El Rincón de los Relatos

  Y sigo bastoneando.

     Por el verano de 1966 (iba a cumplir mis 9 años de edad) nos mudamos a un lugar donde habían varias construcciones.  Era una de esas urbanizaciones nuevas que iban apareciendo en una ciudad como Lima, la cual ya entonces estaba en medio de un profundo proceso de transformación y expansión, debido a la cantidad de gente que migraba de las provincias hacia la capital, para supuestamente encontrar mejores niveles de vida, sin sospechar lo miserable de las condiciones mercantilistas que les esperaban.   Por aquel entonces, todavía no usaba bastón, y me valía del poco residuo visual que tenía para movilizarme.  Al lado de mi vivienda estaban 2 de aquellas nuevas construcciones, y claro que ello podría sonar a un simple detalle de corte anecdótico descriptibo, pero lo menciono porque para mí tuvo y sigue teniendo un significado muy particular.  Me permitió entrar en contacto con la tierra, el cemento, las piedras, que mis manos tocaban y que posteriormente los obreros habrían de mezclar, para que las casas que construían terminen siendo eso: casas, a las que posteriormente se mudarían otras familias con niños que no necesariamente eran como yo.  Veían, y por tanto estaban en otra cosa.   Mis hermanos montaban bicicleta, se paseaban, subían a los cerros que rodeaban a la urbanización en la que también había un pequeño lago, y yo trataba de acompañarlos, pero ahora que lo recuerdo, lo mío estaba en medio de las obras de construcción, y no porque tuviera vocación de ingeniero precisamente.  Tomaba las diversas herramientas con las que los albañiles se ganavan la vida: pico, lampa, espátula, y mientras las iba conociendo, mis manos se entretenían, al tiempo que se estimulaban, sin que me lo hubiera propuesto.   En una ocasión, uno de los obreros que se había hecho mi amigo (se llamaba Carlos) me dio un pedazo de madera cuadrada, envuelta en un papel que para mí era algo bien áspero.   --¿Y qué es esto? -le pregunté.   --Ah, eso es una lija, y con ella se frota la pared -Carlos me explicó.   Ahora me pregunto:  ¿Y porqué mi amigo no se incomodó, como sí se incomodan en ciertos casos algunos de nuestros rehabilitadores cuando les preguntamos?  Carlos no era más que un modesto pintor, que quizás ni había terminado la primaria, y no sé si es por eso que me viene a la mente mientras pongo sobre las teclas de esta computadora aquellos dedos, que cuando pequeños, un día, gracias a él aprendieron a lijar.   "¿Quieres darme una mano?", me interrogó, y sin proponérselo me hizo sentir útil.  Era la primera vez que una persona con vista me pedía ayuda en vez de dármela.   --Sí, claro que puedo -le dije..  Dame un pedazo de lija.   --Aquí tienes, y manos a la obra -él concluyó.   De repente, aquella obra fue mi primer centro de estimulación.  Tomaba un trozo de madera, una tabla de esas que habían por ahí, y me ponía a jugar con la arena, haciendo líneas rectas que luego aplanaba, como simulando los caminos por los cuales, al cabo de los años, habría de ir bastoneando.  Ah, qué caminos -¡tan peculiares!- y que a veces, como dice la canción de Vicentico:  "No son lo que yo esperaba".   Pero no es que me vaya a quedar enquilosado en esa época, por el hecho de recordar mi infancia.  Tengo que seguir bastoneando, y lo que más bien me gustaría ahora, es ir hablando de otras cosas a veces inesperadas, sorprendentes, curiosas, sugestivas, que se me van presentando a cada paso que doy, y generan en mí sensaciones algo diferentes de aquellas que ya he compartido, cuando me refería acerca de lo que la gente piensa, opina, percibe, teme, siente, sufre, padece -¡o no sé qué!- ante mi presencia.   En esta ocasión, me gustaría contar lo que yo siento, percibo, intuyo, imagino, descubro, constato mediante los sentidos que me quedan, mientras voy -¡bastoneando!- por las avenidas, calless y girones del tiempo, por los que el viento da vueltas, sube, baja, y parece traerme de nuevo a lugares ya conocidos -¡ah viento!- pero de pronto me conduce a donde yo menos me lo espero.  Me va incorporando a grupos de personas que también van caminando y que de una u otra forma se relacionan conmigo, aunque muchas de ellas no usan un bastón, y voy observando cosas que, a mí al menos, me llaman la atención.      Los sonidos de los barrios:      Así como en el terreno visual los barrios se diferencian por el tipo de arquitectura de sus casas, en el campo auditivo yo percibo que hay distintos tipos de sonidos, los cuales también generan diferencias ambientales.  