MI LARGA DESDICHA
Estuve sentado en ese
banco verde petróleo durante horas. Horas imborrables e
irrepetibles para una persona que decide a cambiar. Pasé mucho
tiempo pensando en lo desdichado que había sido ese día.
Había llegado tarde al trabajo, perdido el micro de regreso a
casa, había comprado comida chatarra porque la que yo me había
decidido a hacer era un " mazacote chamuscado" y
cuando decidido a dormir, en ese estado entre sueño profundo y
la vida misma, sonó el teléfono para avisarme que debía dos
meses de renta, decidí salir a caminar.
Terminé en la plaza de
Mayo, en ese maldito banco, o quizá podría decir en ese
crédulo banco (porque tal vez "creía en esas mentirosas
confesiones de amor que un hombre, si así se puede nombrar, le
hace a una Mujer con tal de llevarla a su cama), pensando,
suponiendo, estipulando y sobre todo, estimulando a mi mente
para cambiar.
Comprendí que era algo
afortunado porque podía mirar los árboles, y sentir en mí
tanto la brisa como el cálido sol de verano. Pero no tenía
dinero para saldar mis deudas. Pensé en aquellas horas de
felicidad que había pasado tiempo atrás con mis amigos, y mi
desdicha disminuyó un poco. Recordé los veranos en Gesell, con
mis viejos, mis hermanos, y ese grupo de " amigos "
que se forma durante las temporadas de calor en la playa, pero
que cuando el sol y las vacaciones dejan de ser tan fuertes se
desarman, quedando en cada uno, los recuerdos, las fotos, y la
emoción de haberlos conocido. Entonces mi vida ya no era tan
desdichada, aunque siguiera sin dinero para pagar aquella
maldita (y esto si que no puede ser llamado de otra forma)
pensión.
Pero cuando la
recordé, que triste fue. Como me quería. Ella si que me
quería. Yo no supe valorar su amor. O quizá ella no supo
demostrarlo ni tampoco retenerme. Ella cambió por mí ( o por
lo menos eso dijo) y yo no lo noté. Ella me quiso. Y yo a veces
también la quería, pero su pasado y parte de su presente la
alejaban, la dejaban tan distante a mí. La recuerdo, sí. Como
la recuerdo, y como olvidarla. Se entregó a mí en cuerpo y
alma, como un niño con hambre a los pechos de su madre. Y a
veces la extraño, y otras, simplemente la recuerdo. Hoy no
está, pero si estuviera. Si estuviera mis días no serían tan
solitarios. Mis oídos oirían sus dulces plegarias de amor, sus
suaves palabras de entrega, sus decididas confesiones de cambio
a un pasado que la atormentaba pero que la seguía. A un pasado
que no pudo olvidar ni cambiar.
Entonces, me sentí desdichado. Por no
haberla amado, por dejar que se fuese de mi vida sin darle una
oportunidad. Por dejar que huyan sus tiernas palabras de mis
oídos sin detenerla. Por no comprender la forma en que me
quería. Y entonces, me siento más solitario aún, Más
infeliz. Y me arrepiento, por no tener valor para enfrentar
juntos sus errores, por no acompañarla en su cambio, y por
sobre todo, infeliz y arrepentido por dejar huir la dicha que
hoy no me dejaría estar solo en este crédulo y maldito bando
de plaza: su amor.
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