CAPÍTULO VI

TRES MINUTOS ANTES DE SALIR EL TREN

Alex tuvo un papel importante en el caso de Kurt Wiese, caso que comenzó inesperadamente una noche a principios de julio de 1964 cuando yo escuchaba las noticias de la noche. Al final de la retrans­misión, se produjo una pausa y tras ella el locutor alemán, con su afectado estilo, dijo: «Señoras y caballeros, tenemos un importante aviso procedente de la policía de Colonia: Kurt Wiese, acusado de crímenes de guerra, ha escapado del apartamiento de Colonia donde ha venido viviendo estos dos últimos años. Fue arrestado, pero en la actualidad gozaba de libertad bajo fianza en espera de proceso, por lo que tenía que presentarse en el despacho del fiscal cada tres días. Al tardar una semana en comparecer, unos agentes de la policía fueron a su casa y los vecinos les dijeron que no habían visto a Wiese desde hacía varios días...».

La voz profesional del locutor, con perfecta frialdad, no demos­traba emoción cuando pedía a sus oyentes: «comunicar cualquier información» a la oficina del fiscal de Colonia o a la más cercana comi­saría de policía.

Cerré la radio. Otro criminal nazi que había escapado. ¿A quién le importaba? Otros varios habían escapado en los últimos meses. La mayoría de radioescuchas olvidaron el nombre del fugitivo en cuanto cerraron el receptor porque no habían oído hablar nunca de Kurt Wiese, ignorado obrero metalúrgico que trabajaba en la fábrica local de automóviles Ford.

Yo había leído muchas veces el nombre de Wiese en ciertos archivos de nuestro Centro de Documentación y sabía que estaba acusado de haber dado muerte, entre 1942 y 1943, por lo menos, a doscientas personas, entre ellas a ochenta niños judíos de Grodno y Bialystok, Polonia. Wiese había sido detenido en Colonia en 1963 pero inexplicablemente puesto en libertad pocos meses después al ser depositada una fianza de 4.000 marcos (1.000 dólares). Un periódico alemán decía que ello equivalía a «veinte marcos de fianza por cada asesinato».

Escribí una carta al Frankfurter Allgemeine Zeitung el 13 de julio de 1964, protestando de la frecuencia con que aquella clase de crimi­nales eran puestos en libertad bajo fianza y deplorando la facilidad con que buen número de ellos había escapado.

Después que Wiese cometiera sus crímenes, Grodno y Bialystok habían sido ocupados por los soviets. En una conferencia de prensa en Viena, tuve ocasión de hablar con Vladimir Gawilewski, jefe de la oficina de la Agencia de Noticas Rusa, Taff, quien me prometió es­cribir a la Unión Soviética pidiendo material sobre Wiese. Cuando posteriormente me trajo los dossiers, me dijo:

—Sé que usted va a hacer uso de ellos. Si se los entregara a los investigadores de la Alemania Occidental, posiblemente serían ente­rrados entre sus ficheros.

En realidad, fui yo quien posteriormente entregó el material a las autoridades alemanas y he de hacer notar que aquélla fue la primera vez, que yo sepa, que los soviets cooperaron con Occidente en uno de esos casos.

Los ficheros soviéticos contenían una lista de los crímenes come­tidos por Wiese, con nombres de testigos y sus declaraciones. En pocas palabras: en el verano de 1942, Wiese había dado muerte a un hombre llamado Slep que había intentado salir del ghetto sin permiso; había disparado contra una mujer llamada Adassa Ktetzel, «que intentaba entrar un pedazo de pan en el ghetto»; en noviembre de 1942, él «personalmente ahorcó a una mujer llamada Prenski y a dos hombres llamados Schindler y Drukker». Posteriormente, decía el documento, había matado a una muchacha de la que no constaba nombre cuyo delito era «estar jugando con un gato».

