CAPÍTULO III

LOS SECRETOS DE «ODESSA.

Fue a finales de 1947, cuando empecé a indagar sobre las rutas de huida seguidas por los jefes nazis desaparecidos que figuraban ahora en las listas de la policía de varios países. Yo sabía que hacia el final de la guerra todos los jefes de la SS y miembros destacados de la Gestapo habían recibido de la RSHA[1]  documentaciones falsas con nombres supuestos. Pero a mí me interesaba mucho menos los nombres que las rutas: lo esencial era descubrir a dónde habían ido, cómo habían llegado allí, quién les habían ayudado y quién lo pagaba todo.

Pocos nazis habían tratado de escapar a la Unión Soviética, donde no sabían qué clase de acogida les esperaba, con excepción quizás de Heinrich Muller, jefe de la RSHA y hoy el más buscado de los jefes nazis y uno de los mayores misterios por descubrir. Puede que hallara refugio en Rusia pero yo dudo que esté aún con vida. Los criminales nazis sabían que no podían esperar gran ayuda en Inglaterra o en Escandinavia: si quería escapar, tenía que marchar hacia el Sur.

Tomé un mapa mundial y tracé con una fina línea a lápiz cada ruta de huida conocida, seguida por un jefe nazi. Así, sur­gieron tres rutas principales: la primera iba de Alemania a Austria y a Italia, y de allí a España; la segunda se dirigía a los países árabes y al Próximo Oriente, donde actualmente los expertos nazis son tenidos en gran estima (como nota caracterís­tica, la edición árabe de Mein Kampf de Hitler, no contiene las poco halagadoras observaciones sobre los «semitas», entre los que él incluía a los árabes). La tercera ruta ponía en contacto Alemania con ciertos países de Sudamérica: especialmente y hasta la caída del régimen de Perón en 1955, fue Argentina la Tierra Prometida para todos los cabecillas nazis. Paraguay es hoy el refugio de moda de la élite de la SS.

A continuación, pasé las rutas de escape a otros mapas, a escala menor, del centro y sur de Europa, ya que muchos trans­portes partían de ciertas ciudades alemanas: Bremen, Frankfurt, Augsburgo, Stuttgart, Munich con destino a Allgau, boscosa y solitaria región de la Baviera del sur, convenientemente cer­cana a la vez de las fronteras austríaca y suiza.

Muchas rutas parecían converger en Memmingen, ciudad medieval que se halla en el corazón de Allgau, donde parecían bifurcarse en dos direcciones, una que continuaba hacia Lindau, en el lago Constanza, donde a su vez se subdividía en dos rutas, una yendo a parar a Bregenz, Austria, y la otra a la vecina Suiza. Pero la ruta principal iba de Memmingen a Innsbruck, y, cru­zando el paso de Brennero, a Italia. Posteriormente descubrí que los nazis la llamaban la ruta Norte-Sur, «eje B-B», o sea Bremen-Bari. Todo ello no se debía, claro, a pura concidencia. Indivi­duos agrupados o posiblemente una organización entera, parecía haber combinado y dispuesto la huida. Según acabó por descu­brirse, se trataba de una organización clandestina extremadamen­te eficaz que disponía de todo el dinero necesario, que era mucho.

En el juicio de Nuremberg conocí a un alemán que estaba allí como testigo y que llamaré Hans. Era, y es, un antinazi declarado que vive ahora en Alemania y por tanto necesita la protección del anónimo. Hans me fue recomendado por unos amigos americanos. Había sido miembro de la Abwehr[2] y como muchos hombres de la Abwehr que había llegado a alto oficial, contaba con una impresio­nante tradición familiar, y consideró los elementos criminales de la Sicherheitsdienst (SD)[3] del Partido nazi, primero con desprecio y des­pués con miedo. La rivalidad entre los servicios de contraespionaje de la Wehrmacht y del Partido terminó, no inesperadamente, con una derrota masiva de la Abwehr. El Almirante Canaris, cabeza de la Abwehr, murió en un campo de concentración y muchos miembros de la Abwehr fueron ejecutados. Los supervivientes no olvidaron nunca aquella humillación y entre ellos se cuentan algunos de mis mejores colaboradores.

Pocas semanas después de nuestro encuentro en Nuremberg en el que Hans se mostró más bien reservado, le volví a encontrar en el Hotel Goldener Kirsch de Salzburgo. Esta vez me habló con franque­za; supongo que entre tanto habría hecho averiguaciones sobre mi persona. Hablamos de la situación política, respecto a la que Hans se sentía pesimista y criticaba mucho a los aliados.

—Veo claramente lo que va a suceder ahora, después de haber sentenciado a ciertos nazis destacados. La mayoría de los que hayan cometido crímenes menores serán puestos en libertad por los aliados tras una sentencia de pura fórmula. Nadie quiere tomarse molestias por los desperdicios nazis. Muy pronto ocuparán posiciones destacadas otra vez y nadie podrá tocarlos, ya que no se puede castigar dos veces a un hombre por el mismo crimen.

Con el tiempo aquello se convirtió en profecía.

—Los aliados incurrieron en grave error cuando decidieron limpiar Alemania —decía Hans—. Loable actitud pero inútil ya que no com­prenderán nunca la mentalidad nazi. Debieron encomendar la tarea a los alemanes decentes, pues tales alemanes existen, a pesar de que después de la guerra todos los alemanes fueran considerados malvados. Debieran ser tribunales alemanes los que juzgaran a los criminales de la SS, y jueces alemanes, capaces de penetrar en las retorcidas mentes de los acusados que hubieran condenado a los culpables. Ahora es demasiado tarde, los nazis han aprendido a manejar a esos «inocentes extranjeros», mediante su arma secreta: las bonitas chicas de Austria y Alemania. Ahora la crisis acabó y los nazis vuelven a tener agallas. Le sorprendería oír cuánto se habla en los círculos nazis del futuro Cuarto Reich. Los peces gordos se hallan en el extranjero, conspirando otra vez a salvo en ciertos países que no tienen tratados de extradición con Alemania.

