Capítulo Primero
RELATO DE SIMÓN WIESENTHAL
Serían las diez de la mañana del 5 de mayo de 1945 cuando vi aquel enorme tanque gris con estrella blanca en el flanco y bandera americana ondeando en la tórreta, allí, al azote del viento en la plaza que había sido hasta una hora antes patio del campo de concentración de Mauthausen. Era un día de sol, con aroma a primavera en el aire. Nada de aquel olor dulzón a carne quemada que siempre se cernía sobre el patio.
La noche anterior, los últimos hombres de la SS[1] que quedaban en el campo habían partido. La maquinaria de muerte había hecho un alto. En mi habitación, sobre las literas, había cadáveres y aquella mañana nadie pasó a recogerlos. El crematorio había dejado de funcionar.
No recuerdo cómo logré ir de mi habitación al patio. Apenas podía andar. Llevaba puesto mi uniforme a rayas, descolorido con aquella “J” amarilla dentro de un doble triángulo rojo y amarillo. A mi alrededor vi a otros hombres, igualmente vestidos de dril a rayas y algunos con banderitas en la mano daban la bienvenida a los americanos. ¿De dónde habían sacado las banderas? ¿Las habrían traído los americanos? Nunca lo sabré.
El tanque de la estrella estaba a unos cien metros delante de mí. Quise tocar la estrella, pero estaba demasiado débil: había logrado sobrevivir hasta aquel día, pero no para poder andar los últimos cien metros. Recuerdo que di unos pasos, que luego mis rodillas cedieron y caí de bruces.
Alguien me levantó. Noté que un basto uniforme americano, color aceituna, me rozaba los brazos desnudos. Yo no podía hablar, ni siquiera abrir la boca. Indiqué con mi mano la estrella blanca, toqué el frío y polvoriento carro blindado y luego perdí el conocimiento.
Cuando volví a abrir los ojos, tras lo que me pareció mucho rato, estaba otra vez en mi litera, pero la habitación parecía otra. En cada catre había sólo un hombre y no tres o cuatro como de costumbre. Se habían llevado a los cadáveres. En el aire, un olor no familiar: DDT. Nos trajeron grandes calderos de sopa, sopa auténtica y tenía un sabor exquisito. Tomé gran cantidad. Mi estómago no estaba acostumbrado a tan sustancioso alimento y me vi presa de violentas náuseas.
Los días siguientes transcurrieron en agradable apatía. Casi todo el tiempo me lo pasaba amodorrado en mi catre. Doctores americanos de uniforme blanco cuidaban de nosotros. Nos dieron pastillas y más comida: sopa, verduras, carne. Yo seguía tan débil que para salir afuera necesitaba ayuda, habiendo logrado sobrevivir, nada me obligaba ya a esforzarme en ser fuerte. Había visto el día por el que tanto había rezado durante todos aquellos años, pero sin embargo, me hallaba más débil que nunca. «Reacción natural», decían los doctores.
Hice un esfuerzo por levantarme y andar solo. Arrastraba penosamente los pies por un corredor oscuro, cuando un hombre me salió al paso y me derribó de un golpe; me desplomé y perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido estaba en mi catre y un doctor americano me hizo tomar algo. Tenía a mi cabecera dos amigos que me habían recogido del corredor y llevado hasta mi catre. Dijeron que un confidente polaco me había pegado. Quizá le molestara que yo estuviera aún con vida.
Los de la habitación A me decían que yo tenía que denunciar aquel confidente a las autoridades americanas. Ahora éramos hombres libres: habíamos dejado de ser Untermenschen (infrahombres), Al día siguiente mis amigos me acompañaron hasta una oficina del edificio que había venido siendo anteriormente cuartel general del campo. En la puerta se leía un cartel: CRÍMENES DE GUERRA. Nos dijeron que aguardáramos en una pequeña antesala. Alguien me trajo una silla y me senté.
A través de la puerta abierta vi cómo oficiales americanos interrogaban, tras sus respectivas mesas, a los SS que se mantenían ante ellos en posición de firmes. Varios de los que antes eran prisioneros trabajaban como mecanógrafos. Un SS fue traído a la habitación entonces e instintivamente volví la cabeza para que no me viera. Había sido un guarda brutal, hasta el punto de que cuando pasaba por un corredor, si algún prisionero no se hacía rápidamente a un lado y se ponía instantáneamente en posición de firmes, le daba un latigazo en la cara con la fusta de montar que siempre llevaba consigo. La visión de aquel hombre me había producido siempre un sudor frío en la nuca.