Mi barrio, por dar un ejemplo, tiene lo suyo, y lo noto cada mañana incluso desde mucho antes de pensar en desplegar mi bastón para salir y seguir andando.   Son las 6 y media, y ya empieza el ruido típico del motor de un carro viejo, cuyo conductor se ve en la necesidad de cerrar el capot a golpes, luego de haber estado sufriendo y sudando por una media hora, para que la carcocha esa arranque y comience a botar un aceite quemado, que contamina y deja oliendo toda la cuadra.  Ah, y a ello se suma la bulla de algunos cuantos perros que ladran desde los techos, además de los gritos y silbidos de algunos palomillas que más que hablar parecerían estar también ladrando cuando se pasan la voz entre ellos, porque a veces ni se les entiende lo que dicen.  Fungen de vigilantes, y según ellos mismos-¡nos brindan seguridad y protección!- aunque solo cuentan con un silvato y un palo, como única arma con la cual habrán de cuidarnos.   Al oír ese tipo de cosas, y más, lo que hago es constatar, una y otra vez, que el mío es un barrio de clase media, media, en el que hay limeños (hijos de migrantes de las provincias) y provincianos, acostumbrados a vivir con sus animales y que, como no tienen mucho sitio en sus casas, los ponen hasta en el techo aunque sea.  De allí el ladrido de los perros que se oye, así como el cacareo de gallinas y el canto de los pabos que suena a más no poder, especialmente por época de fiestas, cuando va a yegar la Navidad.   Percibo también que alrededor de mí viven profesionales, y personas en general, que no precisamente tienen empleo, o que a lo mejor lo tienen, pero a medio tiempo, y por tanto no pueden dar un buen mantenimiento a sus bienes de uso, como en el caso de sus vehículos, los cuales en ciertos casos arrancan y andan con las justas, y pese a ello, son dados en alquiler como taxis para que produzcan recursos, aunque se malogren y se vayan deteriorando.  Cuando   los choferes no traen la cantidad de dinero acordada con los dueños de aquellos autos, entonces también escucho las discusiones que se arman.   A eso de las 9 de la mañana salgo de mi casa, con un bastón que dicho sea de paso tampoco es muy nuevo.  Tengo otro, pero lo guardo de repuesto, por si acaso le pasara algo al que vengo usando en la actualidad.  Felizmente me está durando, pero he tenido que dar de baja a varios palitos anteriormente, y por eso tomo mis precausiones, por si este es pisado, estropeado por alguien que pasa sin darse cuenta y luego se limita a decir:  "Ay, es que no lo vi".   Me voy alejando de mi barrio, y lógicamente empiezo a percibir las diferencias sonoras que se presentan, según por donde esté.  A lo mejor voy bastoneando por una avenida ancha, por la cual no transitan muchos automóviles.  Oigo a los árboles, cuando agitan sus ojas como para abanicar a la tierra, sobre todo en el verano, y entonces, me doy cuenta que estoy en una zona residencial en la que se respira aire fresco, porque está algo apartada de la agitación típica de los sectores de la ciudad más concurridos, donde todo es cemento.   Doblo al llegar a la esquina, hacia la izquierda (qué rico huele el pasto recién cortado) y se me acerca un señor que tiene un radio transmisor por el cual envía y recive mensajes.  "Buenos días, soy de seguridad.  ¿A qué familia viene a visitar?", me pregunta.  Le doy mis datos, y oigo que está anotando en un cuaderno de novedades, con un lapicero que sonó "clic" cuando hizo presión en uno de sus extremos para que salga la punta.  Luego, procede a comunicarse en clabe.   --Bolero 20 de tango 7--   --Aquí bolero 20, adelante tango  ¿Cuál es la última?--   --Aquí, por servicio, ha venido una persona invidente que requiere apoyo--   --Afirma, ahí flecha un tigre a tu punto, para que ayude a el papa -le responden.   Y escucho que abre una reja, para que entre.  "Espere que ya vienen a darle apoyo", me dice mientras me conduce.  Ah, qué urbanización tan distinta -¡pero tan distinta!- donde los vigilante sí son eso -¡vigilantes!- y no palomillas, como los que se paran en la esquina de mi casa por unos cuantos sentavos, al no encontrar otra cosa.   Hay una calmada quietud, en medio de la cual se puede oír el sonido de una pileta de agua, el arrullo de alguna paloma, el canto de uno que otro pajarito, el ruido de un automóvil moderno, y las voces de personas que, salvo excepciones, no necesitan gritar, ni si quiera para dar órdenes.  Aprendieron a impartirlas en forma desente, educada, desde que estuvieron en la cuna, y no actúan como aquellos que a lo mejor se asombran, al ver cómo la gente les comenzó a obedeser, desde que de repente pasaron a engrosar las filas de los nuevos ricos, cuyas formas de conducta no hacen más que recordarme un refrán que alguna vez escuché, de boca de una de las operadoras de la central telefónica donde laboraba.  