CAPITULO II

EL CUCHILLO

Era difícil dejar de preocuparse. Yo me daba cuenta, con un sentimiento de frustración, que a medida que se iban comprobando más detalles de los crímenes nazis, a medida que todo el horror del genocidio salía a la luz, mas difícil resultaba ocuparse de los criminales.

Mi trabajo me absorbía todo el día, hasta bien entrada la noche. Cuando me metía en la cama y trataba de dormir, lo que había leido y escuchado durante el día se fundía con recuerdos de mi pasado. Muchas veces me despertaba una pesadilla y no conseguía distinguir el sueño de la realidad. Venía recibiendo muchas cartas de otros supervivientes de campos de concentración, a quienes las mismas pesadillas torturaban. Un individuo que vio como asesinaban a su madre en Auschwitz y que ahora esta en una clínica neurólogica cerca de Bre­men, me escribió una vez:

«Por favor, ayúdeme. Tiene que haber una droga contra las pesa­dillas. ¿No hay ahora drogas contra todo? Si no fuera por esos espantosos sueños, quizá pudiera ponerme bien otra vez...»

Una noche, en septiembre de 1947, en medio de una de esas pesa­dillas, oí que aporreaban la puerta. Me senté en la cama. El corazón me latía rápido. Todavía hoy recuerdo el resonar de aquellos puñetazos en la puerta.

Encendí la luz y la pesadilla acabó: yo era un hombre libre, vivía en Linz con mi esposa y mi hija. Me levanté para ir a abrir. A través del agujero de la cerradura vi a Misha Lewin, jefe de la antigua Asociación de Militantes Judíos de la Unión Soviética, que lograba parecer un hombre duro, siempre con botas y hablando a gritos, siendo en realidad un individuo pacífico y amable que había sabido conservar su sentido del humor. Dos hombres venian con él.

— ¡Abre, Simón! —me dijo—. ¡Te traemos noticias!

Entraron, y Misha me presentó a Mair Blitz y a Moses Kussowitzki. Ambos, durante la guerra, cuando grupos de militantes judíos lucha­ban en el ejército rojo contra los alemanes, habían estado bajo sus órdenes. Al final de la guerra regresaron a su Polonia natal; pero, no hallando a sus familias, que habían sido asesinadas por los nazis, se pasaron a Austria.

—Estos chicos han pescado un pez de los gordos —me dijo Misha—.¡Eichmann! —Me lanzó una mirada de triunfo y luego, di­rigiéndose a ellos, siguió:— Vamos, contádselo.

Blitz y Kussowitzki vivían en Camp Admont, el mayor centro de personas desplazadas de la zona británica de ocupación en Austria. Admont se halla al noroeste de Estiria, en un encantador valle alpino rodeado de montañas. Unas dos mil personas, en su mayoría judíos polacos y de los Estados bálticos, residían temporalmente en aquel hermoso paisaje alpino, vestidos y alimentados por los ingleses, aunque sin disfrutar particularmente de sus vacaciones de hombres libres. Unos pocos habían encontrado trabajo en los alrededores y otros con­seguían algún que otro chelín en el mercado negro. Pero, en su mayo­ría, aguardaban impacientes poder llegar a Palestina en uno de los transportes ilegales que entonces partían del sur de Austria e Italia.

Era la semana que precedía al Yom Kippur, Día de la Expiación. Los devotos judíos de Camp Admont se preparaban para la impor­tante celebración que, según el ritual ortodoxo, exige que hombres y mujeres se dediquen a la oración, sacrificando cada hombre un gallo y cada mujer una gallina, simbólica representación del sacrificio de Abraham como lo cuenta el Antiguo Testamento.

Desgraciadamente, en Austria había escasez de aves de corral. Blitz y Kussowitzki, jóvenes llenos de recursos, decidieron recorrer las gran­jas de la vecindad para intentar cambiar latas de comida y chocolate que habían recibido de los ingleses, por un par de pollos.

Hablaban solamente yiddish, lo que complicó las negociaciones con los campesinos de Estiria. Como pedían un Huhn (pollo), un cam­pesino les comprendió mal y les dio... un Hund, un perrito Dachshund metido en un saco. Otro movió negativamente la cabeza; no, él no podía ayudarles, pues todos los pollos llevaban un número y eran controlados por las autoridades porque los huevos para empollar o incu­bar estaban estrictamente racionados. No podía arriesgarse a tener que pagar la multa.

—¿Por qué no vais a ver al tipo de allá arriba? —les propuso el campesino queriendo ayudarles—. Allá arriba, en la montaña, él tiene una enorme granja con dos mil pollos por lo menos. No sé si os echará a patadas, porque a los judíos los aborrece. Dicen que era un nazi de los gordos.

Los jóvenes se miraron. Instintivamente tuvieron el mismo pen­samiento.

—Debe de ser él —dijo Blitz.

Kussowitzki asintió con la cabeza.

Aquel día dejaron de buscar pollos y se dirigieron en cambio al FSS local[1] para proveerse de permisos de «visita familiar», indis­pensables para pasar a la zona americana vecina. Tomaron un tren para Linz, que estaba a unos ciento cincuenta kilómetros, y allí pusie­ron en conocimiento de Misha Lewin su descubrimiento, quien deci­dió que era yo el hombre con quien ellos tenían que hablar.

—Y aquí nos tiene —dijo Lewin—. No perdamos minuto si que­remos hacernos con Eichmann.

Todos nosotros teníamos la obsesión de que Eichmann, conocido ya entonces como el más diabólico criminal nazi en libertad, se escon­día probablemente en la zona británica de Austria. Yo acababa de abrir mi Centro de Documentación en Linz y casi a diario venía alguien a decirme que había visto a Eichmann en alguna parte. La pista se perdía en un campo de internamiento bávaro, perteneciente a la zona británica de Austria. A partir de allí, Eichmann había desaparecido.

—¿Qué os hace pensar que pueda ser Eichmann? —dije.

