CAPITULO V
ALEX
Vi por primera vez colaboracionistas judíos en el ghetto de Lwów; posteriormente vi otros más en varios campos de concentración. Había algunos casos curiosos. Cuando hablaba del caso, ya terminada la guerra, a muchos judíos aquella idea les perturbaba, quizá por creer que los judíos debían ser inmunes a la corrupción. Nosotros, como todas las razas, tenemos nuestros santos y nuestros pecadores, nuestros cobardes y nuestros héroes. Cuando empecé a trabajar como investigador por cuenta de varias agencias americanas, no tardé mucho en descubrir que había miembros de varias organizaciones judías cuyos expedientes durante la guerra eran dudosos por no decir otra cosa. Bastantes de ellos habían sido miembros de alguno de los Judenrat (Consejo Judío) que los alemanes establecieron en cada ghetto y en cada campo de concentración.
Lo más difícil de esos Consejos Judíos en ghettos y campos fue decidir qué nombres debían figurar en las «listas de transporte» para los campos de muerte, pues los nazis habían establecido desde luego ciertas normas (salud, edad, etc.) pero dejaban de un modo típicamente diabólico la selección final en manos de los mismos judíos. Algunos miembros de los Consejos Judíos hicieron lo único que podían hacer en tales circunstancias: seguir las instrucciones nazis al pie de la letra. Otros se dejaron corromper, aceptaban favores, escamoteaban nombres, esperando contra toda esperanza salvar las propias vidas, pensando que quizás el siguiente transporte fuera el último y al evitar que el nombre apareciera en aquella lista, lograr salvar la vida. Había otros judíos que colaboraban con ciertas agencias nazis o trocaban unas vidas por la propia. Algunos judíos fueron como jefes de grupo en campos de concentración ayudando a sus compañeros de encierro unas veces y otras no.
Esos judíos debieron guardar silencio terminada la guerra; debieron desaparecer, pero muchos de ellos se alistaron en organizaciones de posguerra judías, alemanas y austríacas, posiblemente a causa de un sentimiento de tardío arrepentimiento o porque así se creyeron «a salvo». Naturalmente, la verdad acababa por descubrirse: eran reconocidos por supervivientes que no habían olvidado, tenían que ser entregados a las autoridades aliadas y entonces se producían escándalos.
Los miembros del Comité Central Judío de la zona americana de Austria me eligieron a mí como vicepresidente y me pusieron al frente del departamento político y legal. Como responsable de mis compañeros de trabajo quería personas de expediente claro e instauré la norma de que ningún judío que hubiera ejercitado función autoritaria alguna durante el régimen nazi —hubiera sido acusado o no de obrar poco rectamente— podía tener un puesto en ninguna de las organizaciones judías de posguerra. Esta norma fue aprobada por las autoridades americanas y conocida, no muy favorablemente, como Lex Wiesenthal entre aquellos que tenían no muy limpia la conciencia y que no veían con simpatía el hecho de que la hiciera cumplir. Cuando hablaba del asunto a grupos judíos, les contaba una reminiscencia de mi infancia, que he referido ya anteriormente: la de un judío que por maldecir a su esposa, a la muerte de ésta no le fue permitido nunca más pronunciar palabra, pasando su vida como «el silencioso» en la casa del Gran Rabí de Czortkov.
—A cualquier judío —les decía— cuya boca pronunciara una orden dada por nazis para la persecución de otros judíos se le debe prohibir que vuelva nunca más a hablar con otros judíos.
Los americanos aceptaron la propuesta que les hice de formar un comité judío que actuara en forma de comisión disciplinaria, investigando los casos de colaboracionismo judío. El comité declaró a treinta judíos culpables de colaboracionismo nazi y a cinco culpables de colaboracionismo con la NKVD soviética. Como resultado de esta última clase de colaboracionismo, algunos judíos fueron enviados a campos siberianos de prisioneros. Naturalmente, el comité no tenía autoridad oficial, su veredicto era meramente de carácter simbólico y si la persona «convicta» ponía objeciones a nuestra acción, tenía derecho a protestar ante los tribunales de justicia austríacos. Sin embargo, ninguno de aquellos convictos hizo tal apelación. En Israel, los casos de colaboracionismo eran investigados por las autoridades regulares y la sentencia pronunciada por los tribunales.
