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CARTA
ENCÍCLICA
DEUS CARITAS EST
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL AMOR CRISTIANO
INTRODUCCIÓN
1. « Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece
en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera
carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe
cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del
hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por
así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: « Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él ».
Hemos creído en el amor de Dios: así puede
expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y,
con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado
este acontecimiento con las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo,
que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna » (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha
asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una
nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día
con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe,
compendian el núcleo de su existencia: « Escucha, Israel: El Señor nuestro
Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el
alma, con todas las fuerzas » (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único
precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al
prójimo, contenido en el Libro del Levítico: « Amarás a tu prójimo
como a ti mismo » (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios
quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es
sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual
viene a nuestro encuentro.
En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de
Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia,
éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por
eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma,
y que nosotros debemos comunicar a los demás. Quedan así delineadas las dos
grandes partes de esta Carta, íntimamente relacionadas entre sí. La primera
tendrá un carácter más especulativo, puesto que en ella quisiera precisar
—al comienzo de mi pontificado— algunos puntos esenciales sobre el amor que
Dios, de manera misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la
relación intrínseca de dicho amor con la realidad del amor humano. La
segunda parte tendrá una índole más concreta, pues tratará de cómo cumplir
de manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo. El argumento es
sumamente amplio; sin embargo, el propósito de la Encíclica no es ofrecer un
tratado exhaustivo. Mi deseo es insistir sobre algunos elementos
fundamentales, para suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso
en la respuesta humana al amor divino.
PRIMERA PARTE
LA UNIDAD DEL AMOR
EN LA CREACIÓN
Y EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN
Un problema de lenguaje
2. El amor de Dios por nosotros es una cuestión
fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y
quiénes somos nosotros. A este respecto, nos encontramos de entrada ante un
problema de lenguaje. El término « amor » se ha convertido hoy en una de las
palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos
acepciones totalmente diferentes. Aunque el tema de esta Encíclica se
concentra en la cuestión de la comprensión y la praxis del amor en la
Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no podemos hacer caso
omiso del significado que tiene este vocablo en las diversas culturas y en
el lenguaje actual.
En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de
la palabra « amor »: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión
o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y
familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta
multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el
amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el
cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de
felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a
primera vista, todos los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la
pregunta: todas estas formas de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a
pesar de la diversidad de sus manifestaciones, siendo en último término uno
solo, o se trata más bien de una misma palabra que utilizamos para indicar
realidades totalmente diferentes?
« Eros » y « agapé », diferencia y unidad
3. Los antiguos griegos dieron el nombre de eros
al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad,
sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que
el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros,
mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos
griegos relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y
agapé—, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el
lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a
su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para
expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra
eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la
palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la novedad del
cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al
cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la
Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo.
El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros
un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en
vicio.[1] El filósofo alemán
expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus
preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de
la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la
alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad
que nos hace pregustar algo de lo divino?
4. Pero, ¿es realmente así? El cristianismo, ¿ha
destruido verdaderamente el eros? Recordemos el mundo precristiano.
Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros
ante todo como un arrebato, una « locura divina » que prevalece sobre la
razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este
quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha
más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra
parecen de segunda importancia: « Omnia vincit amor », dice Virgilio
en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: « et nos
cedamus amori », rindámonos también nosotros al amor.[2]
En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de
la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución « sagrada » que se
daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza
divina, como comunión con la divinidad.
A esta forma de religión que, como una fuerte tentación,
contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con
máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No
obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que
declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización
del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina
y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían
proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres
humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la
« locura divina »: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las
que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es
elevación, « éxtasis » hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre.
Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación
para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle
pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la
que tiende todo nuestro ser.
5. En estas rápidas consideraciones sobre el concepto de
eros en la historia y en la actualidad sobresalen claramente dos
aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una cierta
relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y
completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo
tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste
simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación
y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el
eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera
grandeza.
Esto depende ante todo de la constitución del ser humano,
que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando
cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede
considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre
pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una
herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por
el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el
cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El
epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: « ¡Oh
Alma! ». Y Descartes replicó: « ¡Oh Carne! ».[3]
Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama
como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo
cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente
él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar
hasta su verdadera grandeza.
Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber
sido adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han dado
tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy
constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro « sexo », se
convierte en mercancía, en simple « objeto » que se puede comprar y vender;
más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es
propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este
modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de
su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además,
que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera,
intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos
encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado
en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de
la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico.
La aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la
corporeidad. La fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al
hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se
compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva
nobleza. Ciertamente, el eros quiere remontarnos « en éxtasis » hacia
lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso
necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación.
6. ¿Cómo hemos de describir concretamente este camino de
elevación y purificación? ¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice
plenamente su promesa humana y divina? Una primera indicación importante
podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo Testamento bien
conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares. Según la
interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en este libro son
originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial
israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es
muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos
diferentes para indicar el « amor ». Primero, la palabra « dodim »,
un plural que expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda
indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por el término « ahabá
», que la traducción griega del Antiguo Testamento denomina, con un
vocablo de fonética similar, « agapé », el cual, como hemos visto, se
convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del
amor. En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo
expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente
descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba
claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y
preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez
de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en
renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca.