No cabía duda de que Hans sabía más de lo que me contaba; así, que intenté tirarle la lengua. Quizá pudiera él darme ciertas res­puestas que yo necesitaba.

—¿Cómo consiguieron escapar los cabecillas nazis?

—¿No ha oído nunca hablar de Odessa? —me preguntó Hans.

Le contesté bastante ingenuamente (ahora me doy cuenta):

—¿La de Ucrania? Sí, estuve allí antes de la guerra. Una bonita ciudad.

—No, no —dijo Hans impacientándose—. ODESSA, con mayús­culas. La organización de huida de la SS clandestina.

Ahora comprendía muchas cosas que había oído. Recordé inmedia­tamente cómo los nazis se decían unos a otros que «fulano de tal se había marchado a Odessa» y me había preguntado qué querrían decir con ello.

—ODESSA —dijo Hans— cuenta con un notable record de crimi­nales de la SS y miembros de la Gestapo huidos del país a los que ha ayudado incluso a evadirse de la cárcel.

Aquella noche Hans me contó toda la historia de la asombrosa organización que, fundada en 1947, tomó su nombre ODESSA de la «Organisation der SS-Angehörigen», u Organización de miembros de la SS.

—Al, final de la guerra no existía tal organización secreta aunque muchos expertos aliados lo creían así —dijo Hans—. Los peces gordos nazis vivían escondidos, y se fundaron los primeros comités para servir de enlace entre los nazis que estaban en prisión y sus familia­res. Estos comités tenían la bendición de las iglesias y los aliados, pues decían ser instituciones estrictamente caritativas. En realidad muchas personas que jamás habían tenido antecedentes nazis, colabo­raron con su ayuda voluntaria.

Hans se rió, y prosiguió:

—Una broma pesada, si lo consideramos ahora. Bajo los mismos ojos de los oficiales aliados y de los alemanes honrados, se establecieron valiosos contactos entre los nazis encarcelados y los nuevos grupos clandestinos del exterior. Los comités hacían llegar cartas de los pri­sioneros a sus familiares y desgraciadamente no había peritos que leyeran las cartas detenidamente a pesar de que seguía habiendo censura. A nadie parecía importarle. Pero no hay que menospreciar a los nazis. Tuvieron tiempo de prepararse para la derrota, habiendo establecido sus códigos secretos mucho antes del colapso del Tercer Reich; cuando salían de la cárcel, al cabo de unos meses o al cabo de unos años, eran inmediatamente reabsorbidos por los nuevos grupos clandestinos. La principal red clandestina se llamó Spinne (araña). Pero no todos los nazis estuvieron en la cárcel, sino que había otros muchos liberados, sin juicio previo, de campos de internamiento aliados o que no habían sido arrestados nunca a causa de la enorme confusión reinante, de modo que su verdadera identidad siguió siendo descono­cida durante cierto tiempo. Pero posteriormente, perdieron la calma, por miedo de aguardar a que fuera demasiado tarde y la espantosa verdad de sus crímenes se descubriera y creyeron que tenían que marcharse. Fue entonces cuando los nazis decidieron que había llegado el momento de establecer una red clandestina mundial de fuga.

Así surgió ODESSA. En lugar del eje primitivo B-B (Bremen-Bari), la ODESSA comprendía dos rutas principales de huida, de Bremen a Roma y de Bremen a Genova. Hans no sabía dónde estaba situado el Verteilerkopf (centro principal de distribución); posiblemen­te en Augsburgo o en Stuttgart, aunque podía hallarse en un país tan distante como la Argentina. Entre los viajeros destacados de la ODESSA se contaron Martin Bormann, lugarteniente de Hitler, y Adolf Eichmann.

En un tiempo sorprendentemente corto la ODESSA había estable­cido una eficaz organización de correos en los lugares más insólitos y valiéndose de alemanes empleados como conductores de camión en el ejército americano y que recorrían la autopista que une Munich y Salzburgo, para el transporte de The Stars and Stripes, el periódico del ejército americano, que habían solicitado aquel empleo con nombres falsos sin que los americanos de Munich efectuaran las comprobaciones necesarias. Era una brillante idea: la policía militar no se molestaría nunca en registrar aquellos camiones. El conductor entregaba algunos ejemplares del periódico y cruzaba la frontera germano-austríaca, cerca de Salzburgo, con un par de fugitivos nazis escondidos bajo los fajos de The Stars and Stripes. A veces los camiones transportaban también literatura neonazi clandestina, hojas impresas en ciclostilo, informes de «significativos incidentes» entre americanos y rusos.

Informé a la CIC de Salzburgo y dos de los conductores fueron arrestados, pero habían hecho ya mucho daño: docenas de nazis que la policía buscaba, se habían esfumado ya de Alemania.

La ODESSA constituía una red eficaz y perfecta. A cada sesenta kilómetros había un Anlaufstelle (etapa de relevo), consistente en un grupo de no menos de tres personas y no más de cinco que sólo conocían las dos etapas más próximas, aquella de donde procedían los fugitivos y aquella a donde eran luego reenviados. Fueron establecidos Anlaufstellen a lo largo de toda la fontera austro-germana, especial­mente en Ostermiething, Alta Austria, en el distrito de Zell am See de Salzburgo y en Igls, cerca de Innsbruck, Tirol. En Lindau, pobla­ción vecina a la vez de Austria y Suiza, la ODESSA había establecido una compañía de importación-exportación con representantes en El Cairo y en Damasco.

