3.
LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE SAN LUCAS
1.
La
intención de Lucas
La
obra del evangelista Lucas consta de dos libros: el Evangelio y los Hecho de los
Apóstoles. El primero nos relata la historia de Jesús, el segundo la historia
de los orígenes de la Iglesia. Las intensión del díptico es iluminar la
experiencia que los fieles de origen pagano encontraban en la comunidad
eclesial, explicándola a la luz de su origen histórico. ¿Cómo? Mostrando
–en la experiencia actual del Espíritu Santo derramada en las primeras
comunidades- la continuidad de la acción del mismo Espíritu que había obrado
en la Iglesia de los Apóstoles, en la Vida y Obra de Jesús y en su preparación
previa en la historia pasada de Israel.
La inquietud
de Lucas parte, pues, del presente; y para dar razón de él e interpretar su
significado religioso, se remonta al pasado. En cambio su obra escrita, por pura razón del método, parte del pasado y,
siguiendo un cierto orden cronológico de los hechos, llega al presente. El prólogo
de su evangelio nos muestra claramente que Lucas ha usado la técnica cinematográfica
del “raconto”:
“Puesto que muchos han intentado narrar
ordenadamente los hechos que han tenido lugar entre nosotros, tal como nos los
han transmitido los que presenciaron personalmente desde el comienzo mismo y que
fueron hechos servidores del Mensaje, también a mí, que he investigado todo
diligentemente desde sus comienzos, me pareció bien escribirlos ordenadamente
para ti –ilustre Teófilo-, para que conocieras la certeza de las
informaciones que has recibido”.
Lucas es plenamente consciente de su
condición de testigo secundario y
tardío. No es apóstol ni testigo presencial de los orígenes del milagro
cristiano. Se ha incorporado a la Iglesia, y a sido dentro de ella una figura
relativamente oscura y de segundo rango. Pero no es judío; y se ha aproximado a
esta nueva “secta”, nacida del judaísmo, desde su cultura y mentalidad
griega, como hijo ilustrado de ella, amante de claridades y certezas, de orden y
de examen crítico de hechos y testigos.
En su prólogo distingue claramente: 1º)
Los testigos presenciales (autoptai: los
que vieron por sí mismos) y desde los comienzos (ap’arjés) y que convertidos en servidores de ese mensaje, lo
transmitieron (paredosan). Ellos son
la fuente de la tradición. 2º) Otros que se dieron a la tarea (epejéiresan:
pusieron la mano, escribieron) de repetir por escrito, en el mismo orden que
la tradición oral, las narraciones de los testigos (¿Marcos, por ejemplo?).
Ellos son los que fijaron por escrito esas antiguas tradiciones. 3º) El, Lucas,
que adopta un orden propio. Orden que fundado en una investigación diligente de
los hechos, tiene por fin hacer resaltar en ellos su coherencia interior y, por
lo tanto, su credibilidad.
Desde su relación actual (catequístico
– apologética) con Teófilo- personaje real o personificación de los paganos
instruidos (como Lucas) que se habían acercado a enterarse de la fe cristiana-,
Lucas emprende su obra, que es a la vez historia de la fe y de teología de la
historia. Y como buen historiador griego, se funda en testigos presenciales y
fidedignos.
Su escrúpulo de se refleja –entre
otras cosas. En que sitúa los acontecimientos que relata en relación con
ciertas coordenadas o hitos de la historia.
Teófilo ha recibido información o
instrucción en una de aquellas comunidades contemporáneas, suyas y de Lucas,
en la que ha visto las obras del Espíritu.. Lucas parte de allí hacia atrás,
explicándolo todo desde el comienzo como obra del Espíritu Santo. Esta
centralidad del Espíritu Santo en la obra de Lucas se desprende del prólogo de
los Hechos de los Apóstoles, segundo tomo de su obra:
“En mi primer libro, oh Teófilo, hablé de lo
que Jesús hizo y enseñó desde el principio, hasta el día en que, después de
haber enseñado a los Apóstoles que El había elegido por obra del Espíritu
Santo, fue llevado al cielo”.
El
Espíritu Santo ha presidido e inspirado la elección de los Apóstoles y es el
vínculo divino entre Jesús y la Misión eclesial que comienza.
Lucas,
que escribe a gentiles o cristianos provenientes de la gentilidad, no puede
contentarse con el recurso al Antiguo Testamento y a la prueba de Escritura.