Después me puse a mirarlo y no podía creer lo que estaba viendo. El SS temblaba, igual que nosotros habíamos temblado ante él. Tenía los hombros hundidos y noté que se restregaba las palmas de las manos. Había dejado de ser un superhombre: me recordaba a un animal preso en la trampa. Un prisionero judío le escoltaba, un antiguo prisionero.
Yo seguía sin poder apartar la vista, fascinado. No podía oír lo que le decían al SS, que permanecía frente al americano que le interrogaba sin poderse apenas mantener firme y en su frente había sudor. El oficial hizo un gesto con la mano y un soldado americano se llevó al SS. Mis amigos dijeron que todos los SS eran conducidos a una casamata de hormigón armado donde estaban bajo vigilancia en espera: de juicio. Denuncié al confidente polaco y mis amigos testificaron que me habían encontrado sin conocimiento en el corredor. Uno de los doctores americanos declaró también. Luego nos volvimos a nuestra habitación. Por la noche, el confidente me pidió excusas en presencia de nuestros camaradas y me tendió su mano. Acepté sus disculpas, pero la mano no se la di.
Lo del confidente no tenía importancia. Pertenecía ya al pasado. Seguí pensando en la escena de la oficina. Echado en mi catre veía con los ojos cerrados al SS temblando, un cobarde de uniforme negro, despreciable y aterrado. Durante años aquel uniforme había sido el símbolo del terror. Durante la guerra yo había visto soldados alemanes asustarse también de los SS; pero jamás vi a un hombre de la SS asustado. Siempre los había considerado como fuertes, como élite de un régimen pervertido. Me llevó tiempo comprender lo que había visto: los superhombres se convertían en cobardes en el momento mismo en que sus fusiles dejaban de protegerles. Estaban acabados, anulados.
Me levanté de mi catre y salí de la habitación. Detrás del crematorio, hombres de la SS cavaban fosas para nuestros tres mil camaradas que habían muerto de inanición y agotamiento después de la llegada de los americanos. Me senté a contemplar a los SS. Dos semanas atrás me hubieran matado a golpes sí me hubiera atrevido a mirarles, pero ahora parecían asustados de pasar por mi lado. Un SS pidió un cigarrillo a un soldado americano. El soldado arrojó al suelo el cigarrillo que se estaba fumando. El SS se agachó, pero otro SS fue más rápido que él y cogió la colilla. Los dos SS entablaron pelea hasta que el soldado les ordenó que se marcharan.
Sólo habían pasado dos semanas y la élite del Reich de los Mil Años se peleaban por una colilla. ¿Cuántos años hacía que a nosotros no nos habían dado ningún cigarrillo? Me volví a la habitación y miré a mi alrededor. La mayoría de mis camaradas yacían apáticamente en sus catres. Tras el primer momento de alegría, muchos de ellos sufrían un ataque de depresión. Ahora que sabían que iban a vivir, se daban cuenta de la falta de sentido de sus vidas. Se habían salvado, pero no tenían a nadie para quien vivir, ningún lugar a donde volver, nada que reconstruir.
Tenía que hacer algo para no sucumbir a una tal apatía. Algo que me librara de las pesadillas cuando oscurecía y de las quimeras a la luz del día. Sabía exactamente lo que podía hacer y lo que debía hacer.
Me fui a la oficina y ofrecí mis servicios.
Esperaba que no se fijaran en mi aspecto. El teniente americano me escuchó y meneó la cabeza. ¿Qué iban a hacer conmigo? Me dijo que yo no tenía entrenamiento ni experiencia.
—Y, por cierto, ¿cuánto pesa? —me preguntó.
—Cincuenta y seis kilos —le mentí.
El teniente se rió.
—Váyase, Wiesenthal, y descanse unos días. Vuelva a verme cuando de veras pese cincuenta y seis kilos.
Diez días más tarde había ganado algo de peso. Esta vez me puse hasta maquillaje. Encontré un pedazo de paptel colorado y me valí de él para dar color a mis pálidas mejillas. Un amigo me preguntó sí estaba buscando novia.
