CAPÍTULO IV
EICHMANN, EL EVASIVO
Vi a Adolf Eichmann por primera vez el día de la inauguración de su juicio en la Audiencia de Jerusalén. Durante casi dieciséis años estuve pensando en él prácticamente cada día y cada noche, de modo que en mi mente había forjado la imagen de un demoníaco superhombre. Pero en vez de ello vi a un individuo frágil, mediocre, indefinible y gastado, en una celda de cristal entre dos policías israelitas que tenían un aspecto más interesante y más lleno de color que él. Todo en Eichmann parecía dibujado a carbón: el rostro grisáceo, la cabeza calva, las ropas. No había nada demoníaco en él, sino que por el contrario tenía el aspecto del contable que teme pedir un aumento de sueldo. Algo parecía completamente insólito y no dejé dé pensar qué podría ser mientras el incomprensible recuento del sumario («el asesino de seis millones de hombres, mujeres y niños») era leído en voz alta. De repente comprendí lo que era: en mi imaginación había yo visto siempre al Obersttsrmbannführer de la SS Eichmann como arbitro supremo de vidas y muertes, y el Eichmann que veía ahora, no llevaba el uniforme de terror y asesinato de la SS. Vestido con un barato traje oscuro, parecía una figura de cartón, vacía. Posteriormente dije al Primer Procurador Hausner que Eichmann hubiera debido vestir aquel uniforme que reconstituyera la identidad real y la verdadera imagen de Eichmann que los testigos recordaban. Estos también parecían un poco desconcertados por el gastado individuo del banquillo acristalado. Hausner me dijo que yo, desde un punto de vista emotivo, tenía razón, pero que la idea era impracticable, pues hubiera dado al juicio rango de juicio de opereta, de mascarada. Y los israelíes conscientes de que el mundo entero tenía los ojos puestos en ellos desde que capturaron a Eichmann y lo trajeron a través del océano, querían evitar críticas innecesarias. Le hice otra sugerencia, también evidentemente impracticable. Quince veces, al final de cada artículo del sumario, preguntaron a Eichmann si era culpable y cada vez respodió: «Inocente». Este procedimiento me parecía poco adecuado. Pensé que a Eichmann le hubieran tenido que formular la pregunta seis millones de veces y que debió contestar a ella otros seis millones de veces.
Al cometer el increíble «crimen perfecto», los nazis creyeron quedar inmunes de él frente al tribunal de la Historia, ya que las futuras generaciones no podrían creer que semejante cosa hubiera podido realmente suceder. Por tanto, los nazis dedujeron que un día la historia llegaría a la conclusión que aquello no había sucedido, porque el crimen era de tal magnitud que resultaba inconcebible.
En las varias semanas que asistí a la Audiencia me oprimía una sensación de irrealidad, como si aquella sala fuera una sombría isla fortificada en la movida y soleada ciudad de Jerusalén, custodiada por soldados con fusiles ametralladores. Cuando dejaba aquella fortaleza de expiación y salía al sol de Israel los niños jugaban en la calle, las gentes regresaban a sus casas después del trabajo, las parejas se veían enamoradas, las mujeres iban con sus cestos de la compra, absolutamente ajenos a la tragedia que se venía desarrollando ante aquel tribunal. Recuerdo que la aparente indiferencia de la gente me molestaba, aunque sabía que era absurdo culparles de nada: casi todos ellos habían perdido algún pariente o algún amigo a causa del hombrecillo metido en la campana de cristal. Pero la vida proseguía, la vida era más fuerte que el acusado con el bosque de seis millones de muertos tras él.
La captura de Eichmann ocurrió en el mejor momento psicológico. Si hubiera sido capturado al final de la guerra y juzgado en Nuremberg, sus crímenes a estas horas podrían haberse olvidado y no sería más que otro rostro entre los acusados del banquillo, pues en aquel tiempo, todo el mundo se alegraba de que la pesadilla hubiera acabado cuanto antes. Hasta que tuvo lugar el juicio de Eichmann, hubo millones de personas en Alemania y en Austria que pretendían no saber o no querían saber nada de la magnitud de los crímenes de la SS. El juicio puso fin a su propio engaño. Ahora nadie podía pretextar ignorancia. Eichmann, el hombre, no contaba: estaba muerto desde el momento en que entró en la sala. Pero con aquella ocasión millones de personas leyeron cosas sobre él, escucharon la historia de la «Solución Final» en la radio y vieron el drama del palacio de justicia en sus pantallas de televisión. Oyeron la voz opaca de Eichmann, vieron su rostro impasible, que sólo en una ocasión llegó a algo que podía parecerse a la emoción, en el día noventa y cinco del proceso, cuando dijo: «Debo admitir que ahora considero la aniquilación de los judíos como uno de los peores crímenes de la historia de la humanidad. Pero ese crimen se cometió y todos debemos hacer lo posible para que no vuelva a repetirse otra vez». Desde entonces he hablado con muchos alemanes y austríacos acerca del juicio, que afirman que el procedimiento judicial les impresionó. Se dieron cuenta que el increíble crimen se había en efecto cometido, tuvieron que hacer un nuevo examen de conciencia, y quizás algunos llegaron a las mismas conclusiones que Eichmann: que no debía repetirse otra vez.
El juicio de Eichmann fue una prueba de la imperfección de la ley humana. Los códigos criminales de todas las naciones civilizadas conocen la definición de «asesinato». Los juristas que redactaron las leyes tenían en el pensamiento el asesinato de una persona, de dos, de cincuenta o quizá de mil personas. Pero el exterminio sistemático de seis millones de personas rebasa los cálculos de toda ley. Como ocurre con la fuerza explosiva de la bomba H, hay personas que no quieren ni pensar en ella. Eichmann lo comprendía muy bien cuando, en 1944, dijo en Budapest a unos amigos: «Un centenar de muertos es una catástrofe. Cinco millones de muertos es estadística».
Como arquitecto aprendí a construir las casas de acuerdo con ciertas reglas básicas, sabiendo que no podrían resistir un terremoto por encima de una determinada fuerza. La «Solución final del problema judío» era de aquella clase de terremotos para los que no existen normas de construcción que valgan.
Casi todo lo relativo a Eichmann sigue siendo incomprensible. Me pasé años investigando su historia personal, tratando hallar algo que explicara por qué llegó a lo que llegó y no logré encontrarlo. Eichmann provenía de una religiosa y apacible familia; su padre, miembro de la Iglesia presbiteriana, pronunció en una ocasión unas palabras como invitado de honor en la sinagoga de Linz, cuando al jefe de la comunidad judía de allí, Benedikt Schwager, se le concedió la más alta condecoración austríaca.
Eichmann, al contrario que Hitler, no había tenido nunca ni una sola experiencia desagradable con judíos: ni recibió calabazas de una chica judía, ni fue estafado por un comerciante judío. Fue probablemente sincero cuando dijo en el juicio que se había limitado a hacer su trabajo, que no hubiera dudado en enviar a la cámara de gas a su propio padre si se lo hubieran ordenado. Esa fue la gran fuerza de Eichmann, que tratara el problema judío sin emoción alguna; por eso fue el hombre más peligroso de todos, por estar exento de todo sentimiento humano. En una ocasión dijo que él no era un antisemita. Pero sí era antihumano.
A finales de abril de 1945, Eichmann se hallaba en compañía de los miembros del Concilio Judío en el campo de concentración de Theresienstadt, cuando vio pasar al rabí Leo Baeck, uno de los líderes de la Judea moderna. Eichmann dijo que le sorprendía que el rabí Baeck estuviera aún con vida, lo que nadie comentó ni con una sola palabra, temiendo que Eichmann diera orden de matar al rabí Baeck. Pero aquel día Eichmann se hallaba de benévolo humor y nada le hizo al rabí Baeck. Sin embargo, al despedirse dijo amablemente a los judíos que estaban con él: «Voy a deciros una cosa: las listas de los judíos que han de morir son mi lectura favorita cuando me acuesto». Tomó algunas listas de encima la mesa y se marchó.
La búsqueda de Eichmann no fue una «caza» como se ha dicho sino un largo y frustrado juego de paciencia, un gigantesco y disperso rompecabezas, una captura que se llevó a cabo gracias a la cooperación de muchas personas de diversos países que en su mayoría no se conocían entre sí, pero que cada una de ellas añadía unas piezas al rompecabezas y yo pude contribuir con algunas piezas significativas.
Unas cuatro semanas después de mi liberación, cuando trabajaba para la Comisión de Crímenes de Guerra en Linz, conocí al capitán Choter-Ischai de la brigada judía que había llegado con la misión de ayudar a antiguos reclusos del campo de concentración a pasar ilegalmente a Palestina. Me preguntó si había oído hablar de Adolf Eichmann y le contesté que se lo había oído nombrar a los húngaros judíos en el campo de concentración de Mauthausen. Aquel nombre a mí no me decía nada porque tenía mayor interés por los hombres cuyos crímenes yo había presenciado.
—Mejor será que averigüe algo de él —me dijo el capitán—. Desgraciadamente procede de nuestro país: nació en Palestina.
En la oficina de Crímenes de Guerra repasé las listas y encontré el nombre «Eichmann». Se decía de él que había actuado activamente en Austria, Checoslovaquia, Francia, Grecia y Hungría. No estaba consignado el nombre de pila, sólo su graduación: Obersturmbannfuhrer de la SS.
El 20 de julio de 1945 conocí en Viena a un hombre astuto y vivaz, de nombre Arthur Pier, que llevaba un uniforme de fantasía interaliado que parecía (y quería parecer) una confusa combinación de elementos americanos, ingleses y franceses. Arthur, ahora conocido por Asher Ben Nathan y primer embajador de la República Federal Alemana tenia entonces a su cargo la bricha. Me dio una lista de criminales de guerra, confeccionada por el Departamento Político de la Agencia Judía, en la que con fecha 8 de junio de 1945, se describía a Eichmann (sin nombre de pila) como «casado, un hijo, de apodo Eichie... alto oficial del Cuartel General de la Gestapo, Departamento de Asuntos Judíos, miembro de la NSDAP»[1]. Debajo de «lugar de nacimiento» decía: «Sarona, según alega, colonia templaria alemana en Palestina». Debajo de «idiomas» el informe decía «alemán, hebreo y yiddish». Ello me fue confirmado por varios presos de Mauthausen que me dijeron que habían oído hablar a Eichmann hebreo y yiddish «perfectamente».
