Sueño profético
Mucho se habló aquella noche en la tertulia de presentimientos,
apariciones de difuntos, fenómenos telepáticos y otros sucesos maravillosos
y milagrosos
de esos que tanto empiezan a preocupar hoy en día a las gentes, así idóneas
como profanas.
Hallábase entre los allí congregados el médico de cabecera de los
dueños de casa donde se celebraba la tertulia, hombre conocido por su
escepticismo,
del que solía hacer gala con la mayor ostentación.
En un momento de pausa, después que hubieron terminado otro relato, una
de las señoras preguntó al escéptico doctor si jamás en su vida le había
acaecido
algo extraordinario, cuya explicación había sido siempre un misterio para
él.
-En mis mocedades -contestó el doctor- tuve un sueño o, por hablar con
mayor exactitud, una serie de sueños tan singulares, que superan en portento
y maravilla cuanto acabamos de oír. Si tienen ustedes interés en ello, con
mucho gusto se lo puedo contar.
Y como sintieran todos grandes deseos de saber lo que al escéptico
doctor había ocurrido, éste empezó en seguida a hablar con estas o parecidas
palabras:
-Hará próximamente unos doce años hallábame yo en Biarritz tomando
baños de mar. Pero no era ésta mi única ocupación; también estaba yo
enamorado de
una bella inglesa. Era una miss extremadamente original y sujeta a los más
singulares caprichos.
Una vez nos tuvo hasta las tres de la madrugada -a mí y a otros de sus
adoradores- en un balandro contemplando las estrellas y hablando de la
posible
transmigración de las almas de uno a otro planeta.
Al regresar a casa sentíame rendido de cansancio, y ni siquiera pude
terminar la lectura de una carta que encontré sobre el buró, pues me quedé
dormido
en mi butaca.
En cuanto hube entornado los párpados, pareciome hallarme en una gran
ciudad y a punto de salir de una casa desconocida, ante cuyo portal
estacionaba
un coche fúnebre.
Para hacerme comprender mejor, debo advertir que allí, en aquel país
extranjero, el fúnebre traslado de los difuntos no se verifica en esa
especie
de pirámides o catafalcos que aquí se usan, sino en un simple coche que
llaman corbillard, y que sólo se diferencia de los demás carruajes por su
forma
rectangular alargada, sus adrales de cristal y la puertecita trasera, por la
que se introducen los ataúdes.
Era precisamente un coche de esos el que vi en mis sueños. Pero no
acaba aquí la cosa.
Junto al carro fúnebre estaba de pie un muchacho de unos quince años,
vestido de negro, con la chaqueta adornada con numerosos galoncitos bordados
y diminutos botones de metal.
En cuanto se hubo percatado de mi presencia, abrió la puertecita
trasera del corbillard e, inclinándose con amable deferencia, hízome una
cordial seña
con la mano, como invitándome a deslizarme en el interior.
Y a pesar de que en los sueños las cosas más inverosímiles y
extraordinarias parecen ser muy sencillas y hacederas, recuerdo
perfectamente que me sentí
sobrecogido de terror; y tan brusco e impetuoso fue mi movimiento de
retroceso, que di de cabeza con gran violencia contra el respaldo de la
butaca en
que dormía.
Como es de suponer, desperté al instante.
Al cabo de dos días la compañía de mi bella inglesa me hizo olvidar por
completo aquel sueño singular; pero a la tercera noche volvió éste a
repetirse
con la más sorprendente exactitud.
Y así continuó repitiéndose durante tres o cuatro noches, llegando al
fin a molestarme sobremanera.
Lo que mayor extrañeza y maravilla me causaba en aquel sueño era
precisamente la absoluta exactitud en la repetición de la misma casa, del
mismo carro
fúnebre y, sobre todo, del mismo muchacho, vestido de idéntica manera, y del
mismo gesto amable con que me invitaba a penetrar en el interior del lúgubre
vehículo.
Conservo todavía fiel recuerdo de su chaqueta negra, de sus galoncitos
dorados, de sus diminutos botones de metal, y también de su pelo rubio y de
sus ojos grises, situados a gran distancia uno de otro, y que hacían pensar,
no sé por qué, en los ojos de ciertos peces.
En fin, señores, tendrán ustedes que convenir conmigo que en presencia
de semejante persistente repetición de un mismo sueño, sobrados motivos
tenía
yo para sentirme profundamente inquieto.
Al cabo de unas semanas partí para París y fui a hospedarme en el mismo
hotel que mi bella inglesa.
Llegamos allí ya anochecido, aproximadamente a la hora de la cena,
formando entre amigos y conocidos una asaz numerosa comitiva.
Apresureme a quitarme los vestidos de viaje, y dirigirme acto seguido
al ascensor, al objeto de bajar al comedor para tomar mi cena.
