4. La imagen de
María a través del evangelio de san Juan
El Eco de la
voz
1.
Un primer
hecho:
Juan evita
llamarla “María”
Un primer hecho
que nos llama la atención al leer el evangelio de San Juan en busca de lo que
nos dice de María, es que este evangelista ha evitado llamarla por el nombre de
María. Juan nunca nombra a la Madre
de Jesús por este nombre, y es el único de los cuatro evangelista que evita sistemáticamente
el hacerlo. Marcos trae el nombre de María una sola vez. Mateo cinco veces.
Lucas trece veces: doce en su evangelio y una en los Hechos de los Apóstoles.
Juan nunca.
Y decidimos que Juan evitó intencionalmente
el nombrarla con el nombre de María,
porque hay indicios de que no se trata de omisión casual, sino premeditada,
querida y planeada.
Juan no ignora, por ejemplo, el oscuro nombre de José que cita cuando
reproduce aquella frase de la incredulidad que comentábamos a propósito de
Marcos y que recogen de una manera u otra también Mateo y Lucas: “Y decían:
¿no es acaso éste Jesús, hijo de José,
cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “He bajado del
cielo’”. (Jn 6, 42).
En segundo lugar, Juan conoce y nos nombra frecuentemente en su evangelio
a otras mujeres llamadas “María”: María la de Cleofás, María Magdalena,
María de Betania, hermana de Lázaro y Marta. Son personajes secundarios del
evangelio y, sin embargo Juan no evita llamarlas por su nombre propio. Esto hace
también con otros personajes, cuyo nombre podía aparentemente haber omitido,
sin quitar nada a su evangelio, como Nicodemo y José de Arimatea. Si nos ha
conservado estos nombres de figuras menos importantes: ¿Por qué no ha nombrado
por el suyo a la Madre de Jesús? Si la razón fuera –como pudiera
alguien suponer- la de no repetir lo que nos dicen ya los otros evangelistas,
tampoco se habría preocupado por darnos los nombres de José y de las numerosas
Marías de las que también aquéllos nos han conservado la noticia onomástica.
En tercer lugar si había un discípulo que podía y debía conocer a la
Madre de Jesús, ése era Juan, el discípulo a quien Jesús amaba y que por última
voluntad de un Jesús agonizante la tomó como Madre propia y la recibió en su
casa:
“Junto a la
cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás,
y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a
quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu Hijo’. Luego dice al
discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa’” (Jn 19, 25-27)
Pues bien, es este discípulo, que de todos ellos es quien en modo alguno
puede ignorar el verdadero nombre de la Madre de Jesús el que –evitando
consignarlo por escrito en su evangelio- alude siempre a ella como la Madre de Jesús o, más brevemente su Madre. Y es precisamente este discípulo – el que entre todos
podía haber tenido mayores títulos para referirse a la Madre de Jesús como
“Mi Madre”- quien insiste en reservarle –con una exclusividad que ya
convierte en nombre propio lo que es un epíteto- el título “Madre de Jesús”.
Juan no ignoraba el nombre de María y, si
de hecho lo ignora es con alguna deliberada intención. Una intención que
no es fácil detectar a primera vista, pero que vale la pena esforzarse por
comprender.
2.
Una hipótesis
Y
una primera hipótesis explicativa podría ser la siguiente. Quizás san Juan
evita usar el nombre de María como nombre propio de la Madre de Jesús porque
le parece un nombre demasiado común
para poder aplicárselo como propio. Si
el nombre propio es para nosotros el
que distingue a una persona, a un
individuo de todos los demás; sí –además- para la mentalidad israelita el
nombre revela la esencia de una persona y enuncia su misión en la historia salvífica,
entonces Juan tenía razón: María no
es un nombre suficiente mente propio como para designar de manera adecuada o
inconfundible a la Madre de Jesús. Es un nombre
demasiado común para ser propio
suyo. Marías hay muchas en los evangelios y sin duda eran muchísimas en el
pueblo y en el tiempo de Jesús, como lo son aún hoy entre nosotros. Si Juan
buscaba un nombre único, un título que le señalara la unicidad irrepetible
del destino de aquella mujer, eligió bien: Madre
de Jesús fue ella y sólo ella, en todos los siglos.