Otro retazo de información procedía del capitán O'Meara, entonces mi jefe en la Oficina de Servicios Estratégicos, para quien yo trabajé cuando la Oficina de Crímenes de Guerra cesó en Linz. El capitán tenía gran interés en Eichmann, al que llamaba «cabeza de la rama judía de la Gestapo» y me pidió que trabajara en el caso. Yo anoté el nombre «Eichmann» en un librito blanco donde guardaba una lista personal de «reclamados», que utilizaba en mis viajes, con mi costumbre de preguntar a la gente que iba conociendo si sabía algo de ellos.
La oficina de los OSS estaba en Landstrasse 36, Linz, y yo vivía sólo dos casas más allá, en Landstrasse 40. Una noche de julio, releía mis listas, en mi habitación, sentado, cuando entró mi patrona, Frau Sturm, que se interesaba siempre por los nombres de mi lista. Quizá fuera por curiosidad o quizá porque quería saber si tenía que prevenir a ciertas personas. Mientras fingía hacerme la cama, echó una miradita por encima de mi hombro:
—Eichmann —dijo—. Ese debe de ser el general Eichmann de la SS que mandaba (komandierte) a los judíos. ¿Sabe usted que sus padres vivían en esta misma calle, sólo dos casas más allá, en el 32?
Pensé que era absurdo que aquella Frau Sturm fuera a saber más que el Departamento de la Agencia Judía, Pero Frau Sturm tenía razón, lo mismo que al decir que Eichmann había «mandado» a los judíos.
Por la mañana hablé con uno de mis ayudantes voluntarios, un hombre de Linz al que llamaré «Max», quien me dijo que Eichmann debía de ser uno de los Eichmann del lugar, conocido por «Electro-Eichmann» porque su padre había sido director de la compañía de tranvías y ahora era dueño de un almacén de accesorios eléctricos. Max me dijo que uno de los dos hijos de Eichmann había pertenecido a la SS.
—Según mis informes —le dije—, Eichmann es un alemán de Palestina, miembro de los templarios.
—Bobadas —dijo Max—. Recuerdo al spitzbtube (bribón) muy bien y lo buscaré con todo cuidado en el registro de policía.
En la policía de Linz no había informes de Adolf Eichmann, como una consecuencia más de la guerra: la burocracia austríaca todavía no había recogido las dispersas piezas del rompecabezas.
Al día siguiente, creo que era el 24 de julio, dos miembros de la OSS registraban la casa del número 32 de la calle que pertenecía a la familia Eichmann pero yo no iba con ellos. El registro no aportó nada nuevo ya que el padre de Eichmann admitió que su hijo Adolf había pertenecido a la SS pero decía no saber nada más. Adolf muy pocas veces había ido a casa con permiso, y de sus actividades nunca se hablaba en familia. Además no había regresado después de la guerra y su último mensaje lo habían recibido desde Praga, «hará varios meses». Adolf, contó su padre, había nacido en Solingen, Alemania y vino a vivir a Linz cuando era un niño de corta edad. Ahora era padre de tres hijos. Le preguntaron si tenía algún retrato de él. Herr Eichmann negó con la cabeza y dijo a los hombres de la OSS que a su hijo no le había gustado nunca que le fotografiaran. Ellos no lo creyeron pero al final resultó ser cierto.
Corregí la información de la lista de «reclamados» de la Agencia Judía y se la devolví a Arthur Pier de Viena.
El 1 de agosto, Max fue a verme, excitadísimo: le habían llegado rumores de que Eichmann se escondía en Fischerdorf, barrio del encantador pueblecito de Altaussee, en el número 8. Llamamos por teléfono a la CIC con sede en la vecina Bad Aussee y les pedimos que registraran la casa. La CIC se lo pidió a su vez a la policía y alguien cometió un error, si por accidente o con toda intención es algo que nunca se sabrá, y los gendarmes registraron el número 38 de aquella calle en lugar del 8. No encontraron a Eichmann en el 38 pero sí a un Hauptsturmführer de la SS llamado Anton Burger, que se ocultaba en aquella casa con una colección de fusiles y municiones y que fue detenido, por los austríacos.
Volvimos a llamar por teléfono a la CIC y esta vez un americano fue a Fischendorf n° 8 donde encontró a Frau Verónica Liebl quien admitió ser la «primera» mujer de Adolf Eichmann pero añadió que se había divorciado de él en marzo del 1945 en Praga y que había vuelto a adoptar su nombre de soltera; no había vuelto a ver a su ex esposo desde entonces ni tenía ningún retrato de él. Se había ido a vivir a Altaussee el 25 de abril, residiendo primeramente en el Seehotel, luego en el Parkhotel y ahora había alquilado unas habitaciones en el número 8, que pertenecía un tal Herr Wimmer. Sus tres hijos (Klaus, Dieter y Horst) estaban con ella. En Linz descubrimos que Eichmann había estado en Altaussee en septiembre de 1944, y que en aquella fecha había tenido una entrevista con Amin el Hussein, Mufti de Jerusalén y responsable del asesinato de muchos judíos. Eichmann se entrevistó también allí con el jefe de la Gestapo Ernst Kaltenbrunner, nacido en Linz y gran amigo de la familia Eichmann.
Fui a Altaussee y hablé con Frau María Pucher, propietaria del Parkhotel, que admitió que un tal Adolfo Eichmann se había hospedado allí «hacia primeros de mayo» y me contó que una noche éste forzó el armario donde se guardaban los trajes del difunto esposo de Frau Pucher, y tomó uno. Frau Pucher se quejó de que ni siquiera le pagara algo por él. Posteriormente, al ser interrogada por la CIC parecía asustada de haber dicho tanto. Otro hombre de Altaussee (cuyo nombre no puedo revelar) me confirmó que había visto a Eichmann allí el 2 ó 3 de marzo y que Kaltenbrunner «se enfadó bastante» cuando supo de la presencia de Eichmann en Altaussee, y le dijo «que se largara al instante». Esta fue la primera vez que me di cuenta que ni los amigos de Eichmann querían saber nada de él una vez terminada la guerra: con razón sus antiguos colegas intuían que su contacto abrasaba.
Dos o tres personas más afirmaron haber visto a Eichmann a principios de mayo. La CIC volvió a visitar a Frau Eichmann-Liebl para que ratificara su primera declaración, cosa que hizo. Mantuvo que no había vuelto a ver a Eichmann desde el día del divorcio en Praga, negándose a decir a la CIC por qué se había divorciado de su marido. Indefectiblemente, alguien mentía.
En aquellos primeros tiempos, yo no tenía mucho de detective pero pensé que la clave del misterio Eichmann tenía que hallarse no lejos de Altaussee. Varias veces fui allá y hablé con distintas personas. Ei problema consistía en distinguir los hechos de los rumores pues parecía cierto que Eichmann y varios SS habían llegado a primeros de mayo a la región con un convoy de camiones y remolques, y que el convoy había atravesado Altaussee para ir a Bla Aim, refugio de montaña que se halla a varios kilómetros. El posadero recordaba el convoy y dijo a la CIC que hombres de la SS habían descargado veintidós cajas en su granero cuando él no estaba presente y que luego se enteró que las cajas contenían «documentos», si bien otras personas decían que contenían además joyas y oro. El posadero no podía recordar detalles y se negó a firmar declaración alguna, pues, al igual que las demás personas con que hablamos, parecía atemorizarle que le interrogasen.
Pocos días después conocí a Mr. Stevens, un americano que trabajaba cerca de Bad Ischl. (No estoy seguro de que ése fuera su verdadero nombre: alguno de los americanos trabajaban en la región con nombres supuestos). Mr. Stevens había conocido a varias personas que vieron a Eichmann en Altaussee a principios de mayo, sabía lo del convoy y las cajas y me dijo que contenían oro que había «pertenecido» a la RSHA, oro fundido y procedente de dientes y anillos de boda de víctimas de campos de concentración. Mr. Stevens dijo que el convoy venía de Praga y estuvimos de acuerdo en que Eichmann seguramente sabría dónde estaba escondido el oro.
A principios de 1946 el nombre de Adolf Eichmann apareció en la lista austríaca de «reclamados» con el número 1654/46. La misma lista contenía también los nombres de los miembros de su plana mayor: Guenther, Krumey, Abromeit, Burger, Novak y otros. Uno de los antiguos miembros de la plana mayor de Eichmann, cierto Josef Weisel, se pasó un año en la cárcel de Viena, antes de que la policía descubriera sus crímenes de guerra. Weisel había trabajado para Eichmann en Praga y luego en Viena, donde Eichmann tenía instalada su oficina en el antiguo Palacio Rothschild. Weisel admitió haber visto a Eichmann por última vez en Praga, «probablemente en febrero de 1945», donde Weisel se había procurado documentación falsa. Todos los miembros de la plana mayor de Eichmann tenían órdenes de encontrarse en los alrededores de Ebensee «al acabar la guerra». En Ebensee, cerca de Bad Ischl, hubo un campo de concentración alemán (que fue luego convertido en campo de internamiento especial para hombres de la SS).
Poco a poco pudimos reconstruir el viaje exacto de Eichmann desde Praga hasta Budweis (Budèjovice en Bohemia) y de allí a Austria donde llegaron a últimos de abril. Al ser descubierto un miembro de la Gestapo en un campo de desplazados judíos cerca de Bremen y un SS en otro campo viviendo con una mujer judía, empezó a correr el rumor en Viena de que Eichmann se había hecho pasar por judío y se había metido en uno de los campos de personas desplazadas. Varias de las que habían sido liberadas del campo de concentración de Theresienstadt informaron que Eichmann había estudiado hebreo con un rabí y estaban convencidas que con anterioridad había ya planeado su huida. Unas cien mil personas repartidas en doscientos campos de desplazados en Austria y Alemania, no facilitaban la búsqueda de Eichmann, no teniendo ninguna fotografía suya y suponiendo que habría cambiado de nombre. Se llevó a cabo una investigación y si bien Eichmann no apareció, sí se hallaron varios SS que se hacían pasar por judíos en varios campos de desplazados.
Allá por 1943, cuando mi amigo polaco Biezenski, que en aquel tiempo actuaba en la Resistencia, ayudó a mi esposa a esconderse, me dijo:
—Algún día los nazis tratarán de salvar el pellejo haciéndose pasar por judíos.
La Historia había cumplido el círculo.