—El hombre en cuestión tiene dos mil pollos, odia a los judíos, fue un nazi de los gordos. ¿Por qué no iba a ser Eichmann? —me pre­guntó con lógica talmúdica.

No me convenció pero decidí irme con ellos. Estaba seguro de que el hombre no sería Eichmann pero en cambio pensé que podía ser otro nazi cualquiera.

A la mañana siguiente me hice con dos permisos para pasar a la zona británica: uno para Lewin y otro para mí. Fuimos en coche con los dos ex militantes hasta la enorme granja situada en el pueblo de Gaishorn, sólo a unos veinte kilómetros del Camp Admont. Como no me llevaba misión oficial, decidí pedir ayuda a la policía austríaca. Paramos frente al puesto de la gendarmería de Gaishorn, instalada en un viejo chalet.

Dos campesinos ancianos con pantalones cortos de cuero, estaban sentados en la antesala, charlando y matando el tiempo. Era todo muy gemütlich (íntimo). Al comandante del puesto, un anciano de bigote blanco caído, probablemente una reliquia de los buenos días de los Habsburgo, le preguntamos por la enorme granja de la montaña. Se levantó y fue a mirar un mapa que había en la pared.

—Debe de ser Gaishorn 66, que pertenece a Murer, un individuo muy popular aquí que hizo la guerra en Polonia y Rusia.

Me quedé perplejo.

—¿Murer? ¿Franz Murer?

—El mismo —dijo el anciano—. ¿Le conoce?

A duras penas pude contestarle afirmativamente con la cabeza y nos apresuramos a marcharnos. Durante un rato ninguno de nosotros dijo nada: sabíamos muy bien quién era Murer. En los últimos dos años había recogido declaraciones y testimonios, acerca de Murer, de muchos refugiados, pues Murer fue Comisario Diputado del distrito de Vilna, Lituania, donde vivían antes de la guerra 80.000 judíos de los que quedaron sólo y exactamente 250 con vida tras las acciones nazis. Antes de la guerra, Vilna había sido llamada «la Jerusalén de Lituania» por lo mucho que contribuyó la comunidad judía a la litera­tura, ciencia, filosofía y artes. Numerosos músicos judíos famosos, entre ellos Jascha Heifetz, proceden de Vilna.

Murer era el principal responsable de la exterminación de judíos en Vilna, tan es así, que los refugiados le llamaban «el sanguinario de Vilna». He visto muchos años después personas a las que, sólo al men­cionar el nombre de Murer, se les ponía la cara blanca como el papel.

Inmediatamente nos dirigimos a Camp Admont. Sabía que entre los desplazados del campo se hallaban varios de los supervivientes de Vilna. Comuniqué al comité del campo y poco después los altavoces pedían que todas las personas que supieran algo de Franz Murer de Vilna, se pusieran en contacto conmigo inmediatamente. Siete perso­nas comparecieron en el pequeño despacho donde yo esperaba y cuando les dije que Franz Murer vivía en una granja a sólo unos kilómetros de allí, algunos sufrieron un ataque de histeria. Una mujer que había visto cómo Murer asesinaba a dos personas ante sus propios ojos, tuvo un colapso. Un hombre cuya madre había sido asesinada por Murer se emocionó tanto que tuvieron que llevárselo para ser asis­tido. Todos hablaban a gritos en el colmo de la excitación. Tuve que decirles que se calmaran, que todos tendrían oportunidad de relatar lo que supieran acerca de Murer.

Algunas de las historias eran demasiado vagas para ser usadas ante un tribunal pero otras eran precisas, detalladas, terribles. Un testigo recordaba exactamente la fecha en que Murer dio orden de que los habitantes de una calle del ghetto de Vilna fueran llevados en camiones al cercano bosque de Ponary y allí fusilados por la policía auxiliar lituana. Otro hombre declaró que Murer había ordenado que dos casas de una calle del ghetto fueran voladas con dinamita y que al decirle que todavía quedaban mujeres dentro, exclamó: «¡Qué más da!». Y las dos casas fueron voladas inmediatamenta

Otros testigos afirmaron que Murer, un sádico de cabeza a pies, había hecho desnudar, para azotarlas, a numerosas personas. El único sistema de escapar a sus torturas era comprarlo; así, que los judíos del ghetto, en muchas ocasiones recogían joyas, plata y cuadros valiosos para Murer. Cuando el soborno ofrecido le parecía aceptable, ordenaba a los donantes que embalaran su contribución en cajones de madera y los enviaran a su domicilio austríaco.

Un día, en enero de 1942, Murer confiscó un convento católico de Vilna, así como la pequeña granja modelo que llevaban las monjas. Éstas, junto con unos cuantos monjes, fueron «liquidados» luego en Ponary. En 1945 los cuerpos fueron reconocidos por equipos judíos de exhumación que tenían órdenes de quemar los residuos y destruir todo rastro.

Los testigos describieron un incidente que nunca olvidaré, y aquel que tenga un hijo podrá comprenderme. Al parecer, dos grupos de hombres aguardaban a la salida del ghetto: uno destinado a tra­bajos forzados, otro a ser ejecutado en el bosque de Ponary. En este último se hallaba Daniel Brodi, muchacho de diecisiete años. A su padre le habían destinado al grupo de trabajos forzados, y cuando Daniel creyó que no le veían, escapó del grupo de sentenciados a muerte para pasarse al de su padre. Murer le vio y agarrándole por el cuello le golpeó con todas sus fuerzas hasta derribarlo al suelo. Entonces Murer sacó su revólver y, ante el padre del muchacho, dis­paró contra Daniel.

Tomé cuatro declaraciones juradas, hice legalizar las firmas y volví al puesto de gendarmería de Gaishorn. Entregué al anciano coman­dante las declaraciones, sin decir palabra, y éste, al leerlas, se quedó boquiabierto de horror. Sólo una vez levantó los ojos para mirar con impotencia la imagen de madera de una Virgen que había en la pared. Dio orden a dos gendarmes de subir hasta la granja y arrestar a Murer. Luego comunicó el hecho al puesto de las FSS británicas ya que según la ley del Gobierno Militar, todos los criminales de guerra tenían que ser entregados a las autoridades de ocupación.