En esta hipótesis, por lo tanto, Juan,
al evitar llamarla María, y al decirle siempre la
Madre de Jesús, su Madre, lejos de silenciar el nombre propio de aquella
mujer, nos estaría revelando su nombre verdadero, el que mejor expresa su razón
de ser y su existir. Pero tratemos de ir más lejos y más hondo en las posibles
intenciones ocultas de san Juan.
3.
Otro
hecho: Diálogos distantes
Analicemos un segundo hecho que llama la atención al estudiar la imagen
de María tal como se desprende de los dos únicos pasajes de este evangelio en
que ella aparece: las bodas de Caná y la Crucifixión.
Como sabemos,
Juan, al igual que Marcos, no nos ofrece relatos de la infancia de Jesús.
Podemos además desechar la referencia –que hacen sus opositores- a su padre y
a su madre, y que Juan, al igual que los sinópticos nos ha conservado (Jn 6,
42). Ya vimos, al tratar de Marcos qué figura de María revela este enfoque de
la más tradición pre-evangélica. Y por eso no volvemos a insistir aquí en
ese aspecto, que no es propio de Juan.
El materia
estrictamente joánico acerca de la Madre de Jesús –desgraciadamente para
nuestra piadosa curiosidad, pero afortunadamente para quien, como nosotros, ha
de considerarlo en un breve lapso- se reduce a esas dos escenas, que junta no
pasan de catorce versículos: las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y la Crucifixión
(Jn 19, 25-27). Si no fuera por el evangelio de Juan, no sabríamos que Jesús
había asistido con su Madre y con sus discípulos a aquellas bodas en Caná de
Galilea. Ni sabríamos tampoco que la Madre de Jesús siguió de cerca su Pasión
y fue de los poquitos que se hallaron al pie de la cruz.
Y he aquí
–ahora- el segundo hecho sobre el que quisiera llamar la atención. Entre
todos los pasajes evangélicos acerca de María, son poquísimos los que nos
conservan algo que se parezca a un diálogo entre Jesús y su Madre. Para ser
exactos son tres: estos dos del evangelio de Juan y la escena que nos narra
Lucas del niño perdido y hallado en el Templo, cuando, en ocasión del
acongojado reproche de la Madre: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira
que tu padre y yo angustiados te andábamos buscando” (Lc 2, 48), responde Jesús
con aquellas enigmáticas palabras que abren en Lucas el repertorio de los
dichos de Jesús: “Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tenía que
estar (aquí) en lo de mi Padre?” (Lc 2, 49).
Quien lea los
diálogos joánicos habiendo recogido previamente en Lucas esta primera impresión
no podrá menos que desconcertarse más. En la escena de las bodas de Caná Jesús
responde a su Madre que le expone la falta de vino: “Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? (o, como traducen otro para
suavizar esta frase impactante: ¿qué nos va a ti y a mí?), todavía no ha
llegado mi hora”. Y en la escena de la crucifixión: “Mujer, he ahí a tu hijo”.
Notemos, pues,
que en los tres diálogos que se nos conservan, Jesús parece poner una austera
distancia entre él y su Madre. Son
precisamente estos pasajes –que, por presentar a Jesús y María en un tú a tú,
podrían haberse prestado para reflejar la ternura y el afecto que sin lugar a
dudas unió a estos dos seres sobre la tierra –los que nos proponen, por el
contrario, una imagen, al parecer, adusta, de esa relación, capaz de
escandalizar la sensibilidad de nuestros contemporáneos: 1) Mujer: ¿Qué
hay entre tú y yo?; 2) Mujer: He ahí
a tu hijo.
Juan parece
haber retomado y subrayado lo que Lucas nos adelantaba en su escena. La Madre de
Jesús sólo aparece en su evangelio en estos dos pasajes dialogales, y Jesús
parece en ellos distanciarse de su Madre: 1) con una pregunta que pone en cuestión
su relación; 2) interpelándola con la genérica y hasta fría palabra Mujer;
3) remitiéndola a otro como a su hijo.
La impresión
-decíamos- es desconcertante. Y agrega un segundo hecho,
que pide ser explicado, al ya enigmático silenciamiento del nombre de la
Madre de Jesús.
Tratemos de dar explicación a estos dos hechos enigmáticos.
1.