En diciembre de 1946, con ocasión de asistir al Primer Congreso Sionista de la posguerra, conocí al doctor Rezszo Kastner, antiguo miembro del Comité Judío de Budapest, que había llevado a cabo, en 1944, negociaciones con la SS para salvar a judíos húngaros de la deportación. Himmler creía que tratando con suavidad a los judíos húngaros tendría una coartada que le salvaría quizá cuando se produjera el colapso del Tercer Reich; así, que ordenó a Eichmann que iniciara negociaciones, pero Eichmann (que sabía que a él nada podía salvarle) saboteó las órdenes de Himmler. El doctor Kastner me contó que en Budapest, Eichmann dio órdenes estrictas de que nadie, bajo ningún pretexto, le tomara una sola fotografía y cuando en cierta ocasión se enteró de que un admirador suyo de la SS le había fotografiado, siguió la pista de aquel hombre e hizo destruir el negativo y todas las copias. Kastner me dijo que no era cierto que Eichmann hablara hebreo y yiddish:
—Apenas si sabía algunas palabras de yiddish y las pronunciaba como lo hacen los no judíos cuando cuentan chistes de judíos. En cierta ocasión se puso furioso porque recibió una carta en hebreo de un rabí húngaro: rompió la carta y gritó que castigaría al rabí por haber puesto a prueba su conocimiento de hebreo. Creó aquella leyenda de su origen palestino para demostrar a los judíos que él los conocía bien y que era más listo que ellos.
En febrero de 1947, tenía yo la lista casi completa de los hombres que trabajaban con Eichmann. Había interrogado a Antón Burger, el SS que los gendarmes austríacos habían arrestado en Fischerdorf cuando buscaban a Eichmann y aquél confirmó que Eichmann había estado en Aussee en mayo.
Durante los juicios de Nuremberg, tuve ocasión de estudiar miles de documentos y entre ellos encontré una declaración del Obersturmbannführer Dr. Wilhelf Hottl, miembro del VI departamento de la RSHA, que había conocido a Eichmann bien. En la primavera de 1945, Eichmann había dicho a Hottl en Budapest:
—El número de judíos asesinados es de casi seis millones, pero ello constituye alto secreto.
Los archivos de Nuremberg contenían muchas órdenes de Eichmann dadas a los miembros de su plana mayor en Francia, Holanda, Grecia, Croacia y otros países, ya que en muchos países de ocupación alemana, las órdenes dadas por Eichmann pasaban directamente a los altos oficiales del Departamento de Asuntos Extranjeros alemán. Vi una carta escrita por el embajador alemán en Croacia, Herr Kasche, que negociaba con el gobierno croata respecto a la «compra de judíos»: los alemanes ofrecieron treinta marcos por persona entregada en la estación de ferrocarril. Otras embajadas alemanas en Bucarest, Sofía y Budapest mantenían también una activa correspondencia con Eichmann acerca de la aniquilación de judíos.
Pasé una semana en Nuremberg, leyendo día y noche. Eichmann aparecía como jefe ejecutor de la maquinaria aniquiladora, que pedía constantemente que se le entregaran grandes sumas para construir más cámaras de gas y crematorios y para financiar institutos de investigación especial que estudiaran los gases letales y los métodos de ejecución. Hablé con varios prisioneros SS que habían conocido a Eichmann y algunos creían que se habría suicidado pero aquello no era más que lo que en realidad deseaban hubiera ocurrido. Yo había llegado a la conclusión de que Eichmann era el tipo de hombre capaz de exterminar a cien mil personas de un plumazo pero demasiado cobarde para matarse.
En otoño de 1947, regresé a Nuremberg y allí un miembro del personal, cierto Mr. Ponger, me mostró la transcripción del interrogatorio de un tal Rudolf Scheide, alemán que había estado empleado en varios campos de internamiento americanos. Un párrafo explicaba por qué no habían hallado a Eichmann, justo al acabar la guerra, en la región de Aussee, porque se había marchado a un lugar más seguro: a un campo americano. Rudolf Scheide atestiguó el 6 de noviembre de 1947 que «entre el 20 y el 30 de mayo» él se hallaba en el campo Berndorf, cerca de Rosenheim en Baviera, de donde todos los SS habían sido posteriormente transferidos a un campo especial para SS en Kemanten y luego, el 15 de junio de 1945, a un campo de Cham, población de la Selva Negra. Scheide había tenido a su cargo ese campo, que albergaba a unos tres mil SS, y dijo a los americanos:
—Por entonces (a mediados de junio del 1945), un Führer de la SS que se hacía llamar Obersturmführer Eckmann, vino a pedirme que le registrásemos en nuestras listas bajo este nombre. Admitió que su auténtico nombre era Obersturmbannführer Eichmann. Pero como por aquel entonces a mí el nombre Eichmann no me decía nada, le indiqué que era asunto suyo lo que hiciera con su nombre.
En el campo, Eichmann prestaba servicio en un grupo de construcción que había sido destinado a trabajar en la población vecina. Cada mañana la compañía marchaba en formación hasta la población y todas las noches regresaba del mismo modo al campo. El 30 de junio, Scheide descubrió lo que había hecho realmente Eichmann durante la guerra e informó a un CIC asignado al campo. Cuando el grupo de Eichmann regresó aquella noche, Eichmann no estaba en él y según Scheide «escapar sólo era posible con ayuda de compañeros». Aquello produjo gran excitación entre los americanos que estaban en Nuremberg con ocasión del testimonio de Scheide. En realidad, esa clase de fugas no eran cosa poco frecuente en los primeros meses después de acabada la guerra pues muchos internados se las componían para escapar cuando estaban trabajando con grupos similares dado que los aliados carecían de tropas suficientes para custodiar cientos de miles de SS. El jefe alemán del grupo de trabajo de Eichmann fue interrogado pero negó la verdadera identidad de Eichmann. De todos modos, ahora teníamos una prueba de que Eichmann estaba con vida el 30 de junio de 1945, hecho que posteriormente tendría gran importancia.
Se supo en Linz que yo andaba a la búsqueda de Eichmann y comenzaron a llamarme «el Wiesenthal de Eichmann, ése que anda tras el hijo del Electro-Eichmann». Muchas personas vinieron a verme o me enviaban pistas posibles que yo tontamente seguía, sin dejar una, pistas que cualquier policía novato hubiera descartado. Yo no tenía experiencia y además, siempre tenía la esperanza de que la búsqueda de Eichmann pudiera llevarme a detener otros criminales nazis. En cierta ocasión, un doctor de Munich me telegrafió sugiriéndoma que me apersonara allí al instante porque poseía «importante información» acerca de Eichmann. Fui y me encontré con un doctor demacrado y nervioso que había sobrevivido a la guerra pero perdido sus padres en campos de concentración sin haber logrado recobrarse de la impresión. Me contó que uno de sus pacientes, una mujer cuyo nombre no quiso revelarme, vivía con un hombre que se hacía llamar «Friedrich» quien, según ella le había contado, se ponía lívido cada vez que el timbre de la puerta sonaba, se pasaba el día recorriendo su habitación a zancadas y con, frecuencia se lamentaba de que «aún quedaran demasiados judíos vivos», añadiendo que «Alemania había perdido la guerra a causa de los judíos y lástima que no los mataran a todos». Salía a la calle sólo de noche y prevenía a la mujer que no hablara a nadie de él porque tenía «poderosos» amigos. La búsqueda de Friedrich no fue fructífera: cuando al fin averiguaron su dirección, había desaparecido, y muy posteriormente yo habría de descubrir que había sido un Führer de la SS de poca monta.
El caso de Friedrich fue una pérdida de tiempo pero en cambio me sugirió la idea de intentar aquello de «cherchez la femme» en el caso Eichmann, ya que podía muy bien ser que Eichmann, como tantos otros jefes de la SS, se hubiera visto envuelto en asuntos de faldas y pudiéramos descubrir algo a través de una mujer. Un miembro del personal de Eichmann, el Führer de la SS Dieter Wisliceny, había sido sentenciado a muerte en Bratislava, capital de Eslovaquia e intentaba salvar el cuello convirtiéndose en informador de las actividades de su antiguo jefe. Wisliceny aseguraba conocer más cosas acerca de Eichmann que nadie y nos dio las direcciones de varias mujeres con las que Eichmann había tenido que ver. El fondo social de las conquistas de Eichmann era tan variado como las mujeres de Don Giovanni de la ópera de Mozart: iban desde una baronesa húngara hasta varias campesinas. Podía estar escondido en casa de alguna de ellas; así que seguimos la pista a varias. Mientras tanto, pedí a Arthur Pier que no perdiera de vista a la mujer de Eichmann en Altaussee pues éste, creía yo, acabaría por ponerse en contacto con su familia.
Imaginé que alguna de las antiguas amigas de Eichmann tendría algo que nosotros necesitábamos de verdad: una fotografía. Arthur no sólo estaba de acuerdo sino que me dijo que él tenía el hombre apropiado para encargarle aquella tarea: Manus Diamant, un superviviente de varios campos de concentración en los que había ido perdiendo a toda su familia. Quería sernos útil y daba la casualidad de ser un joven de guapo aspecto. Arthur decidió convertir a Manus en «Herr van Diamant», colaboracionista holandés y antiguo miembro de la División Holandesa de la SS «Nederland» que no se atrevía a regresar a su patria. Abrigábamos esperanzas de que tuviera éxito con las «viudas» solitarias de SS que se hallaban en la cárcel o escondidos. Nos dijo que trataría de hacer amistad con la esposa de Eichmann y también con otras mujeres que lo hubieran conocido. «Van Diamant» representaba bien el papel. Entró en relación amistosa con unas pocas damas de la SS aunque no con Frau Eichmann, que no quería hablar con nadie. Consiguió en cambio hacerse amigo de los tres hijos de Eichmann y con frecuencia se los llevaba a dar una vuelta en bote por el Altaussee.
Cuando Diamant me habló de esos paseos en barca con los hijos de Eichmann, me di cuenta de que el muchacho se hallaba ante un dilema emocional ya que en los campos había visto miles de niños parecidos a los hijos de Eichmann, niños que habían muerto de un tiro, o de hambre o en la cámara de gas. Y ahora se hallaba solo en un pequeño bote con los hijos del hombre que había organizado la muerte de todos aquellos chiquillos.
Una tarde, paseando con Manus a la orilla del lago, me dijo que a la mañana siguiente sacaría a los hijos de Eichmann a dar un paseo en el bote. Hablaba con voz tensa, y creí que era mejor darle un consejo cuanto antes, antes de que fuera demasiado tarde. Le dije que me hacía cargo de lo que pasaba en su interior, de que había perdido a toda su familia entre la que se contaban niños también.
