
En estos últimos tiempos, durante las horas de mi enfermedad, he
pensado muchas veces en este mensaje de mi corazón.
Quizás porque en "La Razón de mi Vida" no alcancé a decir todo lo que
siento y lo que pienso, tengo que escribir otra vez.
He dejado demasiadas entrelíneas que debo llenar; y esta vez no porque
yo lo necesite. No. Mejor sería acaso para mí que callase, que no
dijese ninguna de las cosas que voy a decir, que quedase para todos,
como una palabra definitiva, todo lo que dije en el primero de mis
libros, pero mi amor y mi dolor no se conforman con aquella mezcla
desordenada de sentimientos y de pensamientos que dejé en las páginas
de "La Razón de mi Vida".
Quiero demasiado a los descamisados, a las mujeres, a los trabajadores
de mi pueblo, y por extensión quiero demasiado a todos los pueblos del
mundo, explotados y condenados a muerte por los imperialismos y los
privilegiados de la tierra. Me duele demasiado el dolor de los pobres,
de los humildes, el gran dolor de tanta humanidad sin sol y sin cielo
como para que pueda callar.
Si, todavía quedan sombras y nubes queriendo tapar el cielo y el sol de
nuestra tierra, si todavía queda tanto dolor que mitigar y heridas que
restañar, cómo será donde nadie ha visto la luz ni ha tomado en sus
manos la bandera de los pueblos que marchan en silencio, ya sin
lágrimas y sin suspiros, sangrando bajo la noche de la esclavitud! Y
como será donde ya se ve la luz, pero demasiado lejos, y entonces la
esperanza es un inmenso dolor que se rebela y que quema en la carne y
el alma de los pueblos sedientos de libertad y justicia!
Para ellos, para mi pueblo y para todos los pueblos de la humanidad es
"Mi Mensaje". Ya no quiero explicarles nada de mi vida ni de mis obras.
No quiero recibir ya ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y
las alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza de los
explotadores.
Quiero rebelar a los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi
corazón. Quiero decirles la verdad que una humilde mujer del pueblo
-¡la primera mujer del pueblo que no se dejó deslumbrar por el poder ni
por la gloria!- aprendió en el mundo de los que mandan y gobiernan a
los pueblos de la humanidad.
Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie, porque nadie
fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad.
Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no
regresaron nunca. Se dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de
las alturas y se quedaron para gozar de la mentira.
Yo me vestí también con todos los honores de la gloria, de la vanidad y
del poder. Me dejé engalanar con las mejores joyas de la tierra. Todos
los países del mundo me rindieron sus homenajes, de alguna manera. Todo
lo que me quiso brindar el círculo de los hombres en que me toca vivir,
como mujer de un presidente extraordinario, lo acepté sonriendo,
"prestando mi cara" para guardar mi corazón. Sonriendo, en medio de la
farsa, conocí la verdad de todas sus mentiras.
Yo puedo decir ahora lo mucho que se miente, todo lo que se engaña y
todo lo que se finge, porque conozco a los hombres en sus grandezas y
en sus miserias.
Muchas veces he tenido ante mis ojos, al mismo tiempo, como para
compararlas frente a frente, la miseria de las grandezas y las
grandezas de la miseria.
Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me
deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso
nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas.
Ahora conozco todas las verdades y todas las mentiras del mundo.
Tengo que decirlas al pueblo de donde vine. Y tengo que decirlas a
todos los pueblos engañados de la humanidad.
A los trabajadores, a las mujeres, a los humildes descamisados de mi
Patria y a todos los descamisados de la tierra y a la infinita raza de
los pueblos! como un mensaje de mi corazón.
En "La Razón de mi Vida" dije con mis pobres palabras cómo un día
maravilloso de mi existencia me encontré con Perón. El ya estaba en la
lucha. Lo recuerdo como si lo viese, con la mirada llena de brillo, con
la frente levantada, con su limpia sonrisa, con su palabra encendida
por el fuego de su corazón. Vi desde el primer momento la sombra de sus
enemigos, acechando como buitres desde la altura o como víboras
pegajosas desde la tierra vencida.
Vi a Perón demasiado solo, excesivamente confiado en el poder vencedor
de sus ideales, creyendo en la primera palabra de todos los hombres
como si fuese su propia palabra, limpia y generosa, sincera y honrada.
No me atrajeron ni su figura ni los honores de su cargo y, menos, sus
galones de militar. Desde el primer momento yo vi su corazón, y sobre
el pedestal de su corazón, el mástil de sus ideales sosteniendo cerca
del cielo la bandera de su Patria y de su Pueblo.
Vi su inmensa soledad, una soledad como la de los cóndores, como la de
las altas cumbres, como la soledad de las estrellas en la inmensidad
del infinito. Y a pesar de mi pequeñez, decidí acompañarlo.
Por seguirlo, por estar con él, hubiese sido y hubiese hecho cualquier
cosa menos torcer la ruta de su destino. Fue cuando le dije un día:
"estoy dispuesta a seguirlo, donde quiera que vaya".
Poco a poco yo entré también en sus batallas. A veces porque me
provocaron sus enemigos. Otras, porque me indignaron sus traiciones y
sus mentiras.
Había decidido seguirlo a Perón, pero no me resignaba a seguirlo de
lejos, sabiéndolo rodeado de enemigos y ambiciosos que se disfrazaban
con palabras amistosas. Y de amigos que no sentían ni el calor de la
sombra de sus ideales.
Yo quería estar con él los días y las noches de su vida, en la paz de
sus descansos y en las batallas de su lucha. Ya sabia que él, como los
cóndores, volaba alto y solo. ¡Y sin embargo yo tenía que volar con él!
Confieso que no medí desde el principio toda la magnitud de mi
decisión. Creí que podía ayudar a Perón con mi cariño de mujer; con la
compañía de mi corazón enamorado de su persona y de su causa, pero nada
más. Pensé que mi tarea, junto a su soledad, era llenarla con la
alegría y con los entusiasmos de mi juventud.
Y así emprendimos el camino: alegres y felices en medio de la lucha.
Un día me confesó que yo, su pequeña "giovinota" como solía llamarme,
era la única compañía sincera y leal de su existencia.
¡Nunca como ese día me dolió tanto mi pequeñez! ¡Ese día decidí hacer
lo posible para acompañarlo mejor! Recuerdo que le pedí que fuese mi
maestro y él, en las treguas de su lucha, me enseñó un poco de todo
cuanto pude aprender.
Me gustaba leer a su lado. Empezamos por "Las vidas paralelas" de
Plutarco y seguimos después con las "Cartas completas de Lord
Chesterfield a su hijo Stanhope". En un tiempo me enseñó un poco de los
idiomas que él sabia: inglés, italiano y francés.
Sin que yo lo advirtiese, fui aprendiendo también a través de sus
conversaciones la historia de Napoleón, de Alejandro y de todos los
grandes de la historia. Y así fue que me enseñó también a ver de una
manera distinta nuestra propia historia.
Con él aprendí a leer en el panorama de las cuestiones políticas
internas e internacionales. Muchas veces me hablaba de sus sueños y de
sus esperanzas, de sus grandes ideales. Metida en un rincón de la vida
de "mi Coronel", se me ocurre que yo era algo así como un ramo de
flores en su casa...
Nunca pretendí ser más que eso. Sin embargo, la lucha que se libraba en
torno de Perón era demasiado dura, muy grandes sus enemigos, casi
infinita su soledad y demasiado grande mi amor para que yo pudiese
conformarme con ser nada más que un poco de alegría en su camino.