Para su público es necesario integrar estos elementos en un nuevo marco
significativo. Lucas debe atender a la solidez
y certeza, y estas deben demostrarse a partir de hechos actuales, visibles
en la iglesia. Desde estos hechos puede ya remontarse al pasado bíblico, que no
ofrece para su público pagano interés por sí mismo.
Cuando
Lucas nos narra la infancia de Jesús, trata la materia más lejana al presente,
toca la parte más remota de su historia. Lucas podía haberlo omitido como
Marcos y Juan. Era materia especialmente espinosa para explicar a gentiles.
Mateo en cambio, podía mostrar más fácilmente a su público, judío, como a
través de los hechos de la infancia de Jesús se cumplían las Escrituras. Pero
para el público de Lucas, el argumento de Escritura adquiría fuerza si se
presentaba integrado en el testimonio de un testigo, dirigido históricamente y
claramente vinculado a la explicación del presente eclesial.
2.
María como testigo
Y
ese testigo de la infancia de Jesús es María. A Lucas debemos una serie de
rasgos de María, un enriquecimiento de detalles de su figura que proviene
precisamente de un interés por ella como testigo
privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también del significado
teológico de esa vida.
Si
todo el evangelio de Lucas se funda en un testimonio de testigos oculares y si
Lucas se atreve hablar de la infancia de Jesús es porque cuenta con el
testimonio de María a cerca de ella. Lucas evoca por dos veces en su narración
de la infancia los recuerdos de María: “María por su parte, guardaba todas
estas cosas y las meditaba en su corazón” (2, 19); “Su Madre conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (2, 51). Estas fórmulas
recuerdan la manera como san Juan invoca su propio testimonio en su evangelio y
los términos análogos usados por el mismo Lucas cuando parece referirse al
testimonio de vecinos y parientes:
y en toda la montaña de Judea se comentaban todas
estas cosas; todos los que las oían las guardaban en su corazón” (1,66).
“Oyeron
sus vecinos y parientes que el Señor le
había hecho gran misericordia” (1,58).
“Se volvieron glorificando a
Dios por todo lo que habían visto y oído” (2, 20).
Algunos de estos testimonios, que difícilmente a podido recoger Lucas
directamente de los testigos presenciales, deben haberle llegado a través de
María o de familiares de Jesús que –como sabemos- integraba la comunidad
primitiva y guardarían tradiciones familiares, de las cuales, sin embargo, la
fuente última debió ser María.
3.
Cualidades
de María como testigo
Lucas
pone especial cuidado en cualificarla como testigo: María es una persona llena
de gracias de Dios, como lo dice el Angel. Instruido
en las escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magníficat;
como lo presupone la profunda reflexión bíblica sobre los hechos, que se
entreteje de manera inseparable de
su narración; y como se explica también por el parentesco levítico de María
relacionada con Isabel, su prima, descendiente del linaje sacerdotal de Aarón y
esposa del sacerdote Zacarías.
Nos detenemos a subrayar esto, porque
hay quienes con cierta facilidad se inclinan a atribuir los relatos de la
infancia de Jesús a la imaginación de los evangelistas, como si estos los
hubieran inventado libremente, inspirándose en los relatos que el Antiguo
Testamento suele hacer de la infancia de los grandes hombres de Dios, como Moisés
o Samuel.
Es innegable que estos relatos de la
infancia de Jesús son como un tapiz, tejidos con hilos de reminiscencias
veterotestamentarias. Pero ¿con qué otro hilo podía tejer su meditación
sobre los hechos María, una doncella judía, emparentada con levitas y
sacerdotes, piadosa y llena de Dios, asistente asidua y atenta de las lecturas
de las explicaciones de la sinagoga? ¿Y
quién puede distinguir cuando abre el cofre de sus recuerdos más queridos,
entre lo que un historiador frío podría llamar hechos, crónica, y la carga de
evocación, interpretación personal y resonancias afectivas en quien volvemos
como entre terciopelos, las joyas de nuestra memoria?
