El Rincón de los Relatos

vidente mexicano

Grant Allen Digitalizado por http://www.librodot.com i nombre es Seymour Wilbraham Wentworth. Soy cuñado y secretario de sir Charles Vandrift, el millonario y famoso financista sudafricano. Hace muchos años, cuando Charlie Vandrift era un abo­gadillo de Ciudad del Cabo, tuve la (calificada) buena fortuna de casarme con su hermana. Mu­cho después, cuando las tierras y la finca Vandrift cercanas a Kimberley se fueron convirtiendo gra­dualmente en la Cloetedorp Golcondas Limited, mi cuñado me ofreció el no poco remunerativo pues­to de secretario, en cuyo desempeño he sido desde entonces su constante y devoto compañero. El no es un hombre a quien cualquier tahur co­mún pueda engañar, no a Charles Vandrift. De estatura mediana, fuerte contextura, boca firme, ojos penetrantes, la imagen misma de un genio de los negocios, sagaz y exitoso. Sólo he cono­cido un pillo que engañó a sir Charles, y ése, como observara el comisario de policía de Niza, sin duda hubiese engañado a una sociedad for­mada por Vidocq, Houdini y Cagliostro. Habíamos cruzado hasta la Riviera para pasar unas pocas semanas durante la temporada. Como nuestro objetivo eran el descanso y la recreación más estrictos de las arduas tareas financieras, no creímos necesario llevar a nuestras esposas con nosotros. En realidad, lady Vandrift está absolu­tamente dedicada a los encantos de Londres y no gusta de los deleites rurales del litoral medite­rráneo. Pero sir Charles y yo, aunque sumergidos en los negocios cuando estamos en la patria, go­zamos profundamente el completo cambio de la ciudad a la encantadora vegetación y el aire diá­fano en la elevación de Monte Carlo. Somos tan afectos al paisaje. Esa deliciosa vista sobre las rocas de Mónaco, con los Alpes Marítimos en la parte posterior y el mar azul al frente, para no mencionar el imponente Casino en primer plano, me parece una de las más hermosas perspectivas de toda Europa. Sir Charles tiene una vinculación sentimental con el lugar. Encuentra que lo repone y lo refresca, después de la agitación de Londres, ganar unos pocos cientos en la ruleta en el curso de una velada, entre las palmas y los cactos y las brisas puras de Monte Carlo. ¡El campo, digo yo, para un intelecto fatigado! Pero nunca, de nin­guna manera, nos hospedamos en el -principado mismo. Sir Charles piensa que Monte Carlo no es una dirección adecuada para las cartas de un fi­nancista. Prefiere un confortable hotel de la Promenade des Anglais en Niza, donde recupera su salud y renueva su sistema nervioso realizando excursiones diarias a lo largo de la costa hasta el Casino. Esa temporada particular estábamos confortable­mente hospedados en el Hotel des Anglais. Tenía­mos magníficos cuartos en la planta baja -salón, estudio y dormitorios- y hallamos en el hotel una sociedad cosmopolita muy agradable. Por en­tonces todo Niza hablaba de un curioso impostor, conocido entre sus seguidores como el gran vi­dente mexicano, del que se suponía que poseía conocimientos del futuro, además de innumerables poderes sobrenaturales distintos. Ahora bien, es una peculiaridad de mi capaz cuñado que, cuando se encuentra con un charlatán, arda en deseos de ponerlo en evidencia; él mismo es un hombre de negocios tan astuto que, por así decirlo, le da un desinteresado placer desenmascarar y detectar la impostura en los otros. Varias damas del hotel, algunas de las cuales habían conocido y conver­sado con el vidente mexicano, nos comentaban constantemente extrañas historias acerca de sus habilidades. El había descubierto a una el presente domicilio de un esposo fugitivo; le había señalado *a otra los números que ganarían en la ruleta la noche siguiente; a una tercera le había mostrado en una pantalla la imagen del hombre que por años ella había adorado sin que él lo supiera. Por supuesto, sir Charles no creía una palabra