La mayoría de los hombres que rodeaban entonces a Perón creyeron que yo
no era más que una simple aventurera. Mediocres al fin, ellos no habían
sabido sentir como yo quemando mi alma, el fuego de Perón, su grandeza
y su bondad, sus sueños y sus ideales.
Ellos creyeron que yo "calculaba" con Perón, porque medían mi vida con
la vara pequeña de sus almas.
Yo los conocí de cerca, uno por uno. Después, casi todos lo
traicionaron a Perón, algunos en octubre de 1945, otros más tarde. Me
di el gusto de insultarlos de frente, gritándoles en la cara la
deslealtad y el deshonor con que procedían o combatiéndolos hasta
probar la falsía de sus procedimientos y de sus intenciones.
Yo me quedé sola junto a mi coronel hasta que se lo llevaron
prisionero. Desde aquellos días desconfié de los amigos encumbrados y
de los hombres de honor y me aferré ciegamente a los hombres y mujeres
humildes de mi pueblo que sin tanto "honor", sin tantos títulos ni
privilegios saben jugarse la vida por un hombre, por una causa, por un
ideal. ¡O por un simple sentimiento del corazón!
Aquellas primeras grandes desilusiones me hicieron ver con claridad el
camino: Perón no podía creer en nada ni en nadie que no fuese su
pueblo.
Desde entonces se lo he dicho infinitas veces en todos los tonos de voz
como para que nunca se le olvide, en medio de tantas palabras con que
mienten su honor y lealtad los hombres que rodean por lo general a un
presidente.
Los pueblos de la tierra no sólo deben elegir al hombre que los
conduzca: deben saber cuidarlo de los enemigos que tienen en las
antesalas de todos los gobiernos.
Yo cuidé por mi pueblo a Perón y los eché de sus antesalas, a veces con
una sonrisa, y a veces también con las duras palabras de la verdad que
dije de frente con toda la indignación de mi rebeldía.
Los enemigos del pueblo fueron y siguen siendo los enemigos de Perón.
Yo los he visto llegar hasta él con todas las formas de la maldad y de
la mentira. Quiero denunciarlos definitivamente. Porque serán enemigos
eternos de Perón y del pueblo aquí y en cualquier parte del mundo donde
se levante la bandera de la justicia y la libertad.
Nosotros los hemos vencido, pero ellos pertenecen a una raza que nunca
morirá definitivamente.
Todos llevamos en la sangre la semilla del egoísmo que nos puede hacer
enemigos del pueblo y de su causa. Es necesario aplastarla donde quiera
que brote si queremos que alguna vez el mundo alcance el mediodía
brillante de los pueblos, si no queremos que vuelva a caer la noche
sobre su victoria.
A los enemigos de Perón yo los he conocido de cerca y de frente.
Yo no me quedé jamás en la retaguardia de sus luchas. Estuve en la
primera línea de combate; peleando los días cortos y las noches largas
de mi afán, infinito como la sed de mi corazón, y cumplí dos tareas.
¡No sé cuál fue más digna de una vida pequeña como la mía, pero mi vida
al fin! Una, pelear por los derechos de mi pueblo. La otra, cuidar las
espaldas de Perón.
En esa doble tarea, inmensa para mi, que no tenía más armas que mi
corazón enardecido, conocí a los enemigos de Perón y de mi pueblo. Son
los mismos.
iSí! Nunca vi a nadie de nuestra raza y la raza de los pueblos!
peleando contra Perón.
A los otros en cambio, si...
A veces los he visto fríos e insensibles. Declaro con toda la fuerza de
mi fanatismo que siempre me repugnaron. Les he sentido frío de sapos o
de culebras. Lo único que los mueve es la envidia. No hay que tenerles
miedo: la envidia de los sapos nunca pudo tapar el canto de los
ruiseñores. Pero hay que apartarlos del camino.
No pueden estar cerca del pueblo ni de los hombres que el pueblo elige
para conducirlos. Y menos, pueden ser dirigentes del pueblo.
Los dirigentes del pueblo tienen que ser fanáticos del pueblo. Si no,
se marean en la altura y no regresan. Yo los he visto también con el
mareo de las cumbres.
Solamente los fanáticos -que son idealistas y son sectarios- no se
entregan. Los fríos, los indiferentes, no deben servir al pueblo. No
pueden servirlo aunque quieran.
Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir.
Los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad. Los fanáticos
sí. Me gustan los fanáticos y todos los fanatismos de la historia. Me
gustan los héroes y los santos. Me gustan los mártires, cualquiera sea
la causa y la razón de su fanatismo.
El fanatismo que convierte a la vida en un morir permanente y heroico
es el único camino que tiene la vida para vencer a la muerte.
Por eso soy fanática. Daría mi vida por Perón y por el pueblo. Porque
estoy segura que solamente dándola me ganaré el derecho de vivir con
ellos por toda la eternidad.
Así, fanáticas quiero que sean las mujeres de mi pueblo. Así, fanáticos
quiero que sean los trabajadores y los descamisados.
El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar
sus batallas. Es la gran fuerza de los pueblos: la única que no poseen
sus enemigos, porque ellos han suprimido del mundo todo lo que suene a
corazón.
Por eso los venceremos. Porque aunque tengan dinero, privilegios,
jerarquías, poder y riquezas no podrán ser nunca fanáticos. Porque no
tienen corazón. Nosotros sí.
Ellos no pueden ser idealistas, porque las ideas tienen su raíz en la
inteligencia, pero los ideales tienen su pedestal en el corazón. No
pueden ser fanáticos porque las sombras no pueden mirarse en el espejo
del sol.
Frente a frente, ellos y nosotros, ellos con todas las fuerzas del
mundo y nosotros con nuestro fanatismo, siempre venceremos nosotros.
Tenemos que convencernos para siempre: el mundo será de los pueblos si
los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo.
Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y
de los imbéciles que nos hablan de prudencia.
Ellos, que hablan de la dulzura y del amor, se olvidan que Cristo dijo:
"¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y que más quiero sino que
arda!"
Cristo nos dio un ejemplo divino de fanatismo. ¿Qué son a su lado los
eternos predicadores de la mediocridad?
Yo he medido con la vara de mi corazón la frialdad y el fanatismo de
los hombres. Los dos extremos han desfilado permanentemente ante mis
ojos. El paisaje de estos años de mi vida es un inmenso contraste de
luces y sombras.
En todos los momentos de esta vida mía me es dado contemplar y sufrir
ese tremendo encuentro del fanatismo y de la indiferencia.
Confieso que no me duele tanto el odio de los enemigos de Perón como la
frialdad y la indiferencia de los que debieron ser amigos de su causa
maravillosa.
Comprendo más y casi diría que perdono más el odio de la oligarquía que
la frialdad de algún hijo bastardo del pueblo que no siente ni
comprende a Perón.
Si alguna cosa tengo que reprocharle a las altas jerarquías militares y
clericales es precisamente su frialdad y su indiferencia frente al
drama de mi pueblo. Sí, no exagero: lo que sucede en nuestro pueblo es
drama, auténtico y extraordinario drama por la posesión de la vida, de
la felicidad, del simple y sencillo bienestar que mi pueblo venia
soñando desde el principio de su historia.
El 17 de octubre fue el encuentro del Pueblo con Perón. Aquella noche
inolvidable se selló el destino de los dos, y así empezó el inmenso
drama...
Frente a un mundo de pueblos sometidos Perón levantó la bandera de
nuestra liberación. Frente a un mundo de pueblos explotados Perón
levantó la bandera de la justicia.