—¡Qué poca gracia te haría esta novia que busco!
El teniente debió de comprender cuánto el trabajo significaba para mí porque me dijo que podía empezar inmediatamente y me destinó a cierto capitán Tarracusio, antiguo aristócrata ruso de la provincia de Georgia que emigró a los Estados Unidos en 1918 y había dado lecciones de derecho internacional en la Universidad de Harvard.
Acompañé al capitán Tarracusio en sus recorridos a la caza de guardas de la SS de Mauthausen que se escondían en los campos de los alrededores. Algunas veces, pocas, Tarracusio me pidió que llevara a cabo las detenciones yo solo.
No olvidaré nunca nuestro primer caso. Condujimos el vehículo hasta una casa donde vivía un SS llamado Schmidt, que había sido uno de nuestros guardas, hombrecillo insignificante, de aspecto tan anónimo como su nombre. Subí al segundo piso, lo encontré allí y lo arresté. Ni siquiera intentó resistir. Temblaba. También yo, pero por diferente razón. Me sentía muy débil después de haber subido las escaleras y por la excitación. Tuve que sentarme un rato.
Schmidt me ayudó a bajar las escaleras. Le hubiera sido muy fácil intentar escapar. Sólo con que me hubiera dado un pequeño empujón, yo habría caído escaleras abajo y él hubiera podido fugarse por la parte trasera de la casa.
Pero Schmidt ni siquiera pensó en hacerlo. Por el contrario, me asió por el brazo y me ayudó a bajar. Absurdo: era como el conejo arrastrando al mastín. Se sentó en el jeep, entre el capitán Tarracusio y yo, y pidió clemencia. Lloraba. Decía que no había sido más que «un pez chico». ¿Por qué hacérselo pagar a él? Él no había hecho nada malo. Se había limitado estrictamente a cumplir órdenes. Juraba que había prestado ayuda a muchos prisioneros.
Le dije a Schmidt:
—Sí, ayudaste a los prisioneros. Te vi muchas veces. Les ayudabas a ir al crematorio.
Entonces ya no dijo nada más. Se quedó quieto, allí sentado, hundido en el asiento de atrás, retorciéndose los temblorosos dedos hasta que llegamos al campo y lo entregamos a la oficina de Crímenes de Guerra.
Schmidt fue mi primer «cliente» y en semanas sucesivas siguieron muchos más. No había que ir muy lejos, casi se tropezaba uno con ellos. Durante meses sucesivos ayudé a reunir varias de las pruebas que iban a utilizarse en Dachau.
Efectivamente, meses después, un tribunal militar de los Estados Unidos juzgó en Dachau los crímenes de guerra cometidos.
En 1945, tras ser restablecidas cuatro zonas militares en Austria, Mauthausen pasó a formar parte de la zona soviética. Nuestro grupo dedicado a Crímenes de Guerra se trasladó a Linz, zona americana. Muchos de los antiguos inquilinos de Mauthausen fueron llevados a un campo de desplazados que se formó en la escuela de Leonding, pequeña población cercana a Linz.
Un muchacho llamado después «Adolf Hitler» pasó sus primeros días de colegial en aquella escuela. Nosotros dormíamos en catres colocados dentro de una clase desde cuyas ventanas se podía ver cierta casita: el antiguo hogar de los padres de Hitler, enterrados en el cementerio al final de aquel camino. La vista no me resultaba especialmente agradable y al cabo de pocos días me mudé. Alquilé una modesta habitación amoblada en Landstrasse, Linz, que como habitación no era gran cosa, pero desde la ventana se veía un jardín.
Yo trabajaba por las mañanas en la oficina de Crímenes de Guerra y por las tardes en un Comité Judío recientemente constituido en Linz, que más tarde había de ampliarse convirtiéndose en el Comité Central Judío de la zona americana en Austria, del cual yo sería presidente. El Comité estableció en un par de habitaciones su oficina temporal.
Aquellas habitaciones estaban siempre atestadas de gente. En los meses que siguieron al fin de la guerra, nuestros visitantes eran despojos humanos que siempre parecían llevar el traje de otro, de mejillas hundidas y labios exangües. Muchos decían haber estado en Mauthausen. Nos reconocíamos por historias sobre los SS que conocíamos o por el recuerdo de amigos que habían muerto. Algunos se comportaban como quien acaba de sobrevivir a un terremoto o a un huracán, sin comprender por qué se salvó cuando todos los demás perecieron en el desastre. Se preguntaban unos a otros:
—¿Quién más queda con vida?