El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más
íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un
doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el
sentido del « para siempre ». El amor engloba la existencia entera y en
todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra
manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la
eternidad. Ciertamente, el amor es « éxtasis », pero no en el sentido de
arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo
cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente
de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el
descubrimiento de Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y
el que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33), dice Jesús en una
sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf.
Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25).
Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la
cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en
tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su
sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia
del amor y de la existencia humana en general.
7. Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor,
inicialmente bastante filosóficas, nos han llevado por su propio dinamismo
hasta la fe bíblica. Al comienzo se ha planteado la cuestión de si, bajo los
significados de la palabra amor, diferentes e incluso opuestos, subyace
alguna unidad profunda o, por el contrario, han de permanecer separados, uno
paralelo al otro. Pero, sobre todo, ha surgido la cuestión de si el mensaje
sobre el amor que nos han transmitido la Biblia y la Tradición de la Iglesia
tiene algo que ver con la común experiencia humana del amor, o más bien se
opone a ella. A este propósito, nos hemos encontrado con las dos palabras
fundamentales: eros como término para el amor « mundano » y agapé
como denominación del amor fundado en la fe y plasmado por ella. Con
frecuencia, ambas se contraponen, una como amor « ascendente », y como amor
« descendente » la otra. Hay otras clasificaciones afines, como por ejemplo,
la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae
– amor benevolentiae), al que a veces se añade también el amor
que tiende al propio provecho.
A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas
distinciones se han radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí:
lo típicamente cristiano sería el amor descendente, oblativo, el agapé
precisamente; la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la
griega, se caracterizaría por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es
decir, el eros. Si se llevara al extremo este antagonismo, la esencia
del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales
fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo
singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado
del conjunto de la vida humana. En realidad, eros y agapé
—amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente.
Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la
única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del
amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo
vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al
aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre
sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de
él, se entregará y deseará « ser para » el otro. Así, el momento del
agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y
pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede
vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente
y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez
recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede
convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7,
37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber
siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de
cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han
visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso
y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que
transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca
Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de
cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los
ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona
particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta
visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar
anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible
captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para
hacerlas suyas: « per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum
transferat ».[4] En este
contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el
tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por
eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12,
2-4; 1 Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale
del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de
Él, estar a disposición de su pueblo. « Dentro [del tabernáculo] se extasía
en la contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos
de los afligidos: intus in contemplationem rapitur, foris infirmantium
negotiis urgetur ».[5]
8. Hemos encontrado, pues, una primera respuesta, todavía
más bien genérica, a las dos preguntas formuladas antes: en el fondo, el «
amor » es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los
casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se
separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo
caso, una forma mermada del amor. También hemos visto sintéticamente que la
fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano
originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su
búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas
dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos
puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre.
La novedad de la fe bíblica
9. Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En las
culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los
dioses, al fin y al cabo, queda poco clara y es contradictoria en sí misma.
En el camino de la fe bíblica, por el contrario, resulta cada vez más claro
y unívoco lo que se resume en las palabras de la oración fundamental de
Israel, la Shema: « Escucha, Israel: El Señor, nuestro
Dios, es solamente uno » (Dt 6, 4). Existe un solo Dios, que es el
Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es el Dios de todos
los hombres. En esta puntualización hay dos elementos singulares: que
realmente todos los otros dioses no son Dios y que toda la realidad en la
que vivimos se remite a Dios, es creación suya. Ciertamente, la idea de una
creación existe también en otros lugares, pero sólo aquí queda absolutamente
claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios
verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del
poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura,
precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha « hecho ». Y
así se pone de manifiesto el segundo elemento importante: este Dios ama al
hombre. La potencia divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la
filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente
objeto de deseo y amor por parte de todo ser —como realidad amada, esta
divinidad mueve el mundo[6]—,
pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en
el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un
amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama,
aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la
humanidad. Él ama, y este amor suyo puede ser calificado sin duda como
eros que, no obstante, es también totalmente agapé.[7]
Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito
esta pasión de Dios por su pueblo con imágenes eróticas audaces. La relación
de Dios con Israel es ilustrada con la metáfora del noviazgo y del
matrimonio; por consiguiente, la idolatría es adulterio y prostitución. Con
eso se alude concretamente —como hemos visto— a los ritos de la fertilidad
con su abuso del eros, pero al mismo tiempo se describe la relación
de fidelidad entre Israel y su Dios. La historia de amor de Dios con Israel
consiste, en el fondo, en que Él le da la Torah, es decir, abre los
ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le indica el
camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el hombre,
viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como quien es
amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la
alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial: « ¿No te tengo a
ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno
es estar junto a Dios » (Sal 73 [72], 25. 28).
10. El eros de Dios para con el hombre, como hemos
dicho, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo
gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que
perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé
en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad.
Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo
y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no
hombre: « ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me
revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi
cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo
en medio de ti » (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su
pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande
que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve
perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto
al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte
y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.
El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de
subrayar en esta visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos
ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la
fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las
cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante
con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente
ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé.