Al otro extremo del pasillo vi a algunos de mis conocidos que se
dirigían también a toda prisa hacia el ascensor; pero fuí el primero en
llegar a la
puertecilla de la escalera, y llamé con el timbre eléctrico. A los pocos
segundos oyose el sordo ruido de la máquina que subía; luego la puertecilla
se
corrió y... de repente retrocedí cual si se me hubiese presentado ante los
ojos la misma muerte en persona.
En el marco de la puerta estaba de pie un muchacho de unos quince años,
de pelo rubio y ojos de pez, vestido de negro, con la chaqueta adornada con
galoncitos bordados y diminutos botones de metal; en una palabra, el
mismísimo muchacho que con tanta obstinación veía yo en mis sueños.
Estábase allí de pie, junto a la entrada del ascensor, aun vacilante y
movedizo, y con un ademán lleno de gracia y de afabilidad invitábame a
penetrar
en él.
He de confesar que, por primera vez en mi vida, supe que verdadera,
realmente, los cabellos pueden erizarse de horror en la cabeza de los más
valientes.
Y entonces, como he dicho ya, retrocedí petrificado, sobrecogido de
espanto, presa de pánico, y a grandes zancadas fuí bajando por los peldaños
de
la escalera que conducía al comedor.
Probablemente el ascensor esperó todavía unos instantes a otros
viajeros, mientras yo permanecía en el vestíbulo, sentado en un sillón,
procurando
con el periódico que tenía en la mano calmar un poco u ocultar al menos mi
turbación, pues sentía que debía de estar pálido como la cera.
Y luego... no sé... Tal vez transcurrieron algunos segundos, tal vez
algunos minutos..., cuando de repente, oí un horrible grito y acto seguido
un
formidable estruendo... y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí vi tendidos en el vestíbulo varios cuerpos humanos,
envueltos a toda prisa en sábanas ensangrentadas.
El muchacho también quedó muerto, según supe después.
Y ahora que explique el caso quien se atreva.
Con sobrada razón me tienen ustedes por un escéptico; porque, lo
confieso, si a una persona cualquiera le oigo narrar lo que yo he
presenciado con
mis propios ojos, nada, que no hubiera yo prestado el menor crédito a sus
palabras.
FIN
Sueño profético
Henry Sienkiewicz
Mucho se habló aquella noche en la tertulia de presentimientos,
apariciones de difuntos, fenómenos telepáticos y otros sucesos maravillosos
y milagrosos
de esos que tanto empiezan a preocupar hoy en día a las gentes, así idóneas
como profanas.
Hallábase entre los allí congregados el médico de cabecera de los
dueños de casa donde se celebraba la tertulia, hombre conocido por su
escepticismo,
del que solía hacer gala con la mayor ostentación.
En un momento de pausa, después que hubieron terminado otro relato, una
de las señoras preguntó al escéptico doctor si jamás en su vida le había
acaecido
algo extraordinario, cuya explicación había sido siempre un misterio para
él.
-En mis mocedades -contestó el doctor- tuve un sueño o, por hablar con
mayor exactitud, una serie de sueños tan singulares, que superan en portento
y maravilla cuanto acabamos de oír. Si tienen ustedes interés en ello, con
mucho gusto se lo puedo contar.
Y como sintieran todos grandes deseos de saber lo que al escéptico
doctor había ocurrido, éste empezó en seguida a hablar con estas o parecidas
palabras:
-Hará próximamente unos doce años hallábame yo en Biarritz tomando
baños de mar. Pero no era ésta mi única ocupación; también estaba yo
enamorado de
una bella inglesa. Era una miss extremadamente original y sujeta a los más
singulares caprichos.
Una vez nos tuvo hasta las tres de la madrugada -a mí y a otros de sus
adoradores- en un balandro contemplando las estrellas y hablando de la
posible
transmigración de las almas de uno a otro planeta.
Al regresar a casa sentíame rendido de cansancio, y ni siquiera pude
terminar la lectura de una carta que encontré sobre el buró, pues me quedé
dormido
en mi butaca.
En cuanto hube entornado los párpados, pareciome hallarme en una gran
ciudad y a punto de salir de una casa desconocida, ante cuyo portal
estacionaba
un coche fúnebre.
Para hacerme comprender mejor, debo advertir que allí, en aquel país
extranjero, el fúnebre traslado de los difuntos no se verifica en esa
especie
de pirámides o catafalcos que aquí se usan, sino en un simple coche que
llaman corbillard, y que sólo se diferencia de los demás carruajes por su
forma
rectangular alargada, sus adrales de cristal y la puertecita trasera, por la
que se introducen los ataúdes.