Nadie podía acabar de comprender haber efectivamente sobrevivido, ni tampoco que otros pudieran quedar aún con vida. Sentados en los escalones de la oficina se decían:
—¿Es posible que mi mujer, mi madre, mi hijo estén vivos?. ¿Es posible que haya quedado vivo alguno de mis amigos, alguien del pueblo donde yo vivía?
No había servicio de correos. Las pocas líneas de teléfono disponibles se reservaban para usos militares. El único sistema de averiguar si una persona estaba viva era ir y verlo. Una turbulenta corriente de supervivientes frenéticos cruzaba Europa. Hacían auto-stop, hacían cortos trayectos en jeep o se colgaban como podían de desvencijados vagones de tren sin puertas ni ventanas. Se sentaban amontonados en carros de heno, y otros simplemente andaban. Empleaban cualquier medio para acercarse unos pocos kilómetros a su destino. Ir de Linz a Munich, normalmente viaje de tres horas en tren, podía llevarles cinco días. Muchos de ellos no sabían realmente a dónde ir. ¿Al último lugar donde vivieron con su familia antes de la guerra? ¿Al último campo de concentración en que sabían que su familia había estado? Las familias se habían desmembrado demasiado pronto para haber previsto planes de qué hacer cuando todo hubiera acabado.
En el inmortal Aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek, el protagonista concierta una cita con un amigo en cierta cervecería de Praga para «el primer miércoles después que la guerra haya terminado». Pero la primera Guerra mundial fue un gemütlich (íntimo) asunto, comparado con la apocalipsis a la que unos pocos de nosotros logramos sobrevivir. Y los supervivientes proseguían su peregrinaje desesperados, durmiendo en carreteras, estaciones de ferrocarril, aguardando otro tren, otro carro que los llevara, siempre guiados por la esperanza. «Quizá quede alguien con vida...» Quizás alguien que pueda decir dónde se encuentra la esposa, la madre, los hijos, el hermano... o si han muerto. Mejor saber la verdad que no saber nada. El deseo de encontrar a la propia gente era más fuerte que el hambre, que la sed, que la fatiga. Más fuerte incluso que el miedo a las patrullas de la frontera, a la CIC[2] y a NKVD[3], a esos hombres que dicen; «A ver los papeles».
La primera cosa que hicimos en nuestro comité de Linz fue listas de nombres de supervivientes. A los que venían preguntando por alguien, les preguntábamos quiénes eran. Eran nómadas, vagabundos, mendigos, pero todos una vez tuvieron hogar, trábajo, ahorros. Poníamos su nombre en la lista de un pueblo o ciudad. Poco a poco las listas fueron creciendo. Personas de Polonia, Checoslovaquia o de Alemania, a su vez, nos traían listas. Nosotros les dábamos las copias de las nuestras. A primeras horas de la mañana empezaban a llegar los primeros en busca de nombres. Algunos aguardaban toda la noche para entrar. Tras un hombre, otro aguardaba para dar una mirada que podía significar la esperanza o la desesperación. Algunos eran impacientes y armaban alboroto. Una vez dos hombres se pelearon porque querían ambos la misma lista. Al final rompieron el pedazo de papel precioso. En otra ocasión dos hombres empezaron a discutir con los ojos pegados en la lista que un tercero tenía en las manos. Los dos decían que, su turno era el siguiente. De pronto se miraron el uno al otro y se les cortó la respiración. Cayeron el uno en brazos del otro: eran hermanos y hacía semanas que se andaban buscando.
Cuando alguien descubría que la persona que iba buscando había estado allí pocos días antes buscando a su vez, se producían momentos de silenciosa desesperación. Se habían perdido. ¿Dónde ir ahora? Otros escudriñaban las listas de supervivientes, esperando contra toda espera encontrar los nombres de aquellos que habían visto morir ante sus propios ojos. Todo el mundo había oído de algún milagro.