Desde entonces, he sentido siempre recelo frente a aquellos judíos que proclaman haber salvado a alguien, pues el hombre que tiene el poder de salvar tiene también el poder de condenar. La SS y la Gestapo no eran organizaciones benéficas, sino que querían una lista de tantas personas que debían tomar tal tren tal martes y ni una persona menos. No había ocasión de regateo. Los individuos tenían que estar el siguientes martes por la mañana a las 12:30 y no a las 12:40. Cuando apareció un hombre ante nuestro comité y un testigo declaró que el acusado le había salvado la vida borrando su nombre de la lista de transporte, pidiéndonos: «Por favor, sean indulgentes con él porque le debo la vida», le pregunté: «¿Y qué nombre puso en la lista en lugar del suyo?»
El testigo no contestó y el acusado fue declarado culpable.
Aplico las mismas estrictas normas a las personas que se ofrecen para ayudarme, de modo que su expediente no debe tener mácula. Algunos me han pedido que compruebe su pasado. Alex fue uno de ellos.
Parecía muy nervioso cuando entró en mi despacho un día de 1958. Llevaba gafas oscuras sin razón aparente, porque el día era nublado y oscuro. A todas luces, al individuo le pesaba un secreto. Alto, de pelo rubio tirando a rojo, no andaría lejos de los cuarenta y ante mí se encogió de hombros torpemente, sin saber cómo empezar a hablar.
—Comprendo que es una extraña historia —dijo.
Le rogué que se sentara, cerré la puerta y le ofrecí un cigarrillo. Muchas de las personas que vienen a verme creen que la suya es una extraña historia, lo que siempre es cierto desde su punto de vista y muchas veces desde el mío. Años atrás, jóvenes austríacos de provincias solían venir a verme porque creían que yo representaba a los israelíes. No eran judíos, pero querían alistarse voluntarios para servir en el ejército israelí, y cuando les preguntaba por qué razón querían hacerlo, anhelaba que a alguno le moviera una sensación de culpabilidad o buscara una especie de restitución moral. Pero desgraciadamente me equivocaba: no les movía el idealismo. Algunos habían pasado varios años en la Wehrmacht, no podían acostumbrarse al aburrimiento de la vida civil y buscaban emociones. Otros me preguntaban con franqueza: «¿Cuál será la paga?». Modernos mercenarios que lucharían por cualquiera que les pagara un precio. Tenía que decirles que yo no representaba a nadie y que además, al parecer, los israelíes podían muy bien valerse por sí mismos.
Otros visitantes venían a contarme historias en que se habían visto envueltos, o cómo su vieja tía Marta había ayudado a algunos vecinos judíos «antes de que se los llevaran», judíos que prometieron darle algo de plata o un par de candelabros a cambio de su ayuda. Luego la Gestapo se lo había llevado todo y ahora querían dinero de «las organizaciones judías que reintegraban dinero a las gentes que ayudaron a judíos».
En una ocasión, un marinero ya entrado en años, con un bigotito a lo Hitler, vino a pedirme consejo para ver cómo conseguir «restitución de los judíos», como ponía el papel. Para el individuo ello significaba «restitución por los perjuicios causados por judíos», y afirmaba que el suyo era un caso muy claro: que en 1938 él, como sastre, había hecho un traje para un antiguo cliente suyo judío, Herr Kahn, qus fue de pronto arrestado y llevado a un campo de concentración. Inexcusablemente, Herr Kahn no se había preocupado de saldar la factura antes de que se lo llevaran.
—Tenía que haberme pagado el traje —decía el sastre— si lo había encargado, ¿no es cierto? Yo no tuve la culpa de que él no pudiera ponérselo.
Tuve que explicarle que en los campos de concentración no se llevaban trajes nuevos.
Quedó perplejo;
—Hay una ley de restitución, ¿no es así?
—Ninguna ley es perfecta; al parecer, los que la redactaron no previeron tal eventualidad —le dije.
Pero no logré convencerle. Se marchó murmurando que iría a quejarse a las Behörden (autoridades).
El hombre de las gafas oscuras que entonces estaba sentado frente a la mesa de mi despacho, no parecía pertenecer a esa categoría de individuos. Me daba la sensación de que no le había sido fácil venir a verme. Fingí no observarle. Se quitó las gafas.
—Nadie sabe que he venido a verle —dijo, como si fuera muy importante que no le vieran en mi despacho—. Sólo mi tío, y él no se lo dirá a nadie, es decir, el hombre a quien yo llamo «tío». Me dijo que no había inconveniente, que podía hablarle a usted. Ahora está muy enfermo... ¿Puedo empezar por el comienzo?