Aquel refrán decía:  "El estiércol, bajo el sol, se incha".   Pero llega la hora de salir de aquel lugar, y no a de pasar mucho para que empiece el contraste, en cuanto a los sonidos que voy percibiendo.  Ya quedó atrás la calma de aquella avenida por la que ingresé a la urbanización, y lo que se va acercando es un bullicio, que aumenta, indicándome que me estoy aproximando a un tipo de barrio totalmente diferente, inclusive del mío.  Es una de aquellas zonas de la ciudad que se ha venido a menos con el paso de los años, y cuyas casas viejas se han convertido en solares, o callejones, en los que la ceguera se pasea como Pedro por su casa, gracias al "apoyo" que la pobreza y la ignorancia le brindan.   Me bajo del microbús, y trato de ubicarme para llegar a la tienda donde venden el repuesto que necesito para el amplificador de mi guitarra, a un precio mucho más bajo de lo que me costaría si lo comprara en una de las  casas musicales que hay por mi barrio.  Estoy en una esquina, parado, tratando de encontrar alguna persona que me pueda dar razón, y entre tanto oigo la voz de un frutero que, mediante un altoparlante a todo volumen, ofrece sus productos:  "Pruebe, sí pruebe -¡caserita!- las ricas naranjas, manzanas, peras, que están buenas, como pa que usted las lleve". ".   Voy por una calle cuya vereda está rota, siguiendo las indicaciones que me han dado, y nuevamente oigo el ruido del motor de un auto viejo que no arranca, pero al mismo tiempo, llega a mis oídos la voz de una mujer que, desde el interior de uno de los callejones, discute con alguien que parece ser su pareja, al menos hasta el momento que los escucho pelear.  "Dices que eres hombre, pero no eres capaz de reconocer a nuestra hija, maldito".   Mientras camino mis narices empiezan a sentir angustia, pese a que no tengo muy buen olfato.  Me detengo en la esquina siguiente (huele a fritanga) y busco que me hagan cruzar la calle, sin sospechar que estoy parado sobre un charco de orines, porque a la hora de la hora son varios los olores que se mezclan, y ya ni sé qué es lo que ando respirando.  Escucho otra discusión entre dos choferes de microbús.  A mi lado, en la misma esquina, hay una señora que vende desayuno al paso -¡deme un pan con camotes por favor!- también hay un afilador de cuchillos, y así como oigo el ruido que su máquina hace cuando está afilando, también percibo los ruidos y gritos, típicos de uno de esos establecimientos en los que se juega billar y se toma cerveza, sin que importe la hora que sea.  Ah, y no falta un borrachito de por allí, que a media lengua me dice:  "Hermano lindo, con todo respeto, te hago cruzar".  Entonces, tengo que ver la forma de responderle que no, sin que se ofenda, más  que nada por precaución.   La miseria tiene su propia forma de sonar, y hasta de oler.  Es una mezcla de hedores, chillidos, ladridos, ruidos de motores, herramientas, botellas, etc.  Se produce en medio de un conjunto de condiciones de vida, que dan lugar a una atmósfera en la cual, pese a todas las carestías, pese a la insalubridad, y pese a todo lo que se quiera, no falta la risa, porque parece que mientras unos ríen llorando, otros no hacen más que llorar, riendo a carcajadas, frente a todo lo que les falta.      ¿Tendrán las voces algún color?      Al caminar de un lugar a otro, tengo la oportunidad (además de la necesidad por cierto) de hablar con muchas personas, a las cuales les pido que me ayuden para cruzar, para encontrar alguna dirección -¡o en fin!- y descubro que hay diferentes timbres de voces, pero también me doy cuenta que los matises de aquellos timbres no son diferentes por pura casualidad.  Estaba un día en un paradero, donde  tomo un microbús que pasa por la puerta del restaurante en el que laboro los fines de semana, y conversaba con un señor cuya misión consistía en llamar a más y más pasajeros, para que suban al vehículo, anunciando la ruta por la que este iba, a viva voz, digamos que a todo pulmón.   --Usted tiene la voz gastada -le comenté.   --Ah, sí, es que mi voz es mi herramienta de trabajo -me explicó.   Y eso me hizo pensar en algo que antes no había tomado en cuenta: los diferentes tipos de timbres de voces que voy oyendo, podrían deberse en efecto, y entre otras cosas, a los diversos tipos de tareas en las que la gente emplea sus fuerzas.  