El Rincón de los Relatos

Algunas reflexiones acerca de la relación entre las mujeres y el cambio.

No cabe duda que entre nosotros hay muchas cosas que cambiar. La vida está llena de anécdotas pequeñas, algunas veces insignificantes, pero capaces de mostrarnos una realidad que no siempre está reflejada tal cual es en el campo teórico y académico, donde los sabios no obstante todo el peso de sus conocimientos no han logrado borrar la vigencia de aquel refrán que dice: “Del dicho al hecho hay mucho trecho”. Esas pequeñas anécdotas tienen para mí un gran valor, porque son una fuente constante de meditación acerca de diferentes temas relacionados con problemáticas sociales verdaderamente traumáticas, y de allí que yo siempre me remita a ellas como en este caso en el que el motivo de nuestra conversación es la mujer. Una noche en mi casa, después de laborar, al no tener nada que hacer, decidí volver a salir para esperar a mi hijo quien venía de ensayar con los chicos de la orquesta en la que él toca. El paradero del ómnibus está a unas cinco cuadras de donde vivimos, así que me propuse caminar lentamente para disfrutar de la brisa de una de esas frescas noches de verano que a mí tanto me gustan. Ya en el paradero me dispuse a esperar, y me entretenía escuchando cómo se mezclaban el ruido de los automóviles que pasaban con la bulla que salía de un karaoke, donde algunos clientes aficionados trataban de cantar ciertas canciones que me invitaban a viajar de regreso a mi infancia. Ese lugar está en el cruce de una avenida muy comercial de mi barrio en la cual hay todo tipo de negocios: restaurantes, librerías, casinos, discotecas, etc. Yo estaba entretenido mientras esperaba, pues por allí hay gente que viene y va constantemente hasta altas horas de la noche, pero al ver que los minutos pasaban y que mi hijo no llegaba, me empecé a inquietar. Me dirigí a un teléfono público para llamarlo, pero aquel teléfono no funcionaba y no me quedó otra que seguir esperándolo. “Ya llegará”, me dije, tratando de mantener la serenidad. “Voy a seguir esperando”. Y el tiempo pasaba. Sin embargo, percibí que repentinamente se me aproximaba un grupo que a juzgar por el timbre de sus voces era de niñas, aunque también entre ellas había un baroncito, y pude reconocer que se trataba ni más ni menos que de esas criaturas de la calle, las cuales se la rebuscan como pueden para sobrevivir en nuestras metrópolis a cualquier hora del día o de la noche, sin importar si hace frío o calor. Esto último es lo de menos para los sujetos que explotan a dichas criaturas pues lo que les interesa a ellos es la cantidad de dinero que les puedan traer, y -¡pobres!- pobres de esos pequeños si no se los traen. Su presencia no debía asustarme, porque lamentablemente (debo decirlo) me los encuentro en varias ocasiones cuando salgo del centro de entretenimiento en donde trabajo ya que a dicho lugar concurren muchos turistas a los que les ofrecen cigarrillos, caramelos, flores, así que yo estaba tranquilo. Aquel grupito empezó a acercarse a mí cada vez más, y a todo esto ya uno de los pequeños se había adelantado al resto, tratando de darme una mano al momento de meter la moneda en ese teléfono malogrado. “Lo ayudo”, me dijo, y pensé entonces que esos niños (seres humanos) totalmente denigrados, azotados sin piedad por flagelos callejeros como el hambre, la violencia, el vicio; acostumbrados al uso de palabras de un calibre tan grueso como lo es el de la miseria material y espiritual en la que viven, iban a seguir su camino y me iban a dejar tranquilo. “Ya se irán”, pensé yo. Pero simplemente -¡pues me equivoqué!- sí, me equivoqué porque cuando menos lo esperaba, una de las niñas que allí estaba se dirigió a mí, y como vio que yo no le hacía caso lo hizo con más énfasis, preguntándome: “¿Señor, señor, no le gustaría manosearme un rato?”. En ese instante, tuve la evidencia de que una cosa es leer o escuchar hablar de la prostitución infantil, y que otra cosa es experimentar el impacto que produce el oír la voz de una pequeña que como cualquier cosa ofrecía su cuerpo. Nunca antes me había sucedido que una persona de tan tierna edad me diga en una forma tan directamente cruda y tan crudamente directa: “¿no le gustaría manosearme un rato?”