Lucas sabe que no puede pedir de María,
su testigo, un testimonio redactado en el género de un parte de comisaría. Ni
tampoco le interesa. Porque en la meditación con la que María comprendió los
acontecimientos y los recuerda en la rumiación midráshica
de que los hizo objeto, hay algo que Lucas aprecia más que la crónica de
un archivo. Hay la revelación, hecha a una criatura de fe privilegiada, del
sentido de los acontecimientos de la infancia de Jesús a la luz de la
escritura, y hay una iluminación de oscuros pasajes de la escritura a la luz de
los misterios de la vida del Salvador. Y en ese recíproco iluminarse de los
hechos presentes por los pasados, y de los pasados por los presentes, no hay un
método inventado por María, sino un procedimiento muy bíblico que revela, sin
necesidad de firmas en la tela al verdadero autor: el Espíritu Santo. El que
–como Lucas gusta subrayar- obra en la Iglesia, obró en la vida de María y
que se revela como el conductor de toda la
historia de salvación, no sólo hasta Abraham (según Mateo), sino hasta Adán
mismo, como Lucas la traza en su genealogía de Jesús. Es el Espíritu Santo
quien, a través de María, está dando testimonio de Jesús y quien comenzó
por ella su tarea de enseñar a los creyentes en Jesucristo todas
las cosas.
Por eso, María no podía faltar y no
falta en la obra de Lucas, no sólo en el momento de la infancia de Jesús, como
la voz del niño que todavía no es capaz de hablar, sino tampoco en la infancia
de la Iglesia, cuando los Apóstoles después de la Ascensión, encerrados todavía
en sus casas por temor a los judíos perseveran en la oración –como nos narra
Lucas al comienzo de los Hechos de los Apóstoles- junto con la Madre de Jesús,
sin animarse todavía a hablar; Apóstoles infantes hasta la mayoría de edad
del Espíritu.
Por eso María desaparece discretamente
y cede humilde la palabra a su Hijo cuando éste –a los doce años en su
Bar-Mitzvá, en el Templo de Jerusalén- se convierte en un adulto maestro de la
sabiduría de su Pueblo y se hace capaz de dar testimonio válido de sí mismo y
del Padre.
Por eso desaparece también María muy
pronto de los Hechos de los Apóstoles, a penas éstos llenos del Espíritu
Santo en el día de Pentecostés, se convierten en maestros de la Nueva Ley del
Espíritu, en servidores de la Palabra, revestidos con fuerza y poder de lo alto
en validos testigos de la Pasión y Resurrección o sea, de la identidad mesiánica
y divina de Jesús.
María ocupa, pues, un puesto muy
humilde como testigo, y cede ese
puesto a penas su misión, provisoria deja de hacerse imprescindible. Pero su
testimonio permanece como eternamente válido e irremplazable para aquél período
de la concepción e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas modestas
y oscuras prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes que nadie el
cumplimiento de las profecías.
El contenido del testimonio de María
en los relatos de la infancia según Lucas está polarizado en la persona de Jesús,
protagonista de todo el evangelio, alrededor del cual se mueven muchas figuras:
Zacarías, Isabel, Juan el Bautista, parientes y vecinos, pastores de Belén,
Simeón y Ana la profetiza, doctores del templo, María y José.
4.
La
plenitud de los tiempos
Lucas,
discípulo de Pablo refleja en su obra una idea muy paulina. Idea que ya hemos
visto en aquél pasaje de la carta a los Gálatas que citábamos hablando de
Mateo: “Pero al llegar la plenitud de
los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho
hijo de mujer” (Gál 4,4). La plenitud de los tiempos ha llegado, y
ella comienza y consiste en la vida de Cristo, pues en él está el centro de la
historia de la salvación.
El oculto período de la infancia del
Señor es el filo crítico en que comienza esa plenitud y termina lo antiguo,
Juan el Bautista es el último personaje del Antiguo Orden. Jesús es el primero
del Nuevo. De ahí que Lucas coloque en paralelo sus milagrosas concepciones, el
anuncio angélico a sus padres sus nombres simbólicos, reveladores de sus
respectivas identidades y misiones, sus infancias y su crecimiento. De este díptico
de textos resalta una cierta semejanza pero también la radical diferencia de ambas figuras: Juan-precursor
y Jesús-Mesías. Juan último profeta del Antiguo Orden y Jesús Hijo de
Dios.
Lucas
se complace en leer ya desde la infancia, más aún desde antes del nacimiento
del Bautista, su destino de heraldo del Mesías. El niño Juan salta de gozo en
el seno de su madre. Y ésta se llena del Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu
a cuya intervención se debe la milagrosa inauguración de la plenitud de los
tiempos en el seno de María. El Espíritu que asegura la continuidad de una
misma obra divina a través de la discontinuidad de los tiempos de uno que se
extingue y de otro que se inaugura.