Lewin, los ex militantes y yo, fuimos con los gendarmes hasta la granja de la montaña pero casi al llegar nos dijeron que aguardáramos a cierta distancia. El lugar era encantador, muy cuidado, con árboles y flores, próspero y pacífico. Los gendarmes dijeron que Murer vivía con su esposa y sus dos hijos ya mayores y que tenía varias personas que trabajaban para él.

Los gendarmes entraron en la casa, a tiempo justo, como nos dije­ron luego, pues Murer estaba a punto de abandonar el lugar. En la puerta tenía dos maletas, y el abrigo y el sombrero sobre una silla. Al parecer, a Murer lo habían prevenido... quizá los dos campesinos que vimos sentados en la gendarmería. Se portó de un modo muy imper­tinente con los gendarmes por haberse atrevido a subir hasta allí a mo­lestarle. Esto ocurría a finales de 1947. La conmoción de la derrota que había paralizado a los peces gordos nazis al terminar la guerra, era cosa pasada.

Murer tenía aspecto de vigoroso montañés de cara alargada y dura, luenga nariz, prominente barbilla y pelo rojizo. Tenía treinta y cinco años cuando lo arrestaron; nueve años antes se había alistado en el partido nazi, que lo seleccionó para recibir instrucción en la Ordens-schule reservada a la élite de los SS, para luego enviarlo a Vilna. Allí se convirtió en dueño absoluto de vidas y muertes, mayormente de muertes. Pero nadie en Gaishorn lo hubiera podido sospechar allí: Franz Murer era un buen hombre y un excelente vecino. El anciano comandante del puesto de policía me dijo que Murer había nacido cerca de St. Georgen, que había comprado la granja antes de la guerra, que todos le querían, que nadie había molestado a tan perfecto ciuda­dano con desagradables preguntas a su regreso de la guerra.

Me preguntaron cómo aquel hombre pudo atreverse a vivir tan cerca de un campo que albergaba a gentes cuyas familias él había asesinado. Por una razón. Porque el centro de personas desplazadas no existía cuando Murer regresó y Vilna quedaba muy lejos, a 2.500 kilómetros al Este, por lo que creyó muy poco probable volver a tro­pezarse jamás con algún superviviente. Cuando fue fundado el Centro, comprendió que estaba en peligro si se quedaba, pero a su vez, mar­charse a otro lugar hubiera levantado sospechas. Decidió quedarse. Ello convencería a la gente de que su conciencia estaba limpia.

Los gendarmes austríacos entregaron a Murer a los soldados britá­nicos de la FSS, que le llevaron en jeep a la prisión central de Graz, capital de Estiria. Regresé a Camp Admont y me pasé la noche es­cribiendo una extensa relación del caso, incluyendo las declaraciones juradas de los testigos. Los desplazados del campo estaban agitadísimos: no les podía caber en la cabeza que Murer hubiera estado viviendo tan cerca sin que los ingleses lo atraparan. Sin embargo, a mi no me sorprendía. En los últimos meses había pedido ayuda varias veces a las autoridades británicas para seguir la pista de criminales de guerra que yo sospechaba se escondían en su zona pero de ellos nunca conseguí la mínima ayuda. Por esa razón acudí a los gendarmes austríacos: temía que la FSS estropeara el trabajo.

Por aquel tiempo, los ingleses hacían cuanto podían para impedir que los refugiados se pasaran a Palestina. Los colonos judíos de la que iba a ser nueva nación mantenían una guerrilla implacable contra las fuerzas de la potencia británica del mandato, y en ambas partes abundaba el rencor y los derramamientos de sangre. No hacía mucho que yo había atestiguado ante una comisión conjunta angloamericana sobre el espinoso problema de la emigración judia a Palestina: los americanos escucharon con clara simpatía, los ingleses con rostros im­pasibles. Eran aquellos turbulentos meses que precedieron a la acepta­ción de Israel como nación independiente. Las autoridades británicas de Austria estaban más interesadas en los transportes ilegales a Pales­tina que en los criminales de guerra nazis que pudiera haber en su zona y que pudieran escapar.

A la mañana siguiente, me dirigí al puesto de la FSS de Admont, una casa de dos pisos con balcones de hierro forjado. Un sargento británico de aspecto acogedor me preguntó qué deseaba y yo le entregué la relación del caso Murer. Su actitud cambió al instante. Dejó a un lado el papel sin leerlo y me preguntó por qué había recurrido a la gendarmería austríaca en lugar de informar inmediata­mente a la FSS como era normal. ¿Había estado yo con anterioridad en la zona británica? ¿Había instigado yo al arresto de otras personas? El sargento estaba informado de mi próxima llegada porque vi que tenía enfrente un cuestionario completo. Me preguntó por mi trabajo en Linz, por el Centro de Documentación y por último me lanzó la pre­gunta que había estado deseando hacerme todo el rato:

—¿Qué sabe usted de los transportes ilegales a Palestina a través de Italia?

—Sargento, vine aquí a discutir el caso Murer.

—Aquí soy yo quién formula las preguntas y usted quién ha de contestarlas. ¿Quién es el jefe del Irgun Zwai Leuni en Austria?

Miembros de la Irgun (organización extremista judía que creía en la violencia) habían hecho descarrilar días antes un tren militar britá­nico cerca de Mallnitz, al sur de Bad Gastein, causando la muerte de un soldado británico.

Me negué a contestar y me puse en pie. El sargento obstruyó la puerta.

—¿Estoy bajo arresto, sargento?

—No, pero tiene que contestar a mis preguntas.

Yo guardaba silencio.

—Muy bien. Entonces tendrá que quedarse aquí hasta la tarde, hasta que regrese de Craz el comandante.