de todo eso; pero su curiosidad se había despertado y deseaba ver y juzgar por sí mismo al maravilloso lector del pensamiento. -¿Cuáles cree usted que serían sus exigencias para una sesión privada? -le preguntó a madame Picardet, la dama a quien el vidente había predicho acertadamente los números ganadores. -El no trabaja por dinero -respondió madame Picardet- sino por el bien de la humanidad. Estoy segura de que vendría de muy buen grado a exhibir sus milagrosas facultades sin interés alguno. -¡Pamplinas! -exclamó sir Charles-. El hom­bre debe vivir. Yo le pagaría cinco guineas para verlo a solas. ¿En qué hotel está parando? -En el Cosmopolitan, creo -replicó la seño­ra-. Oh, no, ahora lo recuerdo: el Westminster Sir Charles se volvió hacia mí serenamente. -Oye, Seymour-. Ve al hotel de ese individuo inmediatamente después de la comida y ofrécele cinco libras para dar una sesión privada en mis habitaciones esta misma noche, pero sin mencio­narle quién soy; mantén en secreto mi nombre. Tráelo contigo y hazlo pasar directamente a mis habitaciones, para que no haya encuentro alguno. Veremos cuánto puede decirnos el individuo. Fui, como me habían ordenado. El vidente me pareció una persona muy notable e interesante. Era casi de la altura de sir Charles, pero más delgado y más erguido, con una nariz aquilina, ojos extrañamente penetrantes, pupilas negras muy grandes y un rostro afeitado finamente cincelado, como el busto de Antínoo que tenemos en nues­tro salón de Mayfair. Pero lo que le daba su to­que más característico eran sus extraños cabellos, rizados y ondulados como los de Paderewski, que formaban un halo alrededor de su alta frente blanca y su delicado perfil. De una mirada pude apreciar por qué impresionaba a las mujeres; tenía el as­pecto de un poeta, un cantante, un profeta. -He venido a verlo -dije-, para preguntarle si está dispuesto a dar una sesión de inmediato en las habitaciones de un amigo; quien me envía desea que le informe que está dispuesto a pagarle cinco libras como precio del entretenimiento. El señor Antonio Herrera -así era como se llamaba- me hizo una reverencia con impresionan­te cortesía española. Sus morenas mejillas olivá­ceas estaban arrugadas con una sonrisa de suave desprecio cuando me contestó seriamente: -No vendo mis dotes, las concedo libremente. Si su amigo, su anónimo amigo, desea contemplar las maravillas cósmicas que se producen a través de mis manos, estoy encantado de mostrárselas. Por fortuna, como a menudo ocurre cuando es ne­cesario convencer y confundir a un escéptico, por­que siento instintivamente que su amigo es un escéptico, ocurre que no tengo compromiso algu­no para esta noche. -Pasó su mano a través de su pelo largo y fino, reflexivamente-. Sí, voy -agregó como si se dirigiese a alguna presencia desconocida que rondara por el cielo raso-; voy, ¡ven conmigo! Acto seguido se puso su ancho som­brero con su cinta carmesí, se envolvió los hom­bros con una capa, encendió un cigarrillo y marchó a mi lado hacia el Hotel des Anglais. Conversó poco por el camino, y ese poco en ora­ciones breves. Parecía sumido en profundas refle­xiones; en verdad, cuando llegamos a la puerta y yo entré, siguió caminando uno o dos pasos más, como si no advirtiese a qué lugar lo había traído. Luego se detuvo y miró a su alrededor por un mo­mento. -Ja, el Anglais-, dijo, y menciono de paso que su inglés, a pesar de un leve acento sureño, era excelente. -¡Es aquí, entonces, es aquí!