. En medio de mi asombro, de mi temor a ser asaltado, así como de una profunda impotencia al ver el cuadro de desintegración personal que esa niña me mostraba, apareció felizmente uno de los profesores del gimnasio que por allí queda. Al ver a esos pequeños los echó, pero mientras lo hacía la niña no tuvo otra ocurrencia mejor que lanzarme una bolsa llena de basura que chocó en mi pierna. ¿Qué querría expresar ella con eso? Quizás la rabia de no haber podido conseguir que yo le haga caso. NO había logrado que acepte la oferta que me había hecho, y no iba a poder llevarle algo más de dinero a quien se pudiese estar encargando de explotarla. Quizás también expresaba una especie de ira existencial, de amargura precozmente acumulada frente a algo salvaje, que ella no sabe que se llama capitalismo y que consiste en un sistema, el cual no necesariamente se basa en el estado de derecho y en el que la mujer aparece como una de las tantas mercancías existentes. Aquella noche, habría de tener ante mí sin proponérmelo una pequeña y a la vez patética muestra de la pavorosa magnitud que la descomposición social ha alcanzado entre nosotros, así como del drama que un gran número de mujeres a de padecer en el marco de tal descomposición. En efecto, no son pocos los documentos, los foros, las conferencias, los congresos, en los que se nos habla de la situación tan crítica que la mujer atraviesa. Su grado de vulnerabilidad es intolerable, y lo es más aún cuando se trata de una mujer con alguna limitación física, sensorial o mental, porque entonces resulta ser doblemente excluida: por tener tal limitación y por ser mujer. Al respecto me gustaría compartir algunas reflexiones sin esperar que llegue el 8 de Marzo (día internacional de la mujer) pues para mí ella es importante, trascendente, socialmente fundamental a diario, dada la -¡capacidad!- que posee de ir tallando en todos los campos de nuestra vida individual tanto como colectiva; hay que ver todo lo invalorable que la mujer hace no obstante lo adverso de las circunstancias a las que tiene que enfrentarse en una realidad como la nuestra. No siempre fue a la universidad para estudiar acerca de lo que dicen las teorías económicas o las teorías referentes a la naturaleza y el papel, que el estado debe jugar frente a lo social y al mercado. En muchos casos ni siquiera ha ido a la escuela primaria por lo cual no cuenta con títulos ni pergaminos, pero los merece y tranquilamente podrían servirle para llenarse la boca con solo mostrar lo que ella es capaz de hacer en el terreno de los hechos. Si en la universidad hubiese un curso sobre técnicas para la supervivencia en Latinoamérica, las más indicadas para ocupar la cátedra como profesoras principales serían las mujeres de la barreada. Las burócratas de las Organizaciones No Gubernamentales (esas doctoras que tantos cuentos y novelas han leído) bien podrían pasar por sus asistentes. Los peligros y riesgos que acechan a un gran número de mujeres son innumerables en todos los momentos de la vida social, pero tales peligros han servido lastimosamente de motivo o pretexto incluso para vender muy bien en el terreno ideológico aquel temita de -¿género?- del que tanto se habla, antes que para motivar a un profundo estudio de la magnitud de una realidad como aquella que por naturaleza es femenina, lo cual no es sinónimo de feminista. ¿Porqué no poder hablar de justicia femenina? En efecto, el 70% de los 1.300 millones de pobres que hay en el mundo son mujeres, pero no por ello vamos a separarlas, sacarlas del contexto, aislarlas, como si se tratara de un colectivo aparte, constituido por extraterrestres, lo cual dista mucho de lo que realmente nuestras mujeres son en el marco del devenir histórico. Hacerlo nos daría una visión parcial, sesgada, de las profundas causas de sus problemas y del grado de vulnerabilidad que el sector femenino enfrenta. Hablando de -¿género?- no cabe duda que la especie humana se reproduce en torno a una relación esencial y valiosa entre mujeres y hombres. Esa relación reproductora es la primera, y para mí tiene un gran significado, pero no es la única que existe en la vida, y en consecuencia la división entre géneros no va más allá de ser algo primario elemental pues en el proceso social, van apareciendo otros tipos de relaciones que se van haciendo cada vez más complejas, bajo la influencia que en ellas ejercen todo un conjunto de múltiples factores, los cuales van moldeando la variedad de condiciones sociales que sirven de marco para la explotación de las fuerzas productivas, entre las que hay que tomar en cuenta a la fuerza de trabajo. La sociedad entera Al estar en un constante movimiento, ha ido experimentando una división dinámica y permanente en medio de la cual hay capas que se dividen, se unen y se vuelven a dividir, en grupos. Estos, no tendrían cuando dejar de multiplicarse, pero si observamos bien, nada de ello consigue borrar del mapa a las tres grandes clases de la sociedad, que finalmente terminan absorbiendo a los grupos, incluyendo al de -¿género?- en medio de la dinámica del proceso social mismo, y es por eso que debemos tener muy presente a ese proceso como referencia al momento de enfocar a la mujer. Al repasar la historia vemos cómo en el marco de la revolución industrial producida por la burguesía, empezó a darse un proceso de dinámica social muy peculiar, que también involucró a las mujeres en el devenir de las nuevas relaciones de producción, originando una evidente subdivisión entre ellas mismas: Por una parte estaban aquellas que ya no-solo eran esposas de los obreros, si no que debían sumarse a la fuerza de trabajo incluso con los niños -¿sus hijos?