LAS NIÑAS
Andrés Barba
La niña se llamaba Nuria, pero acaso importa que se llamara así.
Salió, incluso, una fotografía suya en el periódico junto a otra de la entrada del orfanato.
No tenía nada sino su cuerpo.
Un cuerpo pequeño y claro, como una piedra blanca en el fondo de un estanque, de una fealdad intermitente y llena de cejas.
Y la muerta siempre aparentaba la misma edad, por eso parecía inmóvil, por eso parecía ya rígida, incontestable, porque a su última mirada -que fue fotografiada sin querer, apenas el día antes de que muriera- él le había dado aquel tono como de muñeca pálida a medio nacer aún.
Se llamaba Nuria, pero acaso importa que se llamara así.
Podría haberse llamado más verosímilmente Carmen, Rosa.
La recuerda desde ahora en la tarde en la que la vio por primera vez y le parece que fue extraordinariamente frágil, casi cobarde, lo que sintió. Tenía nueve años y acababan de trasladarla desde otro orfanato. Y si le hubiese gustado interpretarlo como la simple sorpresa de alguien que reconoce o cree reconocer una cara vista en otra parte bajo circunstancias distintas, fue porque lo que sintió en realidad fue excitación, una excitación tensa y atronadora.
En ella, tal y como la recordaba ahora, sólo existía el presente, como una flor cruel.
Y era sencillamente una niña sola, una niña con la que nadie quería jugar.
La sensibilidad de aquel descubrimiento le molestó sin llegar a serle dolorosa, igual que una herida en la yema de un dedo.
También ahora era así en la fotografía de la mañana antes de que muriera, su última fotografía de viva; la cara rozaba el respaldo de una de las sillas del comedor sobre la que estaba apoyada, tal vez para mirar a alguna otra chica, y la inclinación de su cuerpo no permitía ver con exactitud si la tristeza que parecía habitar en ella era fruto o no sencillamente de la postura.
La expresión de la cara parecía, a su vez, hecha de un solo trazo violento. El pelo negro y recogido en una coleta, tenía el movimiento propio de quien se ha girado bruscamente para observar alguna cosa, el de quien ha sido llamado de pronto.
No era, sin embargo, el pelo de aquella chica lo que había cambiado la muerte.
Era el rostro que enmarcaba aquel pelo lo que era distinto.
El paisaje de aquel rostro.
Pensó que tenía muchas cosas que decirle.
Él, a aquella muchacha.
Era como si en ella hasta el más mínimo cambio de postura abriera la realidad de un rostro distinto, como si se multiplicara, y al multiplicarse la realidad de su fisiología se multiplicaran con ella las posibilidades de su interpretación, pues si bien era cierto que le habían dicho que aquella niña sufría una pequeña deficiencia mental, una especie de mutismo crónico, también lo era que aquella tara aparente, aquella ambigüedad parecía implicar una sensibilidad distinta, y por muy ridículo que esto fuera
más exactamente
por muy ridículo que se lo pareciera a él en aquel momento
el deseo de hablar con ella había nacido exactamente de allí, de la incapacidad de concretar qué era exactamente lo que le atraía en el rostro de aquella muchacha.
Las otras niñas crearon, durante los primeros días, un vacío en torno a ella que se parecía un poco al pudor, al miedo, a la convicción tan difícil de expresar pero tan fácil de sentir de que un cuerpo que ingresa entre otros cuerpos ha de vencerse necesariamente, que un cuerpo que se muestra solitario, como lo era el de aquella muchacha los primeros días que vivió en el orfanato (pero acaso no es esto una broma cruel: vivió) es un cuerpo que se hace vulnerable a propósito, y así parecía que Nuria, al encontrarse entre la realidad de aquellas chicas nuevas y desconocidas, sintiera su presencia como algo que hiciera a las otras crecer de tamaño y a ella disminuir, y aquel sentimiento estaba grabado en su cara con una tensión preocupada, inquieta, pues al tiempo que desistió en seguida de acercarse a ellas era como si con los ojos estuviese buscando algún cuerpo en el que descansar o protegerse.
Pero esto tal vez no fue así.
Tal vez ya en aquel momento no era ella, sino la otra, la muerta, la que sonreía.
Ni siquiera las niñas habían podido asegurar la hora exacta.
Y parecía que aquella transformación le hubiese hecho los pechos ligeramente más grandes que al resto de las otras, pechos ya no de niña, sino casi de adolescente, de mujer en transformación, que se dibujaban como dos minúsculas piedras inexactas y redondas, que aquella transformación (pero acaso no es una crueldad llamarlo así: transformación) le había ensombrecido el rostro haciéndolo casi anónimo.
Nuria Martínez debió de morir aquella misma mañana.
Exactamente una semana después de haber llegado al orfanato.
Nadie debía reclamarla y nadie la reclamó.
Utilizó exactamente aquellas palabras cuando aquel periodista le preguntó a él, en calidad de vigilante, lo que había ocurrido, sabiendo que podría muy bien haber ocurrido durante la noche y nadie se habría dado cuenta, que ni siquiera los médicos forenses se habían puesto de acuerdo aún a ese respecto y que tal vez debería pagar más tarde por la dignidad humana que de pronto le confería aquella mentira.
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