Yo le sumé mi corazón y entrelacé las dos banderas de la justicia y de
la libertad con un poco de amor... pero todo esto -la libertad, la
justicia y el amor, Perón y su pueblo-, todo esto es demasiado para que
pueda mirarse con indiferencia o con frialdad.
Todo esto merece odio o merece amor.
Los tibios, los indiferentes, las reservas mentales, los peronistas a
medias, me dan asco. Me repugnan porque no tienen olor ni sabor. Frente
al avance permanente e inexorable del día maravilloso de los pueblos
también los hombres se dividen en los tres campos eternos del odio, de
la indiferencia y del amor.
Hay fanáticos del pueblo. Hay enemigos del pueblo. Y hay indiferentes.
Estos pertenecen a la clase de hombre que Dante señaló ya en las
puertas del infierno. Nunca se juegan por nada. Son como "los ángeles
que no fueron ni fieles ni rebeldes".
Yo he visto a Perón peleando incansablemente por su pueblo frente a las
fuerzas dominantes de la humanidad.
Este capítulo está dedicado a ellas.
No puedo callar porque sería mentirle a mi pueblo y a todos los pueblos
de la tierra que han sufrido y sufren la despiadada prepotencia de los
imperialismos. Es hora de decir la verdad, cueste lo que cueste y caiga
quien caiga.
Existen en el mundo naciones explotadoras y naciones explotadas. Yo no
diría nada si se tratase solamente de naciones, pero es que detrás de
cada nación que someten los imperialismos hay un pueblo de esclavos, de
hombres y mujeres explotados.
Y aún las mismas naciones imperialistas esconden siempre detrás de sus
grandezas y de sus oropeles la realidad amarga y dura de un pueblo
sometido.
Los imperialismos han sido y son la causa de las más grandes desgracias
de una humanidad que se encarna en los pueblos. Esta es la hora de los
pueblos, que es como decir la hora de la humanidad.
Todos los enemigos de la humanidad tienen las horas contadas. ¡También
los imperialismos!
En la hora de los pueblos lo único compatible con la felicidad de los
hombres será la existencia de naciones justas, soberanas y libres, como
quiere la doctrina de Perón.
Y esto sucederá en este siglo. Aunque parezca ya una letanía de mi
fanatismo sucederá, "caiga quien caiga y cueste lo que cueste".
¡Los imperialismos! A Perón y a nuestro pueblo les ha tocado la
desgracia del imperialismo capitalista. Yo lo he visto de cerca en sus
miserias y en sus crímenes. Se dice defensor de la justicia mientras
extiende las garras de su rapiña sobre los bienes de todos los pueblos
sometidos a su omnipotencia. Se proclama defensor de la libertad
mientras va encadenando a todos los pueblos que de buena o de mala fe
tienen que aceptar sus inapelables exigencias.
Pero más abominable aún que los imperialistas son los hombres de las
oligarquías nacionales que se entregan vendiendo y a veces regalando
por monedas o por sonrisas la felicidad de sus pueblos.
Yo los he conocido también de cerca. Frente a los imperialismos no
sentí otra cosa que la indignación del odio, pero frente a los
entregadores de sus pueblos, a ella sumé la infinita indignación de mi
desprecio.
Muchas veces los he oído disculparse ante mi agresividad irónica y
mordaz. "No podemos hacer nada", decían. Los he oído muchas veces; en
todos los tonos de la mentira.
¡Mentira! ¡Sí! ¡Mil veces mentira...!
Hay una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos.
No hay ningún pueblo de la tierra que no pueda ser justo, libre y
soberano.
"No podemos hacer nada" es lo que dicen todos los gobiernos cobardes de
las naciones sometidas.
No lo dicen por convencimiento sino por conveniencias.
Nosotros somos un pequeño pueblo de la tierra, y sin embargo con
nosotros Perón decidió ganar, frente al imperialismo capitalista,
nuestra propia justicia y nuestra propia libertad.
Y somos justos y libres. Podrá costar más o menos sacrificio ¡pero
siempre se puede!
No hay nada que sea más fuerte que un pueblo. Lo único que se necesita
es decidirlo a ser justo, libre y soberano.
¿Los procedimientos? Hay mil procedimientos eficaces para vencer: con
armas o sin armas, de frente o por la espalda, a la luz del día o a la
sombra de la noche, con un gesto de rabia o con una sonrisa, llorando o
cantando, por los medios legales o por los medios ilícitos que los
mismos imperialismos utilizan en contra de los pueblos.
Yo me pregunto: ¿qué pueden hacer un millón de acorazados, un millón de
aviones y un millón de bombas atómicas contra un pueblo que decide
sabotear a sus amos hasta conseguir la libertad y la justicia?
Frente a la explotación inicua y execrable, todo es poco. Y cualquier
cosa es importante para vencer.
El arma de los imperialismos es el hambre. Nosotros, los pueblos
sabemos lo que es morir de hambre.
El talón de Aquiles del imperialismo son sus intereses. Donde esos
intereses del imperialismo se llamen "petróleo" basta, para vencerlos,
con echar una piedra en cada pozo. Donde se llame cobre o estaño basta
con que se rompan las máquinas que los extraen de la tierra o que se
crucen de brazos los trabajadores explotados...
¡No pueden vencemos! Basta con que nos decidamos. Así quiso que fuese
Perón entre nosotros y vencimos. Ya no podrán jamás arrebatarnos
nuestra justicia, nuestra libertad y nuestra soberanía. Tendrían que
matarnos uno por uno a todos los argentinos. Y eso ya no podrán hacerlo
jamás.
En años de lucha he aprendido cómo juegan su papel en el gobierno de
los pueblos las fuerzas políticas nacionales e internacionales, las
fuerzas económicas y espirituales de la tierra, y cómo se disfrazan las
ambiciones de los hombres.
Yo he visto a Perón enfrentándolos de pie, sereno e imperturbable,
mirando siempre más allá de su vida y de su tiempo, con los ojos
puestos exclusivamente en la felicidad de su pueblo y en la grandeza de
su Patria. Nada ni nadie pudo ni podrá apartarlo de su camino.
Yo recuerdo cómo, en los primeros tiempos de su lucha, debió enfrentar
la calumnia que intentaba separarlo de sus descamisados: decían que él
era un peligro para el pueblo porque era militar.
Algunos años después, como la calumnia no prosperó, sus enemigos
trataron de enfrentarlo con las fuerzas armadas. Decían que Perón
intentaba crear una fuerza en los trabajadores para sustituir el
influjo militar en el Gobierno de la República.
Sobre todas estas cosas quiero decir la verdad ¡mi auténtica verdad! y
espero que alguna vez se imponga sobre tanta mentira, o por lo menos
-aunque no me crean- sirva para algo a los pueblos del mundo en sus
luchas por la justicia y por la libertad.
Declaro que pertenezco ineludiblemente y para siempre a la "ignominiosa
raza de los pueblos". De mí no se dirá jamás que traicioné a mi pueblo,
mareada por las alturas del poder y de la gloria. Eso lo saben todos
los pobres y todos los ricos de mi tierra, por eso me quieren los
descamisados y los otros me odian y me calumnian.
Nadie niega en mi Patria que, para bien o para mal, yo no me dejé
arrancar el alma que traje de la calle. Por eso, porque sigo pensando y
sintiendo como pueblo, no he podido vencer todavía nuestro
"resentimiento" con la oligarquía que nos explotó.