“Haced
todo lo que El os diga”
El evangelio de
san Juan subraya la revelación de Dios en Jesucristo como la revelación del Padre
de Jesús. Dios es el Padre de Jesús. Juan es el evangelista que nos
muestra mejor la intimidad de Jesús con su Padre; la corriente de mutuo amor y
complacencia que los une; cómo Jesús vive y se desvive por hacer lo que agrada
a su Padre, cómo se alimenta de la complacencia paterna, siendo ésta su
verdadera vida: “El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo.
Nadie me la arrebata; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y
recobrarla, y esa es la orden (la voluntad) que he recibido de mi
Padre”. (Jn 10, 17-18). “El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30).
“Felipe: el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9).
Es en paralelo, y por analogía con
esos –en san Juan ubicuos- mi Padre, el
Padre de Jesús, como creo debemos comprender la insistencia de Juan en
referirse a María sola y exclusivamente como su
Madre, la Madre de Jesús.
Así como Dios es para Jesús el
Padre, omnipresente en su vida y en sus labios (mi Padre, el Padre que me
envió, voy al Padre, mi Padre y vuestro Padre, el Padre que me ama, la casa de
mi Padre…), así también y para señalar una mísitica analogía, para
subrayar una paralela realidad espiritual, Juan llama a aquella que es como un
eco de la divina figura paterna –no sólo a través de una maternidad física,
sino principalmente a través de una comunión en el mismo Espíritu Santo- la
Madre de Jesús.
Y una de las principales finalidades de
la escena de Caná nos parece que es –en la intención de Juan- la de mostrar
hasta qué punto la Madre de Jesús
está identificada en su espíritu con el Espíritu del Padre
de Jesús.
En la escena de Caná, en efecto,
parecería que Juan se complace en subrayar la coincidencia del velado
testimonio que de Jesús da María ante los hombres, con el testimonio que de
Jesús da su Padre: “Haced todo cuanto os diga”, dice la Madre.
“Escuchadlo”, dice el Padre; que es decir lo mismo: obedecerle. Sabemos, en
efecto, por el testimonio de los sinópticos, que en los dos momentos decisivos
del Bautismo y de la Transfiguración se abren los cielos sobre Jesús y
desciende una voz –la voz de Dios- que proclama (con pequeñas variantes según
cada evangelista): “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”.
En el Bautismo,
la finalidad de esta voz –que se revela como la del Padre- es credencial
de la identidad mesiánica y de la filiación divina de Jesús, y suena como
solemne decreto de entronización pública en su misión de Hijo y en su destino
de Mesías. En la Transfiguración, la
finalidad de esta voz es dar confirmación y garantía de autenticidad mesiánica
a la vía dolorosa que Jesús anuncia –con ternaria solemnidad- a sus discípulos.
Y la voz celestial completa su mensaje con un segundo miembro de la frase: Escuchadlo.
San Juan, a diferencia de los sinópticos,
no nos relata la escena del Bautismo. Tampoco hace referencia a la voz celestial
que –según los sinópticos- se dejó oír en el Bautismo. Ha puesto en su
lugar no sólo más profuso y explícito testimonio del Bautista, sino también
–nos parece- la voz de María: “Haced todo lo que os diga”, que equivale
al “escuchadle” de la voz divina en la Transfiguración, pero adelantada aquí
al comienzo del ministerio de Jesús.
Antes de la escena de Caná, Jesús no
ha nombrado ni una sola vez a su Padre, lo hará por primera vez en la escena de
la purificación del templo, que sigue inmediatamente a la de Caná. Es a través
de su Madre como le llega a Jesús ya en Caná, como a través de un eco fidelísimo
la voz de su Padre. No, como en los sinópticos, a través de una voz del cielo
ni como más adelante, en el mismo evangelio de Juan con un estruendo –que los
circundantes, a quienes va destinado, se dividen en atribuir a trueno o voz de
ángel-, sino como una sencilla frase de mujer cuyo carácter profético solo
Jesús pudo entender, oculto como estaba bajo el más modesto ropaje del
lenguaje doméstico.
Y prueba de que Jesús reconoció en
las palabras de la Madre un eco de
la voz de su Padre es que, habiendo alegado que aún no había llegado su hora,
cambia súbitamente tras las palabras: “Haced cuanto os diga”, y realiza el
milagro de cambiar el agua en vino.