Así, me encontraba detenido, sólo por haber ayudado a los británi­cos a capturar un importante criminal de guerra a quien ellos tenían que haber capturado mucho antes. Aquello no parecía importarles: lo que les obsesionaba eran los transportes ilegales a Palestina. Todo el mundo estaba al corriente de esos transportes ignorados por los fran­ceses, tolerados por los soviets, alentados por los americanos y contem­plados por los ingleses con una creciente sensación de fracaso. Hacerme a mí aquellas preguntas era absurdo: ellos sabían más acerca de aquellos transportes que yo.

A mediodía, el sargento entró a preguntarme si quería comer algo. Ni me molesté en contestarle. Afuera se produjo alboroto, voces, pri­mero aisladas, luego a coro gritaban: «¡Queremos a Wiesenthal! ¡Queremos a Wiesenthal!».

Me acerqué a la ventana. La calle estaba llena de gente, centena­res de personas con cara de pocos amigos, y los hombres de la FSS no facilitaron mucho las cosas obstruyendo la entrada y sacando dos ametralladoras al balcón.

La multitud se puso furiosa. Entre ella había hombres como Blitz y Kussowitzki a quienes las ametralladoras no asustaban. Luego me contaron que D.P.[2] de Camp Admont estaba en el puesto de la FSS cuando yo entré y al oír el interrogatorio a que me sometía el sargento, corrió otra vez al campo dando la voz de alarma y haciendo que la gente viniera a «liberarme».

En la habitación donde yo estaba entró un teniente joven y me dijo que todo aquello era bastante molesto, que las cosas estaban tomando proporciones absurdas y que si no me importaba tuviera yo la bondad de salir al balcón a decir a la gente que no tardaría en salir.

Me negué.

—No soy yo quien ha pedido a la gente que venga. ¿Por qué no sale usted y se lo dice usted mismo?

El teniente se puso nervioso. Si el incidente llegaba a oídos del cuartel general, a sus superiores quizá no les gustara.

El teniente pidió  conferencia telefónica  con Graz  para  hablar al comandante y me dijo me pusiera al teléfono, que el comandante hablaba alemán.

—¿Qué ocurre, Herr Wiesenthal? ¿Por qué no es usted amable con mis hombres?

—Yo vine aquí, señor, a hablar de Murer. Pero lo que quieren es otra clase de información que yo me niego a dar. Me están, reteniendo aquí hace ya horas.

—Conocemos todas sus actividades, Herr Wiesenthal.

—Si cree que he hecho algo indebido, ¿por qué no da orden de que me detengan?

Se produjo un silencio y luego el comandante me pidió que pasara el teléfono al teniente. Fui conducido a otra habitación y minutos des­pués entraba el teniente y me decía que podía marcharme cuando quisiera.

Cuando salí de la casa, un clamoroso grito de triunfo resonó en la calle, me alzaron a hombros y me llevaron así hasta el campo. Los austríacos lo contemplaban con la boca abierta y algunos incluso si­guieron a la multitud, pensando: eso sí que es una Hetz (una ver­dadera juerga). Quizá lo tomaron como demostración contra las fuerzas de ocupación pero lo cierto es que vitoreaban con entusiasmo. De vuel­ta a Camp Admont, Blitz y Kussowitzki se procuraron alguna que otra botella de schnapp para celebrar el arresto de Murer. Aquella noche me sentí casi feliz.

Pasaron varias semanas. Murer, en la cárcel de Graz, se declaró inocente, alegando se trataba de un error de identidad. De Graz me llegaban confusos rumores: cabía la posibilidad que los ingleses de­jaran en libertad a Murer. Como yo tenía algunos amigos entre el personal del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, hice usas cuantas llamadas telefónicas urgentes y, como resultado, los ingleses recibieron petición oficial de retener a Murer como posible testigo.

En aquella ocasión, envié circulares a todos los campos de perso­nas desplazadas de Austria y Alemania pidiendo testigos que pudieran presentarse a declarar contra Murer. Entonces no era difícil dar con testigos. Tenía corresponsales en muchos de los campos y recibí muchas informaciones de los comités de los mismos; varios testigos se persona­ron en mi oficina de Linz, haciendo declaraciones que firmaron. Todo el material fue enviado a las autoridades británicas de Graz. A mí me parecía que las pruebas contra Murer tenían gran fuerza: en diciembre de 1948, los ingleses dieron la orden de extradición de Murer entre­gándolo a los rusos ya que los crímenes habían sido cometidos en una zona que ahora formaba parte de la República Socialista Soviética de Lituania. El juicio contra Murer tuvo lugar en Vilna en la primavera de 1949. Las declaraciones de todos los testigos fueron enviadas desde Austria a las autoridades soviéticas que a su vez recogieron las de sus propios testigos. Murer fue declarado culpable de «asesinar a ciuda­danos soviéticos» y condenado a veinticinco años de trabajos forzados. Creí que éste era el fin de aquel caso. Cinco años después, en 1954, cerraba el Centro de Documentación de Linz ya que como consecuencia de la guerra fría, mi labor había llegado a su fin. Sen­tencias contra nazis convictos se conmutaban, y procesos en curso se suspendían. Parecía inútil proseguir. Embarqué todo el material, quinientos kilos de documentos, con el fin de depositarlo en los archi­vos de Yad Vashem de Jerusalén[3].

Como consecuencia del Tratado de Austria de 1955, los soviets acordaron devolver todos los prisioneros de guerra austríacos, crimí­nales de guerra convictos incluidos. Ello, sin embargo, no iba a ser una amnistía general, ya que, según los términos del Tratado, Austria pedía juzgar a esos criminales en sus propios tribunales. Yo vi la lista de prisioneros repatriados y el nombre de Murer no figuraba entre ellos. O bien no había sido liberado por los rusos porque sus crímenes se consideraban demasiado graves, o había muerto.