¡Ni quiero vencerlo! Lo digo todos los días con mi vieja indignación
descamisada, dura y torpe, pero sincera como la luz que no sabe cuando
alumbra y cuando quema. Como el viento que no distingue entre borrar
las nubes del cielo y sembrar la desolación en su camino. No entiendo
los términos medios ni las cosas equilibradas. Sólo reconozco dos
palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el amor.
Nunca sé cuando odio ni cuando estoy amando, y en este encuentro
confuso del odio y del amor frente a la oligarquía de mi tierra -y
frente a todas las oligarquías del mundo- no he podido encontrar el
equilibrio que me reconcilie con las fuerzas que sirvieron antaño entre
nosotros a la raza maldita de los explotadores.
Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio, o con todo el
incendio de mi amor -no lo sé todavía-, en contra del privilegio que
constituyen todavía los altos círculos de las fuerzas armadas y
clericales.
Tengo plena conciencia de lo que escribo. Sé lo que sienten y lo que
piensan de esos círculos los hombres y mujeres humildes que constituyen
el pueblo. Todos los pueblos de la humanidad.
Yo no los condeno personalmente. Aunque personalmente me combatieron y
me combaten como enemiga declarada de sus propósitos y de sus
intenciones.
En el fondo de mi corazón, yo no deseo otra cosa que salvarlos con mi
acusación, señalándoles el camino del pueblo por donde llega el
porvenir de la humanidad.
Yo sé que la religión es el alma de los pueblos y que a los pueblos les
gusta ver en sus ejércitos la fuerza pujante de sus muchachos como
garantía de su libertad y expresión de la grandeza de su Patria.
Pero sé también que a los pueblos les repugna la prepotencia militar
que se atribuye el monopolio de la Patria, y que no se concilian la
humildad y la pobreza de Cristo con la fastuosa soberbia de los
dignatarios eclesiásticos que se atribuyen el monopolio absoluto de la
religión.
La Patria es del pueblo, lo mismo que la Religión.
No soy antimilitarista ni anticlerical en el sentido en que quieren
hacerme aparecer mis enemigos. Lo saben los humildes sacerdotes del
pueblo que me comprenden a despecho de algunos altos dignatarios del
clero rodeados y cegados por la oligarquía.
Lo saben los hombres honrados que en las fuerzas armadas no han perdido
contacto con el pueblo.
Los que no quieren comprenderme son los enemigos del pueblo metidos a
militares. Ellos desprecian al pueblo y por eso desprecian a Perón, que
siendo militar abrazó la causa del pueblo aún a costa de abandonar en
cierto momento su carrera militar.
Yo veo no sólo el panorama de mi propia tierra. Veo el panorama del
mundo y en todas partes hay pueblos sometidos por gobiernos que
explotan a sus pueblos en beneficio propio o de lejanos intereses. Y
detrás de cada gobierno impopular he aprendido a ver ya la presencia
militar, solapada y encubierta o descarada y prepotente.
En este mensaje de mis verdades, no puedo callar esta verdad
irrefutable que se cierne como la más grande sombra cubriendo los
horizontes de la humanidad.
Es necesario que los pueblos destruyan los altos círculos de sus
fuerzas militares gobernando a las naciones. ¿Cómo? Abriendo al pueblo
sus cuadros dirigentes.
Los ejércitos deben ser del pueblo y servirlo. Deben servir a la causa
de la justicia y de la libertad.
Es necesario convencerlos de que la Patria no es una geografía de
fronteras más o menos dilatadas sino que es el pueblo.
La Patria sufre o es feliz en el pueblo que la forma. En la hora de
nuestra raza, en la hora de los pueblos, la Patria alcanzará su más
alta verdad.
Es necesario que los ejércitos del mundo defiendan a sus pueblos
sirviendo la causa de la justicia y de la libertad. Solamente así se
salvarán los pueblos de caer en el odio contra "eso" que antes se
llamaba Patria, y que era una mentira más ¡una bella mentira que
inventó la oligarquía cuando empezó a vender la dignidad del pueblo, es
decir la dignidad augusta y maravillosa de la Patria!
Yo no sé si no será posible que alguna vez el mundo cancele todo cuanto
signifique una fuerza de agresión y desaparezca la necesidad de
sostener ejércitos para la defensa, pero mientras eso -que sería lo
ideal, acaso lo sobrenatural o lo imposible- no suceda, los pueblos del
mundo deben cuidar que sus fuerzas militares no se conviertan en
cadenas o instrumentos de su propia opresión. El ejército de mi Patria
custodió en 1946 las elecciones que consagraron a Perón presidente de
los argentinos. En aquella ocasión, fueron sus militares una garantía
para el pueblo. A pesar de eso, yo considero que la función militar no
debe ser en ningún caso garantía cívica de la justicia y la libertad.
Porque la fuerza suele tentar a los hombres, lo mismo que el dinero.
La garantía de la voluntad soberana del pueblo debe estar en el propio
pueblo. Sacarla de sus manos es reconocerle una debilidad que no
existe, porque los pueblos constituimos por nosotros mismos la fuerza
más poderosa que poseen las naciones.
Lo único que debemos hacer es adquirir plena conciencia del poder que
poseemos y no olvidarnos de que nadie puede hacer nada sin el pueblo,
que nadie puede hacer tampoco nada que no quiera el pueblo.
¡Sólo basta que los pueblos nos decidamos a ser dueños de nuestros
propios destinos!
Todo lo demás es cuestión de enfrentar al destino. ¡Basta eso para
vencer! ¡Y si no que lo diga nuestro pueblo!
En estos momentos el mundo es una inmensa fortaleza. Todos los
gobiernos han sido dominados por los altos círculos de sus fuerzas
armadas.
Así como la Edad Media fue clerical y la iglesia gobernó sobre los
pueblos por medio de los reyes y los reyes dominaron a los pueblos
valiéndose del clero, así en la Edad de nuestro siglo las fuerzas
armadas mandan sobre los pueblos infiltradas en los gobiernos de las
naciones y los gobiernos oprimen y sojuzgan y explotan a los pueblos
valiéndose del instrumento colosal de sus ejércitos.
Todo es militar en este mundo nuestro. Yo no diría una sola palabra si
las fuerzas armadas fuesen instrumentos fieles al pueblo. Pero no es
así: casi siempre son carne de oligarquía. O porque la oligarquía copó
los altos círculos de la oficialidad, o porque los oficiales a los que
el pueblo dio a sus fuerzas armadas se entregaron, olvidándose del
pueblo, de sus dolores, y de su inmenso dolor!
Nosotros, el pueblo, tenemos que ganar las altas jerarquías de las
fuerzas armadas de las naciones. No se trata de destruirlas, aunque yo
pienso que alguna vez serán inútiles. Se trata de convertirlas al
pueblo y después, cuando todos sus dirigentes -sus oficiales- sean
carne y alma del pueblo, habrá que permanecer alertas, vigilándolas
para que no se entreguen otra vez.
No creo que la solución sea la que adoptaron los espartanos en los años
de su decadencia y que los generales tengan que ser elegidos por el
pueblo. El pueblo sólo tiene que elegir a sus gobernantes para que
ellos hagan lo que el pueblo quiere. Los generales deben servir al
gobierno del pueblo con plena y absoluta conciencia de que nada en la
Nación puede sobreponerse ni oponerse a la voluntad del pueblo.
La patria no es patrimonio de ninguna fuerza. La patria es el pueblo y
nada puede sobreponerse al pueblo sin que corran peligro la libertad y
la justicia.