Por eso podemos comprender que la recepción del Cantar de los Cantares
en el canon de la Sagrada Escritura se haya justificado muy pronto,
porque el sentido de sus cantos de amor describen en el fondo la relación de
Dios con el hombre y del hombre con Dios. De este modo, tanto en la
literatura cristiana como en la judía, el Cantar de los Cantares se
ha convertido en una fuente de conocimiento y de experiencia mística, en la
cual se expresa la esencia de la fe bíblica: se da ciertamente una
unificación del hombre con Dios —sueño originario del hombre—, pero esta
unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del
Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos —Dios y el hombre—
siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa: «
El que se une al Señor, es un espíritu con él », dice san Pablo (1 Co
6, 17).
11. La primera novedad de la fe bíblica, como hemos
visto, consiste en la imagen de Dios; la segunda, relacionada esencialmente
con ella, la encontramos en la imagen del hombre. La narración bíblica de la
creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios quiere
darle una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que el
hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias
salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital.
Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán
encuentra la ayuda que precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne! » (Gn 2, 23). En el trasfondo de esta narración se
pueden considerar concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en
el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era originariamente
esférico, porque era completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo
por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela
siempre su otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su
integridad.[8] En la narración
bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el hombre es
de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el
otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que
sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse « completo ». Así,
pues, el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán: « Por eso
abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán
los dos una sola carne » (Gn 2, 24).
En esta profecía hay dos aspectos importantes: el eros
está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar
y « abandona a su padre y a su madre » para unirse a su mujer; sólo ambos
conjuntamente representan a la humanidad completa, se convierten en « una
sola carne ». No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una
perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia
el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y
sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios monoteísta
corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor
exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con
su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida
del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que
presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura
fuera de ella.
Jesucristo, el amor de Dios encarnado
12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del
Antiguo Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima compenetración de los
dos Testamentos como única Escritura de la fe cristiana. La verdadera
originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la
figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo
inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste
simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en
cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su
forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «
oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en
sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que
busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo
abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su
propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios
contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo:
esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado
traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo
que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1
Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a
partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el
cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar.
13. Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la
institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él
anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el
pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6,
31-33). Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero
alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos,
la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros
verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo
de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado,
sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las
nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible:
lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la
participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La « mística
» del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros,
tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que
cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar.
14. Pero ahora se ha de prestar atención a otro aspecto:
la « mística » del Sacramento tiene un carácter social, porque en la
comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que
comulgan: « El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un
solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan », dice san Pablo (1 Co
10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a
los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente
puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La
comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también
hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos « un cuerpo », aunados
en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente
unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que
el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en
ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en
nosotros y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento
cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de
Jesús sobre el amor. El paso desde la Ley y los Profetas al doble
mandamiento del amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar de este
precepto toda la existencia de fe, no es simplemente moral, que podría darse
autónomamente, paralelamente a la fe en Cristo y a su actualización en el
Sacramento: fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una
sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios.
Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En
el « culto » mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el
ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un
ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como
hemos de considerar más detalladamente aún—, el « mandamiento » del amor es
posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser « mandado »
porque antes es dado.
15. Las grandes parábolas de Jesús han de entenderse
también a partir de este principio. El rico epulón (cf. Lc 16, 19-31)
suplica desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos de
lo que sucede a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado. Jesús,
por decirlo así, acoge este grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos
en guardia, para hacernos volver al recto camino. La parábola del buen
Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones
importantes. Mientras el concepto de « prójimo » hasta entonces se refería
esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en
la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un
pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga
necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de
prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los
hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta,
poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y
ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta
relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus
miembros. En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del
Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en
el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o
negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los
hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o
encarcelados. « Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al
prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en
Jesús encontramos a Dios.
Amor a Dios y amor al prójimo
16. Después de haber reflexionado sobre la esencia del
amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre
cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea?
Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se
manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha
visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se puede
mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que
no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la
primera objeción cuando afirma: « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece
a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve,
no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Pero este texto
en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el
contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas
citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la
inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan
estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad
una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El
versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor
del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los
ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.
17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí
mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha
quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada
Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre
nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único
para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho
visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios
es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la
Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la
Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones
del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los
Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha
estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a
nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante
su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia
de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes,
experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo,
aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado
primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder
también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos
suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su
amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor
como respuesta.
En el desarrollo de este encuentro se muestra también
claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van
y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la
totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y
maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y
se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la
madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya,
por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las
manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el
sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho
encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El
reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de
nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en
el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en
camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en
el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí
mismo. Idem velle, idem nolle,[9]
querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido
como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que
lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre
consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión
del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad
de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo
extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia
voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más
íntimo mío.[10] Crece entonces
el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72],
23-28).
18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo
en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en
que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni
siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro
íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad,
llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra
persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de
Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del
otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le
hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y
aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de
Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo
ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la
imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que
habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida
falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo
solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el
contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser
sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita
también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta »,
pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para
manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al
prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los
Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su
capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su
encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido
realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios
y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos
viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se
trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de
una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia
naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a
través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos
une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que
supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al
final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).
SEGUNDA PARTE
CARITAS
EL EJERCICIO DEL AMOR
POR PARTE DE LA IGLESIA
COMO « COMUNIDAD DE AM
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