Mi padre era ingeniero. Antes de la Primera Guerra Mundial, la familia debía de hallarse en muy holgada posición económica. Apenas me acuerdo de mi abuelo, que era un industrial, pero mi padre hablaba a menudo de su abuelo, cuya fotografía, en un marco ovalado, estaba colgada en la biblioteca. Con frecuencia yo lo contemplaba: un hombre digno, de barba blanca, cadena de reloj asomando por el chaleco, y gorra. Mi padre me decía que su abuelo había sido un famoso erudito. —Hizo una pausa y prosiguió:— Un rabí.
Admito que contemplé a mi interlocutor con asombro. Cualquier Rassenforscher (investigador racial) nazi que conociera medianamente su oficio hubiera sin duda declarado a aquel hombre cien por ciento ario. Tenía «el típico cráneo alargado nórdico», los ojos grises y la nariz recta que los nazis consideraban reservada exclusivamente a los «arios». Pensé que parecía más «ario» que muchos de los arios que hacen de ello profesión y los cuales he tenido la desgracia de conocer.
—Sí, mi abuelo y mi padre eran judíos. Mi madre era cristiana y de ella heredé el pelo rubio y los ojos azules. Me educaron como católico, aunque a mi madre no le hubiera importado que me educara como judío, pero decidieron que la vida sería más sencilla para mí no siéndolo. Nací en 1922 y cuando Hitler invadió Austria en marzo de 1938, yo tenía dieciséis años.
Ahora hablaba menos entrecortadamente.
—De pronto me vi convertido en un Hatbjude (semijudío). No acababa de com-prender lo que ello significaba pero mis padres sí porque ellos sabían lo que había ocu-rrido en Alemania con los semijudíos y con los que tenían un cuarto de sangre judía en aquellos últimos cuatro años. Además mi padre había estudiado las leyes de Nurem-berg. Yo era hijo único, idolatrado por mis padres; mi padre pasaba conmigo todo el tiempo que su trabajo le permitía y en todas sus acciones pensaban primero en mí.
Calló. Durante un rato estuvo allí sentado sin decir nada.
—Mis padres discutieron el problema de mi Hatbjudentum con su mejor amigo, ese hombre que yo llamo «tío», doctor de gran fama en Viena. Él y mi padre eran amigos íntimos desde su época de estudiantes. Mi tío no es judío. Aquel día que vino a casa, presentí que algo de gran importancia se discutía en la biblioteca. Cuando me hicieron entrar, había gran tensión y mi madre lloraba.
Mi padre estaba muy pálido. Me preguntó si conocía las leyes nazis y lo que significaba ser un Hatbjude como yo. Asentí, sin especial preocupación. Tenía entonces dieciséis años y en aquellos momentos me preocupaba más mi ejercicio de latín del Gymnasium (instituto de segunda enseñanza).
Mi padre me explicó que por ser semijudío tendría que dejar de ir al Gymnasium y aquello fue un golpe para mí. Añadió que quizá tuviera que ir a trabajar a una fábrica y le contesté que nadie podía obligarme a semejante cosa.
Me dirigió una triste mirada y añadió: «Oh, sí, claro que pueden. Pueden hacer muchas cosas, pueden convertir tu vida en una miseria». Yo sabía, claro está, quiénes eran «ellos», los había también de mi clase. Eran los nazis.
Mi padre prosiguió: «Tenemos que hallar un medio de protegerte. Piensa que tu madre y yo, no contamos porque ya hemos vivido nuestras vidas. Pero tú tienes toda tu vida por delante y vale la pena hacer sacrificios, créeme. Lo hemos discutido con tío Franz y mira lo que pensamos hacer: mamá dirá a las autoridades que tú no eres...; bueno, que tú no eres hijo mío. Que ella y tío Franz...» se detuvo un momento, incapaz de proseguir, y luego añadió: «Dirá que tú eres hijo de ellos y tío Franz lo confirmará».
Mi visitante tenía la vista fija en el vacío.
—Quedé confuso. Mi madre dejó de llorar y me dijo con mucha calma: «Desde luego tu padre es tu verdadero padre. Lo hacemos por ti, por tu futuro».
Contesté: «Mamá, no comprendo nada, ¿qué es lo que tengo que hacer?». Entonces tío Franz, que tenía lágrimas en los ojos, dijo: «Sólo tienes que hacer una cosa y es escuchar el consejo de tus padres. No te preocupes, saldrá bien».