- los cuales también trabajaban debido a las necesidades. Sin ningún pero que valga, esas mujeres de condición paupérrima se vieron obligadas a sumergirse en el proletariado y ser parte de él, debiendo trabajar al igual que los barones, con la diferencia que a ellas se les pagaba menos. En la otra orilla estaban las esposas o hijas de los dueños de los nuevos medios de producción, quienes como parte de un entorno dominante lo tenían todo, despertando con ello la envidia de las mujeres de otro sector muy singular como es el de las clases medias, entre las que no faltarían quienes habrían de vivir presas del trauma de no ser millonarias para dedicarse al lujo y los placeres en vez de tener que laborar como sirvientas en su propia casa. En la Europa de hoy lógicamente las condiciones de vida de las mujeres son abismalmente distintas, pero entre nosotros la situación no solamente no ha mejorado sino que tiende a deteriorarse en medio de una economía que se ha quedado estancada en el vetusto modelo primario exportador de materias primas. NO se han producido cambios capaces de poner en movimiento e impulsar a nuestra sociedad para que rompa con los atavíos y cadenas del pasado, y lo que nuestras mujeres están viviendo en la actualidad no es otra cosa que una dictadura de siglos anteriores en versión tecnológica, en medio de la que continúa dándose esa profunda división entre unas cuantas doncellas que lo tienen todo, algunas mujeres de las clases medias que las envidian y un mar de mujeres que se acuestan sin saber qué les van a dar de comer a sus hijos al día siguiente, o con qué les han de curar tal o cual enfermedad y eso no puede seguir así, tiene que cambiar. La situación es realmente crítica -¡y tiene que cambiar!- ya que además de los problemas que enfrentan debido a su naturaleza (femenina) un buen número de mujeres se las tiene que arreglar como sea, al encontrarse abandonadas por el estado y por sus parejas. Se quedan solas en el suburbio o barreada típica de nuestras grandes ciudades, cargando sobre sus hombros inmensas responsabilidades de las que algunos cobardes -¿hombres?- se escapan sin más ni más poniendo en evidencia su calaña mediante su conducta, pues como bien dice la Biblia: “Por sus frutos los conocereis”. Sin embargo y pese a todo, esas mujeres permanecen cual Ángeles Custodios, con los pies bien puestos sobre la tierra, al lado de cada una de las criaturas que Dios les ha encomendado. Son las primeras en darles la cara a los problemas, a las limitaciones de sus niños y salvo excepciones que confirman la regla no se rinden, en su labor misionera de buscar hasta encontrar la forma de sacar adelante a su familia. Se organizan para ello con sus vecinas en clubs de madres, en instituciones como El Vaso de Leche, que solamente el tesón de ellas podía desarrollar y sostener. Por eso no está de más reiterar las veces que sea necesario, que la mujer merece el mayor apoyo posible no solo a modo de un reconocimiento que después de todo no reclama, porque muchas veces no tiene tiempo ni para ella misma, y menos lo va a tener para asistir a ceremonias de reconocimiento y condecoración. Pero me gustaría ir más allá de las palabras que pudiesen sonar a un simple cumplido, para enfatizar en la necesidad de poner en las manos de las mujeres los recursos económicos necesarios así como las herramientas de educación y salud, que les permitan estar en condiciones de impulsar el tipo de cambio profundo, de raíz, que entre nosotros tanta falta hace, que los hombres andamos proclamando, pero que por increíble que parezca solo de ellas puede partir pues su presencia en la sociedad es más que gravitante por lo trascendental de su naturaleza; y su papel es irremplazable. Por cierto, si hay algo que yo tengo muy presente es que nuestra primera profesora (empírica en muchas ocasiones) de materias que van desde la expresión gestual, el lenguaje, la comunicación, la historia, hasta la ética y la religión, es nuestra madre o nuestra tía más cercana, cuando madre no se tiene. De allí, la importancia y trascendencia del apoyo que hay que darles a las mujeres, para que estén en condiciones de tomar conciencia de lo que son, de lo que representan, de lo que significan y para que sobre esa base formen hombres que sean capaces de portarse como hombres y no como vestias que no saben lo que significa el respeto y el cumplimiento de sus deberes. Definitivamente, sin las mujeres no puede haber cambio. Lic. Luis R. Hernández Patiño
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