh Zhuu, miraba con ojos llenos de
lágrimas cómo madre e hija reencontraban un amor que creían perdido para
siempre. Luego Ch'idzigyaak se dio la vuelta, entró en la tienda y salió con
un pequeño bulto que colocó entre las manos de su hija. Ozhii Nelii vio que
era babiche. No lo entendió hasta que Ch'idzigyaak se inclinó y le susurró
algo al oído. Por un momento, el rostro de Ozhii Nelii reflejó sorpresa,
pero luego también ella sonrió. De nuevo las mujeres se abrazaron.
Después de que todos estuvieran reunidos,
134
el jefe dio a las dos ancianas cargos honoríficos en el grupo. Al principio
todos se mostraban muy solícitos y acudían en su ayuda en todo momento, pero
las mujeres no precisaban de ellos, porque disfrutaban de su recién
descubierta independencia. Así que el Pueblo mostró el respeto debido hacia
ellas escuchando sus sabias palabras. Vinieron más inviernos crudos, porque
en las tierras heladas del norte no puede ser de otra forma. Pero el Pueblo
mantuvo su promesa. Nunca volvieron a abandonar a un anciano. Habían
aprendido la lección que les habían enseñado aquellas dos mujeres a las que
llegaron a amar y cuidar hasta que murieron muy mayores y felices.
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EPÍLOGO DEL EDITOR
137
Durante muchos años oí contar la leyenda de las dos ancianas en casi todas
las aldeas athabaskans del río Yukon, pero no la tuve muy en cuenta hasta
que el conmovedor manuscrito de Velma Wallis dio vida al relato.
Con demasiada frecuencia, el contacto con la naturaleza se contempla como
algo romántico, pero en Las dos ancianas, Wallis lo describe tal como es.
Por muy diestros que sean un cazador o un pescador, la subsistencia está
sujeta al azar, y el más mínimo capricho de los elementos naturales (que no
se produzca el desove de los salmones, una helada temprana que mate a toda
una generación de pájaros migratorios, o grandes nevadas que diezmen la
población de alces) puede significar la muerte.
Wallis y aquellos cuyas experiencias la autora relata lo vivieron en carne
propia, y su cuerpo fue testigo de estos sufrimientos.
Nacida en 1960 en una familia de trece hijos, Wallis recibió una educación
tradicional en la aldea athabaskan de Fort Yukon, en la confluen-
137
cía de los ríos Yukon y Porcupine, a unos doscientos kilómetros al nordeste
de Fairbanks y sólo unos pocos kilómetros al norte del Círculo Ártico.
Durante un período muy duro similar al que se describe en Las dos ancianas,
la abuela de Wallis, que tenía entonces trece años, logró sobrevivir a una
hambruna en la zona más ribereña de Circle City, en la que perdió a su madre
y a varios hermanos, y a otros muchos de su grupo que también vivían de la
tierra. La abuela y una tía de Wallis huyeron de la zona. Con muchas
dificultades consiguieron llegar hasta los Yukon Flats, asentamiento de un
campamento de pesca estacional de los athabaskans, donde las adoptó un
chamán.
Wallis también tenía trece años cuando murió su padre y dejó la escuela para
ayudar a su madre en el cuidado de sus cinco hermanos pequeños. Fue una dura
experiencia que fortaleció el vínculo entre Wallis y su madre, una mujer que
habla gwich'in.
Una vez que sus hermanos se independizaron, Wallis aprobó un examen estatal
de enseñanza secundaria. Luego decidió aislarse en una cabaña de caza a unos
veinte kilómetros de Fort Yukon. Su experiencia de contacto con la
naturaleza era escasa, pero consiguió sobrevivir el primer invierno
prácticamente sola, y durante los casi doce años en los que vivió de manera
intermitente en la cabaña se hizo una experta en ese modo de vida y aprendió
a subsistir con lo que producía la tierra.
138
Al mismo tiempo, Wallis consiguió mantener un pie en el siglo XX, yendo de
vez en cuando a Fort Yukon para escribir el primer borrador de Las dos
ancianas con la ayuda de un ordenador prestado.
Envió su manuscrito a Epicenter Press en
1989. La editorial, que apenas llevaba un año en funcionamiento, no disponía
de fondos para publicar ese libro, pero estaba convencida de que debía
publicarse. Así que, sin consultar a Wallis, visité varias organizaciones
encargadas de patrocinar iniciativas autóctonas, capaces de proporcionar un
préstamo o una subvención para el proyecto. Todas ellas rechazaron la idea.