Las fuerzas armadas sirven a la patria sirviendo al pueblo.
El gran error de algunas fuerzas armadas consiste en creer que servir a
la patria es una cosa distinta. Entonces, en aras de lo que ellos creen
que es la patria, no les importa sacrificar al pueblo, sometiéndolo a
las reglas de la prepotencia militar.
En todos los siglos de la historia ha sucedido lo mismo. El espíritu
militar ha considerado que el gran ideal de su existencia consistía en
alcanzar la grandeza de la Nación y que, ante ese objetivo supremo se
justificaba todo, incluso sacrificar la felicidad del pueblo. Perón nos
ha enseñado que la felicidad del pueblo es lo primero; que no se puede
hacer la grandeza de un país con un pueblo que no tiene bienestar.
Las fuerzas armadas del mundo deben convencerse de esta absoluta verdad
del peronismo. Si no es así, los pueblos mismos, por su propia mano,
con la conciencia plena de nuestro poderío insuperable, las iremos
borrando de la historia de la humanidad.
Todas estas ideas y razones me llevan a decirle a mi pueblo y a todos
los pueblos del mundo en este mensaje de mis verdades: nadie puede más
que nosotros.
Somos más fuertes que todas las fuerzas armadas de todas las naciones
juntas. Si nosotros no queremos que la fuerza bruta de las armas nos
domine, no podrá dominarnos.
Con las armas pueden matarnos, pero morir de hambre es más doloroso, y
nosotros sabemos lo que es morir por hambre! No podrán matarnos. Los
soldados son hijos nuestros y no se atreverán a tirar sobre sus madres
aunque los manden miles y miles de oficiales entregados y vendidos a la
oligarquía. Podrán vencemos un día, en la noche o de sorpresa, pero si
al día siguiente nos largamos a la calle, o nos negamos a trabajar, o
saboteamos todo cuanto ellos quieran mandar; tendrán que resignarse a
devolvernos la libertad y la justicia.
Si toda esta resistencia puede organizarse, mejor; si no, lo mismo
venceremos con tal de que tengamos plena conciencia de nuestro poderío
soberano.
Debemos convencernos definitivamente de una sola cosa: de que el
gobierno debe ser del pueblo y que nadie sino el pueblo puede ocuparlo,
porque, si no, no será tampoco para el pueblo. La hora de los pueblos
no será alcanzada por nuestro siglo si no exigimos participación activa
en el gobierno de las naciones.
Pero ¿cómo? Como nosotros lo hemos hecho en nuestra tierra, gracias a
Perón. Llevando a los obreros y a las mujeres del pueblo a los más
altos cargos y responsabilidades del Estado.
Y cuidando después que los dirigentes políticos del pueblo y los
dirigentes sindicales no pierdan contacto con las masas que
representan.
Los gobernantes del pueblo deben seguir viviendo con el pueblo. Es una
condición fundamental para que los pueblos no empiecen a sentirse
traicionados. Y para gobernar con sentido real de lo auténticamente
popular.
Es lindo vivir con el pueblo. Sentirlo de cerca, sufrir con sus dolores
y gozar con la simple alegría de su corazón.
Pero nada de todo eso se puede si previamente no se ha decidido
definitivamente encarnarse en el pueblo, hacerse una sola carne con él
para que todo dolor y toda tristeza y angustia y toda alegría del
pueblo sea lo mismo que si fuese nuestra.
Eso es lo que yo hice, poco a poco en mi vida. Por eso el pueblo me
alegra y me duele. Me alegra cuando lo veo feliz y cuando yo puedo
añadir un poco de mi vida a su felicidad. Me duele cuando sufre. Cuando
los hombres del pueblo o quienes tienen obligación de servirlo en vez
de buscar la felicidad del pueblo lo traicionan.
También tengo para ellos una palabra dura y amarga en este mensaje de
mis verdades.
Yo los he visto marearse por las alturas. Dirigentes obreros entregados
a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por unas
monedas. Los denuncio como traidores entre la inmensa masa de
trabajadores de mi pueblo y de todos los pueblos. Hay que cuidarse de
ellos: son los peores enemigos del pueblo porque han renegado de
nuestra raza. Sufrieron con nosotros pero se olvidaron de nuestro dolor
para gozar la vida sonriente que nosotros les dimos otorgándoles una
jerarquía sindical. Conocieron el mundo de la mentira, de la riqueza,
de la vanidad y en vez de pelear ante ellos por nosotros, por nuestra
dura y amarga verdad, se entregaron.
No volverán jamás, pero si alguna vez volviesen habría que sellarles la
frente con el signo infamante de la traición.
Entre los hombres fríos de mi tiempo señalo a las jerarquías clericales
cuya inmensa mayoría padece de una inconcebible indiferencia frente a
la realidad sufriente de los pueblos. Declaro con absoluta sinceridad
que me duelen como un desengaño estas palabras de mi dura verdad.
Yo no he visto sino por excepción entre los altos dignatarios del clero
generosidad y amor... como se merecía de ellos la doctrina de Cristo
que inspiró la doctrina de Perón. En ellos simplemente he visto
mezquinos y egoístas intereses y una sórdida ambición de privilegio.
Yo los acuso desde mi indignidad, no para el mal sino para el bien. No
les reprocho haberlo combatido sordamente a Perón desde sus
conciliábulos con la oligarquía. No les reprocho haber sido ingratos
con Perón, que les dio de su corazón cristiano lo mejor de su buena
voluntad y de su fe. Les reprocho haber abandonado a los pobres, a los
humildes, a los descamisados, a los enfermos, y haber preferido en
cambio la gloria y los honores de la oligarquía.
Les reprocho haber traicionado a Cristo que tuvo misericordia de las
turbas. Les reprocho olvidarse del pueblo y haber hecho todo lo posible
por ocultar el nombre y la figura de Cristo tras la cortina de humo con
que lo inciensan.
Yo soy y me siento cristiana. Soy católica, pero no comprendo que la
religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio.
Esto no lo entenderé jamás. Como no lo entiende el pueblo.
El clero de los nuevos tiempos, si quiere salvar al mundo de la
destrucción espiritual, tiene que convertirse al cristianismo. Empezar
por descender al pueblo. Como Cristo, vivir con el pueblo, sufrir con
el pueblo, sentir con el pueblo.
Porque no viven ni sufren ni sienten ni piensan con el pueblo, estos
años de Perón están pesando sobre sus corazones sin despertar una sola
resonancia. Tienen el corazón cerrado y frío. ¡Ah, si supieran qué
lindo es el pueblo, se lanzarían a conquistarlo para Cristo que hoy,
como hace dos mil años, tiene misericordia de las turbas!
Cristo les pidió que evangelizasen a los pobres y ellos no debieron
jamás abandonar al pueblo donde está la inmensa masa oprimida de los
pobres.
Los políticos clericales de todos los tiempos y en todos los países
quieren ejercer el dominio y aún la explotación del pueblo por medio de
la iglesia y la religión. Muchas veces, para desgracia de la fe, el
clero ha servido a los políticos enemigos del pueblo predicando una
estúpida resignación... que no sé todavía cómo puede conciliarse con la
dignidad humana ni con la sed de Justicia cuya bienaventuranza se canta
en el Evangelio.
También el clero político pretende ejercer en todos los países el
dominio y aún la explotación del pueblo por medio del gobierno, lo que
también es peligroso para la felicidad del pueblo.
Los dos caminos del clericalismo político y de la política clerical
deben ser evitados por los pueblos del mundo si quieren ser alguna vez
felices.