No fuera mera deferencia o cortesía,
ni mucho menos debilidad para rechazar una petición inoportuna. Fue
reconocimiento en la voz de la Madre, del eco clarísimo de la voluntad del
Padre. Obedeciendo a esa voz, Jesús “realizó este primer signo y manifestó
su gloria, y sus discípulos creyeron en él”. Y san Juan se preocupa, en
otros pasajes del Evangelio, de subrayar el escrúpulo de Jesús en no hacer
sino lo que el Padre le ordena, en mostrar, sólo lo que el Padre le muestra y
en guardar celosamente lo que el Padre le da.
Sí, pues, María es por un lado “Hija de Sión”, en cuanto encarna lo más santo del Pueblo de
Dios, es también Hija de la Voz, que
así se dice en hebreo lo que nosotros decimos: Eco. Eco de la Voz de Dios = Bat
Qol, Hija de la Voz.
2.
Entre Caná
y el Calvario
La importancia que la figura de la Madre de Jesús tiene en el evangelio
según san Juan no la podemos inferir de la abundancia de referencias a ella,
pues, como hemos visto, son pocas. La hemos de deducir de la sugestiva colocación,
dentro del plan total del evangelio, de las dos únicas y breves escenas en que
ella aparece: Caná y el Calvario. Y no sólo –por supuesto- de su lugar
material, sino también de su contenido revelador.
Caná y el Calvario constituyen una
gran inclusión mariana en el evangelio de san Juan. Encierran toda la
vida pública de Jesús como entre paréntesis. Son como un entrecomillado
mariano de la misión de Jesús. Abarcan como con un gran abrazo materno
–discretísimo pero a la vez revelador de una plena comprensión y
compenetración entre Madre e Hijo- toda la vida pública de Jesús desde su
inauguración en Caná hasta la consumación en el Calvario.
La María de san Juan no es sólo
–como en Marcos- la Madre solidaria con su Hijo ante el desprecio. No es
tampoco –como en Mateo y en Lucas- una estrella fugaz que ilumina el origen
oscuro del Mesías o la noche de una infancia perdida en el olvido de los
hombres.
La Madre de Jesús es para san Juan
testigo y actor principal en la vida misma de Jesús. Su presencia al comienzo y
al fin, en el exordio y el desenlace es como la súbita, fugaz, pero iluminadora
irrupción de un relámpago comparable al también doble inesperado trueno de la
voz del Padre en el Bautismo y la Transfiguración.
3.
El diálogo
en Caná
La
Madre de Jesús tal como nos la presenta Juan, sabe y entiende. Es para Jesús
un interlocutor válido e inteligente como iniciado en el misterio de la hora de
Jesús, se entiende con él en un lenguaje de veladas alusiones a un arcano común.
Quien oye desde fuera este lenguaje,
puede impresionarse por las apariencias. Aparente banalidad de la intervención
de la Madre: No tienen vino. Aparente
distancia y frialdad descortés del Hijo: Mujer,
¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora.
Con ocasión
de una fiesta de alianza matrimonial, Madre e Hijo tocan en su conversación el
tema de la Alianza. La Antigua y la Nueva. Vino viejo y vino nuevo. Vino
ordinario y vino excelente que Dios ha guardado para servir al final. Antigua
Alianza es agua de purificación rituales, que sale de la piedra de la
incredulidad y sólo lava lo exterior. Nueva Alianza que brota inexplicablemente
por la fuerza de la palabra de Cristo, como buen vino, como sangre brotando de
su interior por su costado abierto y que alegra desde lo interior.
La observación de la Madre (no
tiene vino) encierra una discreta alusión midráshica a la alegría de la
Alianza Mesiánica, aún por venir, y de la cual el vino es símbolo de la
Escritura.
Sabemos por san Lucas que no sólo Jesús
sino también María, habla y entiende aquel estilo midráshico, que entreteje
Escritura y vida cotidiana. En el evangelio de san Juan, Jesús aparece como
Maestro en este estilo, que estriba en realidades materiales y las hace
proverbio cargado de sentido divino: hablaba del Templo… de su Cuerpo; como el viento… es todo lo que
nace del Espíritu; el que beba de esta agua volverá a tener sed… pero el que
beba del agua que yo le daré…; mi carne es verdadera comida…
Y si
la observación de María hay que entenderla como el núcleo de un diálogo más
amplio, que san Juan abrevia y reproduce sólo en su esencia, también la arcana
respuesta de Jesús hemos de interpretarla no como la de alguien que enseña al
ignorante, sino como la de quien responde a una pregunta inteligente.