—Dos niños y una niña —dijo sin mirarme.
—Lo comprendo, Manus. Pero recuerda que nosotros los judíos no somos nazis, no hacemos la guerra contra niños inocentes. Además, si crees que de veras puedes hacerle daño a Eichmann... bueno..., con un accidente que pudiera ocurrir, te equivocas. Hace un tiempo, un par de individuos fueron a verme con un plan: raptar a los hijos de Eichmann (cosa muy fácil) y anunciar que los niños serían asesinados a menos que su padre se entregara a las autoridades. Yo tenía muchos argumentos contra semejante plan, pero ellos me aceptaron sólo uno, el de que un hombre que sin inmutarse es capaz de sentenciar a muerte a un millón de niños, no sentirá nada ante la muerte de sus propios hijos. Así, que incluso en el caso de que su plan le hiciera sufrir no salvaría la vida de los niños entregándose porque no es de esa clase de hombres.
Diamant no contestó. Ansiaba haber logrado convencerle. Hablé de ello con Arthur y acordamos relevar a Diamant de su tarea en Altaussee, encargándole, en cambio, que hiciera averiguaciones acerca de las antiguas amigas de Eichmann y que tratara de conseguir una fotografía de su escurridizo amante. La baronesa húngara se había marchado a Sudamérica, otra mujer había muerto durante un bombardeo en Dresde pero luego, en 1947, dimos con una muchacha de Urfahr, suburbio al norte de Linz, al otro lado del Danubio, que había conocido a Eichmann muy bien.
Manus hizo amistad con ella, fue invitado a visitarla, encontró un «álbum de familia» y descubrió una fotografía de Adolf Eichmann, que había sido hecha en 1934, trece años antes. La muchacha no quería darle a Manus la fotografía pero luego acabó por sucumbir a sus encantos. Alborozado, me trajo la fotografía, fue relevado de su cargo y se reintegró a su vida normal. Sacamos copias de la fotografía, que pasó a figurar también en la relación de «reclamados por la policía».
Un día, a finales de 1947, recibí una llamada de Bad Ischl de mi amigo americano Stevens, que me pedía me apersonase allí inmediatamente para algo urgente que no quería mencionar por teléfono.
En Bad Ischl, Stevens me dijo que Frau Veronika Liebl había solicitado del juzgado del distrito un Todeserklärung (certificado de defunción) de su esposo Eichmann, del que estaba divorciada, «en interés de los niños». En aquella época, todos los juzgados de Austria y Alemania se veían abrumados de peticiones similares. Si una mujer no era capaz de demostrar que su esposo había muerto o había sido declarado muerto, no podía obtener pensión alguna ni volver a casarse. Los juzgados entregaban los certificados de modo rutinario y sin posterior investigación, de modo que luego, mucho mas tarde, el «fallecido» esposo podía reaparecer, después de haberse pasado años en un campo de prisioneros de guerra soviético o, sencillamente, escondido. Cuando Stevens me comunicó las nuevas, me quedé sin habla. Nos miramos mutuamente en silencio, dándonos perfectamente cuenta de la importancia y alcance de la información: en cuanto Adolf Eichmann fuera declarado oficialmente muerto, su nombre desaparecería automáticamente de todas las listas de «reclamados por la justicia», es decir, oficialmente ya no existiría, Se cerraría el caso y la búsqueda mundial habría llegado a su fin. A un hombre que se le ha dado por muerto, ya no se le busca: inteligente maniobra. Yo estaba convencido de que lo había ingeniado el mismo Eichmann con ayuda de su esposa..
En mi grueso fichero de Eichmann tenía el testimonio del Sturmbannführer de la SS Hottl, una declaración jurada en Nuremberg, en la que decía haber visto a Eichmann en Aussee el 2 de mayo de 1945. Otros testigos le habían visto también el día anterior en Camp Ebensee, cerca de Bad Ischl. Decidimos que Stevens hablaría al juez y trataría de descubrir más sobre la solicitud de Frau Eichmann. El juez dijo a Stevens que un tal Karl Lukas, con domicilio en Molitscherstrasse, 22, Praga 18, había enviado una declaración jurada según la cual decía haber presenciado cómo el 30 de abril de 1945, Eichmann caía muerto en el tiroteo de la batalla de Praga. Stevens contó al juez que Eichmann era un criminal nazi reclamado en los juzgados y que había sido visto en Austria, bien vivo, después del día que se le declaraba muerto en Praga. El juez quedó asombradísimo y prometió a Stevens ampliar el usual plazo de dos semanas hasta cuatro para que, mientras tanto, tuviera tiempo de presentar las pruebas de lo que afirmaba.
Envié a uno de mis hombres a Praga y nueve días después recibía la información de que Karl Lukas estaba casado con María Lukas, cuyo nombre de soltera era Liebl, es decir, con la hermana de la esposa de Eichmann. Lukas, que por entonces trabajaba para el Ministerio checoslovaco de Agricultura, era, pues, cuñado de Eichmann. Descubrimos también que Lukas estaba en contacto con Frau Kals, de Altaussee, que resultó ser otra hermana de la mujer de Eichmann, y la policía averiguó que mantenían correspondencia. Al parecer, la familia entera se confabuló para probar que Eichmann había muerto. (Tras la captura de Eichmann en 1960, notifiqué a las autoridades checas la declaración jurada de Lukas, y fue inmediatamente despedido del Ministerio de Agricultura.)
De vuelta a Bad Ischl, pasé la información a Stevens, que una vea más se fue a ver al juez, quien le aseguró que rechazaría la petición. Este mandó llamar a Frau Eichmann para notificarle con toda claridad que si intentaba valerse de tales engaños otra vez, se vería obligado a informar al fiscal del distrito; oído lo cual la mujer se marchó de allí consternada.
Hoy creo que mi más importante contribución a la captura de Eichmann fue destruir aquella patraña de su pretendida muerte. Muchos criminales de la SS no podrán ser capturados jamás porque se hicieron declarar muertos, viviendo a partir de entonces, felices y contentos, bajo nombres supuestos. Algunos se volvieron a casar, probablemente con sus propias «viudas»; uno de ellos fue el experto número 1 de Hitler en eutanasia, profesor doctor Werner Heyde, que después de haber sido declarado oficialmente muerto se volvió a casar con su antigua mujer. Posteriormente fue detenido y se suicidó en la cárcel.
A principios del verano de 1948, fui otra vez a Nuremberg. Los americanos me dijeron que por fin había sido hallada una fotocopia del fichero personal de Eichmann que incluía dos fotografías: en una de ellas se veía a Eichmann vestido de civil; en la otra, tomada en 1936, de uniforme. Los superiores de Eichmann daban de él excelentes informes. Había demostrado, decían, «grosse Fachkenntnisse auf seinem Sachgebiet» (considerable experiencia en este su campo particular). En ninguna parte constaba que «su campo particular» era el genocidio. Las tres fotografías de Eichmann (dos, procedentes de este archivo; y la otra, de su ex novia) eran las únicas que poseían los israelitas en 1960, cuando lograron atrapar a Eichmann en Argentina.
El documento más interesante que encontré en el dossier personal de Eichmann fue un corto curriculum vitae escrito por él mismo que, fechado el 19 de julio de 1937 en Berlín, decía:
«Nací el 19 de marzo de 1906 en Solingen, zona del Rin. Siendo niño fui a vivir a Linz, donde mi padre era director de la compañía de tranvías y de la compañía de electricidad. Fui a la escuela primaria como interno, hice luego cuatro cursos de Realschule (enseñanza secundaria) y dos años en la Escuela Federal de Ingenieros Electricistas. De 1925 a 1927 fui vendedor de la Compañía de Construcción Eléctrica de la Alta Austria. Dejé el empleo por propia iniciativa para tomar el de representante en la Alta Austria de la Compañía Vacuum Oil de Viena. Me despidieron de mi empleo en junio de 1933 cuando descubrieron que me había alistado en secreto en la NSDAP. El cónsul alemán en Linz, Dirk von Langen, confirma este hecho en una carta incluida en mi dossier personal que figura en el Hauptamt de la SD.
Durante cinco años fui miembro del Frontkämpfervereinigung germano-austríaco (organización política antimarxista). Me alisté en la NSDAP austríaca el 1 de abril de 1932 y también en la SS. Durante una inspección de la SS llevada a cabo en la Alta Austria por el Reichsführer de la SS Himmler presté juramento de lealtad.
El 1 de agosto de 1933 recibí orden del Gauleiter de la Alta Austria Comrade Bolleck, de comenzar mi entreno militar en Camp Lechfeld. El 29 de septiembre de 1933 fui destinado a la oficina de enlace de la SS en Passau. El 29 de enero de 1934 recibí orden de unirme a la SS austríaca en Camp Dachau. El 1 de octubre de 1934 fui trasladado al Hauptamt de la SD de Berlín, donde ahora presto servicio.»
(Firmado) ADOLF EICHMANN,
Hauptscharführer
Notable historial de un hombre que hizo carrera en la quinta columna. Hay que tener presente que durante el período a que se refiere el curriculum de Eichmann, todas las organizaciones nazis eran ilegales en Austria, lo que no impedía que los nazis hubieran establecido una organización militar con campos propios, centros de adiestramiento e inspecciones regulares a cargo de Himmler.
Todo el mundo sabía lo que Eichmann había hecho, pero yo, además, quería saber qué le había impulsado a hacerlo. Para ello hablé con personas de Linz que habían sido sus compañeros de escuela, que me contaban las consabidas anécdotas sobre los profesores y las bromas que les habían gastado, pero que en cuanto me interesaba por su compañero de curso Eichmann guardaban silencio. Como sabían que yo andaba a la caza de Eichmann, no les gustaba ni siquiera admitir que lo habían conocido. Parecían asustados de hablar. Uno de ellos me dijo que la persecución de los crímenes de guerra tenía que dejarse en manos de «las autoridades pertinentes»; porque ¿qué derecho legal tenía yo, un simple ciudadano, de correr tras Eichmann? No me molesté ni en contestarles, pues el hombre en cuestión era uno de esos austríacos que había hallado consuelo y había tratado de consolar a los demás, antes de terminar la guerra, diciendo: «Si ganamos, seremos alemanes, y si no ganamos, seremos austríacos. En ninguno de los dos casos habremos perdido».