Mi visitante seguía con la vista fija en el vacío, quizá reviviendo otra vez aquella escena desarrollada en la biblioteca de su padre.
—Así, que yo me convertí en un ario. No sé cómo llegaron a probarlo. Probablemente mi madre haría una declaración que tío Franz firmaría. Seguí con mi nombre, pues si tío Franz me hubiera querido adoptar oficialmente, hubiera necesitado el consentimiento de su esposa y todo el asunto había de llevarse en secreto. Estaba casado, tenía hijos y podían surgir problemas si hablaba a su mujer de aquel asunto.
Yo me preguntaba por qué habría venido a contarme a mí su historia. «Arizaciones» de aquella clase habían sido cosa bastante corriente en aquellos tiempos, ya que otros padres judíos, desesperados habían tratado por el mismo procedimiento de proteger a sus hijos. Era una historia conmovedora pero no extraordinaria.
Añadió con toda calma:
—En 1940 me enrolé voluntario en la Waffen[1] de la SS.
— ¡La SS! —exclamé asombrado.
—Fue idea de tío Franz, y estuve en ello de acuerdo. Corrían historias sobre atrocidades cometidas contra judíos, nada que se supiera con absoluta certeza pero se murmuraba mucho. Creímos que no perjudicarían a un judío cuyo hijo se había alistado voluntario para luchar en la Waffen de la SS, incluso aunque oficialmente no fuera ya su hijo. Bueno, hice mi adiestramiento con una división de la SS en Alemania y en la primavera de 1941 nos enviaron al Este. En junio tuvo lugar el ataque por sorpresa a Rusia cupiéndole a nuestra división el honor de ser la primera en cruzar la frontera rusa.
Me hallaba en el interior de Rusia cuando recibí una breve carta de mi madre en la que me decía haberse divorciado de mi padre, sin comentario alguno. Yo sabía, claro está, que todo el correo pasaba por censura. Pocos meses después volví a casa con permiso y mi madre me contó lo sucedido: un día la Gestapo la hizo comparecer y a gritos le dijeron si no estaba enterada acaso de que la madre de un SS no podía seguir casada con un judío. Cuando contestó que ella no se divorciaría jamás de su esposo, el Kommissar de la Gestapo le advirtió que valía más que lo pensara bien porque aquello podía dificultarme a mí mucho las cosas; podía, incluso, volver a convertir a su hijo en un judío y ya sabía lo que ello quería decir. Y claro que lo sabía: era un chantaje de lo más ruin.
Se levantó y empezó a recorrer a grandes zancadas, de un lado a otro, mi despacho.
—Mi padre, que ya había puesto cuanto poseía a nombre de mi madre, lo aceptó sin vacilar. Lloramos, todos lloramos. Como mi padre no podía seguir viviendo en casa, tomó en la vecindad una habitación pequeña y destartalada. Al día siguiente yo tenía que volver al frente. Tardaron pocas semanas en ir por él, pues ni el divorcio de mi madre ni el que yo luchara con la Waffen de la SS le salvó. Fue deportado junto con otros judíos y no supe más. Por la zona de Leningrado, donde luchábamos, corrían rumores de que mucho personal civil era ejecutado, especialmente judíos, lo cual no creí porqué no quería creerlo diciéndome que seguramente aquellas personas serían espías, saboteadores y guerrilleros, como siempre nos contaban. Aunque claro, quizás hubiera algún judío entre ellos, pero no eran ejecutados porque fueran judíos. Aquella, la versión oficial, me la tragué. Ya sabe cómo son las cosas, Herr Wiesenthal: si uno no quiere creer ciertos rumores siempre trata de hallarles una explicación plausible.
Se volvió a sentar.
—Quizá lo creería todavía hoy si no me hubieran herido y enviado al más cercano hospital de la SS, donde nos cuidaban muy bien. Sólo había tres hombres por habitación, los otros dos pacientes que había en la mía eran dos SS que habían sido guardas de un campo de concentración y que me contaron lo que allí les ocurría a los judíos, y aunque no me lo contaron todo, fue lo bastante para quitarme el sueño. De allí fui trasladado a un hospital mayor, de una base de Riga, Letonia, donde compartí una habitación pequeña con otro SS que se recuperaba de un desarreglo nervioso a causa del colapso que sufrió al verse obligado a pasarse semanas tras semanas disparando contra mujeres y niños hasta que no pudo soportarlo más. Le habían amenazado con matarlo si hablaba de aquello... pero tenía que contárselo a alguien.