Era precisamente un coche de esos el que vi en mis sueños. Pero no
acaba aquí la cosa.
Junto al carro fúnebre estaba de pie un muchacho de unos quince años,
vestido de negro, con la chaqueta adornada con numerosos galoncitos bordados
y diminutos botones de metal.
En cuanto se hubo percatado de mi presencia, abrió la puertecita
trasera del corbillard e, inclinándose con amable deferencia, hízome una
cordial seña
con la mano, como invitándome a deslizarme en el interior.
Y a pesar de que en los sueños las cosas más inverosímiles y
extraordinarias parecen ser muy sencillas y hacederas, recuerdo
perfectamente que me sentí
sobrecogido de terror; y tan brusco e impetuoso fue mi movimiento de
retroceso, que di de cabeza con gran violencia contra el respaldo de la
butaca en
que dormía.
Como es de suponer, desperté al instante.
Al cabo de dos días la compañía de mi bella inglesa me hizo olvidar por
completo aquel sueño singular; pero a la tercera noche volvió éste a
repetirse
con la más sorprendente exactitud.
Y así continuó repitiéndose durante tres o cuatro noches, llegando al
fin a molestarme sobremanera.
Lo que mayor extrañeza y maravilla me causaba en aquel sueño era
precisamente la absoluta exactitud en la repetición de la misma casa, del
mismo carro
fúnebre y, sobre todo, del mismo muchacho, vestido de idéntica manera, y del
mismo gesto amable con que me invitaba a penetrar en el interior del lúgubre
vehículo.
Conservo todavía fiel recuerdo de su chaqueta negra, de sus galoncitos
dorados, de sus diminutos botones de metal, y también de su pelo rubio y de
sus ojos grises, situados a gran distancia uno de otro, y que hacían pensar,
no sé por qué, en los ojos de ciertos peces.
En fin, señores, tendrán ustedes que convenir conmigo que en presencia
de semejante persistente repetición de un mismo sueño, sobrados motivos
tenía
yo para sentirme profundamente inquieto.
Al cabo de unas semanas partí para París y fui a hospedarme en el mismo
hotel que mi bella inglesa.
Llegamos allí ya anochecido, aproximadamente a la hora de la cena,
formando entre amigos y conocidos una asaz numerosa comitiva.
Apresureme a quitarme los vestidos de viaje, y dirigirme acto seguido
al ascensor, al objeto de bajar al comedor para tomar mi cena.
Al otro extremo del pasillo vi a algunos de mis conocidos que se
dirigían también a toda prisa hacia el ascensor; pero fuí el primero en
llegar a la
puertecilla de la escalera, y llamé con el timbre eléctrico. A los pocos
segundos oyose el sordo ruido de la máquina que subía; luego la puertecilla
se
corrió y... de repente retrocedí cual si se me hubiese presentado ante los
ojos la misma muerte en persona.
En el marco de la puerta estaba de pie un muchacho de unos quince años,
de pelo rubio y ojos de pez, vestido de negro, con la chaqueta adornada con
galoncitos bordados y diminutos botones de metal; en una palabra, el
mismísimo muchacho que con tanta obstinación veía yo en mis sueños.
Estábase allí de pie, junto a la entrada del ascensor, aun vacilante y
movedizo, y con un ademán lleno de gracia y de afabilidad invitábame a
penetrar
en él.
He de confesar que, por primera vez en mi vida, supe que verdadera,
realmente, los cabellos pueden erizarse de horror en la cabeza de los más
valientes.
Y entonces, como he dicho ya, retrocedí petrificado, sobrecogido de
espanto, presa de pánico, y a grandes zancadas fuí bajando por los peldaños
de
la escalera que conducía al comedor.
Probablemente el ascensor esperó todavía unos instantes a otros
viajeros, mientras yo permanecía en el vestíbulo, sentado en un sillón,
procurando
con el periódico que tenía en la mano calmar un poco u ocultar al menos mi
turbación, pues sentía que debía de estar pálido como la cera.
Y luego... no sé... Tal vez transcurrieron algunos segundos, tal vez
algunos minutos..., cuando de repente, oí un horrible grito y acto seguido
un
formidable estruendo... y perdí el conocimiento.
Cuando volví en mí vi tendidos en el vestíbulo varios cuerpos humanos,
envueltos a toda prisa en sábanas ensangrentadas.
El muchacho también quedó muerto, según supe después.
Y ahora que explique el caso quien se atreva.
Con sobrada razón me tienen ustedes por un escéptico; porque, lo
confieso, si a una persona cualquiera le oigo narrar lo que yo he
presenciado con
mis propios ojos, nada, que no hubiera yo prestado el menor crédito a sus
palabras.
FIN
Sueño profético
Henry Sienkiewicz
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