Cuando en febrero de 1943 el ghetto número 1 de Grodno fue liquidado, Wiese y otros miembros de la Gestapo fusilaron a todo el personal del hospital del ghetto judío, compuesto de unas cuarenta personas. El fiscal de la República Socialista Soviética de Rusia Blanca me comunicaba que los principales testigos, dos hombres llamados Zhukovski y Klowski, tendrían permiso para trasladarse a Alemania y declarar contra Wiese, primera vez en mi experiencia en que tal per­miso se concedía.

Según nuestros informes, Wiese, en diciembre de 1942, había ma­tado a veinte judíos con su fusil ametrallador, en la valla del ghetto número 1. El comandante del ghetto número 2, un SS llamado Streblow, lo había presenciado: Uno de los disparos de Wiese había herido a uno de los guardas judíos del ghetto, que escapó corriendo y cayó en el patio de una casa vecina. Wiese corrió tras él, le vio caído en el suelo y le disparó en la cabeza.

En enero de 1943, Wiese detuvo a un grupo de trabajadores for­zados cerca de la entrada del ghetto, les registró y al ver que uno de ellos llevaba un pedazo de pan blanco, le mató en el acto. Tres días después, al registrar a un hombre llamado Kimche, le encontró un pedazo de carne en el bolsillo. Se lo llevó al cuarto de guardia y le mató de un disparo. En febrero de 1943, se ocupó activamente de la expulsión forzosa de los últimos judíos supervivientes de Grodno.

La lista no está completa, pues las actividades de Wiese a partir de 1943 están todavía en curso de investigación.

No podría explicar qué me hizo suponer que Wiese había escapado a Austria. No era más que una corazonada pero he aprendido a creer en mis corazonadas que han resultado ser tan útiles, como la paciente búsqueda de pistas, la testaruda persecución de testigos a veinte años vista y la deducción meticulosa. Muchas de las unidades de la SS des­tacadas en los alrededores de Grodno estuvieron compuestas de aus­tríacos y alemanes y supuse que Wiese intentaría entrar en Austria y ponerse allí en contacto con antiguos camaradas que le ayudarían, le esconderían y luego le harían pasar hacia alguno de los países «se­guros» de Sudamérica o del Próximo Oriente.

Llamé a Alex. La Kameradschaft de la SS tiene organizaciones locales en todas las grandes ciudades austríacas y alemanas, y en mu­chas de las pequeñas, también, donde los miembros se reúnen muchas veces en insignificantes tabernas y destartaladas cervecerías (tenemos la lista completa de esos lugares en Austria). Les gusta realzar sus reuniones con un ritual de secreto, como muchachos en un escondite seguro, a veces dándose cita en la Extrazimme (trastienda) de un humilde local bajo la benevolente protección del propietario, que man­tiene alejados de allí a extraños. Otras, es un camarero que hace las veces de guardián ya que no sé por qué razón muchísimos camareros sentían ardientes simpatías pro-nazis. En ciertos lugares, un pianista entretiene a los inocentes clientes de la casa con una mescolanza de valses y si un extraño se aproxima a la zona peligrosa, el pianista advierte a los camaradas con un leitmotiv previamente acordado.

Todos esos trucos de sociedad secreta parecen de costumbre superfinos porque los camaradas no suelen hacer nada más que recor­dar el «maravilloso pasado» leer estupendas hojas ilegales impresas en Austria y Alemania y suspirar por un «esplén-dido futuro» nazi. La mayoría de ellos son hombres que se han vuelto patética y prematu­ramente viejos, que beben mucha cerveza y hablan un lenguaje alti­sonante como el típicamente empleado por Hitler. Pero están bien organizados y su red se halla siempre dispuesta a esconder a fugitivos y hacerlos llegar a más seguros destinos. Cuentan con miembros en todas partes y probablemente una especie de código; se creen dispues­tos para Der Tag, (El Día), cuando éste llegue, de lo que están con­vencidos.

Alex me llamó por la noche desde Innsbruck indicándome con grandes precauciones (uno nunca sabe quién está escuchando) que tenía noticias de la «mercancía» y que se iba a Graz, capital de Estiria, Innsbruck. Graz y Salzburgo son los enclaves favoritos de Aus­tria de los fugitivos nazis, porque en esas ciudades existen cuadros bien organizados de colaboradores. Salzburgo es particularmente po­pular por estar a pocos kilómetros de la frontera alemana y además, en verano, largas hileras de automóviles cruzan la frontera por Walserberg en ambas direcciones, con una inspección de aduanas superficial, ya que los ciudadanos alemanes no necesitan pasaporte, bastándoles un permiso de conducir o una simple tarjeta de identidad.