Así, que entonces supe la verdad entera. No podía quitármela de la cabeza. Allí, echado en mi cama, pensaba en mi padre al que siempre había querido mucho y recordaba todas las pequeñas cosas que le concernían; cómo los domingos por la mañana me llevaba consigo a dar una vuelta, entrábamos en un Konditorei (pastelería) y me compraba caramelos advirtiéndome que no se lo dijera a mamá porque se enfadaría cuando viera que no tenía apetito para comer lo que ella había preparado, como dos alegres «conspiradores». Mi padre hubiera hecho cualquier cosa por mí. Y yo, convertido ahora en un miembro de la Waffen SS, la élite de las tropas del Führer, no podía ayudar a mi padre, ni siquiera sabía a dónde lo habrían llevado, ni si estaría enfermo... No podía dejar de pensar en ello, y aunque imaginaba que estaría en un campo de concentración no quería conocer en cuál y rogaba a Dios que nunca me lo hiciera saber.
Se levantó, se acercó a la ventana y miró afuera. Posaba la vista en cualquier cosa, con tal de no tener que mirarme. Continuó:
—En cuanto me dieron de alta en el hospital me alisté voluntario para el frente. Me dijeron que estaba loco porque tenía derecho a un descansado trabajo en la retaguardia. Me negué a aceptarlo alegando que quería volver con mi unidad. Una vez en ella, me presenté voluntario para servicio de patrulla y a la primera oportunidad me dejé coger por los rusos. No podía seguir luchando al lado de aquella gente.
Dio la vuelta y me miró:
—Supongo que mucha gente me despreciará por ello, quizás anduve equivocado en todo.
Quedó aguardando a que yo opinara sobre el judío que se había convertido en un SS, que había llevado en el cuello de su uniforme el símbolo de los que habían asesinado a los suyos en masa. Pero, ¿qué le iba yo a decir? ¿qué podría nadie decir?
Movió la cabeza como si mi silencio no le sorprendiera:
—Pasé seis años en varios campos rusos de prisioneros de guerra guardando siempre mi secreto. Al fin, en 1955, regresé a Austria. Mi madre había muerto, mi padre había desaparecido «hacia el Este» con millones de otros judíos. Sólo me quedaba mi «tío» en Viena.
Se le endureció la voz:
—Intentó ayudarme pidiéndome que por un tiempo me fuera a con su familia. Pero no quise, no quería tratos con ella. Me sentía completamente vacío por dentro. Se me habían, secado los sentimientos. Intentó explicarme que él y yo habíamos procurado hacer lo que nos pareció mejor, que si no habíamos logrado salvar a mi padre, no había sido por culpa nuestra y que por lo menos yo sí me había salvado pues si ellos no me hubieran «arianizado» yo habría muerto también.
—Le contesté que quizás hubiera sido mejor que yo hubiera muerto, ¿de qué me servía vivir? No había aprendido nada, no esperaba nada... ¿Puedo fumar otro cigarrillo, por favor?
Encendió con manos temblorosas el cigarrillo y dije a mi secretaria que no quería que nadie nos interrumpiera. Me levanté y le pedí que se sentara a mi lado en el sofá.
—Ahora ya sabe por qué vine a verle —dijo—. No pertenezco a nadie: ¿Soy un SS? ¿soy judío? ¿soy un Halbjude? ¿estoy entre los perseguidores o soy uno de los perseguidos?
—Si su historia es cierta, y no tengo razón para dudar de que lo sea, es usted uno de los perseguidos. Como tantos otros de entre nosotros, perdió a sus padres. Intentó salvar a su padre...
Meneó la cabeza:
—No me basta. Para los judíos yo seguiré siendo un maldito SS, para los demás yo seré siempre «un asqueroso judío». Si he de ser franco, he de aceptar ser siempre el eterno enemigo, el malo.
Se puso en pie de un salto:
—Voy a decirle por qué he venido a verle, Herr Wiesenthal. Yo me siento judío, y para mí y para usted, yo soy judío. Pero para el mundo yo podría seguir siendo un SS y ayudarle en su trabajo. No... no me interrumpa. Lo he discutido con tío Franz. Le dije que había leído qué clase de trabajo venía haciendo usted y que yo deseaba ofrecerle mi ayuda y lo ha comprendido muy bien accediendo inmediatamente. Ésta es la única cosa que creo que puedo hacer, en el único lugar dónde poder ser útil.