Tras la captura de Eichmann en mayo de 1960, precisando ciertos datos de Murer para completar mi fichero, llamé por teléfono al puesto de gendarmería de Gaishorn y pedí ciertos detalles sobre el arresto de 1947. El oficial encargado dijo que no sabía nada del caso y me propuso que le volviera a llamar al cabo un rato. Dijo que hablaría con Murer y se lo preguntaría.

—¿Qué? ¿Es que Murer no ha muerto?

—Desde luego que no. Hace cuatro años que volvió y ha venido viviendo en su granja desde entonces.

Le di las gracias y colgué el auricular. Tuve que respirar hondo: ¡Murer en libertad! Llamé a varios Ministerios de Justicia indagando por qué el nombre de Franz Murer no constaba en la lista de crimi­nales de guerra. Parecían desconcertados y algunos pretextaban no haber tenido nada que ver en ello. Por fin me dijeron que el nombre de Murer se había omitido «inadvertidamente», que se trataba de un simple error burocrático.

Comencé a investigar qué les había ocurrido a otros criminales de guerra que habían sido repatriados después del Tratado de Austria. De una lista de doscientas personas, sólo tres (los tres, muy destacados miembros de la SS) habían sido juzgados por tribunales austríacos.

De estos tres, Hermann Gabriel y Leopold Mitas, fueron condena­dos a cadena perpetua; Johann Poli, a veinte años de cárcel. Mitas había sido puesto en libertad al cabo de dos años; Poli, al cabo de dieciocho meses. Sólo Gabriel, uno de entre doscientos, estaba todavía en la cárcel y todos los demás procesos habían sido suspendidos por decreto presidencial.

¿Y Murer? De nuevo en su granja como respetable miembro del Partido Católico del Pueblo, había sido elegido presidente de la Cámara de Agricultura del Distrito, había dado conferencias públicas y en una ocasión impuesto condecoraciones a varios granjeros en presencia de miembros del gobierno.

Escribí al ministro de Justicia austríaco y le pregunté qué pensaba hacer con Murer. Se me pidió que hiciera llegar «todo el material pertinente» a la Sección XI del Ministerio de Justicia. A mi vez pedí a Jerusalén el dossier Murer, saqué fotocopias y presenté treinta y dos declaraciones juradas. Pasaron semanas sin que llegara contestación y entonces telefoneé a la Sección XI, y un alto funcionario de ésta, fami­liarizado con el caso, me informó de que aquel material no podía em­plearse en contra de Murer porque ya se había utilizado en Vilna.

Al contestarle que Murer había cumplido sólo parte de su senten­cia en Rusia, agregó:

—Sí, ya lo sé. Pero Murer pasó siete años en una prisión rusa y considerando que las sentencias rusas son tres veces más duras que las nuestras resulta como si hubiera cumplido ya veintiún años, ¿no es así? Y aunque un tribunal austríaco le sentenciase a cadena perpetua, según nuestras leyes, quedaría en libertad por buena conducta a los veinte años. Así, que habiendo cumplido ya una condena de veintiún años según nuestros cálculos, ¿por qué vamos a procesarle otra vez?

El burócrata parecía complacido de sus ejercicios en alta aritmé­tica de justicia austríaca.

—Lo que quiere decir —dije— que en este país Murer no está considerado como criminal convicto y confeso, ¿es así?

—Exactamente. En Austria no.

—Así que, teóricamente, pueden elegirle presidente federal, ¿me equivoco?

El alto oficial parecía estar molesto:

—¿Por qué hostigar a un hombre que ha cumplido ya su condena?

—No creo que nos entendamos usted y yo. La vida humana es demasiado corta para expiar los crímenes que Murer cometió en Vilna. No quiero venganza, sino justicia. Si Murer fue sentenciado a vein­ticinco años, de acuerdo con los términos del Tratado de Austria, debería haber sido juzgado ante un tribunal austríaco.

El oficial guardó silencio. Luego dijo:

—Perfectamente. Si puede usted presentar nuevas pruebas, señor Wiesenthal, nosotros entraremos en acción.

Posteriormente los tribunales austríacos se negaron a tomar en consideración las pruebas recogidas en 1947. Aducían que aquellas pruebas ya habían sido utilizadas para la condena rusa y cuando yo hice notar que Murer había cumplido sólo parte de la sentencia, se produjo un silencio glacial por parte del Ministerio de Justicia. Me pidieron que buscase nuevas pruebas. Ello; significaba volver a empezar, tener que buscar nuevos testigos... dieciocho años después de haber estado Murer en Vilna. No iba a ser fácil: si había supervivientes, no querrían prestar testimonio al cabo de tantos años, sino olvidar y que los dejaran en paz.

Me puse en contacto con las asociaciones de antiguos habitantes de Vilna que se habían formado en Israel, Canadá, Estados Unidos, Sudáfrica y Nueva Zelanda. Los archivos de nuestro gran Centro de Documentación vienés, puestos al día y precisos, nos permitieron dar con otros testigos a quienes escribí pidiendo información sobre crímenes específicos en los que Murer resultara personalmente envuelto. Dije a los testigos en potencia que acusaciones de tipo general, por emotivas que fueran, serían completamente inútiles.

La respuesta fue sorprendente: recibí más de veinte nuevas decla­raciones con informes específicos. Wolf Fainberg, ahora con domicilio en Vineland, New Jersey, escribió acerca de cierto día de diciembre de 1941 en que fue arrestado a la entrada del ghetto de la calle Rudnicka por Murer y su asistente Hering, quienes pidieron a Fain­berg el pasaporte. Mientras Hering examinaba el pasaporte, una niña judía de diez años, jorobada, de hombros hundidos, apareció por la calle paseando. Murer dijo a Hering:

—Fíjate que clase de Mist (desperdicio) guardas en tu ghetto.

Dicho lo cual sacó la pistola y disparó contra la niña. Fainberg se marchó, pero por la noche, los que vivían en aquella calle le dijeron que la niña había muerto instantáneamente.

«Todavía veo la escena. No la olvidaré nunca —atestiguó Fain­berg—. Murer llevaba un uniforme pardo, y Hering una chaqueta de cuero.»