Intenté dar con personas que hubieran conocido a Eichmann a principios de los años treinta, durante su afiliación a la ilegal SS. Nadie quería hablar. Un individuo (no miembro del Partido) que había estado con frecuencia en casa de Eichmann y que conocía bien a la familia, leyó en los diarios acerca de los crímenes de Eichmann y se negaba a creerlos porque aquél no podía ser el mismo Adolf, el individuo tranquilo de siempre, desgarbado y torpe, sin personalidad y que tantas veces parecía como estúpidamente dominado por una idea fija. No sabía él lo bien que acababa de describir a Eichmann, cuánta razón tenía y al mismo tiempo qué equivocado estaba.
Yo había leído y releído libros sobre la psicología del crimen, sobre la motivación y primera infancia de los criminales, pero cometí un error: traté a Eichmann como un criminal ordinario, lo cual él no era porque en su caso los problemas que usualmente llevan al crimen, por la primera infancia, por el ambiente, no existían. Como representante de la Compañía Vacuum Oil había tenido alguna relación con judíos, pero ninguna experiencia desagradable y en la Alta Austria había sólo mil cien judíos cuando Eichmann y su amigo Ernst Kaltenbrunner, que luego llegaría a ser jefe de la Gestapo de Hitler, eran en Linz hombres fuera de la ley. Eichmann jamás demostró sentimientos agresivos contra los judíos, pues no era más que un Hauptscharführer (sargento) obediente y sin personalidad, hasta el punto de que en el Hauptamt de la SD de Berlín no sabían con certeza qué hacer con él.
Le encargaron que recogiera material sobre «la conspiración mundial de los francmasones» y empezó a leer estudios sobre la francmasonería, convirtiéndose en algo así como experto en la materia y escribiendo largos tratados sobre lo que debía hacerse para combatir la «conspiración». El movimiento francmasón estimuló su interés hacia el problema judío y llegó al convencimiento de que los francmasones eran una especie de secta judía que quería dominar al mundo.
Eichmann comenzó a llevar un fichero de prominentes francmasones judíos que sus superiores alabaron, así como su Gründlichkeit (aplicación), llegando cada vez más lejos en sus «investigaciones». Al cabo de cierto tiempo se hallaba tan interesado en el «problema judío» que abandonó a los francmasones y dedicó todo su esfuerzo a estudiar los judíos, leyó innumerables libros y sorprendió a sus superiores con su enciclopédico conocimiento de la ley judaica y del sionismo. Se convirtió por este camino en observador de la Gestapo y fue enviado a estudiar los barrios judíos de diversas ciudades. He hablado con judíos que recuerdan al Eichmann de entonces y todos dicen que era muy distinto de los rufianes de la SS a que estaban acostumbrados, pues su actitud era inflexible pero fríamente cortés. Entre los documentos que hallé en Nuremberg hay una petición de Eichmann de «fondos especiales» que le permitieran estudiar hebreo con un rabí y aunque hace notar que las lecciones costarían sólo tres marcos, una verdadera ganga, sus jefes se los denegaron. Sin embargo, Eichmann tenía fama en el Hauptamt de la SD de ser el mayor experto en «el problema judío».
Por aquel entonces, mediados los años treinta, una solución nazi oficial para «el problema judío» no había sido formulada aún y si bien los jefes nazis estaban de acuerdo en que los judíos tenían que salir de Alemania, no consideraban los campos de concentración como solución ideal, pues Hitler y sus secuaces estaban convencidos del universal y omnisciente poder del Wettjudentum (mundo judío) y decidieron solemnemente que el mejor medio de batir a los judíos era acumular el máximo conocimiento sobre ellos para poderles vencer con sus propias armas. ¿No eran acaso los judíos las eminencias grises que actuaban detrás de tronos y gobiernos? Eichmann decidió conocer a los judíos en su propio suelo y en 1937 fue a Palestina acompañado por un tal Obersturmführer Hagen. He hallado muchos documentos que acreditan el funesto viaje. Eichmann entró en Palestina mediante un carnet de periodista falsificado que le identificaba como del Berliner Tageblatt.
Antes de su partida, numerosos judíos fueron detenidos en Alemania como rehenes a cambio de Eichmann, nombre que ellos jamás habían oído. Pero Eichmann pasó exactamente dos días en Palestina; visitó la colonia alemana de templarios de Sarona, cerca de Tel Aviv y un poblado judío, pasando de allí a El Cairo para encontrarse con Amin el Hussein, Mufti de Jerusalén, notorio por su odio a los judíos y sus simpatías nazis. Después Eichmann quiso volver a Jerusalén, pero las autoridades del mandato británico no se lo permitieron y tuvo que regresar a Berlín. Uno de los hermanos de Eichmann, de Linz, dijo a un amigo mío que por un tiempo la familia consideró a Adolf un «sionista» porque con frecuencia refería la posibilidad de una emigración judía a gran escala de Alemania a Palestina. Aquella estancia suya de cuarenta y ocho horas en Palestina le daría más tarde la idea de crear la leyenda de que él procedía de Palestina y que por tanto sabía todo lo concerniente a los judíos. Logró tan bien este propósito, supo crear de modo tan convincente el mito, que algunos judíos de Budapest creían en 1944 que había estudiado filosofía rabínica.
He intentado descubrir cuándo exactamente Eichmann pasó de ser un teórico experto en «el problema judío», a convertirse en ejecutor. Quizá fuera una transformación gradual, porque cuando llegó a Viena en otoño de 1938, hablaba todavía con toda cortesía de una «forzada emigración». El gran cambio tuvo lugar en noviembre de 1938, cuando los nazis dieron orden de destruir las tiendas y sinagogas judías para vengar el asesinato de un diplomático nazi a manos de un judío[2]. Las órdenes que llegaron a Viena, dadas por Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo, decían específicamente que ello fuera notificado a Eichmann. Entonces fue cuando Eichmann halló su «misión». Testigos presenciales informaron posteriormente que le vieron ir de una sinagoga a otra, supervisando personalmente la total destrucción y cuentan que «había ayudado con sus propias manos» y que parecía «alborozado».
Varios días después, los jefes de la Comunidad Judía en Viena notificaban que Eichmann les hizo comparecer, sin invitarles a que se sentaran frente a su mesa de despacho sino que ordenó que permanecieran en pie, a tres pasos de distancia y en posición de firmes. En 1939 Eichmann fue a Praga, hizo comparecer al presidente de la Comunidad Judía de allí y le dijo:
—Los judíos tienen que marcharse. ¡Y aprisa!
Al contestarle que los judíos de Praga habían vivido allí mil cien años y eran indígenas, gritó:
—¿Indígenas? ¡Ya les enseñaré yo!
Al día siguiente el primer embarco de judíos partía rumbo a un campo de concentración.
En 1941 no había sitio en el mundo de Hitler para los judíos. Después de la Conferencia de Wannsee[3] a principios de 1942, en la que los cabecillas nazis redactaron la «Solución final» —asesinato en masa—, se le ordenaba a Eichmann cumplir órdenes de Hitler y de Himmler. En la primavera de 1945 decía a un miembro de su jefatura en Budapest:
—Moriré feliz sabiendo que he dado muerte a casi seis millones de judíos.
Cometí un error tratando de hallar un motivo en su infancia: no había motivo ni odio. No se trataba más que de un producto perfecto del nazismo. Cuando alguno de sus subalternos no podía llevar adelante aquella misión de asesinato en masa, Eichmann decía:
—Traicionas la voluntad del Führer.
Hubiera hecho lo mismo si le hubieran ordenado que ejecutara a todos los hombres cuyos apellidos empezaran por P o por B o a todos los que fueran pelirrojos: el Führer «tenía siempre razón», y la misión de Eichmann era que las órdenes del Führer se cumplieran.
En la primavera de 1948 pude con exactitud reconstituir el viaje de Eichmann al final de la guerra. Llegó al campo de concentración de Theresienstadt el 20 de abril y estuvo en él hasta el 27. Al día siguiente se hallaba en Praga, el 29 en Budweis, el 1 de mayo en el campo de Ebensee cerca de Bad Ischl y el 2 en Altaussee, donde permaneció hasta el 9 de mayo. Luego se escondió voluntariamente en campos de internamiento americanos, hasta fines de junio, en que escapó de Camp Cham. Entonces, durante cierto tiempo se mantuvo oculto en el norte de Alemania, hecho posteriormente confirmado por dos destacados SS; uno de ellos fue Hoess, antiguo comandante de Auschwitz que estuvo en contacto con Eichmann cuando se hallaba en el norte de Alemania. De allí Eichmann pasó a casa de un tío suyo de Solingen y cuando en una ocasión las autoridades británicas fueron a interrogar a ese tío suyo mientras Eichmann estaba escondido en la casa, el tío no le descubrió, pero Eichmann decidió volver al Aussee, donde se sentía más seguro que en parte alguna.
Uno de mis más allegados colaboradores de aquellos meses fue un antiguo comandante de la Wehrmacht alemana. Se había mostrado reacio a ayudarme, y dijo: «No debo manchar mi uniforme», invocando el espíritu de Kameradschaft (camaradería). Le dije que la camaradería termina donde el crimen empieza y que yo no salvaría a camaradas míos que hubiesen cometido crímenes en un campo de concentración. El comandante visitó varios camaradas suyos alemanes, habló con muchos SS y cuando volvió a Linz me dijo que Eichmann era «el hombre más odiado entre los SS por haberle dado a la SS tan mala fama». El parecer de todos los SS y de los antiguos camaradas de Eichmann era que se escondía en la región de Aussee. En las cercanías de Gmunden, la organización clandestina nazi Spinne tenía su cuartel general.
Nunca dudé de que tanto su mujer como su padre sabían muy bien dónde se hallaba a pesar de que nunca recibieran cartas de él. Terminada la guerra, había una rigurosa censura postal y la CIC interceptaba la correspondencia de Frau Eichmann en Altaussee y la del padre de Eichmann en Linz y consta que no existían mensajes sospechosos ni cartas en clave personal. Cuando en 1947 se ordenó a todos los antiguos nazis que se identificaran, tres miembros de la familia Eichmann admitieron haber pertenecido al Partido: papá Eichmann se había alistado en mayo de 1938, dos meses después del Anschluss[4] el hermano Otto se había unido al Partido y a la SA[5] aquel año; el hermano Friedrich se había inscrito en el Partido y en la SA en 1939. Los americanos abrieron una investigación, pero no hallaron fundamentos de prosecución. Eran Mitläufer, secuaces sin importancia.