5.
Una
nube de testigos
Alrededor
de la cuna de Jesús, Lucas, único evangelista que nos narra su nacimiento
agrupa a sus testigos. Todos hablan de él. Zacarías da testimonio incluso con
su mudez. Es el testimonio negativo de la mudez de la Antigua Ley –de la cual
es sacerdote- para explicar lo que sucede. Dios no necesita de su testimonio ni
de su palabra para llevar adelante su obra. A pesar del enmudecimiento de la
Antigua Ley, de la Antigua Liturgia, del Antiguo Templo, de los cuales Zacarías
es ministro, Dios suscita un testigo y precursor: Juan Bautista. Y cuando éste
–mudo todavía también él- en el seno de su madre se estremece de gozo y
comunica a la estéril anciana convertida milagrosamente en madre fecunda para
concebir al último fruto del Antiguo Israel, el testimonio a cerca del que
viene: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (1.43).
Isabel
presta su voz, no está sola como testigo del Señor que viene. Y esto debemos
tenerlo en cuenta cuando consideramos la figura de María según san Lucas. En
la tela de Lucas, María no se dibuja aislada, solitaria figura de un retrato,
sino en un grupo. Y es por contraste y por refelejo, por reflejado aire familiar
y por contrastante genio propio, como resaltan sus rasgos. Por un lado
Zacarías e Isabel. Por otro José y María. Allí es el padre el destinatario
del Mensaje angélico, aquí María, la madre. Aquél pregunta sin fe y es
reducido al silencio. Esta pregunta llena de fe y se le da la voz para un
asentimiento trascendente.
En
este grupo de testigos que Lucas nos pinta, sólo José está mudo. Al mismo
Zacarías le es devuelta al fin su voz para que imponga al niño su nombre
–según mandato del Angel- y para entonar el Benedictus, testimonio del origen
davídico de Jesús y de la misión precursora de Juan. También Isabel, Simeón
y Ana se llenan del Espíritu Santo y dan testimonio acerca del Niño. Y es
también por reflejo y por contraste con todas estas voces como Lucas presenta
el contenido del cántico de María, el Magníficat, una ventana no sólo hacia
el alma del personaje, sino hacia el paisaje interior, hacia el corazón que
meditaba todas estas cosas guardándolas celosamente.
Las
miradas del grupo de testigos convergen en Jesús, pero la luz que ilumina sus
rostros viene del Niño. Y así con la luz de su divinidad de la que ellos nos
hablan, vemos iluminados sus rostros y entre ellos el gozoso de María.
Es
lo que muchos pintores han expresado con verdad plástica en sus telas, haciendo
del Niño la fuente de luz que ilumina a los personajes del nacimiento. Lucas es
su precursor literario.
6.
Midrásh
Pésher
Pero
Lucas recoge y usa también una técnica que podríamos llamar impresionista. Su estilo literario, sobre todo en estos relatos de
la infancia, está cuajado de referencias implícitas al Antiguo Testamento, de
alusiones que son –cada una- evocación y sugerencia de un mundo de antiguos
textos, convocados ellos también como testigos. ¿No había invocado acaso Jesús
en su vida terrena, el testimonio de las Escrituras: “Escudriñad las
Escrituras, ya que creéis tener en ella vida eterna; ellas son las que dan
testimonio de mí”? (Jn 5,39).
Esa investigación mediativa de la
Escritura no la inventa Lucas. Era un quehacer de la sabiduría de Israel; y al
que lo practica, lo declara el salmo primero bienaventurado.
Obedece a ciertas normas y tenía su nombre: Midrash
(= búsqueda) Este derivado del verbo darash
(= buscar, investigar) denomina el esfuerzo de meditación y de penetración
creyente del texto sagrado, para encontrar su explicación profunda y su
aplicación práctica. Ese estudio puede estar dirigido a buscar en el texto bíblico
inspiración de la conducta (y entonces se llama Halakháh: derivado de halakh
caminar), o es meditación del sentido salvador de un acontecimiento narrado en
la Escritura. Sentido oculto que el texto le manifiesta al que lo medita e
investiga, comunicándole el sentido divino de la historia. Y entonces se llama Haggadáh:
narración, relato, anuncio de hechos. Pero nunca crónica, sino interpretación
creyente de la historia.