Isak Kulkin, que ahora vive en Franel, California, escribió des­cribiendo una ejecución de seis judíos en el ghetto a finales de 1942 :

«Los seis hombres fueron ahorcados en el patio de castigo. Presencié la ejecución desde una ventana cercana y vi cómo una de las víctimas caía al suelo porque la cuerda se rompió. Se echó a los pies de Murer suplicando clemencia. Murer dio orden de que lo ahorcaran por segunda vez.»

Szymon Bastocki, con antigua residencia en Vilna, ahora en Nueva York, prestó testimonio acerca de cierto día de marzo de 1943 en que Murer reunió a mujeres y niños en la plaza del campo de trabajo ordenando a la policía que arrancara a los hijos de sus madres para cargarlos en unos camiones que esperaban.

«Lanzaban a los recién nacidos por los aires como si fueran paquetes. Tuvieron lugar escenas que destrozaban el corazón, pero Murer permaneció inflexible. Una mujer agarró a su hijo contra su pecho y luchó contra los SS. Entonces metieron en el camión a madre e hijo. Se trataba de una farmacéutica que había estudiado en Berlín y gritó: Ist das die deutsche Kultur? (¿Es ésta la civilización alemana?). Murer ordenó que la bajaran del camión y dijo a su ayudante Martin Weiss que la matara allí mismo de un tiro. Dejaron el cuerpo colgando en la alambrada.»

Las nuevas pruebas fueron remitidas al Ministerio de Justicia austríaco pero no se inició acción alguna. Murer seguía en su granja de Gaishorn disfrutando de la vida, de la libertad y de los extraños frutos del sistema político austríaco, ya que con vistas a las próximas elecciones ninguno de los dos partidos importantes se sentía inclinado a la idea de ofrecer el nuevo espectáculo de un juicio que irritaría al medio millón de ex nazis residentes en Austria y que constituían, al fin y al cabo, medio millón de votos.

Era una de esas situaciones en que la llamada directa a la con­ciencia del mundo parecía el único medio de lograr algo. El 2 de febrero de 1961, la Congregación Judía de Viena anunciaba una conferencia de prensa sobre el tema «Asesinos entre nosotros». En aquella ocasión suministré a los representantes de la prensa mundial, detallada información sobre el caso Franz Murer.

Pocas semanas después, la historia del ghetto de Vilna fue mencio­nada en Jerusalén en el juicio contra Eichmann en el que el doctor Mark Dvorzecki, distinguido autor, nacido en Vilna y ahora profesor de la Universidad Bar-Han de Tel Aviv, contó lo sucedido en aquella su ciudad natal. Su relato se publicó en los periódicos del mundo entero.

Como venían apareciendo más y más artículos sobre el caso Murer y como la presión pública iba en aumento, las autoridades se vieron obligadas a actuar. Murer fue arrestado y acusado de diecisiete dis­tintos casos de asesinato individual. La detención de Murer ocasionó disturbios en Gaishorn donde sus amigos campesinos se reunieron marchando en protesta hasta cerca de Liezen y amenazando con atacar la sede del gobierno provincial. Airados discursos se pronunciaron en defensa del conciudadano Murer y fue enviada una delega­ción de protesta al Ministerio de Justicia vienés.

El juicio contra Murer se inició el 10 de junio en Graz. La acusa­ción le hacía responsable de haber cometido «asesinato por propia mano» en quince casos específicos, pero posteriormente, el fiscal añadió otros dos casos. Más de una docena de testigos había llegado de Alemania, Israel y Estados Unidos, siendo uno de los más importantes de la acusación Jacob Brodi, que había visto cómo Murer asesinaba a su hijo Daniel ante sus propios ojos a la puerta del ghetto de Vilna. Brodi tenía entonces sesenta y ocho años. Al terminar la guerra había emigrado a América y ahora vivía solo en una aislada granja de New Jersey. Era un hombre solitario que no quería ver a nadie, llevaba una vida sencilla y se negó a aceptar el dinero alemán de indemniza­ción a que tenía derecho. Habían pasado veinte años desde el día que vio matar a su hijo a manos de Murer pero el tiempo no le había ayudado a Brodi a olvidar: todos los días, todas las noches, veía la misma escena a la entrada del ghetto de Vilna.

Cuando le escribí por primera vez pidiéndole que fuera hasta Graz para prestar testimonio, se negó de plano. Explicó que no podía tolerar la idea de tener que enfrentarse con el asesino. Volví a escri­bir varias cartas dicíéndole que era una deuda para con nuestros muertos, contar a los vivos lo que sucedió. Die Zeit, respetable sema­nario alemán, acababa de lanzar una protesta «contra la nueva ola de desconfianza», y defendía a la nueva generación «que sólo conoce los crímenes nazis por los libros de Historia». Aquellos que buscaban excusas y justificaciones trabajaban sin descanso. Por tanto, expliqué a Brodi que su silencio no iba a ayudar a su hijo, pero sí podía en cambio ayudar a salvar a muchachos de la edad de Daniel Brodi que conocían aquellos crímenes a través de lecturas de historia. Una sala de justicia con su jurado, juez y fiscal haría que el acusado pareciera de carne y hueso y no un personaje sacado de un libro de Historia, ni un héroe. No obtuve contestación y no esperaba volver a saber de Brodi. La víspera del juicio me envió un cable diciéndome que tomaba el avión y pensaba llegar a tiempo.

Cuatro días más tarde, me entrevistaba con Jacob Brodi en su habitación del Hotel Sonne de Graz, donde todos los testigos habían sido instalados. Era un hombre cansado, de pelo blanco y grandes círculos alrededor de los ojos. Con su rostro tostado y lleno de arrugas, parecía más un granjero americano del Middle West que un refugiado del ghetto de Vilna. Le dije que me alegraba que hubiera decidido venir porque iba a ser un testigo clave que no podía dejar de influir en el jurado. Hasta entonces el proceso no se le presentaba bien al fiscal, pues al cabo de cuatro días Murer seguía negándolo cínicamente todo. Testigo tras testigo se acercaban a él y le identificaban, pero Murer decía siempre que estaban en un error, que le tomaban por otro, que en toda su vida no había tocada a un solo judío, ni había visto morir a judío alguno. Era inocente, decía, víctima de un mons­truoso error.

