La Trucha De La Lora
Desde hace muchos años Con los Santillán, nos une la amistad de buenos
vecinos y como era costumbre cuando estaban de vacaciones, les cuidábamos su
casa, jardines y mascotas, pero la semana pasada sucedió un hecho terrible.
Calculé que todo habría terminado. Los Santillán criaban una simple lora
llamada “Catalina” y la adoraban. Después de mediodía apareció mi perro
Shere Khan, un enorme siberiano, trayendo un pájaro verde entre sus
colmillos y de solo imaginar lo sucedido se me congeló la sangre.
-¡Shere Khan se comió a Catalina! -grité una y otra vez-.
Me hicieron notar que no la había comido, pues estaba entera y al dejarla la
lamió lamentándose por su muerte. Alterado le reproché al perro su actitud
asesina y me molestó su cara de distraído como diciendo: ¿Y yo qué hice?
Conmoción familiar: todos reunidos para tratar el caso. Mi veredicto era
cantado pues ya lo había castigado dos veces a patadas. Mi pequeña hija
lloraba por la cotorra al tiempo que protegía al despiadado agresor. Mi
esposa se tiraba de los pelos, histérica pensando cómo iba a explicar lo
sucedido a los amos de Catalina. El mayor de mis hijos que es bastante
sinvergüenza arrojaba una idea tras otra, proponiendo como engrupir a esa
pobre gente y evitar que Shere Khan fuese a parar a la Perrera municipal o
que fuera sacrificado por su nefasta acción. El ambiente que se vivía era un
desastre: todo el mundo lloraba y corría gritando. Me invadía la indignación
pues jamás había pensado que mi fiel amigo cometiera semejante barbaridad.
Resultó inevitable que aparecieran las dos chismosas del barrio comentando
historias de unos cien años atrás, cuando eran jóvenes: Que vieron cuando el
chancho intentó violar una gallina, el romance del peón y la oveja, el
lobizón er´ótico atacaviudas y toda esa sanata de animales campestres. Justo
que estaba por echarlas a las dos y no de buenas maneras, a la más vieja se
le ocurrió la idea de comprar una cotorra similar y en forma de curso
acelerado enseñarle las clásicas palabrotas de la finada. Decidí encaminarme
a la pajarería y adquirir una especie de fotocopia animal conforme al
siniestro plan. Catalina vivía libre sobre un aro con pedestal, entonces a
la nueva la atamos de una pata hasta su adaptación. Por otro lado al
siberiano criminal lo encadené a la intemperie en el fondo del parque como
castigo por su despiadado accionar. Eso provocó que mi familia me mirara con
cara de perro. Luego en el jardín adopté la posición “vela” que aprendí en
yoga, relajándome.
- No estará muy bien –comenté-, pero zafamos.
La calma no duró mucho. Al día siguiente, mi hijo como típico mal educado,
gritó:
- ¡Papá, la lora trucha se rajó, se fue al carajo!
Comprobamos que había cortado el piolín recuperando su libertad. ¡Otra vez
el drama! Encima, era Domingo y no había forma de lograr su reposición. El
lunes regresaban los vecinos y seguro que todo se iba a pudrir, esa antigua
amistad terminaría en forma abrupta. No pude disimular mi mal humor en
ningún momento, el perro recibía insultos de toda clase y si comió algo no
fue por mí, seguramente. A pesar de que soy tranquilo como agua de tanque me
encontraba en medio de una familia alterada donde abundaban las discusiones,
al punto tal que enfrentándome con mi mujer llegamos a hablar de divorcio y
peleábamos la tenencia de los chicos. Entrada la noche los nervios
controlaban la casa. En la habitación de arriba mi esposa llenaba las
valijas con ropa, lágrimas y recuerdos. Nuestros hijos desesperados por la
ruptura no dejaban de camorrear por los bienes de valor. Para colmo mi
maldita suegra en lugar de apaciguar los ánimos trataba de arrojarme aceite
hirviendo como si yo fuese un invasor inglés de 1806. Intenté calmarme y
encontré la mágica solución para salir: Comprar un descomunal revólver de
dos caños y poner las cosas en orden a balazo limpio. Primero el perro
traidor; segundo mi venenosa madre política; después todo el que se cruzara
en mi camino hasta encontrarme a mí mismo. Con total decisión salí a buscar
esa bendita arma y una caja con tres mil balas. Apenas me asomé a la calle
pude observar que los Santillán estaban entrando a su casa y me produjo
pánico. En lugar de saludarlos me escondí en mi hogar gritando, con una
mezcla de dolor, odio y vergüenza:
- ¡Si me buscan no estoy, me fui y no sé si volveré!
Cada minuto parecía una eternidad, sabía que en algún momento golpearían a
la puerta. Un rato después me sorprendí al ver la hija de los vecinos con
un inmenso loro en una jaula y mientras saltaba, alegremente decía:
- ¡Miren lo que tengo, miren lo que traje!
Anonadado pensé: ¿Habrá sido Catalina que comió levadura o qué sé yo?
La nena nos contó que era un papagayo del Paraguay. Su papá lo compró para
calmar la tristeza que estaba sufriendo por la muerte de Catalina…
En ese momento sentí como que me clavaba un puñal en el corazón y murmuré:
Tragame tierra. Mirando sus ojos de amargura puse la mejor cara de pavo y le
pregunté:
- ¿Catalina… falleció? ¿Qué le pasó? ¡Se la veía tan bien!
- La culpa fue mía, insistí para que viajara con nosotros a Gualeguaychú,
allí se enfermó y se murió en mis manos.
- ¿Pero entonces no pereció aquí, en tu casa…?
- No, fue en Entre Ríos y la sepultamos cerca del Paraná.
- - ¡Aaaaaahhh!
A partir de ahí me tranquilicé, aunque en realidad siempre estuve tranquilo,
más que tranquilo, ¡retranquilo! Le pedí perdón a mi esposa y le obsequié
una orquídea. Besos y pasajes a Disneyworld para nuestros hijos. Mil
disculpas y una caja de bombones a mi querida suegra. Al mejor amigo Shere
Khan lo acosté en mi cama y me mudé a la suya. Pero, me molestó muchísimo
que después de haber estado dos días y medio encadenado en la cucha, delante
de todo el barrio me pusieran ese chaleco de mangas tan largas y abrochado
en la espalda… ¡justo, justo que había aprendido a ladrar!
Edgardo González
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