La frase de Jesús (Mujer,
¿qué hay entre tú y yo? Aúno no ha llegado mi hora), antes que negar una
relación con María es una adelantada referencia a que –una vez llegada la
hora de Jesús- se creará entre él y su Madre el vínculo perfecto, último y
definitivo ante el cual, palidecen los ya fuertes que lo unen con su Madre en la
carne y el Espíritu. Un vínculo tan fuerte que –como veremos. Se podrá
decir que la hora de Jesús es a la
vez la hora de María, la hora de un
alumbramiento escatológico, en la que el Crucificado le muestra en Juan al Hijo
de sus dolores, primogénito de la Iglesia.
Y si la Madre pregunta indirectamente a
cerca de la alegría simbolizada por
el vino (no hay fiesta si no hay vino, dice
el refrán judío), Jesús alude a una
alegría que viene en el dolor de su hora, de su pasión, alegría que Jesús
anunciará oportunamente a su Madre, desde la cruz, como la dolorosa alegría
del alumbramiento.
4.
La escena
en el Calvario
Y con esto hemos iniciado nuestra respuesta al segundo hecho
sorprendente: el de la frialdad y distancia
que parece interponer Jesús en sus diálogos con su Madre. Pero, al
mismo tiempo, acabamos de insinuar el sentido de la segundo escena mariana en el
evangelio de Juan: la del Calvario. Tomémosla en consideración con más
detenimiento:
“Junto
a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de
Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo
a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu Hijo’. Luego dice
al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el discípulo
la acogió en su casa’”
(Jn 19, 25-27).
Nos
parece que podemos partir para interpretar el sentido de este pasaje, de las
palabras desde aquella hora. Juan ama
las frases aparentemente comunes, pero cargadas de sentido. Y éstas, es una de
ellas. Porque aquella hora es nada
menos que la hora de Jesús; de la cual él dijo: ha
llegado la hora…, ¿y qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de estas hora? Pero,
¡si para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre! (Jn 12,
23-27).
Para
san Juan la hora de alguien es el tiempo en que este cumple la obra para la cual
está particularmente destinado. La hora de los judíos incrédulos es el tiempo
en que Dios les perpetrar el crimen en la persona de Cristo o de sus discípulos:
“Incluso
llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y lo harán.
Porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os lo he dicho para que cuando
llegue la
hora os acordéis…” (16, 3-4).
Y
esta expresión la hora, posiblemente
se remonta a Jesús mismo, fuera de los numerosos pasajes de san Juan, también
Lucas, nos guarda un dicho del Señor que habla de su Pasión como de la hora: Pero ésta es vuestra hora, y del poder de las tinieblas (Lc
22, 53).
La hora de Jesús es aquél momento en que se realiza
definitivamente la obra para la cual fue enviado el Padre a este mundo. Es la
hora de su victoria sobre Satanás, sobre el pecado y la muerte: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será derribado; cuando yo sea
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 31-32).
Por
ser la hora de la Pasión una hora dolorosa pero victoriosa a la vez, está para
san Juan íntimamente unida a la gloria, a la gloriosa victoria de Jesús. Y esa
gloria se manifiesta por primera vez en Caná. Es la misma con la que el Padre
glorificará a su Hijo en la cruz. Y María es testigo de esta gloria en ambas
escenas.
Esa
coexistencia de sufrimiento y gloria que hay en la
hora se expresa particularmente en una imagen que Jesús usa en la Ultima
Cena y que compara su hora con la de la mujer que va a ser madre:
“La
mujer, cuando da a luz, está triste porque ha llegado su hora (la del alumbramiento), pero cuando le ha nacido el niño ya no se acuerda del aprieto, por el
gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16, 21).
Me
parece que esta imagen no acudió casualmente a la cabeza de Jesús en aquella víspera
de su Pasión. Creo más bien que es como una explicación adelantada de la
escena que meditamos; Y que, a la luz de esta explicación Juan habrá podido
comprender la profundidad del gesto y de las últimas palabras de Jesús
agonizantes a él y a María.
¿Habrán
recordado Jesús, Juan, María, el oráculo profético de Jeremías o algún
otro semejante?:
“Y
entonces oí una voz como de parturienta, gritos como de primeriza. Era la voz
de la Hija de Sión, que gimiendo extendía sus manos: Ay, pobre de mí, que mi
alma desfallece a manos de asesinos” (Jer
4, 31).