A la noche siguiente, Alex me llamó desde Graz. Su voz sonaba tensa de excitación:

—Uno de los Kameraden de aquí me dijo que un individuo que pretende ser refugiado de la Zona Soviética de Alemania, acaba de llegar a la ciudad: «Cuando un hombre escapa de los soviets, tenemos que ayudarle» me dijo el Kamerad... Y ahora me pregunto, ¿podría ser el individuo que andamos buscando?

—¿Cómo llegó a Graz? —le pregunté.

—Dicen que procedente de Checoslovaquia y que espera a su esposa que ha de reunirse con él aquí para marcharse a la Alemania Occiden­tal, donde tienen parientes.

—Hay algo que no cuaja, Alex. Si de verdad viniera de Checos­lovaquia, no habría ido a parar a Graz sino que hubiera aparecido en Viena, Linz o Salzburgo.

—Exactamente. Eso pensé yo. Quizá será mejor que eche una ojeada al individuo.

—Puede que no sea el hombre que andamos buscando —le contes­té—. Pero sí alguien interesante.

—Uno de los camaradas le ha dado alojamiento esta noche. Por la mañana, se pasó una hora con Herbert Berghe von Trips.

— ¡Trips! —exclamé—. ¡Pues debe de ser el hombre que bus­camos!

No le podía explicar a Alex por teléfono que las piezas del rompe­cabezas empezaban a encajar. Trips fue comisario de la Gestapo du­rante la guerra y el último jefe de la prisión Pawiak de Varsovia. Su nombre viene mencionado —no muy honorablemente— en «Tras los muros de Pawiak», relato de las atrocidades cometidas en la pri­sión, debido al escritor polaco León Wanat. En mi Centro de Docu­mentación, hay un dossier Trips, y también lo hay en el Ministerio Austríaco del Interior.

—¿Y dónde está nuestro hombre ahora? —le pregunté.

—Un tal Hubert Zimmermann —dijo Alex— que cojea mucho de la pierna derecha, se marchó de Graz hace una hora. Pero yo sé dónde...

Se oyó un clic. Alex había colgado. Esperé un rato sin tener llamada alguna, y yo no podía ponerme en contacto con él porque no sabía desde dónde telefoneaba.

Alex me llamó a la mañana siguiente temprano.

—Siento que ayer no pudiera terminar mi informe. Hablaba desde un hotel de Graz y de pronto entró un Kameraden. Ahora hablo desde un teléfono público de la autopista de Semmering.

—¿Y qué haces en Semmering?

Semmering es un famoso y frecuentado pueblo de montaña, a unos cien kilómetros al sur de Viena, lleno de vieneses y de visitadores forasteros, que cuenta con hoteles grandes y pequeños, bellos sende­ros entre bosques, pistas de esquí y otros atractivos.

—Hubert Zimmennann se ha inscrito en el registro de uno de los grandes hoteles de Semmering y cuida de él un antiguo amigo suyo llamado Eberhard Gabriel. He oído decir que Zimmermann estará en Viena mañana, no sé para qué.

Muy interesante, pensé yo. El Standartenführer (coronel) Herbert Zimmennann había sido jefe, durante la guerra, tanto de Wiese como de Trips. Luego descubrí que pidió a Wiese que le diera las gracias a Trips por haber prestado declaración en Alemania sobre su antiguo jefe y no haber acusado a Zimmermann, de acuerdo con el slogan de la SS «Mi honor es la lealtad». (El Standartenführer de la SS Zimmer­mann, pendiente de proceso en Alemania, se suicidó en enero de 1966.)