-. Se estaba dirigiendo, una vez más, a la presencia desconocida. Sonreí al pensar que con esos ardides pueriles se intentaba engañar a sir Charles Vandrift. No era la clase de hombre, como lo sabe toda la ciu­dad de Londres, a quien fueran a engañar con esas tretas. Y todo eso, veía, era la más común y barata parlería de un prestidigitador. Fuimos a nuestras habitaciones. Charles había reunido a unos pocos amigos para que presen­ciaran la demostración. El vidente entró, absorto en sus pensamientos. Vestía un traje de noche, pero una faja roja alrededor de la cintura le daba un toque de pintoresquismo y una nota de color. Se detuvo un instante en el medio del salón, sin que sus ojos se posasen en nadie ni en nada. En­tonces fue directamente hacia Charles y le tendió su mano morena. -Buenas noches -dijo-. Usted es el anfitrión. La vista de mi alma así me lo dice. -Buen tiro -respondió sir Charles Estos Individuos deben tener una mente rápida, usted sabe, señora Mackenzie, de lo contrario no ten­drían éxito. El vidente miró a su alrededor y sonrió vagamen­te a una o dos personas a las que pareció reco­nocer de una existencia anterior. Luego Charles comenzó a formularle unas pocas preguntas sim­ples, no sobre sí mismo sino acerca de mí, sólo para probarlo. Respondió la mayoría con sorpren­dente corrección. -¿Su nombre? Su nombre co­mienza con S, creo: se llama Seymour-. Hacía una larga pausa entre una oración y otra, como si los hechos le fueran revelados lentamente. -Sey­mour... Wilbraham... conde de Strafford. ¡No, no el conde de Strafford! Ceymour Wilbraham Wentworth. Parece haber alguna conexión en la mente de alguno de los presentes entre Went­worth y Strafford. No soy inglés. No sé qué sig­nifica. Pero Wentworth y Strafford son, de alguna manera, el mismo nombre. Miró a su alrededor, aparentemente en busca de confirmación. Una señora salió en su ayuda. -Wentworth era el apellido del gran conde de Strafford -murmuró ella suavemente-; y yo me he estado preguntando, mientras usted hablaba, si el señor Wentworth descenderá de él. -Sí -replicó instantáneamente el vidente, con un relámpago de esos ojos oscuros. Eso me pa­reció curioso, porque aunque mi padre siempre afirmaba la realidad de la relación, faltaba un es­labón para completar el árbol genealógico. El no podía asegurar que el honorable Thomas Wilbra­ham Wentworth fuera el padre de Jonathan Went­worth, el mercader de caballos de Bristol del que descendemos. -¿Dónde nací yo? -interrumpió sir Charles, pasando repentinamente a sí mismo. El vidente puso sus dos manos sobre su frente y las retuvo en esa posición, como si deseara im­pedir que le estallara la cabeza. -África -dijo lentamente, mientras los datos parecían escurrirse de su mente-. Sudáfrica; Cabo de Buena Espe­ranza; Jansenville; De Witt Street, 1840. -Caramba, es correcto -murmuró sir Char­les-. Parece descubrirlo realmente. Sin embargo, pudo haber averiguado. Tal vez supiera a quién iba a ver. -No le di el menor indicio -respondí-; hasta que llegó a la puerta, ni siquiera sabía a qué hotel lo conducía. El vidente se acarició el mentón suavemente. Me pareció que sus ojos tenían un furtivo res­plandor. -¿Quiere que le diga el número de un cheque cerrado dentro de un sobre?- preguntó con indiferencia. -Salga del salón mientras se lo muestro a los presentes -dijo sir Charles. El señor Herrera se retiró. Sir Charles exhibió el cheque cautamente, sosteniéndolo todo el tiem­po en su mano, pero permitiendo que sus Invita­dos vieran el número. Luego lo metió en un sobre que cerró bien con goma. Volvió el vidente. Sus ojos penetrantes abarca­ron a los presentes con su mirada. Sacudió su ondulante cabellera. Luego tomó el sobre entre las manos y lo miró fijamente. -ÁF, 73549 -dijo en un tono bajo-. Un cheque del Banco de Ingla­terra por cincuenta libras, cambiado en el Casino por oro ganado ayer en Monte Carlo. -Comprendo cómo logró saberlo -dijo triun­falmente sir Charles-. El mismo debe haberlo cambiado allí, y luego yo volví a comprarlo. En realidad, recuerdo haber visto a un individuo de pelo largo rondando por allá. De todos modos, tiene un oficio de la mejor calidad. -Puede ver a través de la materia -intervino una de las damas-. Era madame Picardet. -Pue­de ver a través de una caja-. Del bolsillo de su traje retiró -una redomilla de oro, del tipo de las que usaban nuestras abuelas. -¿Qué hay den­tro de esto?