La familia de Frau Eichmann pertenecía a distinta categoría, ya que sus parientes de Checoslovaquia habían prosperado durante el régimen nazi y cada mes Frau Eichmann recibía de su suegro un giro postal por valor de mil chelines (cuarenta dólares), aunque suponíamos que recibía también dinero de otras fuentes, quizá de su familia.
El 20 de diciembre de 1949 un alto oficial de la policía austríaca fue a verme al Centro de Documentación de Linz y me sugirió que comparásemos nuestros ficheros del caso Eichmann. Los austríacos creían que Eichmann se escondía en las cercanías del pueblo de Grundlsee, a unos tres kilómetros de Altaussee, ya que en Grundlsee, situado en la orilla del lago del mismo nombre, que tiene una longitud de unos seis kilómetros, hay unas cuantas casas aisladas. Dije al oficial que varios meses atrás uno de mis hombres destacado en Altausee había observado que un «Mercedes» negro con matrícula de la Alta Austria, procedente de Grundlsee, se detenía unos minutos frente a la casa de la calle Fischerdorf, 8, donde vivía Frau Eichmann, y que un hombre con una trinchera «que parecía judío», había pasado unos minutos en el interior de la casa y se había vuelto a marchar en el mismo «Mercedes» negro. Pudo haber sido Eichmann.
El oficial de policía asintió, pues estaba convencido de que Eichmann mantenía estrecha relación con una célula clandestina nazi de Estiria. El antiguo miembro de su estado mayor, Anton Burger, que había sido descubierto cuando la policía registró una casa por otra en busca de Eichmann, había escapado de Camp Glasenbach en 1947, pasando a actuar de correo entre Eichmann y las fuerzas clandestinas cuyas células se componían de cinco personas, cada una de las cuales sólo conocía la existencia de otros cinco miembros y que mantenían contacto con otra organización neonazi conocida por Sechsgestirn (Seis estrellas). La policía austríaca esperaba que la detención de Eichmann acabara con esa red.
El oficial volvió al día siguiente, diciéndome que la policía había descubierto que Eichmann pensaba pasar la Nochevieja con su familia en Altaussee y que se había planeado registrar la casa mientras él estuviera dentro, pidiéndome acudiera yo también. El plan tenía que mantenerse en riguroso secreto. Por Nochevieja yo celebraba mi cumpleaños y no se me ocurría mejor regalo de cumpleaños que la detención de Eichmann.
Por aquel tiempo, un joven israelita que había emigrado de Alemania a Palestina con sus padres siendo niño, había luchado con el ejército israelita durante la guerra de independencia y ahora hacía un viaje por Europa, acudía con frecuencia a mi Centro de Documentación. Tenía el ardoroso entusiasmo del ciudadano de una nación muy joven y el trabajo del Centro de Documentación le fascinaba, especialmente en lo concerniente al caso Eichmann. Le dije —bastante neciamente, ahora me doy cuenta— que pudiera que muy pronto tuviéramos a Eichman en la cárcel y cuando se enteró de que yo iba a Altaussee, donde Frau Eichmann vivía, me pidió que le dejara ir conmigo.
—Puede que allí le hagan falta dos brazos más —me dijo.
Salimos para allá el 28 de diciembre y nos alojamos en el Hotel Erzhergoz Johann, de Bad Aussee, a tres kilómetros de Altaussee. La policía austríaca tenía seis agentes distribuidos en varias posadas. Advertí al joven israelí que no se dejara ver y, sobre todo, que no hablara con nadie, sin saber que aquella misma noche había estado ya en un club nocturno donde lo había pasado en grande y contado a las chicas que él era de Israel, cosa que impresionó francamente a todos, pues nadie en Bad Aussee había visto nunca un israelí de la nueva hornada.
La mañana del 31 de diciembre me entrevisté con el oficial de policía en jefe y acordamos que sus hombres estarían a las nueve de la noche en los lugares previstos. La carretera de Grundlsee a Altaussee y la casa en que Frau Eichmann vivía estaban ya bajo vigilancia. De vuelta a mi habitación, dije al israelí que no saliera para nada de la habitación antes de medianoche y que me pondría en contacto con él en cuanto tuviéramos buenas noticias. A las nueve en punto me reuní con el oficial de policía y otro hombre. En todas las posadas, hoteles y casas particulares se celebraba la Nochevieja: voces, música, risas. Sólo nosotros aguardábamos para nuestra celebración personal. El policía fue a un teléfono y marcó el número de la casa de la calle Fischerdorf, 8, preguntó por Frau Liebl y al poco una voz de mujer preguntó:
—¿Eres tú? ¿Seguro que vendrás esta noche?
El agente, sin decir nada, colgó el auricular: Frau Eichmann esperaba a alguien. Bien, le recibiríamos como convenía.
A las diez acompañé al oficial de policía en su ronda; pasamos inspección a los agentes de todos los puestos y miramos dentro de todas las posadas de la carretera. Hacía mucho frío y tiritábamos; así, que decidimos regresar al Hotel Erzhergoz Johann para tomar una taza de té caliente. Abrí la puerta del bar del hotel y quedé pasmado: el joven israelí estaba sentado a una mesa grande, bebiendo con un grupo de personas del lugar, hablando de las heroicas hazañas del ejército israelí.
Al oficial de policía aquello le sentó muy mal.
—No me gusta, porque si corre la voz de que un israelí anda por el pueblo, puede que...
—Son más de las diez —le dije—. Nada puede ocurrir ya.
—De veras que así lo espero —contestó, molesto.
A las diez y media volvíamos a marcharnos y al llegar al siguiente bar, el agente de guardia informó que la gente hablaba de un israelí recién llegado a Bad Aussee. En el próximo se hablaba ya de un grupo de israelitas llegados. El oficial me miró, pero no dijo nada, y yo por dentro me maldije.
Las once. Si Eichmann quería estar con su familia a medianoche, pronto tendría que salir de Grundlsee. Esperamos otros veinte minutos. Nadie hablaba. A las once y media un agente llegó corriendo de Grundlsee y dijo algo al oficial.
El oficial me dio una mirada de esas de «ya te decía yo».
—Creo que no hay nada que hacer: al parecer Eichmann ha sido prevenido.
Me le quedé mirando, incapaz de pronunciar palabra. Entonces él dijo al agente que repitiera el informe:
—A las once y media dos hombres aparecieron en la carretera procedentes de Grundlsee y aunque estaba bastante oscuro pude distinguirlos bien contra el fondo blanco de nieve. Cuando estaban a unos ciento cincuenta metros de mí, que les observaba tras los árboles de la carretera, apareció de pronto por el lado de Grundlsee otro hombre corriendo gritándoles. Ellos se detuvieron, él les dio alcance y pocos segundos después los tres corrían de vuelta a Grundlsee.
El oficial advirtió mi estado de ánimo.
—No se lo tome así. Ahora sabemos de qué grupo de casas partieron y aunque desde luego no tenemos orden de registro y yo no puedo intervenir sin órdenes superiores, no perderemos de vista a Eichmann. Aquí dejaré dos hombres, me volveré a Linz y pediré instrucciones. —Se encogió de hombros y añadió:— Quizá fue una equivocación traer al joven israelí, o quizás Eichmann fue prevenido por otra razón, quién sabe.
A las doce y media regresamos a Bad Aussee. Las calles estaban llenas de gentes que alborotaban y los borrachos gritaban felices: «¡Feliz Año Nuevo!» entre músicas y romper de vasos. No quise ver a nadie: subí a mi habitación y me eché en la cama sin desvestirme.
Me sentía completamente desesperado porque teniendo mi regalo de cumpleaños sólo a ciento cincuenta metros, lo había dejado perder y ahora no volvería jamás a atraparlo.
Una semana después, el oficial de policía austríaco me informaba de que habían abandonado la búsqueda porque tenían informes de que Adolf Eichmann había desaparecido de la región de Aussee.
El 1950 fue un mal año para la «caza» de Eichmann. la guerra fría estaba en su apogeo y los antiguos aliados se hallaban muy ocupados a ambos lados del Telón de Acero. Los americanos tenían de sobra con la guerra de Corea. Nadie sentía interés por Eichmann ni por los nazis; de modo que cuando dos nazis se encontraban durante aquella época, solían decirse:
—Soplan buenos vientos.
Y se daban mutuas palmadas en la espalda. Fulgurantes reportajes sobre Eichmann aparecían de vez en cuando en la prensa sensacionalista: se le había visto en El Cairo, en Damasco; se decía que estaba formando una legión alemana para los árabes, etcétera. Me constaba que aquellas historias eran invención pura: un hombre que siempre había detestado que le fotografiaran no iba de la noche a la mañana a mostrarse despreocupadamente.
El grueso dossier Eichmann seguía aún en mi despacho y yo a duras penas podía soportar su vista porque estaba convencido de que Eichmann no estaba ya en Europa, tras mi poco éxito en su escapada de Año Nuevo. Probablemente la ODESSA lo había tomado a su cargo y quizás se escondiera en el Próximo Oriente, donde contaba con amigos y admiradores árabes. Yo no podía hacer nada, por una parte porque la mayoría de colaboradores que habían trabajado conmigo sin remuneración alguna me habían dejado para emprender una nueva vida, y por otra, los americanos que por entonces llegaban a Europa, no sentían el más mínimo interés por Eichmann, hasta el punto de que si yo empezaba a hablar de él, adoptaban un aire de fastidio o me lanzaban miradas de impaciencia. Uno de ellos me indicó que quizás yo fuera víctima de un complejo de persecución.
—No puede usted correr así tras un fantasma, Wiesenthal. ¿Por qué no se olvida de todo ello de una vez? —me dijeron.
En enero de 1951 conocí a un antiguo miembro de la Abwehr, que llamaré «Albert», y que tenía algunos conocidos entre los hombres de la ODESSA. «Albert» me dijo que Eichmann había sido visto en Roma a últimos del verano de 1950, pocos meses después de que se marchara de la región de Aussee, habiendo probablemente llegado hasta allí a través de la ruta de los monasterios. «Albert» fue a Roma para tratar de averiguar lo sucedido y a mí se me hacía muy difícil aguardar hasta su vuelta, que tuvo lugar en febrero y en que me dijo:
—Hay diferentes relatos de la huida de Eichmann, pero todos concuerdan en que llegó a Roma con la ayuda del comité croata, dirigido por antiguos amigos de Ante Pavelic, jefe del gobierno colaboracionista croata. Como es natural, Eichmann en Roma no se hospedó en ningún hotel, sino que al parecer estuvo escondido en un monasterio donde se le dio carta de identidad vaticana, imprescindible si quería hacerse con un visado que le permitiera llegar a algún país de Sudamerica.