Yo apenas miraba las listas. Yo no creía en tales milagros. Sabía que todos los míos habían muerto. Después de que el polaco de Varsovia me contó lo sucedido en la calle Topiel, no tenía esperanza alguna de que mi esposa estuviera viva. Cuando pensaba en ella, pensaba en su cuerpo bajo un montón de cascotes y me preguntaba si habrían encontrado y enterrado el cadáver.
En un momento de ilógica esperanza, escribí al Comité de la Cruz Roja de Ginebra. Me contestaron prontamente que mi esposa había muerto. Sabía que mi madre no tenía tumba: había muerto en el campo de Belsec. Hubiera deseado que por lo menos mi mujer sí la tuviera.
Una noche, al terminar el trabajo, miré la lista de supervivientes de la ciudad polaca de Cracovia y hallé el nombre de un antiguo amigo de Buczacz, el doctor Biener. Le escribí una carta diciendo que quizás el cuerpo de mi esposa estuviera todavía bajo las ruinas de la casa de la calle Topiel, pidiéndole que fuera a Varsovia y viera cómo había quedado el inmueble. No había servicio de correos con Polonia; así, que le di la carta a un hombre que se dedicaba a llevar cosas a Polonia a través de Checoslovaquia.
No sabía yo que en realidad había ocurrido un milagro. Mi mujer me lo contó todo después. Cuando el pelotón lanzallamas alemán cercó la calle Topiel, en la oscuridad y confusión que reinó, un pequeño grupo en el que se hallaba mi mujer, logró escapar. El grupo permaneció un tiempo escondido. Después de la batalla de Varsovia, los pocos supervivientes fueron reunidos por los alemanes y transportados a Alemania para trabajar allí. Mi esposa fue destinada a una fábrica de ametralladoras para la Wehrmacht, de Heiligenhaus, cerca de Gelsenkirchen, en la zona del Rin[4]. A los trabajadores polacos les suministraron alojamiento decente y comida. La Gestapo los dejaba en paz. Los alemanes sabían que habían perdido la guerra.
Mi mujer fue puesta en libertad por los ingleses que entraron en Gelsenkirchen el 11 de abril de 1945. (Ese día yo yacía en mi catre en el pabellón de muerte de Mauthausen.) Mi mujer fue a las autoridades británicas e informó que era Cyla Wiesenthal, judía polaca. Resultó que seis mujeres de su mismo grupo eran judías también, pero no lo habían comentado entre ellas hasta entonces. Una de ellas dijo a mi mujer que pensaba regresar al hogar.
—¿Al hogar? —preguntó mi mujer—. ¿Dónde está el hogar?
—En Polonia, claro. ¿Por qué no te vienes conmigo?
—¿Para qué? Mi marido fue muerto por la Gestapo el año pasado en Lwów. Para mí Polonia no es más que un gran cementerio.
—¿Tienes pruebas de que está muerto?
—No —contestó mi esposa—, Pero...
—Niégate a creerlo. Supón por un momento que vive: ¿dónde crees que podría estar?
Cyla lo pensó.
—En Lwów, diría yo. Los últimos años antes de la guerra vivíamos allí.
—Lwów pertenece ahora a la Unión Soviética —le dijo su amiga—. Vayamos allí.
Las dos mujeres salieron de Gelsenkirchen en junio de 1945. (Luego descubrimos que en cierto punto de su viaje habían pasado a menos de cincuenta kilómetros de Linz.) Tras un azaroso viaje, llegaron a la frontera checopolaca de Bohumin. Les dijeron que aquella noche salía un tren para Lwów; se subieron, pues, en los superatiborrados vagones y llegaron a Cracovia, Polonia, por la mañana, donde fue anunciado que habría una parada de cuatro horas.
En la estación de Cracovia a mi mujer le robaron la maleta con todo lo que poseía. Esa fue la bienvenida a la patria. Para animarla, la amiga le propuso ir a dar una vuelta por la ciudad. Podían quizás encontrar algún conocido de otro tiempo. La hermosa y antigua ciudad de la realeza polaca parecía aquella mañana, desierta y fantasmal.
De pronto mi mujer oyó que llamaban su nombre y reconoció a Landek, dentista de Lwów. (Ahora Landek vive en América.) Durante un rato se cruzaron febriles preguntas y frases a medias, como ocurre siempre que dos supervivientes coinciden, Landek había oído decir que Simón Wiesenthal había muerto. Dijo a mi mujer que hablara con el doctor Biener; él podía saber algo más.