Una
de las formas de Midrash haggadáh es
lo que tanto en la Sagrada Escritura como en la literatura rabínica y sobre
todo qunrámica es conocido con el nombre de Pésher
(plural: pesharim). El Pésher es
la interpretación de hechos a la luz de los textos bíblicos y viceversa: la
interpretación de textos bíblicos a la luz de hechos. Como se ha visto en el
apéndice al capítulo dedicado a Marcos, el Pésher
no es libre fabulación mitológica sino reflexión seria sobre la Escritura
y presupone la realidad histórica de los hechos que se interpretan a su luz, y
cuya luz se proyecta sobre las Sagradas Escrituras.
Midrash
se le dice a menudo a la reflexión que tiene por objeto responder a un
problema o a una situación nueva surgida en el curso de la historia del pueblo
de Dios, incorporar a la Revelación un dato nuevo, prolongando con audacia las
virtualidades de la Escritura.
Pero
trasponiendo los límites del estudio, el midrash
invade en Israel la vida cotidiana, se hace estilo proverbial que colorea la
conversación, no sólo la culta, sino también la popular y la doméstica. Hay
una santificadora contaminación de los temas profanos por lo que el israelita
oye en la sinagoga sábado a sábado. Toma y acomoda expresiones del texto a las
situaciones de su vida, y hace de la Escritura vehículo y medio de su
comunicación.
Crea un estilo alusivo, metafórico,
indirecto, estilo de familia ininteligible para el no iniciado en la Escritura.
En este estilo de arcanas alusiones
habla Gabriel a María, parafraseando el texto de un oráculo profético de
Sofonías:
(Sofonías 3, 14-17) Alégrate, Hija de Sión, Yahvé es el rey de Israel en
ti. No temas, Jerusalén; Yahvé tu Dios está
dentro de ti, valiente salvador,
rey de
Israel en ti. |
(Lc 1, 28ss) Alégrate,
María,
objeto del favor de Dios. El Señor (está) Contigo. No
temas, María. Concebirás en
tu seno y
darás a luz un hijo
y
le llamarás: Yahvé
Salva. El
reinará |
Uno de los
procedimientos corrientes del Midrash
consiste en describir un acontecimiento actual (o futuro) a la luz de uno
pasado, retomando los mismo términos para señalar sus correspondencias y
compararlos. Es el procedimiento que usa el libro de la Consolación
(Deutero-Isaías), que para hablar de la vuelta del Exilo usa los términos de
la liberación de Egipto (Exodo). Dios se apresta a repetir la hazaña
liberadora de su pueblo.
El uso que en la Anunciación hace Gabriel de
los términos de Sofonías implica una doble identificación: María se
identifica con la Hija de Sión, Jesús con Yahvé, Rey y Salvador.
7.
María: Hija de Sión
La Hija de Sión (Bat Sión) es una expresión que aparece por
primera vez en el profeta Miqueas (1, 13; 4, 10ss.). Decir “Hija” era una
manera corriente en la antigüedad de referirse a la población de una ciudad.
Hija de Sión designaba también el barrio nuevo de Jerusalén al norte de la
ciudad de David, donde, después del desastre de Samaría y antes de la caída
de Jerusalén se había refugiado la población del norte: el Resto de Israel.
¿Qué significa su identificación con
María?
La
Hija de Sión, como expresión teológica,
significa en la escritura el Israel ideal y fiel, el pueblo de Dios en lo
que tiene de más genuino y puro, y puede encontrar su expresión ocasional en
grupos determinados, pero permanece abierta al futuro y también a una persona.
El Midrash es capaz, así, de reflejar
sutilmente los misterios para los cuales está abierto, con particular
habilidad. A lo largo de la historia teológica de la expresión Hija
de Sión, ha habido un proceso desde la parte hacia el todo, que ahora el
Angel reinvierte, volviendo del todo a una parte, a una persona, a María. El
barrio de Jerusalén pasó a cobijar bajo su nombre a la ciudad entera y al
pueblo entero como portadores de una promesa de salvación. Ahora es una
persona, María, la que se revela como la Hija de Sión por excelencia y el
punto diminuto del cosmo en que esa magnífica promesa se hace realidad.
8.