Es muy fácil cambiar «Herbert» por «Hubert». Mi primera idea fue que Zimmermann le había dado a Wiese su propio carnet de identidad pero posteriormente un fiscal alemán me dijo:

—Algunas veces los nazis cometen errores, pero en ese caso fue casualidad que Wiese tuviera sus papeles a nombre de Zimmennann. No eran los papeles de Herbert Zimmermann. Quizá adoptó ese nombre porque le gustara.

Pero no por casualidad Wiese fue al hotel de Semmering donde un antiguo SS llamado Eberhard Gabriel resultaba ser el vigilante nocturno. Gabriel es un individuo que conoce a toda clase de gente, se muestra también solícito con los huéspedes del hotel que resultan ser judíos.

Alex, al día siguiente, me informó desde Semmering:

—Trips ha venido por «Zimmermann» en su coche y los dos se han ido en el a Viena.

Llamé al Ministerio del Interior y pregunté al doctor Josef Wiesinger si las autoridades alemanas habían pedido a las austríacas que buscaran a Wiese. Pero no, no se había formulado tal petición ni ninguna orden de arresto de Wiese había llegado a Viena. Di al doctor Wiesinger una descripción de Zimmermann-Wiese que yo había recibido de Alex: se trataba de un individuo alto, de cincuenta años, que llevaba un traje gris oscuro y gafas, cojeaba de la pierna derecha a causa de una herida recibida durante la guerra y por tanto sería fácilmente identificable.

Durante los días que siguieron, «Zimmermann» se alojó en Sem­mering pero hizo tres viajes a Viena, donde siempre se las arreglaba para perderse. Supuse que allí se encontraba con camaradas, con la intención quizá de conseguir dinero y un visado para trasladarse a un país seguro.

A primeras horas de la mañana del martes 21 de julio, un día cálido y húmedo, Alex me llamó desde Semmering para decirme que tenía que verme en seguida.

Cuando llegué, Alex me esperaba hecho un manojo de nervios.

—Tenemos que actuar rápido o Wiese logrará escapar para siempre. Ha estado dos veces en la Embajada egipcia de Viena, al parecer ha robado un pasaporte y ha tenido dificultades con los funcionarios egipcios que tienen muy pocas ganas de proveerle de visado egipcio aquí en Viena y que tampoco quieren que tome un avión desde Viena a El Cairo. Le proponen en cambio que tome un tren para Bel­grado y que vaya a la embajada egipcia de allí porque hay muchos vuelos de Belgrado a El Cairo. Así, que éste es el plan: Wiese piensa salir para Graz esta tarde en el expreso que pasa a las 4:05 por Sem­mering, desde Graz le será fácil llegar a Belgrado.

Eran entonces algo más de las diez. Teníamos menos de seis horas para lograr que arrestaran a Wiese pues si lograba salir de Austria, se uniría a los otros criminales nazis de Egipto que habían sido acusados de asesinato en masa pero que no podían ser traídos ante ningún tribunal ya que Egipto no concede extradición.

Dije a Alex que se volviera a Semmering y no perdiera de vista a Wiese. Por mi parte volví a Viena y llamé al doctor Wiesinger, funcionario del Ministerio del Interior para comunicarle que Kurt Wiese se alojaba en cierto hotel de Semmering en cuyo registro cons­taba como «Hubert Zimmermann», que tenía pasaporte falso, que le habían indicado que en Belgrado obtendría un visado para Egipto y que pensaba tomar el expreso de la tarde para Graz. Wiesinger se anduvo con cautela:

—Para que yo pueda hacer algo, tenemos que recibir señas particu­lares del fugitivo de alguna fuente autorizada alemana, para que mis hombres puedan compararlas con la descripción que usted me da. Trate de obtenerlas en seguida.

Pedí una conferencia urgente con la Bundeskriminatamt (Oficina Oficial Criminológica) de Wiesbaden, hablé con el funcionario que tenía a su cargo el caso Wiese, le dije lo que sucedía y le pedí que me diera las palabras exactas de la descripción oficial del fugitivo.