—¿El doctor Biener de Buczacz? —le preguntó mí mujer—, ¿Es que está en Cracovia?
—Vive a cinco minutos de aquí.
Landek le dio la dirección y se marchó.
Cuando llegaron a casa del doctor Biener, mi mujer dijo a su amiga que aguardara abajo. Subió las escaleras con pesadumbre. En el tercer piso vio un letrero que decía BIENER, y llamó al timbre. La puerta se abrió. Vio la cara del doctor Biener un instante y oyó un grito sordo. Luego la puerta se volvió a cerrar de golpe.
—¡Doctor Biener! —gritó mi esposa golpeando la puerta con los puños—. ¡Abra! ¡Soy Cyla! Cyla Wiesenthal, de Buczacz.
La puerta se abrió. El doctor Biener estaba pálido como si tuviera ante sí a un fantasma.
—Pero... si estabas muerta —dijo—. Ahora mismo acabo de recibir una carta...
—Estoy bien viva —dijo mi mujer, molesta—. Natural que tenga aspecto moribundo después de pasarme la noche en el tren.
—Entra —le dijo el doctor Biener, y precipitadamente cerró la puerta—. ¿No comprendes? Ayer recibí una carta de tu marido. Simón me decía que habías muerto entre las ruinas de una casa en Varsovia.
Entonces fue mi mujer quien perdió el color:
—¿Simón? ¡Pero si Simón ha muerto! Hace más de un año que murió.
El doctor Biener negó con la cabeza:
—No, no, Cyla. Simón vive en Austria, en Linz. Mira, lee la carta.
Llamaron a la amiga, que aguardaba abajo. Ella no se sorprendió lo más mínimo. ¿No había dicho ella a mi mujer que su marido vivía? Se quedaron allí sentadas charlando y cuando se acordaron del tren era demasiado tarde. Si mi carta no le hubiera llegado al doctor Biener precisamente el día antes, si mi mujer no se hubiera tropezado con Landek, si el doctor Biener no hubiera estado entonces en su casa, las dos mujeres se hubieran vuelto a la estación y hubieran proseguido el viaje a la Unión Soviética. Mi mujer hubiera sido enviada al interior de la URSS y me hubiera llevado años dar con ella.
Mi mujer se quedó en Cracovia y trató de establecer contacto conmigo. El doctor Biener conocía varios correos ilegales que podían llevar una carta mediante pago, pero sin garantía alguna de entrega al destinatario. Mi mujer escribió tres cartas y se las dio a tres diferentes correos que seguían tres rutas distintas. Recibí una de ellas, la de un hombre que había llegado a Linz pasando por Budapest, lo que significa un buen rodeo.
No podré olvidar el momento en que vi la letra de Cyla en el sobre. Leí la carta hasta aprendérmela de memoria. Fui a ver al capitán de la OSS[5] que era mi jefe por entonces y le pedí que me diera papeles para poder hacer un viaje a Cracovia. No le gustó la idea de mi viaje a Polonia. Dijo que quizá no pudiera regresar nunca y me propuso que lo pensara detenidamente hasta el día siguiente.
Aquella tarde no fui a trabajar al Comité Judío. Era feliz y me sentía quizás culpable de ser feliz entre tantísima gente desgraciada. Quería estar solo. Conocía a un campesino que no vivía lejos de allí y que tenía unos cuantos caballos. Recordando mis vacaciones veraniegas de Dolina, donde tanto me complacía montar a caballo, pedí al campesino que me prestara un caballo para dar un paseo de una hora. Olvidé que era ya algo más viejo y que todavía mi salud no estaba en condiciones. Monté a caballo. Algo falló. Supongo que el caballo notaría al instante mi debilidad. Me caí y fui a parar a un campo de patatas, rompiéndome el tobillo.
Tuve que hacer cama. Aquello decidió respecto a mi proyectado viaje a Polonia. Pedí a un judío amigo mío, el doctor Félix Weisberg, que fuera a Cracovia y entregara una carta a mi mujer. Este prometió más: traerme a mi mujer a Linz. Mi amigo de la OSS preparó la documentación necesaria para que ella no tuviera dificultades al entrar en la zona americana de Austria.