- preguntó ella, tendiendo la cajita hacia él. El señor Herrera miró a través del objeto. -Tres monedas de oro -replicó, uniendo sus cejas en el esfuerzo por ver dentro de la cajita-. Una de cinco dólares norteamericanos, otra de diez fran- cos franceses y una de veinte marcos alemanes de la época del viejo emperador Guillermo. Ella abrió la cajita y la hizo circular entre los presentes. Sir Charles mostró una pequeña son­risa. -¡Complicidad -susurró, casi para sí mismo­¡Complicidad! El vidente se volvió hacia él con aire de resen­timiento. -¿Desea una muestra mejor? -preguntó con voz impresionante-. ¡Una muestra que lo convenza! Muy bien, usted tiene una carta en el bolsillo izquierdo del chaleco, una carta arrugada. ¿Desea que la lea en voz alta? Lo haré, si lo desea. Podrá parecerles increíble a aquellos que cono­cen a sir Charles, pero, debo admitirlo, mi cuñado se sonrojó. No sé qué contenía aquella carta; él sólo respondió muy malhumorado y evasivamente: -No, gracias; no lo molestaré. La demostración que nos ha dado ya de su capacidad en este sen­tido es más que suficiente-. Sus dedos se apo­yaron nerviosamente sobre el bolsillo del chaleco, como si temiera, aún entonces, que el señor He­rrera leyese la carta. Me pareció que también miraba con cierta an­siedad hacia madame Picardet. El vidente hizo una cortés reverencia. Su deseo, señor, es ley -dijo-. Aunque puedo ver a través de todas las cosas, por principio respeto invaria­blemente los secretos. De no ser así, podría disol­ver la sociedad. -¿Porque quién de nosotros po­dría soportar que se dijese toda la verdad sobre él?-. Miró a su alrededor. Se sintió una desa­gradable inquietud. La mayoría de nosotros pen­samos que ese misterioso hispanoamericano real­mente sabía demasiado. Y algunos de nosotros estábamos dedicados a las operaciones financieras. -Por ejemplo -continuó suavemente el viden­te-, ocurre que hace unas semanas viajé en tren desde París hasta acá con un hombre muy inteli­gente, promotor de una compañía. Llevaba en su portafolios algunos documentos, ciertos documen­tos confidenciales -miró a sir Charles-. Usted sabe a qué me refiero, mi estimado señor: infor­mes de expertos, de ingenieros de minas. Es pro­bable que usted haya visto ese tipo de informes, rotulados estrictamente privado. -Son un elemento de las altas finanzas -admi­tió fríamente sir Charles. -Precisamente -murmuró el vidente, su acen­to por un instante menos español que antes-. Y, como estaban rotulados estrictamente privado, respeto, por supuesto, el sello de la confidencia. Eso es todo lo que deseo decir. Considero un deber, al estar dotado de tales poderes, no utili­zarlos de manera que puedan molestar o incomodar a mis prójimos. -Esa actitud lo honra -dijo sir Charles con cierta aspereza. Luego susurró en mi oído: -Maldito bribón inteligente, Sey; ojalá no lo hubiése­mos traído aquí. El señor Herrera pareció adivinar intuitivamente ese deseo, porque dijo con tono más alegre y ligero: -Ahora les haré una demostración de un poder oculto diferente, y más interesante, para lo cual necesitaremos atenuar un poco las luces que nos rodean. ¿Tendría inconveniente, señor anfitrión... porque adrede me he abstenido de leer su nombre en el cerebro de los presentes... tendría incon­veniente en que disminuya un poco la luz de esta lámpara? ... ¡Así! Así está bien. Áhora, ésta, y ésta. ¡Exactamente! -Correcto-. Vertió unos pocos granos de polvo de un paquete en un plato. -Ahora, un fósforo, por favor. ¡Gracias!-. El polvo ardió con una extraña luz verde. Sacó del bolsillo una tarjeta y una botellita de tinta. -¿Tie­nen una lapicera?