Objeté:
—¿Estás seguro de que se trata de Sudamérica? ¿No estará en el Próximo Oriente?
«Albert» negó con la cabeza:
—La mayoría de nazis que hallaron asilo temporal en Roma, fueron enviados posteriormente a Sudamérica y, por tanto, creemos que Eichmann se incorporaría a un transporte en grupo, posiblemente con nombre supuesto, de los que se dirigen hacia Brasil y Argentina.
Yo no tenía recursos para buscar en Brasil ni en Argentina a un hombre cuyo nombre presente desconocía y al que no podía describir con exactitud, porque la última fotografía de él había sido tomada catorce años atrás. Mi única esperanza residía en la familia de Eichmann, en que algún día tratara de establecer contacto con su esposa, que seguía en Altaussee donde los niños iban a la escuela, y en que algún día tratara de que se reunieran con él en Latinoamérica.
En otoño de 1951, después de haber vendido una serie de artículos sobre el oro de Eichmann y los pescadores de los tesoros de Altaussee a diversas revistas, un hombre fue a verme. Mi secretaria me entregó su tarjeta de visita: Heinrich von Klimrod. Era un individuo esbelto y bien vestido, de porte militar, que al entrar se inclinó correctamente, preguntándome si podía hablar «abierta y francamente». Le rogué que se sentara.
—Hemos leído sus artículos y su conocimiento del delicado asunto nos ha impresionado tanto que queremos proponerle un trato.
Le pregunté quiénes eran los «nosotros».
—Permítame que le sea franco. Vengo en representación de un grupo de vieneses, antiguos SS, porque nuestros intereses tienen un punto común con el suyo. Sabemos sin embargo que usted es un idealista fanático que quiere encontrar a Eichmann para entregarlo a la justicia. Nosotros también queremos encontrarle, pero por diferentes razones, pues lo que queremos es el oro de Eichmann. Por tanto, creo que podemos trabajar en estrecha colaboración.
Me quedé sin habla. Así, que lo que proponía era que le ayudara a obtener el oro que Eichmann y sus hombres habían arrancado de los dedos y de las bocas de millones de judíos desaparecidos en las cámaras de gas. Quizás interpretara mal mi silencio porque prosiguió:
—No hay razón para que todos esos personajes que se mueven en la sombra por los alrededores de Altaussee hayan de ser ricos, mientras que muchos de nuestros camaradas de la SS viven miserablemente. Lo que queremos es un reparto justo. Sabemos muchas cosas de la huida de Eichmann; sabemos que dos sacerdotes, el padre Weber y el padre Benedetti le ayudaron cuando estuvo en Roma. Sabemos en qué monasterio de capuchinos estuvo escondido, y si no conocemos el nombre que usa Eichmann ahora, sí tenemos muchos camaradas en Sudamérica que nos ayudarán. Bueno, ¿qué tal el trato?
Yo intentaba ganar tiempo y pregunté a Klimrod en qué se ocupaba ahora.
—Soy socio de una compañía de exportación-importación que está en muy buenas relaciones con los rusos; de modo que hemos podido embarcar material estratégico para países comunistas a pesar del embargo americano. Puede que haya oído hablar de la Liga Nacional, grupo de antiguos nacionalsocialistas que cooperan con los comunistas; pero nosotros no pertenecemos a la Liga, aunque tocamos muchas teclas. Haría bien aceptando nuestra proposición. Claro que usted no necesita el oro de Eichmann porque ustedes los judíos tienen muchísimo dinero. Así que usted se queda con Eichmann y nosotros nos quedamos con el dinero.
Decliné la halagadora oferta, pero no me fue fácil hacerle entender el porqué. No operábamos con la misma longitud de onda. Le expliqué que yo no podía asociarme con un grupo de antiguos SS que cooperaban con comunistas, que yo no podía hacer un trato con un oro que no me pertenecía, como tampoco pertenecía a Eichmann; en otras palabras, podía muy bien ser que parte de aquel oro procediera de mis ochenta y nueve parientes asesinados por los hombres de Eichmann.
Después de la Pascua de 1952, un amigo me llamó desde Altaussee : Frau Eichmann y sus hijos habían desaparecido. Ninguno de los tres muchachos volvió a la escuela después de las vacaciones.
Informé a la policía americana y a la austríaca. Todo el mundo se preguntaba por qué Frau Eichmann había sacado a los niños de la escuela a mitad de curso, pues sin un certificado de estudios no serían admitidos en ninguna otra escuela de Austria ni de Alemania.
La policía austríaca descubrió que alguien había desenterrado algo cerca de la casa de la calle Fischerdorf, número 8. Hasta la fecha no se ha averiguado si se trató de oro, documentos u otra cosa. Empecé por comprobar quién había provisto a Frau Eichmann —«Verónica Liebl, ciudadana alemana» de Altaussee— de pasaporte. Mediante la intervención de la «Deutsche Fürsorgestette» (organización social alemana) de Graz, el consulado alemán había concedido el pasaporte a Verónica Liebl y sus tres hijos.
El alquiler mensual de la casa de Altaussee se continuaba pagando y todos los muebles seguían allí, pero ello no engañaba al vecindario. Unos me dijeron que los Eichmann se habían marchado al Brasil; otros aseguraban haber oído decir que Frau Eichmann se había embarcado a Sindolfheim, Baviera, «a vivir con su madre». Como de costumbre, los rumores de Altaussee carecían de fundamento. Nadie vio jamás a Frau Eichmann en el Brasil y ella nunca estuvo en Sindolfheim. Y así quedaron las cosas.
Con anterioridad, en 1948, habiendo recurrido a un médico a causa del insomnio y siguiendo su consejo de que tratara de ocuparme al caer la noche en algo que alejara las preocupaciones de mi mente, empecé a coleccionar sellos de correo. Este pasatiempo me ha proporcionado desde entonces horas agradables y me ha facilitado entrar en relación con personas de muchos países y hasta, incluso, me dio una nueva pista en el caso Eichmann cuando ya no me quedaban recursos de orientación.
A fines de 1953, conocí en el Tirol un anciano barón austríaco que me invitó a visitar su villa de los alrededores de Innsbruck, ya que éramos ambos apasionados filatélicos y el barón quería mostrarme su colección. Pasé una agradable velada y después de admirar sus sellos, abrió una botella de vino y charlamos. El barón era un probo anciano, monárquico hasta la raíz y católico devoto. Me escuchó con profundo interés cuando le hablé de mi trabajo y luego me dijo que conocía destacados jefes nazis tiroleses que ocupaban otra vez puestos importantes, «como si nada hubiera cambiado», cosa de veras sorprendente.
El barón se levantó, abrió un cajón lleno de sobres reservados a sus sellos más raros y mientras los mirábamos me habló de un amigo suyo de la Argentina, ex teniente coronel alemán que no había ascendido dentro de la Wehrmacht por tener fama de antinazi. Precisamente el año anterior, añadió, se había marchado a la Argentina donde trabajaba ahora como instructor del ejército de Perón.
—Acabo de recibir carta de él —me dijo el barón alargándome el sobre—. Bonitos sellos, ¿no? Yo le preguntaba en una carta si había encontrado allí a alguno de nuestros antiguos camaradas y vea lo que me contesta:
«Hay algunas personas conocidas. De seguro recordará al teniente Hoffmann de mi regimiento y al Hauptmann Berger de la 188 División. Hay también algunas otras que usted no conoce, pero ¡Imagínese con quién me encontré!; es más, con quién tuve que hablar un par de veces: dieses elende Schwein Eichmann, der die Juden kommandierte. (Ese asqueroso puerco de Eichmann, el que se ocupaba de los judíos).
Ahora vive cerca de Buenos Aires y trabaja para una compañía de aguas.»
—¿Qué le parece? —me preguntó el barón—. Algunos de los peores criminales lograron escapar.
No contesté, temiendo que el barón notara mi turbación. Ahora no se trataba de un rumor que corría por Altaussee: era un hecho. Como con desgano, le pedí que me dejara ver la carta y fingiendo interesarme por los sellos argentinos volví a leer el pasaje que hablaba de Eichmann y retuve en la memoria cada una de las palabras. Luego, al llegar al hotel, escribí el texto tal y como lo recordaba. Mi júbilo fue de corta duración pues aun suponiendo que diéramos con un hombre parecido a Eichmann que vive cerca de Buenos Aires y que trabaja para una compañía de aguas, ¿cómo íbamos a poder prenderle? ¿Qué podía hacer yo, simple ciudadano, a medio mundo de distancia? Los alemanes constituían un poderoso partido político en Argentina[6] donde el ejército de Perón era adiestrado por alemanes, industrias argentinas dirigidas por expertos alemanes y bancos argentinos sostenidos por los millones, del capital alemán fugado.
Eichmann debía de sentirse completamente seguro en la Argentina, porque de no ser así, no habría mandado llamar a su familia. Quizá contara allí con amigos poderosos. ¿Cómo, de no ser así, se atrevería a vivir en una ciudad en la que residían más de 200.000 judíos, corriendo siempre el riesgo de que le reconocieran?
Comprendí que mi labor de detective privado había terminado, que de ahora en adelante, personas más influyentes tendrían que hacerse cargo de la tarea. Arie Eschel, cónsul israelí en Viena, me pidió que preparase para el Congreso Mundial Judío un completo informe sobre el caso. Escribí un informe que comenzaba con la primera mención del nombre de Eichmann de que tuve conocimiento y terminaba con el pasaje de la carta que el barón austríaco había recibido. Añadí fotografías de Eichmann, copias de todas sus cartas personales, muestras de su caligrafía y envié una copia al Congreso Mundial Judío de Nueva York y otra al Consulado Israelí de Viena.
No obtuve contestación alguna de Israel. Dos meses después de enviado el material, recibí una carta de Nueva York de cierto rabí Kalmanowitz (que yo no sabía quién era), diciendo que había recibido el material y que «me agradecería que le enviara la dirección exacta de Eichmann en Buenos Aires». Le contesté que enviaría un hombre a Sudamérica si él podía pagar los gastos de viaje y darle además 500 dólares. El rabí Kalmanowitz me contestó diciendo que no tenía dinero.
Había llegado el momento de dejarlo correr: a nadie le importaba Eichmann. Los israelíes tenían razón en preocuparse más por Nasser. Cerré el Centro de Documentación en marzo de 1954, empaqueté todos los archivos —en varias cajas que pesaban exactamente 532 kilogramos— y los envié al Archivo Histórico Yad Yashem de Jerusalén. Me guardé sólo un gran dossier: el dossier Eichmann.