La documentación era toda una garantía, pero desgraciadamente mi mujer nunca la recibió. Al cruzar Checoslovaquia de paso para Polonia, el doctor Weisberg fue advertido de que más allá había una patrulla de la NKVD con «controles muy estrictos». Se puso nervioso. Si la policía secreta rusa le hallaba en posesión de cualquier dokumenty, podía arrestarle por espía. Destruyó la documentación. Se dio cuenta demasiado tarde de que también había destruido la dirección de Cracovia donde residía mi mujer. Resultó que la NKVD ni siquiera le registró. En cuanto llegó a Cracovia se fue al Comité Judío local y puso una nota en el tablón de anuncios: la señora Cyla Wiesenthal, esposa de Simón Wiesenthal, debía ponerse en contacto con el doctor Feliz Weisberg, que la llevaría a Linz para que se reuniese con su esposo.
A la mañana siguiente, mi esposa vio la nota y fue al encuentro del doctor Weisberg. No era la primera. Otras dos mujeres se habían presentado con anterioridad pretendiendo ser la única y auténtica Cyla Wiesenthal. Gran cantidad de gente de Polonia intentaba llegar a Austria con la esperanza de lograr luego pasar a América. El pobre Félix Weisberg se halló ante un problema más intrincado que el mitológico de París. Weisberg no conocía a mi esposa. Con el nerviosismo que precedió a su súbita partida, olvidé tontamente darle una descripción exacta; así que tuvo que enfrentarse con la desagradable posibilidad de traer una señora Wiesenthal falsa. Weisberg me contó que había pedido a las tres mujeres que describieran mi aspecto. Dos de ellas se lo describieron vagamente, pero la tercera conocía montones de detalles, naturalmente. También, admitió Weisberg, era la tercera mujer la que le había causado mejor impresión. Decidió correr el riesgo y compró para ella documentación falsa en el mercado negro.
Una noche de finales de 1945, me había acostado, como de costumbre, pronto. El tobillo roto todavía me molestaba mucho. Llamaron a la puerta. Félix Weisberg apareció en el umbral, confuso y apurado. Le llevó un buen rato explicar cómo había destruido, con la documentación americana, mi carta para mi esposa, y el sobre con la dirección, y su dilema frente a tres mujeres que decían ser la auténtica Cyla Wiesenthal.
—Me he traído a una de ellas. Está abajo aguardando. Y ahora no te enfades, Simón. Si ella no es tu esposa, voy a casarme yo con ella.
—¿Tú?
—Sí, palabra de honor. No te sientas obligado en modo alguno, sin embargo. Si he de ser franco, me pareció lo mejor traerme a la que me gustaba más. Así por lo menos si no era tu mujer, yo...
En aquel momento entró ella en la habitación y el doctor Félix Weisberg, que Dios le bendiga, supo que no podría casarse con aquella mujer.
Nos trasladamos a un piso mayor. Al año siguiente nació en Linz nuestra hija Paulinka. Yo seguía trabajando para varias agencias americanas: para la oficina de Crímenes de Guerra, luego para la OSS y la CIC. Nuestros esfuerzos se veían muchas veces frustrados por falta de cooperación entre las potencias aliadas.
La posición más dura resultó la adoptada por los soviets, que con toda superficialidad arrestaban a la vez a nazis auténticos y a gente que había sido denunciada como nazi y transportaban a unos y otros a la Unión Soviética. Asimismo, en las zonas soviéticas de Alemania y Austria, los «tribunales del pueblo» pronunciaban rápidas y severas sentencias contra presuntos criminales nazis. Las autoridades soviéticas obtenían eficaz ayuda de los comunistas locales que se habían infiltrado en la policía. Pero la mayoría de nazis capturados eran «peces chicos». Los Bonzen (jerarquías) del Partido Nazi, los jefes de la SS y los de la Gestapo[6] eran criminales que habían escapado al Oeste antes de acabar la guerra. Esperaban ser tratados con más benevolencia por los aliados occidentales. Su esperanza se vio realizada.
En el Oeste fueron los franceses quienes adoptaron la actitud más dura, no sin razón, ya que ellos habían sufrido la ocupación nazi directamente. Sin embargo, paulatinamente, la dura actitud francesa se suavizó notablemente a medida que antiguos partidarios de Vichy fueron uniéndose a las fuerzas francesas de ocupación en Alemania y Austria, consiguiendo echar tierra a la acción de la justicia.