El funcionario de Wiesbaden dudaba. No tenía el dossier de Wiese a mano ni tampoco autorización de dar información oficial «a organiza­ciones privadas». Una y otra vez tropezaba con obstáculos por no tener atribuciones oficiales. Le contesté:

—Ahora son las doce y media. Si esperamos otras tres horas, no prenderá nunca a Wiese, ¿no cursó usted una orden de detención? Pues léame a mí la descripción que consta en la orden.

—No puedo hacerlo, señor Wiesenthal. Intentaré pasar la descrip­ción a la Interpol austríaca.

—Pero...

—Lo siento, pero es éste el único medio.

Volví a llamar al Ministerio del Interior austríaco y pedí a Wie­singer que llamara a Colonia donde podría con seguridad obtener la descripción oficial. Los funcionarios de Wiesinger llamaron a Colonia y tras larga espera les dijeron que el fiscal no estaba en su despacho. Llamaron al fiscal de la cercana Dortmund pero tampoco hubo suerte. La suerte estaba de parte de Wiese: eran ya casi las tres y sólo que­daba una hora para atraparle.

Llamé otra vez al doctor Wiesinger:

—Si no envia ahora a sus hombres a Simmering, será ya demasiado tarde y un individuo acusado de asesinato en masa se habrá escapado para siempre.

—Ya lo sé —me dijo.— Pero yo no puedo arrestar a un hombre que tiene documento de identidad alemán válido a nombre de Zimmermann sólo porque usted me diga que no es Zimmermann sino Wiese, pues no ha cometido ofensa alguna contra la ley austríaca. Sin embargo, dos de mis hombres están sobre aviso, y en cuanto tengamos noticias de Alemania, procederemos, si su información coincide con la que usted nos da.

Yo no podía hacer absolutamente nada más. Nada más que espe­rar. Incluso en el caso de que los dos agentes salieran de Viena en­tonces, difícilmente llegarían a Semmering a tiempo.

A las tres dieciocho, el teléfono de mi oficina sonó. Al oír la voz de Wiesinger, por poco salto de la silla.

—La Interpol se puso en contacto conmigo después de su llamada. La información que usted me dio era correcta: el hombre es Wiese. He enviado dos agentes a Simmering en un coche con sirena, y hay posibilidades de que lleguen a tiempo.

Me miré el reloj:

—Son las tres y veinte —dije.

—Les di orden de que abordaran el tren sin ser vistos porque no quiero alboroto en la estación de Simmering... Le volveré a llamar cuando tenga noticias.

Aquella hora que siguió, se me hizo interminable. A las cuatro y veinticinco, Wiesinger me llamó diciendo que sus hombres habían detenido a Kurt Wiese.

Alex regresó aquella tarde a Viena y me contó lo sucedido. Él había permanecido en los alrededores del vestíbulo del hotel y luego había seguido a Wiese y a Gabriel hasta la estación.

—Llegó el tren procedente de Viena y te puedes imaginar lo que sentí al ver que Wiese y Gabriel se daban un apretón de manos y aquél subía al tren. Me daba cuenta de que el tren iba a salir al cabo de tres minutos y no sabía si subir y cometer alguna bobada. En aquel momento llegaron los dos agentes cuando el tren se había puesto ya en marcha, pero lograron subir al último vagón. Oí un sil­bido y el tren desapareció en el interior del túnel de Simmering.

El resto de la historia la supe por boca de los dos agentes. Espe­raron a que el tren hubiera salido del túnel y se aproximara a la siguien­te estación, Mürzzuschlag, y recorrieron entonces el tren hasta llegar a un compartimiento ocupado por un individuo solitario que tenía la pierna derecha estirada. Le vigilaron en silencio y cuando el hombre se levantó para coger un periódico de la red, vieron que cojeaba de aquella pierna.

El tren iba reduciendo la marcha por aproximarse a Mürzzuschlag. Entraron en el compartimiento y se pusieron frente al hombre.

—Herr Wiese —dijo uno de los detectives.

Le pillaron desprevenido. Se olvidó de la situación y asintió con la cabeza... Luego la movió en sentido negativo y el miedo asomó a sus ojos.

Intentó decir:

—Mi nombre es...