Yo no creo, como Lenín, que la religión sea el opio de los pueblos. La
religión debe ser, en cambio, la liberación de los pueblos; porque
cuando el hombre se enfrenta con Dios alcanza las alturas de su
extraordinaria dignidad. Si no hubiese Dios, si no estuviésemos
destinados a Dios, si no existiese religión, el hombre sería un poco de
polvo derramado en el abismo de la eternidad. Pero Dios existe y por El
somos dignos, y por El todos somos iguales, y ante El nadie tiene
privilegios sobre nadie. ¡Todos somos iguales!
Yo no comprendo entonces por qué, en nombre de la religión y en nombre
de Dios, puede predicarse la resignación frente a la injusticia. Ni por
qué no puede en cambio reclamarse, en nombre de Dios y en nombre de la
religión, esos supremos derechos de todos a la justicia y a la
libertad. La religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para
los pueblos. Tiene que ser bandera de rebeldía. La religión está en el
alma de los pueblos porque los pueblos viven cerca de Dios, en contacto
con el aire puro de la inmensidad.
Nadie puede impedir que los pueblos tengan fe. Si la perdiesen, toda la
humanidad estaría perdida para siempre.
Yo me rebelo contra las "religiones" que hacen agachar la frente de los
hombres y el alma de los pueblos. Eso no puede ser religión. La
religión debe levantar la cabeza de los hombres. Yo admiro a la
religión que puede hacerle decir a un humilde descamisado frente a un
emperador: "¡Yo soy lo mismo que Usted, hijo de Dios!"
La religión volverá a tener su prestigio entre los pueblos si sus
predicadores la enseñan así: como fuerza de rebeldía y de igualdad, no
como instrumento de opresión.
Predicar la resignación es predicar la esclavitud. Es necesario, en
cambio, predicar la libertad y la justicia.
¡Es el amor el único camino por el que la religión podrá llegar a ver
el día de los pueblos!
Yo vivo con mi corazón pegado al corazón de mi pueblo y conozco por eso
todos sus latidos.
Yo sé cómo siente, cómo piensa y cómo sufre. No se me escapa que muchas
veces ha sido engañado y que en materia religiosa tiene demasiado
prejuicios y acepta numerosos errores.
Yo no me siento autorizada para juzgar sobre este trascendente tema. Mi
mensaje está destinado a despertar el alma de los pueblos de su modorra
frente a las infinitas formas de la opresión, y una de esas formas es
la que utiliza el profundo sentido religioso de los pueblos como
instrumento de esclavitud.
El sentimiento religioso debe ser defendido por los pueblos y por eso
todas sus deformaciones reclaman una condenación imperdonable.
Yo creo que tanto mal han hecho a la humanidad los que creen que la
religión es una simple colección de formalidades exteriores como
aquellos que no ven otra cosa que principios de absoluta rigidez. La
religión es para el hombre y no el hombre para la religión, y por eso
la religión ha de ser profundamente humana, profundamente popular.
Y para que la religión sea así, profundamente popular; debe volver a
ser como antes. Ha de volver a hablar en el lenguaje del corazón que es
el lenguaje del pueblo, olvidándose de los ritos excesivos y de las
complicaciones teológicas también excesivas.
Cuando al pueblo se le habla con sencillez y con amor; acepta la verdad
que se le ofrece. Y con más fe todavía si se le predica con el ejemplo.
Desgraciadamente nuestro pueblo, y acaso todos los pueblos de la
tierra, sólo han visto demasiado interés en los predicadores de la fe y
acaso por eso mismo, les han cerrado el corazón.
Muchas veces, en estos años de mi vida, he pensado qué lejos estaban
ciertos predicadores y apóstoles de la religión del corazón del
pueblo... porque la frialdad y el egoísmo de sus almas no podía
contagiar a nadie ni sembrar en las almas el ardor de la fe, que es
fuego ardiente.
Yo sé -y lo declaro con todas las fuerzas de mi espíritu- que los
pueblos tienen sed de Dios. Y sé también como trabajan sacerdotes
humildes en apagar aquella sed. Mi acusación no va dirigida contra
éstos, sino contra quienes por egoísmo, por vanidad por soberbia, por
interés o por cualquier otra razón indigna a la causa que dicen
defender. alejan a los pueblos de la verdad, cerrándoles el camino de
Dios.
Dios les exigirá algún día la cuenta precisa y meticulosa de sus
traiciones con mucho más severidad que a quienes, con menos teología,
pero con más amor, nos decidimos a darlo todo por el pueblo. Con toda
el alma, con todo el corazón.
Enemigos del pueblo son también los ambiciosos. Muchas veces los he
visto llegar hasta Perón, primero como amigos mansos y leales, y yo
misma me engañé con ellos, que proclamaban una lealtad que después tuve
que desmentir. Los ambiciosos son fríos como culebras pero saben
disimular demasiado bien. Son enemigos del pueblo porque ellos no
servirán jamás sino a sus intereses personales. Yo los he perseguido en
el movimiento peronista y los seguiré persiguiendo implacablemente en
defensa del pueblo.
Son los caudillos. Tienen el alma cerrada a todo lo que no sean ellos.
No trabajan para una doctrina ni les interesa el ideal. La doctrina y
el ideal son ellos. La hora de los pueblos no llegará con ningún
caudillo porque los caudillos mueren y los pueblos son eternos.
Por eso es grande Perón, porque no tiene otra ambición que la felicidad
de su pueblo y la grandeza de su Patria. Y porque ha creado una
doctrina -una doctrina es un ideal- para que su pueblo siga su doctrina
y no su nombre.
Yo pienso, en cambio, que los pueblos cuando encuentran un hombre digno
de ellos, no siguen su doctrina, sino su nombre. Porque en el hombre y
en el nombre ven encarnarse a la doctrina misma y no pueden concebir la
doctrina sin su creador.
Por eso yo no puedo concebir al justicialismo sin Perón, y por eso he
declarado tantas veces que yo soy peronista, no justicialista. Porque
el justicialismo es la doctrina, en cambio el peronismo es Perón y la
doctrina. ¡La realidad viva que nos hizo y que nos hace felices!
Los caudillos en cambio, los ambiciosos, no tienen doctrina porque no
tienen otra conducta que su egoísmo. Hay que buscarlos y marcarlos a
fuego para que nunca se conviertan en dueños de la vida y las haciendas
del pueblo. Yo los he conocido de cerca y de frente, y algunas veces
incluso me han engañado, por lo menos momentáneamente.
Hay que identificarlos y hay que destruirlos. La causa del pueblo exige
nada más que hombres del pueblo que trabajen para el pueblo, no para
ellos. En esto se distinguen los ambiciosos: en que trabajan para
ellos, nada más que para ellos. Nunca buscan la felicidad del pueblo,
siempre buscan más bien su propia vanidad y enriquecerse pronto. El
dinero, el poder y los honores son las tres grandes "causas", los tres
"ideales" de todos los ambiciosos. No he conocido ningún ambicioso que
no buscase alguna de estas tres cosas o las tres al mismo tiempo. Los
pueblos deben cuidar a los hombres que elige para regir sus destinos. Y
deben rechazarlos y destruirlos cuando los vean sedientos de riqueza,
de poder o de honores. La sed de riquezas es fácil de ver. Es lo
primero que aparece a la vista de todos.
Sobre todo a los dirigentes sindicales hay que cuidarlos mucho.