Brodi me dijo:

—He oído decir que los dos hijos de Murer están sentados en pri­mera fila junto a su esposa y que se burlan de los testigos.

Asentí. Los estúpidos muchachos tomaban aquello por un gran espectáculo; se reían y hacían muecas. Dos periodistas extranjeros que asistían al proceso, se sorprendieron tanto de semejante conducta que preguntaron al juez cómo no había decidido llamar al orden a los jóvenes. Éste contestó a los corresponsales que él ni siquiera había visto a los chicos.

Brodi dijo con mucha calma:

—Van a parar en seco de hacer burla cuando me llamen a com­parecer a mí. —Y mirándome penetrantemente añadió:— No he veni­do hasta aquí para prestar testimonio, he venido a actuar.

Se abrió el chaleco y me mostró un largo cuchillo. Brodi hablaba sin emoción, como un hombre que tiene su decisión tomada.

—He conseguido un plano de la sala de justicia y sé que los tes­tigos se colocan muy cerca del asiento de Murer. Murer mató a mí hijo ante mis ojos: ahora le mataré yo con este cuchillo ante los ojos de su mujer y de sus hijos.

Me di cuenta de que hablaba resuelto a matar al decirme que lo había estado pensando durante aquellos veinte años, que ya no creía en la justicia humana, que había perdido la fe en la justicia divina y que iba a tomarse la justicia por propia mano sin asustarle las con­secuencias porque su vida estaba acabada: terminó aquel día en el ghetto, veinte años atrás.

Le dije:

—Si intenta matar a Murer, le llamarán asesino también.

—Sí. Pero importantes abogados saldrán en mi defensa.

—Eso no tiene nada que ver. No importa cuáles sean sus motivos, el mundo le llamará asesino. Los nazis sólo están aguardando a que eso ocurra para decir: «Fijaos en esos judíos que tanto hablan de la justicia, acusan a Murer de asesino y ellos son asesinos también. Como Murer mató a judíos, ahora los judíos le matan a él. ¿Qué diferencia hay?».

Brodi hizo un gesto de indiferencia, sin dejarse convencer.

—Piense en Eichmann —le dije.— Pudo haber sido ejecutado limpiamente en Argentina pero los israelitas sabían que era necesario hacerle atravesar el océano, arriesgarse a enfrentarse con el mundo por haber violado la ley internacional. ¿Por qué? Porque Eichmann tenía que ser juzgado. El juicio era más importante que el acusado pues Eichmann era ya un hombre muerto cuando entró en la sala de justicia. Pero el juicio iba a convencer a millones de personas, a aquellas que no sabían nada o que no querían saber nada, o a aquellos que lo sabían en el fondo de sus corazones pero no lo admitían ni ante sí mismos. Todos ellos vieron al hombre calvo de faz descompuesta en, la caja de cristal, a aquel que había inventado la «Solución final»: la matanza de seis millones de personas. Oyeron las pruebas, leyeron los periódicos, vieron las fotografías, y cuando todo acabó no sólo sabían que era verdad sino también que había sido mucho más espan­toso de lo que pudieron imaginar.

Brodi meneó la cabeza:

—Yo no he venido aquí por el Estado de Israel ni por los judíos. He venido aquí como padre de mi hijo asesinado.

Me miró con tan duros y despiadados ojos que yo deseé ardiente­mente que pudiera llorar. Pero quizás ya no podía.

Le dije:

—Si intenta hacerle daño a Murer, todo nuestro esfuerzo habrá sido inútil. No podemos realizar nuestros propósitos usando sus mé­todos. Usted ha leído la Biblia, Jacob Brodi, y conoce el quinto manda­miento «No matarás». Quiero que sea Murer y no usted quien deje la sala de justicia como asesino probado.

Movió otra vez negativamente la cabeza:

—Palabras, señor Wiesenthal, sólo palabras. Para usted es muy fácil, a usted no le mataron a un hijo suyo, pero a mí sí. Ya le dije que no quería venir y usted contestó que era necesario. Bueno, pues aquí estoy y ahora ya sabe a qué he venido.

Volví la cara porque no podía resistir la expresión de sus ojos. Hablé mucho rato aunque no recuerdo exactamente lo que dije. Sé que hablé de mí mismo, de porqué había decidido hacer lo que había venido haciendo durante los últimos veinte años, porque alguien tenía que hacerlo, por nuestros hijos, por sus hijos. Pero por odio, jamás.

—Todavía lloro a veces, señor Brodi —le dije—. Lloro cuando oigo lo que les ocurrió a los niños en los campos de concentración, lloré también cuando me enteré de lo que le ocurrió a su hijo porque pudo haber sido mi hijo. ¿Cree usted de veras que yo podría prose­guir mi trabajo si no pensara así?

Puse mis manos en sus hombros. De pronto Jacob Brodi apoyó su cabeza junto a mi rostro y sentí cómo se estremecía su cuerpo. Lloró. Nos quedamos un rato allí, en pie, sin decir palabra y cuando minutos después salí de su habitación en el hotel, me llevé su cuchillo.

Jacob Brodi fue llamado a declarar al día siguiente. No miró nunca a Murer y relató lo ocurrido con voz opaca, sin entonación, como si le hubiese ocurrido a otro. En la sala se produjo un gran silencio. Hasta los hijos de Murer se dieron cuenta de lo que sufría aquel hombre durante su declaración. La defensa no quiso interrogar a Brodi y fue despedido. Cuando hubo dejado la sala, Murer se puso en pie y una vez más afirmó que el testigo debió de sufrir un error, que él jamás disparó contra el chico: quizá fuera otra persona.