El que maneja el microbús, el que labora cobrándole a los pasajeros que suben, hablan en un tono muy distinto del utilizado por el funcionario que muchas veces se comunica desde su escritorio, sin necesidad de hablar, porque cuenta con el messenger, mientras que el solo ruido del motor del microbús hace que el chofer y el cobrador tengan que hablar a gritos en algunos casos.   Pero otro factor que también influye muchísimo en el timbre de voz, así como en el modo de expresarse, es el de la cultura.  La gente habla en esta o aquella forma, dependiendo de su nivel, y lo constato a cada instante.  Tengo la oportunidad de tratar con personas que provienen de distintos estratos, ya que trabajo en dos restaurantes totalmente diferentes en cuanto a categoría social, y definitivamente (no está de más decirlo) todos no hablamos igual.  Para mí resulta muy interesante, quizás por mi formación de sociólogo, porque siempre estoy pendiente de las diferencias y contrastes que pudieran presentarse por donde voy, y en este caso, puedo descubrir parte de aquello, mediante los timbres de las voces que oigo mientras ando, bastoneando.   ¿Tendrán las voces algún color?  Para una amiga mía sí, lo tienen, y tanto es así que ha publicado un libro bajo el título de El Color de Las Voces, el cual estaría en la biblioteca de Tiflolibros.  No tengo el código a la mano, pero en otro momento voy a dar un bastoneo por el arte para referirme a dicho libro, y particularmente a mi amiga, porque se trata de alguien muy especial -¡especialísima!- sí, especialícima para mí.  Llenó toda una etapa de mi vida, y hasta hoy tengo la suerte de que su voz llegue a mis oídos con su poecía, cual manjar -¡manjar!- que renueva mis energías, me da ánimos, me llena de entusiasmo, me invita, me insita y hasta me reta a seguir, bastoneando.   El camino es largo, y así como está lleno de huecos, piedras (obstáculos en general) también está lleno de experiencias, vivencias intensas, y sobre todo lecciones, que a cada paso la vida me da.  Si no fuera por esas lecciones, por sus enseñanzas, no podría continuar con mi bastoneo, y si algo puedo sacar como conclusión es que hay que andar para aprender.  Quien no ha caminado, no conoce lo que son las cosas independientemente de si ve o no, y en nuestro caso, quien todavía no haya bastoneado tiene muchísimo por aprender.      Un breve mensaje:      Mientras escribo estas sencillas líneas, me viene a la mente la idea (y también el deseo) de hacer un alto en este compartir de mis experiencias, para darle un modesto mensaje especialmente a los jóvenes -¡a esos jóvenes de hoy!- que están a punto de salir de los centros de rehabilitación o escuelas, para empezar a bastonear.  Quiero decirles que la vida no es nada fácil, pero que ellos podrían hacerla menos difícil si ponen todo el empeño de su parte, y le sacan la vuelta a cada obstáculo que se les pudiese presentar, convirtiéndolo en una nueva lección aprendida.   Queridos jóvenes: cuando uno sale del centro o de la escuela, siente ganas de seguir visitando a los instructores o instructoras, particularmente a quienes mejor nos cayeron.  Hay casos en los cuales aquellos que alguna vez nos enseñaron (y hasta nos llamaron la atención cuando no hacíamos las cosas bien) ya no quieren que les hablemos de usted, y hasta terminan convirtiéndose en grandes amigos nuestros.  Por eso, no se olviden de esos instructores, por lo mucho que les dieron, y cuando puedan visítenlos, pero tengan presente algo que, con el tiempo, cada uno de ustedes irá comprobando, y es que en el fondo el instructor de cada cual está y va dentro de uno mismo, a lo largo del bastoneo por la vida.   No se apuren por llegar a sus metas, pero tampoco se demoren en partir hacia la conquista de lo que se hayan propuesto.  Administren bien sus energías y su entusiasmo, para que no se cansen, ni se desanimen cuando el camino se torne escabroso, porque en la práctica el desánimo no soluciona nada, y más bien hace perder el tiempo.  Tengan fé en Dios, y también tengan muy presente que ustedes son algo así como la nueva generación de un tipo muy peculiar de misioneros, los cuales an de contribuir a la realización de una tarea lenta, pero definitivamente importante y necesaria: el cambio en la conciencia de los miembros de la sociedad.   Chicos y chicas, los llevo en mi pensamiento.  He querido dirigirme a ustedes, para decirles que no están solos en medio del camino, y permítanme ya para terminar, que les haga una invitación muy modesta y sencilla: Vayamos juntos, bastoneando por la vida.   Lic. Luis Hernández Patiño          e.mail: 
  • Volver a la página