Se marean también ellos y no hay que olvidar que cuando un político se
deja dominar por la ambición es nada más que un ambicioso; pero cuando
un dirigente sindical se entrega al deseo de dinero, de poder o de
honores es un traidor y merece ser castigado como un traidor. El poder
y los honores seducen también intensamente a los hombres y los hacen
ambiciosos. Empiezan a trabajar para ellos y se olvidan del pueblo.
Esta es la única manera de identificarlos. El pueblo tiene que
conocerlos y destruirlos.
Solamente así, los pueblos serán libres. Porque todo ambicioso es un
prepotente capaz de convertirse en un tirano. ¡Hay que cuidarse de
ellos como del diablo!
25. No quisiera morirme, por Perón y por mis descamisados. No por mí,
que he vivido todo lo que tenía que vivir. Perón y los pobres me
necesitan.
26. ¿Sabrán mis "grasitas" todo lo que yo los quiero?
27. Si alguien me preguntase, en estos momentos difíciles y amargos de
mi vida, cuál es mi deseo más ferviente y cuál mi voluntad más
absoluta, yo les diría: vivir eternamente con Perón y con mi pueblo.
Muchas veces, en las horas largas y duras de mi enfermedad, he deseado
vivir no por mí, que ya he recibido de la vida todo cuanto podía pedir
y más todavía, sino por Perón y por mis "grasitas", por mis
descamisados.
La enfermedad y el dolor me han acercado a Dios y he aprendido que no
es injusto todo esto que me está sucediendo y que me hace sufrir.
Yo tenía todas las posibilidades de tomar, cuando me casé con Perón, el
camino equivocado que conduce al mareo de las altas cumbres.
En cambio Dios me llevó por los caminos de mi pueblo y por haberlo
seguido he llegado a recibir como nadie el cariño de los hombres, de
las mujeres, de los niños y de los ancianos.
Pero le pido a Dios que me dé algunas vacaciones en mi sufrimiento.
Muchas veces, sobre todo en los años de la revolución, oía como los
altos jefes militares trataban de disuadir al Coronel de su amor por el
pueblo.
Ellos no concebían que un oficial superior pudiese entregarse así a "la
chusma".
Al principio creían que el Coronel hacia demagogia para conquistar el
poder. Fue entonces cuando, envidiosos del éxito de Perón, le hicieron
la primera revolución, le exigieron su renuncia y lo encarcelaron en
Martín García.
Pero felizmente el pueblo ya lo había conocido a Perón, y ya no veía en
él al jefe militar con vocación de dictador; sino al compañero cuyo
corazón había sentido el dolor de nuestra raza.
Y el pueblo se lanzó a la calle dispuesto a todo. Los jefes militares
de la reacción huyeron asustados y la oligarquía se escondió con ellos.
Fue el 17 de octubre de 1945. Después, las cosas cambiaron. El Coronel,
ya Presidente, siguió fiel a sus descamisados. Ya no podía ser que
fuese demagogo, como decían. Era cierto entonces aquello de que Perón,
un jefe militar, concedía importancia fundamental a los trabajadores de
su pueblo. Y a medida que los trabajadores se organizaban constituyendo
la más poderosa fuerza del país, la oligarquía infiltrada también en
las fuerzas armadas preparaba la reacción.
Yo he presenciado la dura batalla de Perón con el privilegio de la
fuerza, tan dura como las luchas contra el privilegio del dinero o de
la sangre. Yo sé lo que ha sufrido, aunque he tenido el raro y
maravilloso privilegio de ser algo así como el escudo donde se
estrellaron siempre los ataques de sus enemigos.
Ellos, cobardes como todos los traidores, nunca lo atacaron de frente,
lo atacaron por mí... ¡Yo fui el gran pretexto! Cumplí mi tarea gozosa
y feliz, parando los golpes que iban dirigidos a Perón. Sin embargo los
que no me querían a mí, siempre terminaron por alejarse de Perón. De
alguna manera se fueron... ¡Y muchos lo traicionaron!
La verdad, la auténtica y pura verdad, es que la gran mayoría de los
que no quisieron a Perón por mí, tampoco lo quieren sin mí.
En cambio el pueblo, los descamisados, los obreros, las mujeres, que me
quieren a mí más de lo que merezco, son fanáticos de Perón hasta la
muerte.
En el pueblo reside la fuerza de Perón, no en el ejército. Solamente el
pueblo lo quiere a Perón con fanatismo y sinceridad. Y cuando en los
últimos tiempos algunos oficiales de las fuerzas armadas quisieron
"terminar con Perón, tuvieron que enfrentarse con el pueblo que rodeó a
su Líder; oponiendo a los traidores el pecho descubierto, la fuerza
infinita del corazón.
Aún en el ejército, los hombres leales, aún las que cayeron en defensa
de Perón, fueron hombres del pueblo, humildes pero nobles y fieles ante
la defección traidora de la oligarquía. Aquel día, el 28 de septiembre,
yo me alegré profundamente de haber renunciado a la vicepresidencia de
la República el 22 y el 31 de agosto. Si no, yo hubiese sido otra vez
el gran pretexto. En cambio, la revolución vino a probar que la
reacción militar era contra Perón, contra el infame delito cometido por
Perón al "entregarse" a la voluntad del pueblo, luchando y trabajando
por la felicidad de los humildes y en contra de la prepotencia y de la
confabulación de todos los privilegios con todas las fuerzas de la
antipatria.
¡Este es el gran delito de Perón! El gran delito que yo bendigo desde
el fondo de mi corazón descamisado. En mí, no tiene importancia ni
tiene valor todo lo que yo siento de amor y de cariño por mi pueblo,
porque yo vine del pueblo, yo sufrí con el pueblo.
En cambio, el amor de Perón por los descamisados vale infinitamente
más, porque dada su condición de coronel, el camino más fácil de su
vida era el de la oligarquía y sus privilegios. En cambio se decidió
por el pueblo, contra toda probabilidad, venciendo las resistencias de
muchos compañeros y abrazó nuestra causa definitivamente.
¡Cometió el gran delito!
Pienso que, cometiéndolo, salvó él sólo a las fuerzas armadas de mi
Patria del descrédito y del deshonor. Si Perón no fuese militar,
nuestro pueblo estaría convencido de que las fuerzas armadas son un
reducto de la oligarquía. Los militares tienen, en este año de Perón,
la gran oportunidad de asegurarse el porvenir ayudándolo en su tarea de
servir al pueblo, partiendo de la base fundamental de que eso no es
delito: es servir a la Patria.
Quiero vivir eternamente con Perón y con mi Pueblo.
Esta es mi voluntad absoluta y permanente y será también por lo tanto
cuando llegue mi hora, la última voluntad de mi corazón.
Donde esté Perón y donde estén mis descamisados allí estará siempre mi
corazón para quererlos con todas las fuerzas de mi vida y con todo el
fanatismo de mi alma.
Si Dios llevase del mundo a Perón antes que a mí, yo me iría con él
porque no sería capaz de sobrevivir sin él, pero mi corazón se quedaría
con mis descamisados, con mis mujeres, con mis obreros, con mis
ancianos, con mis niños para ayudarlos a vivir con el cariño de mi
amor; para ayudarlos a luchar con el fuego de mi fanatismo y para
ayudarlos a sufrir con un poco de mis propios dolores. He sufrido
mucho, pero mi dolor valía la felicidad de mi pueblo y yo no quise
negarme -no quiero negarme-, acepto sufrir hasta el último día de mi
vida si eso sirve para restañar alguna herida o enjugar alguna lágrima.