La política británica con respecto a los criminales nazis no fue ni clara ni coordinada, tuvo aspecto distinto que en Alemania y en Austria y con frecuencia resultó paradójica. Los ingleses muchas veces hacían la vista gorda con respecto a importantes nazis que se escondían en sus zonas; pero entregaban nazis con expediente criminal a los soviets o, por ejemplo, a los yugoslavos cuando había pruebas de que tales nazis habían cometido crímenes en la URSS o en Yugoslavia. Los ingleses andaban escasos de investigadores expertos, y como resultado, la desnazificación se llevaba a cabo con muy poca eficacia. Los ingleses tenían sus propios problemas en Palestina y en sus colonias y bastante menos interés que los americanos en poner en claro el embrollo nazi.
Los americanos, de acuerdo con su temperamento nacional, fueron de extremo a extremo. Primero crearon la política de «arresto automático». Todos los SS miembros de la Gestapo, los miembros destacados del Partido Nazi, simpatizantes y colaboradores, fueron cazados y llevados a campos de detención donde se les suministró comida abundante, cuidados médicos y cigarrillos. Se les informó asimismo que tenían que aguardar a que los investigadores les interrogaran y separaran las ovejas de las cabras, los criminales de los simples secuaces. En los campos de detención fueron dispuestas diferentes unidades para los SS y los nazis menos responsables, para los altos oficiales de la Wehrmacht, para los colaboracionistas no alemanes (húngaros, eslovacos, croatas). Me pasé muchos ratos en esos campos investigando por cuenta de la Comisión de Crímenes de Guerra, la OSS y la CIC y sé muy bien qué trato recibían los internados. Durante mucho tiempo, los internados en aquellos campos tuvieron más comida que la población civil.
Tuve también ocasión de observar los sutiles medios que los detenidos empleaban para «trabajarse» a los americanos. Los que se decían «expertos en cuestiones soviéticas», aquellos que habían estado en la Unión Soviética, comenzaron a envolver a los investigadores americanos en discusiones políticas. A algunos de ellos les pidieron incluso que escribieran informes destinados a importantes agentes de la inteligencia americana. Yo conocí a oficiales americanos que escribieron, a su vez, prolijos informes basados en tales fuentes, sin preocuparse de hacer comprobaciones. En 1946 y en 1947, los americanos pusieron en libertad a muchos criminales de guerra que fueron posteriormente arrestados de nuevo por la policía alemana y austríaca. Numerosos oficiales de la policía local habían sido víctimas del régimen nazi. Algunos estuvieron en campos de concentración y, por lo tanto, sabían de los nazis más que los americanos, separados de ellos por infranqueables barreras de lengua y mentalidad.
Mientras los americanos que habían ganado la guerra en Europa dirigieron la desnazificación ésta se llevó a cabo con justicia y eficacia. Pero esos hombres se reintegraron definitivamente a sus hogares y fueron reemplazados por otros que habían pasado la guerra en los Estados Unidos o en el Lejano Oriente. No entendían nada del problema nazi, que para ellos parecía formar ya parte de la historia. En su mayoría no hacían el menor esfuerzo por hablar alemán y se valían de muchachas alemanas y austríacas como intérpretes. Con frecuencia fueron víctimas de la mejor arma secreta nazi: las Frauleins. Un joven americano se sentía, naturalmente, más atraído por una bonita y complaciente muchacha que por uno de «esos de la SS», a los que todos deseaban olvidar como se desea olvidar una pesadilla. Esos americanos pensaban que nosotros, los que teníamos interés en ver la justicia cumplida, no éramos más que unos alarmistas, vengativos de «ojo por ojo», que no podíamos dejar de contemplar el mundo más que a través de una alambrada. Un capitán americano que tenía un importante puesto en la tarea de reeducación alemana, me dijo una vez:
—Siempre habrá personas con un punto de vista distinto. En mi país tenemos demócratas y republicanos. Aquí vosotros tenéis nazis y antinazis. Eso es lo que hace que el mundo no se pare. Intenta no preocuparte demasiado por ello.
[1] Ver apéndice
[2] Counter Intelligence Corps, de los Estados Unidos.
[3] Policía secreta soviética.
[4] Ver Apéndice.
[5] Office of Strategíc Service, de los Estados Unidos.
[6]Ver Apéndice.