La información de Hans me fue confirmada al año siguiente por un oficial de la policía austríaca de Bregenz, quien me contó además un montón de cosas acerca del transporte ilegal que procedía de los alrededores de Lindau. Bregenz y Lindau en el lago Constanza son puntos en que las fronteras de Alemania, Austria y Suiza coinciden y por tanto lugares indicadísimos si alguien quiere desaparecer con urgencia. El oficial austríaco me dijo que los transportes ilegales no eran un secreto para la policía alemana, austríaca y suiza, ni tampoco para las autoridades de ocupación francesas, que parecían guiñarles el ojo al pasar.

—¿No ha oído hablar de Haddad Said? —me preguntó el policía.

—No.

—Es un alemán que viaja con pasaporte sirio y que organiza mu­chos de los transportes que vienen de Lindau a través de Bregenz.

—¿Dónde está la base de operaciones?

—En Munich y en Lindau, desde donde Haddad Said canaliza los grupos a través de Bregenz. No podemos detenerlos porque llegan provistos de pasaportes perfectamente válidos. De allí, cruzan la fron­tera suiza que está a pocos kilómetros, y una vez en Suiza los fugitivos toman el primer tren para Zurich o Ginebra. De allí un avión les lleva al Próximo Oriente o a Sudamérica. Todos tienen pasaporte de indis­cutible validez, visados y dinero a montones.

Le pregunté:

—¿No puede usted hacer algo?

—¿Qué podemos nosotros hacer? Son personas que cruzan la fron­tera y estamos encantados de que se vayan de nuestro territorio. Su documentación está en regla y además esos viajes a Suiza vienen con gran frecuencia camuflados como visitas familiares ya que los fugitivos van acompañados de mujeres y niños, reclutados entre la gente de Lindau que fingen ser familiares suyos. Las mujeres ganan así algún dinero y aprovechan para ir de compras a Suiza. Al cabo de unos días regresan las mujeres y los niños pero ya sin los hombres. Nadie hace preguntas. Ese tal Haddad Said tiene buenos amigos en los altos puestos.

—¿Pero y las autoridades de ocupación francesas? —le pregunté.

Se encogió de hombros y contestó:

—Eso es lo que de veras preocupa a aquellos de nosotros que somos antinazis. Quizás Haddad Said tenga buenas conexiones ahí también. He oído decir que transportes similares son igualmente to­lerados por americanos e ingleses en sus zonas respectivas... ¿Quién hubiera creído que semejante cosa iba a suceder apenas transcurridos cuatro años de terminada la segunda Guerra mundial?

Más tarde, mucho más tarde, descubrí que «Haddad Said» era el Hauptsturmführer de la SS Franz Röstel, uno de los principales orga­nizadores de ODESSA. En la actualidad reside en una colonia ale­mana del Uruguay y pasa temporadas en la Costa Brava española, donde algunos antiguos dirigentes de la SS y Bonzen (jefes) del Par­tido poseen encantadoras fincas de vacaciones. El escenario es her­moso, el clima excelente, el riesgo mínimo.

También descubrí posteriormente que la ODESSA dirigía asimis­mo la llamada «ruta del monasterio», entre Austria e Italia. Sacerdo­tes católicos, particularmente los padres franciscanos, ayudan a los fugitivos a través de una larga serie de casas religiosas «seguras». ¡Sin duda, los sacerdotes se sintieron inclinados a ello por un sentimiento de compasión cristiana; muchos de ellos hicieron otro tanto por ju­díos durante el régimen nazi. La mitad de los ocho mil judíos de Roma fueron escondidos durante la ocupación nazi en conventos y casas de órdenes religiosas y lograron sobrevivir. Varias docenas de ellos estuvieron escondidos en el Vaticano y muchos hallaron refugio en hogares italianos que nunca conocieron el significado del antisemi­tismo. (Unos mil judíos romanos, dos tercios de ellos mujeres y niños, murieron en Auschwitz.)

A medida que descubría más cosas sobre la «Operación ODESSA» me fui dando cuenta de que los servicios de espionaje aliados no sabían nada de ella. Los hombres que dirigían la ODESSA no habían pasado detalle por alto, los Anlaufstellen estaban muy bien camuflados: una insignificante taberna, una cabaña de caza desierta en el bosque, una granja aislada cerca de la frontera, donde los viajeros pasaban unas horas, días o semanas hasta que el siguiente tramo de la ruta estaba despejado. A pesar de que a los ciudadanos alemanes y austríacos no les estaba permitido viajar a través de las zonas de ocupación sin per­misos especiales para cada una, los expertos de la ODESSA lograban obtener permisos para cualquier zona de ocupación.

Irónicamente, similar método de viaje fue también empleado por los transportes ilegales de bricha (palabra hebrea que significa «fuga») que en aquellos mismos tiempos transportaba a los refugiados judíos a Italia a través de Austria, y de Italia a Palestina. A veces, las dos organizaciones se valían de los mismos medios a un tiempo. Yo sé de una pequeña taberna cerca de Merano, en el Tirol italiano, y de otro lugar cerca de Reschenpass, entre Italia y Austria, en que los trans­portes ilegales nazis y los transportes ilegales judíos pasaban a veces juntos las noches, sin conocer unos la presencia de los otros en aquel mismo lugar. A los judíos los escondían en el piso superior con la orden de no moverse de allí, a los nazis en la planta baja con la adverten­cia de que no salieran.