Pero si Dios me llevase del mundo antes que a Perón, yo quiero quedarme
con él y con mi pueblo, y mi corazón y mi cariño y mi alma y mi
fanatismo seguirán en ellos, seguirán viviendo en ellos, haciendo todo
el bien que falta, dándoles todo el amor que no les pude dar en los
años de mi vida, y encendiendo en sus almas todos los días el fuego de
mi fanatismo que me quema y me consume como una sed amarga e infinita.
Yo estaré con ellos para que sigan adelante por el camino abierto de la
justicia y de la libertad hasta que llegue el día maravilloso de los
pueblos.
Yo estaré con ellos peleando en contra de todo lo que no sea pueblo
puro, en contra de todo lo que no sea la "ignominiosa" raza de los
pueblos.
Yo estaré con ellos, con Perón y con mi Pueblo, para pelear contra la
oligarquía vendepatria y farsante, contra la raza maldita de los
explotadores y de los mercaderes de los pueblos. Dios es testigo de mi
sinceridad. El sabe que me consume el amor de mi raza, que es el
pueblo.
Todo lo que se opone al pueblo me indigna hasta los limites extremos de
mi rebeldía y de mis odios, pero Dios sabe también que nunca he odiado
a nadie por si mismo, ni he combatido a nadie con maldad, sino por
defender a mi pueblo, a mis obreros, a mis mujeres, a mis pobres
"grasitas" a quienes nadie defendió jamás con más sinceridad que Perón
y con más ardor que "Evita". Pero es más grande el amor de Perón por el
pueblo que mi amor; porque él, desde su privilegio militar supo
encontrarse con el pueblo, supo subir hasta su pueblo, rompiendo todas
las cadenas de su casta. Yo, en cambio, nací en el pueblo y sufrí en el
pueblo. Tengo carne y alma y sangre del pueblo. No podía hacer otra
cosa que entregarme a mi pueblo. Si muriese antes que Perón, quisiera
que esta voluntad mía, la última y definitiva de mi vida, sea leída en
acto público en la Plaza de Mayo, en la Plaza del 17 de Octubre, ante
mis queridos descamisados. Quiero que sepan, en ese momento, que quise
y que quiero a Perón con toda mi alma y que Perón es mi sol y mi cielo.
Dios no me permitirá que mienta si yo repito en este momento una vez
más, como León Bloy, que "no concibo el cielo sin Perón".
Pido a todos los obreros, a todos los humildes, a todos los
descamisados, a todas las mujeres, a todos los pibes y a todos los
ancianos de mi Patria que lo cuiden y lo acompañen a Perón como si
fuese yo misma.
Quiero que todos mis bienes queden a disposición de Perón como
representante soberano y único del pueblo.
que todos mis bienes, que considero en gran parte patrimonio del
pueblo y del movimiento peronista, que es del pueblo, y que todo lo que
dé "La Razón de mi Vida" y "Mi Mensaje", sea considerado como propiedad
absoluta de Perón y del pueblo argentino.
Mientras viva Perón, él podrá hacer lo que quiera de todos mis bienes:
venderlos, regalarlos e incluso quemarlos si quisiera, porque todo en
mi vida le pertenece, todo es de él, empezando por mi propia vida que
yo le entregué por amor y para siempre, de una manera absoluta.
Pero después de Perón, el único heredero de mis bienes debe ser el
pueblo y pido a los trabajadores y a las mujeres de mi pueblo que
exijan por cualquier medio el cumplimiento inexorable de esta voluntad
suprema de mi corazón que tanto los quiso.
Todos los bienes que he mencionado y aún los que hubiese omitido
deberán servir al pueblo, de una o de otra manera.
El dinero de "La Razón de mi Vida" y de "Mi Mensaje", lo mismo que la
venta o el producido de mis propiedades, deberá ser destinado a mis
descamisados.
Quisiera que se constituya con todos esos bienes un fondo permanente de
ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten a los
pobres y quisiera que ellos lo aceptasen como una prueba más de mi
cariño.
Deseo que en estos casos, por ejemplo, se entregue a cada familia un
subsidio equivalente a los sueldos y salarios de un año, por lo menos.
También deseo que, con ese fondo permanente de Evita, se instituyan
becas para que estudien los hijos de los trabajadores y sean así los
defensores de la doctrina de Perón, por cuya causa gustosa daría mi
vida.
Mis joyas no me pertenecen. La mayor parte fueron regalos de mi pueblo.
Pero aún las que recibí de mis amigos o de países extranjeros, o del
General, quiero que vuelvan al pueblo.
No quiero que caigan jamás en manos de la oligarquía y por eso deseo
que constituyan, en el Museo del Peronismo, un valor permanente que
sólo podrá ser utilizado en beneficio directo del pueblo.
Que así como el oro respalda la moneda de algunos países, mis joyas
sean el respaldo de un crédito permanente que abrirán los bancos del
país en beneficio del pueblo, a fin de que se construyan viviendas para
los trabajadores de mi Patria.
Desearía también que los pobres, los ancianos, los niños, mis
descamisados, sigan escribiéndome como lo hacen en estos tiempos de mi
vida y que el monumento que quiso levantar para mí el Congreso de mi
Pueblo recoja las esperanzas de todos y las convierta en realidad por
medio de mi Fundación, a la que quiero siempre pura como la concebí
para mis descamisados.
Así yo me sentiré siempre cerca de mi pueblo y seguiré siendo el puente
de amor tendido entre los descamisados y Perón.
Por fin, quiero que todos sepan que si he cometido errores los he
cometido por amor y espero que Dios, que ha visto siempre mi corazón,
me juzgue no por mis errores ni mis defectos, ni mis culpas, que fueron
muchas, sino por el amor que consume mi vida. Mis últimas palabras son
las mismas del principio: quiero vivir eternamente con Perón y con mi
Pueblo.
Dios me perdonará que yo prefiera quedarme con ellos, porque él también
está con los humildes y yo siempre he visto en cada descamisado un poco
de Dios que me pedía un poco de amor que nunca le negué.
Es necesario que los hombres y mujeres del pueblo sean siempre sectarios y fanáticos y no se entreguen jamás a la oligarquía. No puede haber, como dice la doctrina de Perón, más que una sola clase: los que trabajan. Es necesario que los pueblos impongan en el mundo entero esta verdad peronista. Los dirigentes sindicales y las mujeres que son pueblo puro no pueden, no deben entregarse jamás a la oligarquía. Yo no hago cuestión de clases. Yo no auspicio la lucha de clases, pero el dilema nuestro es muy claro: la oligarquía que nos explotó miles de años en el mundo tratará siempre de vencemos. Con ellos no nos entenderemos nunca, porque lo único que ellos quieren es lo único que nosotros no podremos darle jamás: nuestra libertad. Para que no haya luchas de clases, yo no creo, como los comunistas, que sea necesario matar a todos los oligarcas del mundo. No, porque sería cosa de no acabar jamás, ya que una vez desaparecidos los de ahora tendríamos que empezar con nuestros hombres convertidos en oligarcas, en virtud de la ambición, de los honores, del dinero o del poder. El camino es convertir a todos los oligarcas del mundo: hacerlos pueblo, de nuestra clase y de nuestra raza. ¿Cómo? Haciéndolos trabajar para que integren la única clase que reconoce Perón: la de los hombres que trabajan. El trabajo es la gran tarea de los hombres, pero es la gran virtud. Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo y no del trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos, y la oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad. Pero, mientras tanto, lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores. Todo explotador es enemigo del pueblo. ¡La justicia exige que sea derrotado!