- pidió. En seguida le alcancé una. El se le dio a sir Charles. -Hágame el favor -dijo- de escribir allí su nombre. E indicó un lugar en el centro de la tarjeta, que tenía un borde en relieve con un pequeño cuadrado en el medio, de diferente color. Sir Charles tiene una aversión natural a firmar su nombre sin saber para qué. -¿Para qué lo quie­re?- preguntó. La firma de un millonario tiene tantos usos. -Deseo que ponga la tarjeta en un sobre -re­plicó el vidente- y que luego lo queme. Después de eso, le mostraré su nombre escrito en letras de sangre sobre mi brazo, con su propia escritura. Sir Charles tomó la lapicera. Si la firma iba a ser quemada tan pronto como la escribiera, no tenía ningún inconveniente. Escribió su nombre según su habitual firma, de estilo claro, la escri­tura de un hombre que sabe, lo que vale y no teme hacer un cheque por una suma importante. -Mírela largo tiempo -dijo el vidente desde el otro lado del salón. No lo había mirado mientras escribía. Sir Charles clavó la mirada en la tarjeta. El vi­dente estaba comenzando realmente a producir una impresión. -Ahora, póngala en ese sobre -exclamó el vi­dente. Sir Charles, como un cordero, puso la tarjeta co­mo se le había indicado. El vidente se adelantó. -Déme el sobre -dijo. Lo tomó, caminó hacia el hogar y lo echó solem­nemente al fuego. Vea, se convierte en ceni­za-, gritó. Luego volvió al centro del salón, junto I a la luz verde, se arremangó chaqueta y camisa y mostró su brazo a sir Charles. ¡Allí, en letras del color de la sangre, mi cuñado leyó el nombre "Charles Vandrift", escrito con su propia letra! -Ya veo cómo logra eso -murmuró sir Char­les, retirándose-. Es un astuto engaño; pero de todos modos me doy cuenta. Su tinta era de un verde profundo, su luz era verde, me hizo mirar largo tiempo la firma y luego vi lo mismo escrito sobre la piel de su brazo en colores complemen­tarios. -¿Usted cree? -preguntó el vidente, con un curioso pliegue del labio. -Estoy seguro -replicó sir Charles. Rápido como el rayo, el vidente se arremangó otra vez. -Ese es su nombre -gritó con voz muy clara-, pero no su nombre completo. ¿Qué opina usted de esto? ¿También es un color comple­mentario?. Desnudó su otro brazo. Allí, en letras de color verde mar, pude leer el nombre, "Char­les O'Sullivan Vandrift". Se trata del nombre com­pleto de mi cuñado, pero él ha dejado de usar O'Sullivan desde hace años y, para decir verdad, no le gusta. Está un tanto avergonzado de la fami­lia de su madre. Charles miró rápidamente. -¡Muy bien! -ex­clamó-. ¡Muy bien!-. Pero su voz era hueca. Supuse que no deseaba continuar la sesión. El vidente podía ver a través del hombre, por su­puesto; pero era obvio que el individuo sabía de­masiado acerca de nosotros para que fuera com­pletamente agradable. -Prendan las luces -dije, y un sirviente las prendió-. ¿Ordeno café y benedictine? le susurré a Vandrift. -De inmediato -respondió. ¡Lo que sea, con tal de impedir que este individuo cometa otras impertinencias! Y, digo yo, ¿no crees que será mejor que sugieras también que los hombres fu­men? Incluso estas damas gustan de un cigarri­llo... algunas de ellas. Hubo un suspiro de alivio. Las luces ardían in­tensamente. Por el momento el vidente se retiró de su negocio, por así decirlo. Aceptó un cigarro de muy buen grado y bebió su café en un rincón mientras charlaba con la dama que había sugerido Strafford con marcada cortesía. Era un pulido caballero. La mañana siguiente, en el hall del hotel, vi de nuevo a madame Picardet, vestida con un prolijo traje de viaje cortado por un sastre, evidentemen­te en marcha hacia la estación del ferrocarril. -¿Cómo, se marcha, madame Picardet? -ex­clamé. Sonrió y tendió su mano enguantada. -Sí, me marcho -respondió alegremente-. Florencia, o Roma, o alguna parte. He agotado Niza... como si fuese una naranja exprimida. He extraído de ella toda la diversión posible. Ahora vuelvo a mi amada Italia. Pero me pareció extraño que si su destino era Italia, tomara el ómnibus que lleva al train de luxe a París. Sin embargo, un