En cierta ocasión, un correo bricha me explicó cómo había su­cedido :

—Nos escondíamos todos como ladrones en la noche. Se nos dijo que cada uno de nosotros se mantuviera aislado de toda compañía; así que en cuanto veíamos a un extraño rápidamente desaparecíamos del lugar. Ello debió de divertir a nuestros enlaces (contrabandistas profesionales de la región que estaban en excelentes relaciones con la policía y la guardia fronteriza). A ellos poco les importaba quien cruzara la frontera mientras hubiese alguien que por ello les proporcionara dinero.

La ODESSA mantenía contactos con los contrabandistas profesio­nales de todas las zonas fronterizas y contaba con valiosas conexiones en embajadas, entre ellas la egipcia, la siria, y las de algunos países sudamericanos con representación en varias capitales europeas, desde las cuales los «pasajeros» eran, unos, enviados directamente a Sudamérica, y otros, llevados a Genova y embarcados también, desde allí, con rumbo a Sudamérica.

Todo eso costaba dinero y alguien tenía que pagarlo. La historia de la financiación de la ODESSA empieza mucho antes que la misma ODESSA. En la primavera de 1946 (cuando yo trabajaba todavía para la OSS) un oficial americano trajo a nuestra oficina de Linz una enor­me mochila de la que sacó un grueso fichero azul oscuro, informando que se lo había cogido a un tal Keitel, Oberst (coronel) del campo de internamiento de la SS en Ebensee, cerca de Bad Oschl.

Ni los americanos ni yo nos dimos cuenta de que era aquél uno de los más sorprendentes documentos caídos en manos aliadas desde que acabó la guerra. Como se referían al capital nazi y no a los crí­menes nazis, miré los documentos por encima y pensé que estarían mejor en manos de la oficina del Control de la Propiedad de Estados Unidos, uno de mis errores cometidos al comienzo. Desde entonces he aprendido que la pista del dinero lleva muchas veces hasta el cubil del asesino.

El archivo contenía las actas de una reunión de alto secreto que tuvieron los industriales alemanes, el 10 de agosto de 1944, en el ho­tel Maison Rouge de Estrasburgo. Ni Hitler ni la Gestapo tenían noticia de tal reunión, que se efectuó exactamente veinte días después del golpe abortado contra Hitler del 20 de julio. Los que se reunieron en Estrasburgo sabían que sus vidas dependían del secreto de sus planes.

Los industriales del Rin y del Ruhr que se contaban entre los pri­meros seguidores de Hitler en 1933 (entre otros, Emil Kirdorf, el ba­rón del carbón; Kurt von Schroeder, banquero de Colonia; Fritz Thyssen, magnate del acero; Georg von Schnitzler, de la IG Farben, y Krupp von Bohlen) se hallaban entre los primeros desertores. Por aquellos tiempos había comenzado la invasión de Europa y el dinero de la cuenca del Rin y del Ruhr apostaba por la derrota de Hitler. Se acordó que sería necesario tomar disposiciones de envergadura para salvaguardar el capital nazi de la confiscación aliada y el potencial de guerra alemán con vistas al futuro. La segunda guerra mundial estaba perdida, pero con visión y suerte Alemania podía ganar la tercera.

El primer paso para ello era procurar que los fondos, depósitos, patentes, planes detallados de nuevas armas no cayeran en manos de los aliados. A principios de 1944, el alto mando nazi comenzó a trans­ferir grandes fondos y propiedades procedentes de saqueo a países neutrales y a países no beligerantes. En una época en que los simples ciudadanos eran sentenciados a muerte por pasar de contrabando un billete de dólar, los altos jefes de las industrias alemanas establecían empresas en el extranjero, camuflándolas como legítimos negocios y los hombres que en el extranjero los dirigían colocaban dinero en su propio nombre: pistas que pudieran llevar otra vez a Alemania no existían.

Un informe publicado por el Departamento del Tesoro del Estado de los Estados Unidos en 1946, mencionaba 750 compañías estable­cidas en todo el mundo por alemanes con dinero alemán: 122 en Es­paña, 58 en Portugal, 35 en Turquía, 98 en Argentina, 214 en Suiza, 233 en otros varios países. El informe no es completo, pues hoy me consta que es más difícil seguir la pista a una transferencia de fondos entre tres o cuatro importantes bancos que la de un secreto atómico. Es casi imposible, gracias al tradicional secreto profesional de los ban­queros, averiguar qué ha sucedido con un dinero, por ejemplo, en­viado desde Alemania a un banco suizo, del banco suizo a España, a Sudamérica, a Portugal o quizá devuelto a Liechtenstein o a Suiza.

Muchos años después, un día de enero de 1966, tuve una conver­sación en mi despacho que probó que mis antiguas sospechas habían sido fundadas, con la viuda de un antiguo Obersturmbannführer (te­niente coronel) que fue a verme a Viena. Ella me informó que ciertos neonazis la habían amenazado por negarse a tener ninguna clase de re­lación con ellos, contándome la interesante historia que voy a trans­cribir. En otoño de 1944, medio año antes de terminar la guerra, su esposo fue abordado por sus superiores de la SS que enterados de que tenía una pequeña cuenta corriente en el Banco de Dresde, querían el número de su cuenta y dos firmas suyas en sendas hojas de papel en blanco. El hombre hizo lo que le pedían.

Al final de la guerra, todos los bancos alemanes cayeron bajo el control de los aliados, que establecieron un Haupt-Treuhänder (depo­sitario) para la administración de todos los haberes nazis. Un día, el depositario notificó al antiguo Obsersturmbannführer que había dos cuentas bajo el mismo nombre: una de 12.000 marcos y otra de 2.600.000 marcos.

—Naturalmente, mi esposo tenía conocimiento de la cuenta de doce mil marcos —dijo la mujer—. Pero no sabía de dónde había salido el dinero de la cuenta mayor. Les dijo que le habían obligado a firmar un documento en blanco y que no sabía quién tenía ahora su firma. Yo me digo: si ponían tanto dinero en la cuenta de un simple teniente coronel, ¿cuánto habrán puesto en las de los Bonzen nazis?