María
y el Arca de la Alianza
No nos detenemos a mostrar –interesados como
estamos principalmente en la figura de María- cómo la segunda parte del
mensaje de Gabriel, la referente a Jesús, glosa también, aludiéndolo al texto
capital de la promesa hecha a David (2 Sam 7); ni nos detenemos en las demás
alusiones a otros textos bíblicos que encierra el breve –o abreviado- mensaje
del Angel. Pero sí es relativo a María el paralelo entre Exodo 40, 35 y lo que
el Angel le anuncia sobre el modo misterioso de su concepción. Este paralelo
nos permite invocar a María piadosa y místicamente en la letanía mariana como
“Foederis Arca” (Arca de la Alianza) con toda verosimilitud, porque también
sobre ella se poda la sombra de la Nube de Dios, donde él está presente
actuando a favor de su Pueblo.
La Nube cubrió con su sombra el tabernáculo. Y la gloria de Yahvé colmó la morada. |
El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo que nacerá de ti
será llamado Santo, Hijo de Dios. |
La concepción virginal de María se
describe aquí mediante la Epifanía de Dios en el Arca de la Alianza. La Nube
de Dios aparece sobre ambas y sus consecuencias son análogas. El Arca es
colmada de la Gloria; María es colmada de la presencia de un ser que merece el
nombre de Santo y de Hijo de Dios.
Pero la acción del Espíritu Santo que
se manifiesta como Nube alumbradora no se limita a reposar sobre María. Esta
manifestación está señalando hacia delante en la obra de Lucas: hacia la
escena del Bautismo, hacia la Transfiguración, textos en los que la voz del
cielo da testimonio de su Santidad y de su Filiación divina. “Ese es mi Hijo
amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.
Imposible también detenernos aquí a
desentrañar las alusiones midráshicas contenidas en la salutación de santa
Isabel a María, ni el mosaico antológico –también midráshico- de que
consta el Magníficat, verdadero testimonio de María acerca de sí misma.
9.
El
signo del Espíritu = el gozo
Quiero
solo retener –para terminar- un aspecto de la imagen de María, según Lucas,
que transfigura el rostro de su testigo privilegiada. Gabriel la invita al gozo y la alegría, y en
el Magníficat María exulta. Detengámonos
a mirar ese rostro de María que se alegra y se enciende de gozo. Veámosla
prorrumpir en un cántico. No nos detengamos en las palabras, que pueden
desviarnos o distraernos hacia una curiosa arqueología bíblica. Contemplemos
el gozo en las facciones que Lucas nos dibuja.
Es el principal testimonio que Lucas se
detiene a registrar. Porque en esa primigenia alegría ve la fuente del gozo que
invade a las comunidades cristianas cuando cantan su fe en el Señor. Dichosos
también ellos por haber creído.
El único pasaje evangélico que nos
registra un estremecimiento de gozo en el Señor es aquél en que Cristo se
goza. ¿Por qué? Porque el Padre lo ha revelado a sus creyentes. El episodio se
conserva en Mateo y en Lucas. Pero mientras Mateo se limita sobriamente a decir
que Jesús tomó la palabra Lucas nos
precisa que en aquél momento se llenó de
gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo:
“Yo te bendigo, Señor del cielo y
de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se
las has revelado a pequeños. Sí, Padre, porque te has complacido en esto. Todo
me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo sino el
Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera
revelar”. (Lc
10, 21-22; Mt 11, 25-27).
“Y
volviendo a los discípulos, les dijo aparte: ‘¡Dichosos los ojos que ven lo
que veis. Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo
oyeron!”. (Lc 10, 23-24; Mt 13, 16-17).
Si
alguien siente la alegría de creer, si se regocija y exulta por la pura y
gozosa alegría de su vivir creyente, sepa que esa es una voz angélica en su
interior, y que está oyendo el lenguaje de los ángeles. Sepa que esa es la
sombra protectora del Espíritu sobre él y dentro de él. Es la nube del Espíritu
y la presencia divina en su interior. Es el esplendor de la manifestación de la
Gloria y la manifestación gloriosa del Espíritu en la Iglesia. La que llamó
la atención del ilustre Teófilo. La que Lucas quiere explicarle, remontándose
a su origen en María, en Jesús, en los discípulos.
Y
si alguien no siente en sí esa alegría, mire el rostro iluminado de gozo
de María creyente y oiga la exultación de su Magníficat; y deje que esa alegría
le inspire y le contagie.
Ella es para Lucas la garantía de
solidez de las cosas que Teófilo ha escuchado.