hombre de mundo acepta lo que una dama le dice, por improbable que esto sea; y, debo confesarlo, por unos diez días no volví a pensar en ella ni tampoco en el vidente. Al final de ese período llegó el resumen de cuenta quincenal del banco de Londres. Es parte de mi tarea, como secretario del millonario, revisar ese resumen una vez cada quince días y comparar los cheques cancelados con los talones de los cheques. En esa ocasión particular observé lo que sólo puedo describir como una discrepancia muy grave; en realidad, una discrepancia de 5.000 li­bras. Del lado equivocado, además. A sir Charles se le debitaban 5.000 libras más que la suma total de todos los talones. Examiné el resumen con cuidado. La fuente del error era obvia. Se trataba de un cheque al porta­dor por 5.000 libras, firmado por sir Charles, y evidentemente cobrado en el banco de Londres, ya que no Llevaba sello ni indicación de cualquier otra oficina. Llamé al estudio a mi cuñado, quien se encon­traba en el salón. -Mira aquí, Charles -le dije-, hay un cheque en el resumen que tú no has re­gistrado-. Y se lo alcancé sin comentario alguno porque pensé que tal vez lo hubiese extendido para arreglar alguna pequeña pérdida en las ca­rreras o los naipes, o para solucionar algún otro asunto que no deseaba mencionarme. Esas cosas ocurren. Tomó el cheque y lo miró largamente. Luego arrugó los labios y lanzó un silbido largo y de tono bajo. Al fin dio vuelta el cheque y comentó: -Digo yo, Sey, muchacho, nos han embromado bien, ¿eh? Miré el cheque. -¿Qué quieres decir? -pre­gunté. -Pues, el vidente -replicó, aún mirando el cheque fijamente, apesadumbrado-. No me pre­ocupan las cinco mil libras, pero pensar que el individuo nos haya engañado a los dos de esa ma­nera... ¡me parece ignominioso! -¿Cómo sabes que fue el vidente? -pregunté. -Mira la tinta verde -respondió-. Además, recuerdo la forma del último rasgo. Hice ese ador­no en la excitación del momento, cosa que nor­malmente no hago en mi firma habitual. -Nos ha engañado -respondí, reconociéndo­lo-. ¿Pero cómo demonios consiguió pasar la firma al cheque? Esta parece tu letra, Charles, no una hábil falsificación. -Lo es -dijo-. Lo admito, no puedo negarlo. ¡Imagínate, embaucarme cuando más en guardia estaba yo! No me iba a engañar con sus tontas tretas ocultistas y sus juegos de palabras, pero nunca se me ocurrió que me-iba a estafar finan­cieramente de esta manera. Esperaba que me pi­diera un préstamo, o una extorsión, pero añadir mi firma a un cheque en blanco... ¡es atroz! -¿Cómo lo consiguió? -pregunté. -No tengo ni la más débil idea. Sólo sé que esas son las palabras que escribí. Podría jurarlo. -¿Entonces no puedes protestar el cheque? -Lamentablemente, no; es mi propia firma. Esa tarde fuimos sin demora a ver al comisario en jefe de policía en su despacho. Era un fran­cés caballeresco, mucho menos formal y burocrá­tico que lo habitual; hablaba un inglés excelente con acento norteamericano, ya que se había desem­peñado como detective en Nueva York por casi diez años en su juventud. -supongo -dijo lentamente, después de escu­char nuestro relato- que han sido estafados aquí mismo por el coronel Arcilla, caballeros, -¿Quién es el coronel Arcilla? -preguntó sir Charles. -Eso es lo que deseo saber -replicó el comi­sario en su curioso inglés-francés-norteamerica­no-. Es un coronel, porque en ocasiones se da un cargo; se lo llama coronel Arcilla porque parece poseer un rostro de goma, al que puede moldear como la arcilla en manos del alfarero. Nombre real, desconocido. Nacionalidad, igualmente francesa e inglesa. Dirección, generalmente Europa. Profe­sión, ex modelador de figuras de cera del Musée Grevin. Edad, la que elija. Emplea sus conocimien­tos para moldear su nariz y sus mejillas, con agre­gados de cera, según el personaje que desea per­sonificar. Aquilina esta vez, me dicen ustedes. ¡Hein! ¿Algo