Dije a la mujer que era una buena pregunta, pero que sería difícil hallar la respuesta, ya que los secretos bancarios todavía se cuentan entre los secretos mejor guardados del mundo. A mí ello me prueba que antes de que la guerra acabara, los nazis tenían enormes fondos secretamente invertidos para la futura fundación del Cuarto Reich.

Según el fichero que aquel oficial americano nos trajo en 1946, esos asuntos fueron discutidos en la memorable reunión del hotel Maison Rouge, en agosto de 1944. Los industriales alemanes sabían que la guerra estaba perdida, que los aliados occidentales estaban muy cerca de París y como los industriales no compartían las románticas ilusio­nes de los grandes del Partido nazi, que hablaban vagamente de ar­mas secretas que todavía no habían sido plenamente perfeccionadas o de ganar la carrera de la bomba atómica, comprendieron que era necesario crear inmediatamente una «red técnica» mundial capaz de coordinar los futuros esfuerzos.

Entre los presentes había representantes de las firmas Rochling, Concern, Krupp, Messerschmidt, la Goering Werke de Linz, altos oficiales del Ministerio de Guerra y del Ministerio de Armamento. El presidente, doctor Scheid, de la Herrmannsdorfwerke, hizo una can­dida declaración:

—Alemania ha perdido ya la batalla de Francia y a partir de ahora la industria alemana ha de prepararse para la campaña econó­mica de la posguerra. Cada industrial ha de intentar establecer con­tactos con firmas en el extranjero, cada cual por su cuenta, sin llamar la atención. Pero además tenemos que estar dispuestos a financiar al Partido nazi, que se verá obligado a actuar por un tiempo en la clan­destinidad.

Para llevar a cabo las decisiones tomadas en la reunión de Estras­burgo, los industriales alemanes comenzaron a transferir fondos, bajo el simulacro de legítimos negocios, a cuentas bancarias secretas y a empresas españolas, turcas y sudamericanas. Sylvano Santander, en la actualidad embajador de Argentina en España, fue miembro de la co­misión oficial que investigaba las actividades nazis en Argentina des­pués de la expulsión de Perón. En cierta ocasión me mostró la lista de empresas argentinas que habían sido financiadas por nazis y com­probé que se guardaron detalladas relaciones de todas las transaccio­nes, ya que los industriales alemanes de la reunión querían estar se­guros de que ninguno de los hombres que pusieran al frente de una empresa en el extranjero podría posteriormente negar haber recibido fondos de ellos. Se decidió entonces que copias de todas las relacio­nes serían escondidas «en varios lagos de los Alpes», donde poste­riormente podrían ser «pescadas» en las llamadas «búsquedas subacuá­ticas».

Las actas de la reunión decían:

«La jefatura del Partido supone que algunos miembros serán con­denados como criminales de guerra, por lo que ahora han de ser to­madas medidas para colocar jefes menos destacados como «peritos técnicos» en varias empresas alemanas clave. El Partido está dis­puesto a suministrar grandes sumas de dinero a aquellos industriales que contribuyan a la organización de posguerra en el extranjero; pero el Partido pide a cambio todas las reservas financieras que hayan sido ya transferidas al extranjero o puedan ser transferidas posteriormente para que tras la derrota se funde en el futuro un poderoso nuevo Reich».

No existe aclaración de a quiénes se referían cuando decían «el Partido». No podía referirse ni a Hitler ni a Himmler, que no estaban enterados de la reunión. Una interesante declaración fue la del doctor Boss, del Ministerio de Armamento de Speer, el hombre mayormente responsable de la producción de material de guerra y que había ve­nido oponiéndose en secreto al Partido desde 1942. El doctor Boss dijo:

—Las empresas alemanas deben fundar institutos de investigación y oficinas técnicas que sean aparentemente independientes y que figu­rarán en grandes ciudades donde no llamen la atención o en pequeños pueblos cercanos a lagos y a estaciones hidroeléctricas donde puedan ser fácilmente camuflados como «institutos de investigación».

A raíz de la reunión efectuada en Estrasburgo, enormes canti­dades de dinero fueron transferidas al extranjero. La organización ODESSA fue financiada con esos fondos. Además de otros, ingresos adicionales que provenían del comercio ilegal de las empresas de la ODESSA que embarcaban chatarra a Tánger y Siria y enviaban arma­mento procedente de los depósitos de munición americanos en Ale­mania y que eran «transferidos» a través de los enlaces de la ODESSA hacia el Cercano Oriente, la ODESSA hizo muchas otras cosas. Esos enlaces procuraban licencias de importación-exportación y embarca­ban mercancías estratégicas a través de los «agujeros» del Telón de Acero. (Uno de esos «agujeros» se hallaba en Viena y por él los ma­teriales eran enviados hasta las proximidades de Checoslovaquia.) Como vemos, la ODESSA era una organización que contaba con pro­sélitos de fértiles recursos.

En julio de 1965 asistí a una conferencia de la Union Internatio­nale des Résistants Déportés que tuvo lugar, no precisamente por pura casualidad, en la misma habitación del hotel Maison Rouge de Es­trasburgo, donde en 1944 los industriales nazis habían trazado sus planes. El propósito de nuestra conferencia era organizar la búsqueda y rastreo de los invisibles pero considerables fondos nazis.

En esa conferencia formulé seis preguntas básicas que hasta la fecha han quedado sin respuesta.

Primera Pregunta: ¿Quién otorgaba los favores? Es decir, más exactamente, ¿quién decidía qué personas debían marchar al extran­jero con la ayuda de la ODESSA? La lista de aspirantes debió de ser muy larga y debieron de producirse atropellos.