Cinco años después, la mañana del 22 de abril de 1959, leyendo el diario de Linz Oberosterreichische Nachrichten vi en la última página una esquela de Frau María Eichmann, madrastra de Adolf Eichmann. A continuación del nombre, figuraban los de los familiares pero el de Adolf Eichmann no venía entre ellos si bien el último era el de «Vera Eichmann». La gente no miente, generalmente, en las esquelas y allí ponía «Vera Eichmann». Al parecer, Frau Eichmann ni se había divorciado ni se había vuelto a casar. Recorté la esquela y la puse en cabeza del dossier Eichmann.
A fines de agosto de 1959, una llamada telefónica de Linz me llegó a Murten, Suiza, donde pasaba las vacaciones con mi familia. Me dijeron que varias personas habían visto a Adolf Eichmann en Altausse sin error posible. Unas pocas semanas antes la revista alemana Der Stern había publicado una operación de inmersión en el lago Toplitzsee, reavivando el interés del público por los «tesoros nazis» hundidos en los lagos de la región. Comuniqué la noticia al embajador israelí en Viena y decidí regresar inmediatamente. Mi esposa se sintió muy desdichada, con toda la razón pues quedándonos todavía doce días de vacaciones pagadas, no veía por qué teníamos que marcharnos así. Le contesté que teníamos que marcharnos, que yo no podía quedarme en la lejana y pacífica Suiza. No hubiera podido disfrutar las vacaciones.
Los tiempos habían cambiado otra vez. En las últimas semanas, la prensa israelí venía publicando nuevas historias sobre Eichmann, dando cuenta de sus crímenes y especulando sobre su posible paradero. Por entonces también tuvieron lugar, en Alemania y en Austria, muchos juicios contra criminales nazis. La carta que dirigí al embajador israelí llegó en momento oportuno, pues éste la envió a Jerusalén y dio una copia a la Federación de Comunidades Judías de Austria, con sede en Viena, que se encargó de informar al ministro del Interior austríaco, quien a su vez pidió a las autoridades que se pusieran en contacto conmigo. Eichmann seguía aún en las listas austríacas de «reclamados por la justicia».
En cuanto regresé a Linz, me puse al habla con mis amigos y, naturalmente, no era Adolf Eichmann la persona que habían visto en Altaussee sino uno de sus hermanos, otro de los rumores de Altaussee. Pero las cosas empezaron a moverse. Dos jóvenes de Israel, que yo llamaré Michael y Meir, vinieron a verme porque habiéndose despertado allí gran interés por el caso me pedían continuara a partir del momento en que abandoné la empresa en 1954. En Frankfurt am Main, el ministerio público encargado de preparar el juicio contra los SS de Auschwitz, me dijo que Eichmann encabezaba la lista de acusados criminales y me pidió mi colaboración. De modo que antes de que pudiera darme cuenta, me hallaba otra vez envuelto en el caso Eichmann.
Empecé por releer entero el dossier Eichmann. Como la principal cuestión a plantear era si Eichmann residía aún en Buenos Aires o no me fui al Tirol para obtener del anciano barón el nombre de aquel amigo de Buenos Aires que le dirigió aquella carta seis años atrás. Pero el barón había muerto y la colección de sellos había sido vendida.
A continuación envié a uno de mis hombres a visitar a la madre de Frau Eichmann y si bien María Liebl no se mostró muy comunicativa con el visitante, admitió que su hija se había casado con un sudamericano llamado «Klems» o «Klemt». Añadió que no tenía su dirección, ni recibía cartas, y que hiciera el favor de dejarla en paz.
Envié esta pequeña información a Israel, de donde recibí un mensaje el 10 de octubre de 1959, que decía habían hecho indagaciones en Sudamérica y dado con la dirección de Frau Eichmann de la que se decía vivía en «pretendido matrimonio» con un alemán de nombré Ricardo Klement. Yo estaba convencido de que aquel era un matrimonio auténtico: de que Frau Eichmann vivía con su marido Adolf Eichmann pues de no ser así la familia Eichmann de Linz no la hubiera mencionado como «Vera Eichmann» en la esquela. Como los hijos Eichmann vivían en Buenos Aires con sus padres, se me ocurrió que probablemente estarían registrados en la Embajada alemana de allí ya que pronto entrarían en quintas. Pedí a un amigo que hiciese una discreta y reservada comprobación al respecto y éste me notificó que sí, que realmente los chicos Eichmann habían sido registrados bajo su verdadero nombre. (Un funcionario, con gran turbación, alegó que «él no sabía que aquellos eran los hijos de Adolf Eichmann»).
El 6 de febrero de 1960, el Oberosterreichische Nachrichten de Linz publicaba la esquela de Eichmann padre, Adolf Eichmann, fallecido el día anterior. Entre las «hijas políticas» nombraba otra vez a «Vera Eichmann», Envié el recorte a Israel por correo aéreo. Pensé que como Adolf Eichmann tenía afecto por su padre, sus hermanos le notificarían que había fallecido y había por tanto una aunque remota posibilidad de que Eichmann acudiera al funeral. Me informaron de que el funeral no tendría lugar hasta al cabo de cinco días «porque la familia esperaba parientes del extranjero». Uno de los hermanos de Eichmann, Emil Rudolf, vivía en Frankfurt am Main.
Michael y Meir no me habían dicho lo que los israelíes pensaban hacer en Buenos Aires pero sí que tenían que saber con certeza que se trataba del hombre en cuestión, por lo que necesitaban con urgencia una fotografía del Adolf Eichmann actual. No teníamos ninguna fotografía reciente pero se me ocurrió que podíamos obtener algo quizás igualmente útil. Dos días antes del funeral, fui al cementerio y busqué el lugar de la tumba, dándome cuenta de que lo que se me ocurrió podría realizarse incluso en un día oscuro de invierno. Tomé un tren para Viena y hablé en el Pressklub con dos amigos míos, fotógrafos profesionales, pidiéndoles que se vinieran a Linz y fotografiaran a toda la familia Eichmann alrededor de la tumba durante el funeral. Añadí que cuidaran de que nadie les viera.
Hicieron un estupendo trabajo. Escondidos tras las grandes lápidas, a una distancia de unos doscientos metros, tomaron buenas fotografías de los miembros concurrentes al funeral, a pesar de que la luz distaba mucho de ser favorable. Por la noche tuve ante mí ampliaciones de las fotografías de los cuatro hermanos de Eichmann: Emil Rudolf, Otto, Friedrich y Robert. Me indicaron quién era Emil Rudolf, el hermano de Frankfurt a quien yo nunca había visto con anterioridad. A Otto, Friedrich y Robert, yo ya los conocía. Desde luego, Adolf no había asistido al funeral.
Los fotógrafos se marcharon, dejándome solo con las fotografías dándoles vueltas, comparándolas. Saqué de mí archivo la antigua fotografía de Adolf Eichmann tomada en 1936, veinticuatro años atrás, y comprobé que junto a las de sus cuatro hermanos, Adolf parecía un hermano más joven. Con una lente de aumento estudié los rasgos de los cinco hermanos. Muchas personas me habían dicho que Adolf Eichmann se parecía mucho a su hermano Otto y observando las fotografías con la mencionada lupa comprendí de pronto por qué tanta gente había afirmado haber visto a Adolf Eichmann en Altaussee en los últimos años: habían visto a su hermano. Todos se parecían mucho; el aire de familia era asombroso. Pensaba en el problema con que se enfrentarían los israelíes en Argentina, ya que las fotografías que tenían de Eichmann habían sido tomadas veinticuatro años atrás y no poseían sus huellas dactilares. Hacía unos años corrieron rumores probablemente procedentes de la SS clandestina, de que Eichmann se había hecho practicar una operación de cirugía plástica, pues, al parecer, había sufrido un accidente de motocicleta y tenía una cicatriz en la frente, justo debajo la línea del pelo. Un antiguo subalterno de Eichmann, Wisliceny, había mencionado aquella cicatriz en la descripción de Eichmann, confirmada por el testimonio de Krumey, otro ayudante de Eichmann, en Nuremberg. Mirando las fotografías que tenía enfrente me convencí de que la cirugía plástica no habría logrado alterar el rostro de Eichmann en lo básico.
Si el «Ricardo Klement» de Buenos Aires era Adolf Eichmann, su rostro habría sufrido las mismas evoluciones de los cinco rostros de sus hermanos. Recorté de las fotografías las caras de los cuatro hermanos que habían asistido al funeral y el rostro de la antigua fotografía de Adolf Eichmann, barajé los rostros como si fueran naipes y entonces un rostro que los resumía todos surgió: quizás el de Adolf Eichmann.
Cuando los jóvenes israelíes Michael y Meir vinieron a verme otra vez, eché la «baraja» Eichmann:
—Este es el aspecto que él tendrá ahora: probablemente se parecerá mucho a su hermano Otto. Fijaos en que los cinco hermanos tienen la misma expresión facial: mirad la boca, las comisuras, la barbilla, la forma del cráneo.
Michael asintió con la cabeza sin dejar de mirar las fotografías.
—¡Fantástico! —dijo.
Meir, cogiéndolas, preguntó:
—¿Podemos llevárnoslas?
De pronto les entró prisa y no quise detenerlos ni un segundo. No volví a saber de ellos; así, que supongo que no volvieron a necesitarme. Hice cuanto podía hacer.
El lunes 23 de mayo de 1960 el Primer Ministro David Ben Gurion comunicó al Knesset (Parlamento) israelí que Eichmann había sido capturado y que se hallaba en una prisión de Jerusalén. Pocas horas más tarde recibía yo un cable de felicitación del Yad Vashem de Jerusalén.
Algún tiempo después de la captura de Eichmann me encontré con uno de mis antiguos «clientes» que en otro tiempo fue destacado SS. Ahora, de vez en cuando, suele venir a mi oficina para charlar un rato conmigo de los aciagos días pasados. Aquel día se presentó, dio un golpe de tacón, me tendió la mano y dijo:
—Le felicito, señor Wiesenthal. Saubere Arbeit (¡Buen trabajo!.)
Y lo decía en serio, además.
[1] Ver Apéndice.
[2] Ver, en Apéndice, Kristallnacht.
[3] Ver Apéndice
[4] Ver Apéndice.
[5] Ver Apéndice.
[6] Ver, en Apéndice, Argentina.