que ver con estas fotografías? Buscó en su escritorio y nos alcanzó dos foto­grafías. -En absoluto -replicó sir Charles-. Salvo, tal vez, el cuello, todo el resto es diferente. -¡Entonces es el coronel Arcilla! -exclamó el comisario con decisión, frotándose las manos con entusiasmo-. Miren acá -dijo y, tomando un lápiz, rápidamente trazó un perfil de uno de los rostros, el de un joven de aspecto dulce, carente de toda expresión notable-. Ese es el coronel en su máscara simple. Muy bien. Ahora observen: imaginen que se agrega un pequeño parche de cera a la nariz, un puente aquilino, así; bien, ahí lo tienen, y el mentón, eh, un toque. Ahora, para el cabello, una peluca. En cuanto al cutis, nada más sencillo. Este es el perfil del pillo de ustedes, ¿verdad? -Exactamente -murmuramos ambos. Median­te dos trazos curvos del lápiz y un poco de cabello postizo, el rostro se había transformado. -Pero tenía ojos muy grandes, con enormes pupilas -objeté, mirando más atentamente- y el hombre que aparece aquí en la fotografía los tiene pequeños y rasgados. -Así es -dijo el comisario-. Una gota de belladona los expande... y aparece el vidente; cinco granos de opio los contrae... y da un aspec­to de muerto en vida, de inocente estúpido. Bien, dejen este asunto por mi cuenta, caballeros. Tra­taré de descubrirlo. No digo que lo vaya a prender. Hasta ahora nadie ha podido pescar al coronel Ar­cilla; pero explicaré cómo hizo la falsificación, y eso deberá ser un consuelo suficiente para un hombre de sus medios, por una bagatela de cinco mil libras! -Usted no es el funcionario francés conven­cional, M. le Commissaire -me atreví a señalar. -¡Puede estar seguro! -afirmó el comisario, y se irguió como un capitán de infantería-. Messieurs -continuó en francés con la mayor digni­dad-, dedicaré todos los recursos de este des­pacho a rastrear el delito y, de ser posible, a efectuar el arresto del culpable. Telegrafiamos a Londres, naturalmente, y escri­bimos al banco, dando una detallada descripción del sospechoso. Pero no es necesario que agre­gue que nada surgió de todo ello. Tres días después el comisario vino a nuestro hotel. -¡Bien, caballero! -exclamó-. ¡Estoy encan­tado de haber descubierto todo! -¿Cómo? ¿Arrestó al vidente? -preguntó sir Charles, sorprendido. El comisario retrocedió, casi horrorizado ante la sugerencia. -¿Arrestar al coronel Arcilla? -exclamó-. -Mais, monsieur, ¡somos nada más que huma­nos! ¿Arrestarlo? No, claro que no. Pero descu­brimos cómo lo hizo. Eso ya es mucho... ¡des­cubrir al coronel Arcilla, caballeros! -Bien, ¿qué me dice, entonces? -preguntó sir Charles, decepcionado. El comisario se sentó, regocijado con su descubrimiento. Era obvio que un delito bien planeado lo divertía mucho. -En primer lugar, señor -di­jo-, quítese de la mente la idea de que cuando el señor, su secretario, fue a buscar aquella noche al señor Herrera, el señor Herrera no supiese a qué habitaciones iba. Todo lo contrario, en realidad. Yo no dudo que el señor Herrera o el coronel Ar­cilla, llámenlo como prefieran, haya venido a Niza este invierno con el único propósito de robarle a usted. -Pero yo mandé a buscarlo -afirmó mi cu­ñado. -Sí; él hizo que usted mandara a buscarlo. Forzó una carta, por así decirlo. Si no pudiera lo­grar eso, supongo que sería un pésimo mago. Te­nía a una dama suya... su esposa, digamos, o su hermana... albergada en este hotel, cierta madame Picardet. Por medio de ella, indujo a varias da­mas de su círculo a concurrir a sus sesiones. Ella y las otras hablaron con usted de él y despertaron su curiosidad. Puede apostar hasta su último dó­lar que cuando él vino a este salón, ya estaba muy bien preparado y conocía infinitos datos acerca de ustedes. -¡Qué tontos hemos sido, Sey! -exclamó mi cuñado-. Ahora lo comprendo todo. Aquella astu­ta mujer le comunicó antes de la comida que yo deseaba verlo; y para cuando tú