Segunda Pregunta: ¿Quién seleccionó los nombres de las mujeres y niños de nazis fallecidos, fugados encarcelados? Esas familias eran mantenidas con fondos de procedencia secreta. ¿Cuánto percibían?

Tercera Pregunta: ¿Quién paga a los eminentes abogados que con frecuencia defienden a los hombres acusados de crímenes nazis? La mayoría de tales acusados no cuentan aparentemente con medios para pagar su propia defensa.

Cuarta Pregunta: ¿Quién organizó una ayuda legal masiva a los criminales de guerra alemanes condenados en la Unión Soviética y que fueron entregados a Alemania después que Konrad Adenauer inter­viniera en favor de los mismos en 1955 en Moscú? Nos consta que algunos de ellos, después de llegar de la Unión Soviética al Campo Friedland, en las inmediaciones de Göttingen, recibían las direcciones de abogados de la Alemania Occidental con la orden de que se per­sonaran allí.

Quinta Pregunta: ¿Quién financia ciertas editoriales alemanas es­pecializadas en propaganda neonazí?

Sexta, Pregunta: ¿Quién financia las reuniones de antiguos miem­bros del Partido nazi que tienen lugar en diversas ciudades de Euro­pa? Recientemente hubo una en Milán. Los participantes llegaron de todas partes de Europa con gastos de viaje y estancia pagados.

Y para terminar pregunté: ¿Quién paga las actividades subversi­vas de los grupos neonazis que actúan en varios países?

Hay algunas pistas, pero es muy difícil seguirlas. Conozco a un hombre que no tiene fortuna personal, pero que «contribuyó» con 60.000 marcos en una empresa editorial neonazi, dinero que des­de luego no era suyo. Tenemos nombre y direcciones de un anti­guo industrial nazi que vive ahora en Suiza y controla un pequeño banco que fue popular entre los más destacados miembros del Partido nazi antes de la segunda Guerra mundial. Si el banco ha cambiado de nombre, los industriales no han cambiado de convicciones. Sabe­mos de grandes transferencias de capital procedente de Sudamérica y Suiza hechas a Irlanda, donde firmas alemanas habían instalado su­cursales y los antiguos nazis compraron propiedades y terrenos.

Y sabemos algo también del llamado «tesoro nazi» que fue escon­dido (y quizá todavía lo esté) en la antigua «Fortaleza Alpina», re­ducto nazi situado en la bella región de Aussee, Austria.

Los primeros rumores de cierto «tesoro» de la región de Aussee llegó a oídos de las autoridades americanas en 1946. Yo trabajaba entonces todavía para la OSS, en una época en que era difícil separar los hechos de las fantasías que aparecían en las revistas ilustradas, aunque sin embargo se conocían ciertos datos. Por ejemplo, en Sal-zburgo, cierto doctor von Hummel, antiguo ayudante de Martin Bormann, fue detenido cuando intentaba escapar con el equivalente a cinco millones de dólares en oro. Y cerca del castillo Fuschl de Salzburgo (que pertenecía a Ribbentrop y que es ahora una ele­gante pensión) un campesino halló un canasto con varios kilos de mo­nedas de oro.

Desde que abrí el Centro de Documentación de Linz en 1947, no cesaban de llegar rumores e informes acerca del tesoro nazi. Cuatro años después, tras estudiar y examinar todo el material recibido, es­cribí una serie de artículos porque llegué a la conclusión de que mi­llones de billetes ingleses de libra falsos yacían en el fondo del Töplitzsee, uno de los lagos de la región. Pero los americanos no se inte­resaban por costosos experimentos subacuáticos ni los austríacos de­mostraban gran interés mientras los americanos anduvieran por allá.

Ocho años después, en el verano de 1959, la revista Stern de Hamburgo logró obtener permiso de las autoridades austríacas para organizar una expedición subacuática y un equipo de buceadores y de especialistas en fotografía subacuática para televisión se pasaron dos meses explorando el fondo del Töplitzee, del que sacaron quince ca­jas, abandonando por lo menos una docena más, demasiado hundidas en el lodo para ser rescatadas. Todas las cajas menos una contenían billetes del Banco de Inglaterra falsos.

La región de Aussee, situada en el extremo noroeste de Estiria, que los nativos llaman «Ausseerland», formaba parte del llamado «re­ducto nazi», es decir, lo que se suponía iba a constituir la última posición heroica alemana y que Göbbels llamaba el Alpenfestung («Fortaleza Alpina»). Esta fortaleza cayó, muy poco gloriosamente, el 9 de mayo de 1945, cuando el comandante Ralph Pierson y cinco soldados americanos llegaron al pueblo de Altaussee con un tanque y un jeep. No hubo ningún disparo, Berlín había caído una semana an­tes y hacía veinticuatro horas que había sido proclamado el Día de la Victoria en Europa.

A principios de 1944, unas 18.000 personas vivían en la región, pero al final de la guerra vivían casi 80.000. Dejando aparte unos pocos miles de soldados alemanes, ¿quiénes eran los 60.000 civiles que habían llegado durante el último año, antes del colapso del Ter­cer Reich? Para las autoridades ello no constituía una pregunta hipo­tética porque era público y notorio que muchos altos jefes nazis se habían trasladado allí, en su mayoría con nombres supuestos. Ya en la Navidad de 1944, los miembros del Partido nazi comenzaron a enviar a sus familias, así como productos de requisas e informes que deseaban esconder. Colaboracionistas nazis de Rumania, Hungría, Bulgaria y Eslovaquia fueron asimismo llegando. El jefe de la Gestapo, Ernst Kaltenbrunner, se mudó a una casa de la ciudad de Altaussee, y la RSHA, la SD y la Abwehr trasladaron a aquel lugar sus documentos secretos y sus bienes: oro, dinero y estupefacientes.