El proceso duró una semana. Los periodistas extranjeros se daban cuenta de que el tribunal se inclinaba definitivamente en favor del acusado y de que algunos jurados, vestidos con los agobiantes trajes verdes tradicionales, contemplaban a Murer con no disimulada sim­patía. Otros trataban de seguir el proceso con estricta justicia, pero parecían los menos. El principal periódico de Graz apoyaba los argu­mentos de los abogados defensores de Murer diciendo que había recibido muchas cartas de simpatía de políticos.

La sala pareció muy complacida cuando la defensa consiguió des­concertar a un testigo que se dejó llevar por la emoción cuando contaba al tribunal lo sucedido y confundió un detalle. Otro testigo no recor­daba con seguridad una fecha al relatar uno de los crímenes de Murer, y Murer probó irrefutablemente que en aquella fecha no estaba en Vilna. Como es natural, la declaración de esos testigos quedó desacre­ditada.

Entre los testigos presentados por la defensa se hallaba Martin Weiss, antiguo asistente de Murer en el ghetto. Weiss había sido traído a Graz desde la prisión de Straubin, Baviera, donde cumplía cadena perpetua por asesinato en masa. Cuando Weiss indicó que «algunos oficiales de Lituania llevaban uniformes muy similares al de Murer», se produjo un murmullo de satisfacción en la sala.

El testimonio de los testigos de la acusación fue recibido con hela­do silencio. A mí el abogado de Murer me llamó «cazador de hom­bres». Israel Sebulski, ahora con residencia en Munich, dijo al tribunal que su hijo de quince años había sido golpeado sin piedad por Murer y que como resultado enloqueció y perdió el uso de las piernas, y que estaba actualmente internado en una institución psiquiátrica. La seño­ra Tova Rajzman de Tel Aviv juró que Murer había dado muerte a su hermana de un disparo porque le quitó un trozo de pan a una mujer polaca y que en un ataque de rabia había matado a continuación a otras tres mujeres que se hallaban cerca por casualidad. Al recordar la escena, la señora Rajzman se dejó llevar por el recuerdo y empezó a gritar.

— ¡No grite en la sala!  —dijo el juez, doctor Peyer.

—Perdone su señoría —le contestó la señora Rajzman— pero fue algo terrible. La sangre de mi propia hermana me salpicó los pies.

—¿Y no pudo haber sido otra persona el autor?

—No, señoría. Fue Murer. Lo recuerdo desde la primera vez que vino al ghetto. A mí me pegó en plena calle. Cuando entraba en el ghetto, todos tenían que bajar de la acera y los hombres tenían que saludarlo inclinándose y quitándose el sombrero

El fiscal, doctor Schumman, se había preparado concienzudamente para su tarea. Había estudiado los ficheros de Murer existentes en Frankfurt y en Munich de modo que en su última intervención dejó bien sentado que los testigos habían identificado a Murer sin lugar a dudas. Pidió al jurado que juzgasen al acusado como si hubiera ase­sinado a sus propios hijos.

—En los últimos seis casos, no existe duda de la culpabilidad del acusado —dijo el fiscal.— Quiero hacer constar que este proceso ha perjudicado ya grandemente las ilusiones que nos hacemos los aus­tríacos, de ser un Kulturvolk (pueblo de alto nivel).

Al cabo de cuatro horas de deliberación, el jurado pronunció el veredicto de «no culpable». En Austria el exacto recuento de los votos del jurado se anuncia en la misma audiencia; así, que fue el presidente del jurado quien dijo que en dos de los diecisiete casos había habido un empate de cuatro a cuatro. Él había votado a favor de Murer.

Yo no estaba en Graz aquel día. Me dijeron luego que cuando fue anunciado el veredicto de no culpabilidad, el público de la sala gritó y aplaudió, que algunos habían traído flores cuando el jurado todavía estaba deliberando y con ellas en las manos corrieron hacia Murer al oír la sentencia.

Un diplomático americano se hallaba al día siguiente en Graz visitando a unos amigos, quiso enviar unas flores a la señora de la casa y se encontró con que en ninguna de las floristerías quedaban flores: todas habían sido vendidas para el procesado. Murer abandonó la sala de justicia como un héroe triunfante. Fue exhibido ostentosa­mente en el «Mercedes» de Rudolph Hochreiner, nazi acusado del asesinato de nueve judíos que había sido absuelto.

Se produjo una tempestad de indignación en todo Austria, pues, con muy pocas excepciones, la prensa austríaca es antinazi y democrática. Periódicos representando casi todos los grupos políticos, denunciaron el veredicto como Justizskandal, una parodia de justicia. En Viena es­tudiantes católicos prendieron estrellas amarillas de sus pechos y mar­charon en demostración de protesta gritando: «¡Murer es un asesino! ¡Murer merece la condena!». Luego asistieron a un servicio religioso de penitencia en la iglesia Michaeler como demostración de remordi­miento por los crímenes cometidos por los cristianos contra los judíos.

El fiscal apeló el veredicto. El Tribunal Supremo de Austria con­cedió la apelación con respecto a un cargo: un caso descubierto por mí en el que Murer había sido visto cometiendo el crimen por dos testigos diferentes. Los testigos no sabían nada el uno del otro, vivían entonces en distintas partes del mundo pero uno y otro describían la misma escena. Murer iba a ser juzgado otra vez. La justicia todavía podía verse cumplida.

Encontré a Jacob Brodi en el vestíbulo de un hotel de Viena pocos días después de la absolución de Murer y me miró como si yo no exis­tiera. Comprendí: puede que pensara que yo le había salvado a Murer la vida. No era un pensamiento agradable, pero yo no pude haber hecho otra cosa.




[1] British Field Security Service.

[2] Persona desplazada.

[3] Yad Vashem. Edificio, centro mundial de peregrinaje, establecido por decreto de ley, con el fin de investigar, estudiar y recordar el martirio y heroísmo de los judíos europeos.