Al
pie de la cruz, la Hija de Sión gime y siente desfallecer su alma a causa de
los asesinos de su Hijo. Y Jesús, que la ve afligida, comparable a una
parturienta primeriza en sus dolores; Jesús, que advierte el gemido de su corazón;
aludiendo quizás en forma velada a algún oráculo profético como el de Jeremías,
la consuela con el mayor consuelo
que se puede dar a la que acaba de alumbrar un hijo: mostrándoselo. He ahí a tu hijo, le dice mostrándole al discípulo, el primogénito eclesial del nuevo pueblo de Dios
que Jesús adquiere con su sangre. Juan el bienaventurado que ha permanecido en
las puertas de la Sabiduría en aquella hora de las tinieblas:
“Bienaventurado
el hombre que me escucha, y que vela continuamente a las puertas de mi casa, y
está en observación en los umbrales de ella” (Prov 8,34).
Juan,
el primogénito de la Iglesia, permanece junto a los postes de la puerta de la
Sabiduría, marcada con la sangre del Cordero, para ser salvo del paso del Angel
exterminador.
Jesús
revela que su hora es también la hora de su Madre. Lejos de distanciarse de
ella o de renegar de su maternidad, la consuela como un buen hijo a su Madre,
pero también como sólo puede consolar el Hijo de Dios: mostrándoles la parte
que le cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora de dolores, a su primer
hijo alumbrado entres ellos.
He
aquí indicada la dirección en que nos parece que se ha de buscar la explicación
de ese Mujer con que Jesús habla a su
Madre en el evangelio de Juan. Tanto en Caná como en el Calvario, Jesús ve en
ella algo más que la mujer que le ha dado su cuerpo mortal y a la que está
unido por razones afectivas individuales, ocasionales.
Para
Jesús, María es la Mujer que el
Apocalipsis describe, con términos oníricos, en dolores de parto, perseguida
por el dragón, huyendo al desierto con su primogénito. Es la parturienta
primeriza de Jeremías, dando a luz entre asesinos. Jesús no ve a su Madre
–como nosotros a las nuestras- en una piados pero exclusiva y estrecha óptica
privatista, sino en la perspectiva de la hora, fijada de antemano por el Padre,
en que recibiría y daría gloria. Esa gloria que es una corriente que va y
viene y, como dice Jesús, está en los que creen en él: Yo
he sido glorificado en ellos (Jn 17, 9-10), los
que tú me has dado y son tuyos, porque todo lo mío es tuyo. El Padre
glorifica a su Hijo en los discípulos llamados a ser uno con él, como él y el
Padre son uno. Y María, Madre del que es uno con el Padre es también Madre de
los que por la fe son uno con el Hijo.
Por
eso, al señalar a Juan desde la cruz, Jesús se señala a sí mismo ante María,
la remite a sí mismo, no tal como lo ve crucificado en su Hora, sino tal como
lo debe ver glorificado en los suyos, en los que el Padre le ha dado como gloria
que le pertenece. Y la remite a ella misma: no según su apariencia de Madre
despojada de su único Hijo, humillada Madre del malhechor ajusticiado, sino según
su verdad: primeriza de su Hijo verdadero, nacido en la estatura corporativa
–inicial, es verdad, pero ya perfecta- de Hijo
de Hombre.
Se comprende así lo bien fundada en la
Sagrada Escritura que está la contemplación eclesial de la figura de María
como nueva Eva, esposa del Mesías y Madre de una humanidad nueva de Hijos de
Dios. En efecto, en la tradición de la Iglesia se ha interpretado que en el
apelativo Mujer está la revelación
de grandes misterios acerca de la identidad de María. Por un lado, se ha
reconocido en ella a la Nueva Eva que
nace del costado del Nuevo Adán,
abierto en la cruz por la lanza del soldado. Como nueva Eva
ella celebra a los pies de la cruz un misterioso desposorio con el nuevo Adán,
que la hace Esposa del Mesías en las Bodas del Cordero. Allí por fin, Jesús
la hace y proclama madre, parturienta por los mismos dolores de la redención
que fundan su título de corredentora. Madre de una nueva humanidad, de la cual
Juan será el primogénito y el representante de todos los creyentes.