Para engañar a la población local, se construyeron algunos hospi­tales de la SS, y los cargamentos de oro y drogas fueron llegando en ambulancias con la Cruz Roja. Adolf Eichmann se personó allí con miembros de la plana mayor de su sección IV B 4[4] (10) y con veintidós cajas de hierro que probablemente contenían documentación y dinero, cuyo transporte iba a jugar importante papel cuando se trataría posteriormente de seguir el rastro y los movimientos de Eichmann.

Después de marzo de 1945 los SS, con su metódico sistema, em­pezaron a sacar relaciones de los bienes transportados allí. Sólo una lista detallada cayó en manos de los americanos, de la que yo vi copia: se refería a los bienes de la RSHA, y había sido enviada por Ernst Kaltenbrunner desde Berlín a Altaussee:

50 kilogramos de oro en barras

50 cajones de monedas de oro y artículos de oro, cada cajón de 50 kilogramos de peso

2.000.000 de dólares americanos

2.000.000 de francos suizos

5 cajones llenos de diamantes y piedras preciosas

1 colección de sellos valorada en un mínimo de 5.000.000 de marcos oro.

Posteriormente comprobamos que durante los primeros días de mayo de 1945 el departamento especial del Reichsbank que admi­nistraba el producto de las requisas procedentes de campos de con­centración, había enviado varias cajas conteniendo «dientes de oro» a Aussee. (Los cajeros de los campos enviaban los dientes de oro al de­pósito central instalado en el campo de concentración de Oranienburg y de allí a los talleres de Degussa, firma que fundía el oro en barras.) Parte del oro de Degussa fue hallado posteriormente en el Tirol, en forma de ladrillos de oro camuflados en los tejados de las casas, al romperse un tejado demasiado cargado, y requisado por las autoridades francesas de ocupación.

La más valiosa requisa es también la más conocida: los tesoros de arte procedentes de museos de Francia, Italia, Bélgica, Dinamarca y Holanda que estaban almacenados en una vieja mina de sal cerca de Altaussee, donde el Gauleiter local Eigruber, Führer de la SS, con­cibió una idea genial de cómo «proteger» el botín. Como los alema­nes hallaron siete bombas americanas sin estallar arrojadas por avio­nes de la Air Force, técnicos alemanes se encargaron de desmontarlas y volverlas a cargar, con espoletas nuevas. Luego las metieron en ca­jones marcados con letreros: ¡PRECAUCION! ¡MÁRMOL! iNO LADEARLO!, que colocaron junto a las pinturas. El plan de Eigruber era hacer explotar las bombas en cuanto los americanos llegaran para que fueran hallados fragmentos da bombas americanas junto a las obras de arte destruidas y tener así una prueba de que los americanos habían destrozado bárbaramente el tesoro artístico. Afortunadamente, miembros de la Resistencia austríaca llegaron allí antes de que fuera ya demasiado tarde y tomaron los cuadros bajo su custodia hasta la llegada de los americanos. Técnicos americanos sacaron las espoletas, y las pinturas, cuyo valor ha sido estimado en más de tres mil millones de dólares, fueron posteriormente devueltas a sus respectivos pro­pietarios.

A partir de agosto de 1945, cuando descubrí que la esposa de Eichmann había vivido allí, fui con frecuencia a Altaussee, donde corrían extraños rumores. Camareros, taxistas y mozos de hotel pare­cían trabajar para una red de espionaje invisible. Un amigo mío de Altaussee sabía siempre mi llegada con una hora de anticipación. Me fui a la apartada casa en que se había alojado el jefe de la Ges­tapo, Ernst Kaltenbrunner, capturado y posteriormente sentenciado a muerte en Nuremberg y que pertenecía a una anciana señora vienesa, Frau Christl Kerry, que se había trasladado a ella en el invierno de 1945. Durante los dos años que siguieron, en los alrededores de aquella casa ocurrían cosas extrañas: aparecían sombras en la calma de la noche y Frau Kerry oía ruidos como si hubiera alguien cavando afuera. A la mañana siguiente encontraba enormes agujeros cuadrados en la tierra, como si de allí hubieran sacado cajones o cajas.

Un campesino llamado Joseph Pucherl, encontró dos cajas de hierro en un montón de basuras que entregó a las autoridades. Abiertas las cajas, en su interior se encontraron 10.167 monedas de oro. En una ocasión, en 1946, dos desconocidos llegaron a la orilla del Töplitzsee y «pescaron» una caja de madera de la que posteriormente la policía austríaca confirmó que había contenido planchas de estereotipar dó­lares falsos. En junio de 1950, varios automóviles llegaron a las orillas del lago Altaussee con varios individuos que, tras presentar cartas de identidad francesas, se pusieron equipos subacuáticos y se sumer­gieron en el lago, sacando de él doce cajas de hierro. Posteriormente los americanos descubrieron que los buzos no habían sido franceses sino alemanes, pero la CIC no llegó nunca a averiguar lo que había sido hallado en el lago.