llegaste al hotel suyo, él ya estaba embaucándome. -Así es -asintió el comisario-. Se había pin­tado su nombre en los dos brazos, y había hecho otros arreglos de mayor importancia. -Usted se refiere al cheque. Bien, ¿cómo lo obtuvo? El comisario abrió la puerta. -Pase -dijo. Y entró al salón un hombre joven, a quien reconocimos de inmediato como el em­pleado principal del Departamento de Exterior del Crédit Marseillais, el banco principal de toda la Riviera. -Diga lo que sabe de este cheque -dijo el comisario, mostrándoselo, porque nosotros lo ha­bíamos entregado a la policía como evidencia. -Hace unas cuatro semanas... -comenzó el empleado. -Digamos diez días antes de su sesión -inte­rrumpió el comisario. -Un caballero de pelo muy largo y nariz aqui­lina, moreno, extraño, y buen mozo, se presentó en mi departamento y preguntó si podía informarle el nombre del banquero de Londres de sir Charles Vandrift. Dijo que tenía que pagarle una suma y preguntó si nosotros podríamos enviársela en su nombre. Le dije que no era habitual que recibié­ramos el dinero, porque usted no tiene cuenta en nuestro banco, pero que sus banqueros de Londres eran Darby, Drumond y Rothenberg. -Exacto, murmuró sir Charles. -Dos días después una dama, madame Picardet, que era cliente nuestra, trajo un buen cheque por trescientas libras, firmado por un nombre de pri­mera clase, y nos pidió que lo pagáramos en su nombre a Darby, Drumond y Rothenberg, y que abriéramos una cuenta en el banco de esa firma para ella. Lo hicimos, y en respuesta recibimos una chequera. -De la que fue sacado este cheque, según me entero por un telegrama de Londres -intervino el comisario-. También, que el mismo día en que fue cobrado su cheque, madame Picardet, en Lon­dres, retiró su saldo. -¿Pero cómo consiguió el individuo que yo firmara el cheque? -preguntó sir Charles. -¿Có­mo realizó la treta de la tarjeta? El comisario sacó una tarjeta similar del bolsillo. -¿Era de este tipo? -preguntó. -¡Precisamente! Un facsímil. -Lo imaginé. Bien, nuestro coronel compró un paquete de esas tarjetas, que sirven para entrar a un servicio religioso, en un negocio del Quai Masséna. Cortó el centro y, vea acá-. El comisa­rio la dio vuelta y mostró un trocito de papel pe- gado prolijamente sobre el dorso; lo arrancó y allí, oculto detrás, había un cheque plegado, del cual sólo el espacio para firmar se veía en la tarjeta que el vidente nos había presentado. Llamo a eso una treta prolija -observó el comisario, aprecian­do profesionalmente un engaño bien realizado. -Pero él quemó el sobre ante mis ojos -ex­clamó sir Charles. -¡Bah! -contestó el comisario-. ¿Cuánto val­dría él como prestidigitador si no pudiera reem­plazar un sobre por otro entre la mesa y el hogar sin que ustedes lo notaran? Y el coronel Arcilla, ustedes deben recordarlo, es un príncipe entre los prestidigitadores. -Bien, es un consuelo saber que hemos identi­ficado a nuestro hombre y a la mujer que estaba con él -dijo sir Charles con un suspiro de ali­vio-. ¿Supongo que la etapa siguiente será, natu­ralmente, que ustedes los seguirán con estos in­dicios por Inglaterra y los arrestarán? -El comisario se encogió de hombros. -¡Arres­tarlos! -exclamó, muy divertido-. Ah, monsieur, ¡usted es optimista! Ningún oficial de justicia ha logrado nunca arrestar a le colonel Caoutchouc, como lo llamamos en Francia. Es tan escurridizo como una anguila. Se escapa de entre nuestros dedos. Y aun en el caso de que lo apresáramos, ¿qué podríamos probar? Se lo pregunto a usted. Nadie que lo haya visto una vez podrá nunca jurar que lo reconoce en su nueva personificación. Es impagable ese buen coronel. El día que lo arreste, le aseguro, monsieur, me consideraré el oficial de policía más brillante de Europa. -Sin embargo, yo lo encontraré -dijo sir Char­les y volvió a guardar silencio.
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