—Ya lo sabemos, Herr Wiese. Viaja usted bajo el nombre de Hubert Zimmermann. Muéstrenos su carnet de identidad, tenga la bondad.

Wiese les tendió el carnet de identidad. Se había puesto muy pá­lido. El tren llegó a la parada.

—Está usted arrestado, Herr Wiese —le dijo uno de los agen­tes—. Va a bajar del tren con nosotros.

Le llevaron a Viena en coche y allí Wiese confesó de pleno. Co­rrespondía exactamente a la información que Alex me había dado desde Graz donde Wiese había contado a los Kameraden la historia de su fuga.

Había pasado de Colonia a la ciudad alemana de Lindau junto a la frontera austríaca, en coche. Una mujer alemana iba al volante, pero Wiese, perfecto Kavalier, no reveló a la policía el nombre de ella pues había tenido buen cuidado de preparar la coartada siguiente.

A unos cien metros antes de llegar a la frontera, Wiese salió del coche con su maleta, se fue hacia un pequeño kiosco donde una mu­chacha vendía periódicos, cigarrillos y caramelos, a quien Alex, poste­riormente, fue a ver y comprobó que ella recordaba la escena muy bien.

—Parecía nervioso cuando se acercó al kiosco —dijo ella—. Era alto, de pelo rubio, tendría unos cincuenta años, cojeaba mucho de la pierna derecha, llevaba gafas y un traje oscuro.

—Me pidió un periódico y vi que las manos le temblaban al dejar la maleta en el suelo. Pensé: quizá la maleta pese mucho y haga un rato que la lleva o quizás esté nervioso porque trata de pasar cigarri­llos —contó a Alex la muchacha—. Las tribulaciones de los contra­bandistas se transparentan en sus rostros.

Alex asintió. No dijo a la muchacha que el hombre en realidad tenía una muy atribulada conciencia y no precisamente por intentar pasar cigarrillos de contrabando.

—Cuando me dio el dinero del periódico, noté que tenía unas manos enormes y fuertes —dijo la muchacha del kiosco—. Me dijo que intentaba llegar a Bregen, en el linde de la frontera austríaca y me preguntó si pasaban por aquí muchos coches. Pensé que lo que le ocurría era que estaba sin dinero y le dije que seguramente encon­traría quién le llevara en su coche hasta Bregen si esperaba un poco porque era mejor aguardar allí que andar hasta la frontera acarreando la maleta. Podían hacerle preguntas, incluso hacerle abrir la maleta, pero, en cambio, si iba en coche, no se molestarían: habiendo tanto tráfico no tenían tiempo de registrar todos los coches.

«Mientras le decía aquello, vi que se aproximaba un coche, ma­tricula alemana y le sugerí que lo intentara. Me dio las gracias, tomó la maleta e hizo parar el coche. Iba una mujer al volante. Habló con ella —probablemente le pediría que lo llevara— y vi que ella le decía que sí. Entonces dio la vuelta por delante del vehículo, me saludó con la mano y subió. El coche prosiguió hacia la frontera austríaca.

Era una buena coartada. La muchacha del kiosco declararía que Wiese había parado un coche y que una mujer que probablemente nunca hasta entonces había visto, le llevó. El mismo Wiese contó la historia a los Kameraden de Graz, y que él, haciendo resaltar el valor de la mujer alemana que se atrevió a correr semejante riesgo, les impresionó.

—Todavía quedan alemanas decentes que ayudan a un camarada que lo necesita —gritó un antiguo Führer de la SS—. ¡No todas son putas! Fijaos en lo que os digo, Kameraden, todavía queda esperanza de un futuro mejor... Pidamos más cerveza.

Fue servida otra ronda de cerveza y bebieron solemnemente por «un futuro mejor».

Wiese no reveló el nombre de la mujer alemana pero fue mucho menos caballeroso con sus Kameraden de Graz. Dio a la policía aus­tríaca los nombres de todos aquellos que le habían ayudado y que están ahora pendientes de juicio, preguntándose quién denunciaría a Wiese. Cada uno de ellos, me enteré más tarde, sospechaba de sus otros Kameraden.