Esos son los hechos, hechos sin explicación. No rumores. Aún más hechos enigmáticos: por lo menos siete personas fallecieron en circuns­tancias misteriosas en la región de los lagos. Los cuerpos de dos ale­manes fueron hallados en una sima, cerca de las Montañas Muertas: pertenecieron al personal de una estación de investigación subacuática de Töplitzsee. En 1955, otro alemán que había trabajado allí también, fue hallado cadáver tras haberse despeñado. En la noche del 5 de octubre de 1963, un joven de Munich llamado Alfred Egner, contra­tado por dos alemanes que esperaban en un barco cerca de la orilla, buceó a 60 metros de profundidad en el Töplitzsee. Al ver que Egner no salía a la superficie, los dos alemanes fueron presa del pánico, regresaron a Munich e informaron al padre del muchacho que su hijo había muerto. Uno de los alemanes era un antiguo oficial de la SS llamado Freiberger que había trabajado durante la guerra para el cuerpo de espionaje alemán en Suiza. El otro era el doctor Schmidt, convicto en 1962 en la Alemania Occidental por traficar ilegalmente con monedas de oro. La policía austríaca halló la cartera de Egner que él dejó a la orilla junto con sus ropas, antes de sumergirse en el lago, conteniendo tres monedas de oro austríacas, acuñadas en 1905. El padre de Egner reveló que su hijo se había sumergido en el To­plitzsee otras veces.

Hasta entonces, las autoridades austríacas se encogían de hombros ante los acontecimientos que venían sucediéndose en la región de los lagos, considerándolos como «accidentes» o «rumores faltos de base». Tras la muerte de Egner, cuando los periódicos hicieron público que había una relación entre este último «accidente» y el «tesoro» nazi, la zona de los alrededores del lago fue acordonada y las autoridades austríacas iniciaron una investigación oficial. Al cabo de varias semanas de operaciones de sumersión, encontraron el cuerpo de Egner, varias cajas conteniendo billetes de Banco ingleses falsos, placas de estereoti­par billetes de cinco libras y piezas de armamento.

Los expertos han valorado los fondos que los nazis lograron escon­der en diversas partes del mundo en 750 millones de dólares y quizá lleguen hasta los mil millones. La lista de personas autorizadas a dis­poner de esos fondos se ha calificado como el más importante secreto, todavía por descubrir, del Tercer Reich. Se dice que existen seis de esas listas, dos de ellas en las cajas de seguridad de ciertos dos bancos y dos pudieron estar en manos de las personas que organizaron la ODESSA en 1947.

Basándose en la información de que dispongo, estoy de acuerdo con los técnicos americanos que estudiaron el problema después de la guerra y llegaron a la conclusión de que una de las seis listas maes­tras yace todavía en el fondo del Toplitzsee. El 23 de octubre de 1963, dije a Franz Olah, por entonces ministro del Interior de Austria, que si se recuperaban en aquella región fondos nazis fueran empleados en futuras restituciones a los supervivientes del nazismo y no para financiar «instituciones» en realidad antidemocráticas.

En septiembre de 1964, fui invitado por la agencias de noticias del CTK, controlada por el gobierno en Praga, a personarme en esa ciudad para examinar el contenido de cuatro cajones de hierro sacados por buzos del fondo del Cerne Jezero (Lago Negro), en las cercanías de Budejovice (Budweis), Bohemia del sur. Las autoridades checoslovacas se habían proporcionado exacta información sobre el origen de aquellos cajones, pues unos prisioneros que trabajaban para la RSHA en Berlín, los habían cargado en camiones la mañana del 13 de abril de 1945. Uno de aquellos antiguos prisioneros, que vive ahora en Checoslovaquia, recuerda perfectamente que el jefe de la RSHA, Heinrich Müller, había supervisado el cargamento personalmente.

El convoy de camiones salió de Berlín y se dirigió, a través de Dresde y Praga, a Budejovice. Varios cajones fueron hundidos en el Lago Negro y los restantes transportados hasta la hacienda Chiemsee del doctor Rudolph Schmidt, médico personal de Rudolf Hess. Es de suponer que fueran luego sumergidos en el lago Chiemsee, no lejos de donde ahora el ejército americano dirige un popular centro de recreo. El lago Chiemsee todavía no ha revelado ninguno de sus se­cretos.

Los cajones de Praga contenían:

Un detallado informe secreto acerca del asesinato del Canciller Dollfuss.

Una lista de agentes de la Gestapo en varios países europeos.

El diario picante de la hija del príncipe Hohenlohe-Langenberg, que fue anfitriona en  1938 de Lord Runciman,  mediador británico en la crisis checoslovaca.

Varios documentos acerca de la lucha contra los comunistas.

Un informe de las actividades de espionaje en Italia.

Documentos acerca de las actividades del embajador alemán Otto Abete en Francia.

El documento más importante lo constituía la lista de los agentes de la Gestapo en países europeos. Un oficial que había visto la lista, me dijo en Praga que muchos de aquellos hombres ocupaban hoy puestos destacados en sus respectivos países y que muchos de ellos vivían en la actualidad en la Alemania Occidental y en la Oriental. El gobierno checoslovaco entregó posteriormente una lista de más de 1.800 yugoslavos agentes de la Gestapo al gobierno de Yugosla­via, y por la misma fuente me enteré de que los rusos recibieron una copia con todos los nombres de la lista.

Quizás el documento más interesante de los que vi en Praga fuera el Kriegstagebuch (diario de guerra) oficial de la División de la SS «Das Reich», hallado, con anterioridad a estos últimos acontecimien­tos, en el castillo de Zasmuky, cerca de Praga, ya que informa abierta­mente sobre las ejecuciones en masa de judíos en Austria y en otras ciudades de ocupación nazis. El diario suministró pruebas para el juicio contra el ayudante de Himmler, general de la SS Karl Wolff, que había declarado ante los tribunales no haber tenido noticia de las ejecuciones hasta «mucho más tarde». Pero copias de todas las entra­das del Kriegstagebuch habían sido enviadas a Himmler ya en 1941 y pasaron por manos de Karl Wolff, que fue sentenciado a quince años de cárcel.




[1] Ver Apéndice.

[2] Ver Apéndice.

[3] Ver Apéndice.

[4] Ver Apéndice.