Wallis era una desconocida y sin ningún respaldo entre los nativos. Además
era mujer, y los que decidían eran hombres. El problema era que la historia
era demasiado realista en su descripción de la política implacable del
hambre.
«Da una mala imagen de la gente athabaskan», afirmó sin rodeos un líder
nativo. El proyecto languideció. Expliqué la situación a Wallis y lo
comprendió. Había experimentado la misma reacción con algunos athabaskans en
Fort Yukon. «A veces me siento como Solmon Rushdie: decididamente
impopular», dijo.
Seis meses más tarde, Marilyn Savage, estudiante de Fort Yukon, me preguntó
por el manuscrito en una clase de redacción que yo impartía en la
Universidad de Alaska Fairbanks. «¿Qué pasó con el libro de Velma?», quiso
saber. Le conté los obstáculos y mi grupo de escritores se que-
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do callado. Luego, casi como si hablara para mí mismo añadí: «¿Sabéis una
cosa? No me importaría poner doscientos dólares de mi bolsillo para ver ese
libro impreso.» «¡Ni a mí!», declaró Savage. «Ni a nosotros», coreó el resto
de la clase. «Así era como los libros se publicaban originalmente, por
suscripción», nos recordó otro estudiante. En aquel mismo instante decidimos
hacerlo. Las suscripciones subsanarían el problema de la financiación y nos
ayudarían a salvar cualquier obstáculo político, sobre todo si incluíamos
una explicación que situaba la historia en su contexto. La noticia se
difundió y pronto creamos el Fondo de Amigos de Velma Wallis. Para cuando la
Epicenter Press fue capaz de llevar a cabo el proyecto por su cuenta, sin
donaciones, ya habíamos reunido más de dos mil dólares, y el libro
difícilmente se hubiera publicado sin el apoyo inicial de los suscriptores
de Wallis.
Marti Bowen, Mary Jane Fate, Claire Fejes, Eliza Jones, Fran Lamben, Steve
Lay, B. G. Olson, Steve Rice, Marilyn Savage, John Shively, Virginia Sims,
Pat Stanley, Barry Wallis y Peter Wood colaboraron para que este libro fuese
una realidad.
A principios de 1992, Wallis voló de Fairbanks a Fort Yukon para su primera
entrevista conmigo, su editor. Su discreta seguridad me gustó de inmediato.
Era silenciosa, pero no tímida, sino cuidadosa en la elección de las
palabras. El inglés era su lengua materna, pero articulando un suave
chasquido al final de cada palabra, ras-
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go típico de los dialectos athabaskans y que hace tan dulce su sonido.
También ella lo era. A los treinta años se había enamorado por primera vez y
esperaba un hij o. La publicación del manuscrito y la hija de Velma Wallis,
Laura Brianna, llegaron al mismo tiempo. Laura Brianna nació con una ligera
ictericia, fácilmente curada. Y el manuscrito tenía un pequeño fallo.
«¿Le he contado lo de las comas? -preguntó la autora cuando empezó a
sentirse más cómoda en su trato con el editor-. Aunque he aprobado la
secundaria, siempre he tenido problemas con las comas. Sé que la mayoría de
las frases las tienen, pero como no sabía exactamente dónde ponerlas al
escribir el relato, las distribuí al azar. Al final mi hermano Barry me
dijo: "¿Velma, por qué no las quitas todas hasta que sepas dónde ponerlas?
¡A lo mejor te ayuda alguien!"»
La imagen de Velma Wallis agitando un salero lleno de comas para condimentar
su relato, todavía me hace reír. Su próximo libro narrará su educación
athabaskan. Para entonces a lo mejor no necesita ayuda, pero nos encantaría
estar todo el día colocando comas para Wallis, con tal de tener la
oportunidad de leer sus relatos...
.LAEL MORGAN
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ÍNDICE
Agradecimientos 9
Introducción 11
1. Las víctimas del hambre y el frío .... 17
2. «Moriremos luchando» 31
3. Las viejas habilidades 43
4. Un viaje doloroso 57
5. Un lugar seguro para el pescado .... 83
6. Tristeza y hambre 95
7. Una grieta en el silencio 109
8. Un nuevo comienzo 123
Epílogo del editor 137
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