Permaneció silencioso.
—¿Es que no confía en mí? Ya sé que es difícil creer tan fantástica historia, pero mire, le he traído toda clase de información, desde el nombre de mi abuelo hasta la fecha de la deportación de mi padre y la de mi regreso de la Unión Soviética.
Me alargó dos páginas escritas a máquina.
—Compruebe todos los detalles. Envíe sus hombres a la policía, adonde quiera. Yo le pagaré con gusto los gastos de esas gestiones y cuando esté convencido que le he dicho la verdad, escríbame. Esta es mi dirección. Quiero trabajar para usted, porque es como pagar una mínima parte de los intereses de una enorme deuda, como sombra de un pago, pero un pago al fin.
Le pregunté a qué se dedicaba.
—Soy viajante de comercio. El trabajo me da la oportunidad de moverme por Austria y Alemania y luego visitar otras partes de Europa. No estoy casado. ¿Ve usted? podría ser útil.
Dos semanas después, sentado de nuevo frente a mí le decía que ya lo habíamos comprobado todo.
—Me contó la verdad, tal como yo supuse. Ningún hombre se valdría de sus padres muertos para engañarme a mí.
—¿Ni un hombre de la SS? —me preguntó irónicamente.
—Supongamos que no. Y ahora voy a decirle algo que usted ignora. Verificamos la deportación de su padre y averiguamos que el transporte en que le incluyeron fue a Riga... Sí, es muy posible que estuviera muy cerca de usted cuando usted se hallaba en el hospital.
Aquello pareció impresionarle. Supongo que se vería en la habitación del hospital en Riga, junto al hombre de la SS que había quedada destrozado por haber tenido que matar.
Tragó saliva y dijo:
—Herr Wiesenthal, empecemos cuanto antes. Tengo que hacer algún trabajo para usted porque, si no, me volveré loco.
Le enseñé algunos dossiers, le hablé de nuestras investigaciones. Como miembro de la SS Kameradschaft (veteranos), tendría que fingir, tendría que seguir representando su papel de tiempos de guerra, un poco más. Sus credenciales eran de primera categoría y lo hizo muy bien. Fue aceptado por los Kameraden, que le respetaron por sus puntos de vista radicales, convirtiéndose en uno de los «muchachos», un «buen aleman», que quería decir un mal alemán que había seguido siendo malo.
Alex y yo nunca nos vimos en público. En sus notas me llama «Félix». Nos encontramos en lugares donde estamos convencidos de no ser vistos por nadie. Lee cuantos libros sobre la Segunda Guerra Mundial y el régimen nazi caen en sus manos y muchas veces ve las cosas con los ojos de un hombre que ha estado «al otro lado». A veces discutimos un caso desde ambos puntos de vista y entonces surge la adecuada perspectiva.
Un día me dijo:
—Me gustaría volver a ser judio oficialmente, para el mundo entero ya que es lo más auténtico.
No me sorprendió nada. Le contesté que sí, que era lo suyo y que lo había demostrado pero le dije también que todavía podía hacer algo más por nosotros si seguía siendo por un tiempo «uno de ellos».
—Me gustaría vivir en Israel, allí quizá podría de verdad olvidar el pasado.
—¿Pero y la gente que no puede olvidar su pasado, Alex? Un día puede que cometas la equivocación de decirles quién fuiste y puede que no lo comprendan. No quiero que te hieran otra vez... aunque sea por distinta razón.
Decidimos posponer la decisión. Alex es todavía uno de mis más valiosos asistentes, y cuán bien representa su papel lo descubrí hace una semana al recibir el informe de que ciertos SS de una capital de provincia austríaca amenazaban con matarme. Pasé el informe a la Policía Estatal Austríaca que destacó dos hombres y privadamente pedí también a Alex que investigara.
Dos semanas después, el jefe de la policía me mostró el informe de sus dos hombres que se habían infiltrado en el Kameradschaft de la ciudad asistiendo a varias reuniones. El informe decía que el más peligroso SS de los presentes era cierto X. Y., viajante de comercio, hombre alto, de ojos gris-azul y pelo rojizo, antiguo miembro de la Waffen de la SS... «uno de los incorregibles, de opiniones radicales, que debe ser estrechamente vigilado».
Era Alex, claro.
[1] 1 Ver Apéndice.