CAPÍTULO VII
EL HOMBRE QUE COLECCIONABA OJOS AZULES
El régimen nazi logró en Alemania corromper a miembros de todas las profesiones. Desgraciadamente los médicos, hombres que habían pronunciado el juramento hipocrático de salvaguardar las vidas humanas, no fueron una excepción. El régimen de Hitler creó su propia ciencia médica; así, que los médicos que prestaban servicio en los campos de concentración no intentaban aliviar a sus pacientes del mal, sino que procedían de acuerdo con aquella teoría de que el más eficaz remedio contra el dolor de cabeza, es cortarle la cabeza al paciente. Los inválidos y los incapacitados para el trabajo, eran enviados a las cámaras de gas; los prisioneros que denotaban síntomas de enfermedad contagiosa, fusilados así como los que habían sufrido un contagio. Muchas veces, los médicos inyectaban veneno o aire en las venas de sus víctimas. Cuando un tren cargado de prisioneros llegaba al campo, un doctor ya les aguardaba y separaba arbitrariamente aquellos que parecían sanos de los que no lo parecían, y señalaba un lugar para los de buen aspecto —suspensión temporal de la sentencia— y otro para los que no lo tenían, el crematorio. Lo peor de todo fue que los campos de concentración se convirtieron en laboratorios contra natura, donde científicos enajenados empleaban seres humanos en lugar de ratones y conejillos de indias. Mucho se ha escrito sobre los experimentos llevados a cabo con increíble dureza, no sólo por doctores sino también por químicos y técnicos de muchas de las más importantes industrias químicas alemanas. En Auschwitz había un «bloque experimental" especial donde los prisioneros tenían que someterse a experimentos que ordinariamente sólo se efectúan con animales.
Terminada la guerra, conocí a un joven judío cuyo brazo izquierdo tenía el aspecto de un tablero de ajedrez multicolor. Los doctores de Auschwitz le pusieron algo en la piel en una superficie de un centímetro cuadrado y tras varios días de insoportable dolor, la piel se le puso azul oscuro. Entonces los doctores le cortaron aquella porción de piel y le pusieron otra cosa en otra parte del brazo. Este segunda vez, la reacción fue amarillenta y el dolor todavía más vivo. El experimento prosiguió durante meses y cuando se quejaba de los dolores, los doctores le decían que tenía que considerarse afortunado:
—Mientras estemos trabajando contigo, seguirás con vida —le dijo riendo un doctor.
Conocí a otro hombre a quien los científicos de Auschwitz, tras varias operaciones, habían convertido con todo éxito en una mujer a sus trece años. Terminada la guerra, se le practicó una operación en un clínica de Alemania Occidental: los cirujanos restablecieron la masculinidad física del hombre pero no le pudieron devolver su equilibrio emocional. Empezó a beber, demostró tendencias criminales y fue detenido —lo que no sorprendió a nadie que conociera su historial—. Mide metro ochenta y tiene aspecto saludable pero por dentro está destrozado, y según los médicos no recuperará nunca la normalidad. También en Auschwitz, un grupo de doctores y químicos trabajó en un nuevo método simplificado de esterilización, queriendo encontrar «un acto de cirugía» tan fácil de realizar que curanderos y barberos pudieran efectuarlo. El nuevo método estaba destinado a esclavos y otros pueblos, cuya procreación no resultaba interesante para los nazis.
No es ningún secreto que alguno de esos doctores todavía practica la medicina: en Austria, en Alemania, en Egipto, en África, en Sudamérica. Tenemos un fichero con sus nombres y algunos con sus domicilios. Quizás el peor del grupo sea el doctor Mengele, antiguo jefe del equipo médico de Auschwitz que se especializó en lo que vino a llamarse «ciencia de los gemelos» y que trató de producir artificialmente en niños rasgos arios y ojos azules.
El nombre de doctor Josef Mengele era familiar a cuantos estuvieron en campos de concentración, incluso si nunca pasaron por el de Auschwitz. Mengele tiene miles de niños y de adultos en su conciencia. En 1944 fue él quién determinó si miles de húngaros de Auschwitz debían vivir o morir. Odiaba especialmente a los gitanos, quizá porque él parecía serlo, y ordenó la muerte de miles de ellos. Tengo el testimonio de un hombre que vio cómo Mengele echaba una criatura viva a las llamas y el de otro que presenció cómo Mengele mataba a una niña de catorce años con una bayoneta.
En 1959 pregunté a mi amigo Hermann Langbein, secretario general del Comité Internacional de Auschwitz, con quien he trabajado en varios casos, si por casualidad sabía la dirección de Mengele Langbein me dijo:
—En 1954 Mengele formuló una petición de divorcio contra su esposa en Breisgau, Freiburg, su último domicilio común. En aquella ocasión mantuvo correspondencia con su abogado, doctor Haus Laternser y obtuve entonces su dirección en Argentina. Ahora, no me pregunte dónde está.
Por diversas fuentes supe que el doctor Mengele había usado en los últimos años, los siguientes nombres supuestos: Helmuth Gregor-Gregori, Fausto Rindon, José Aspiazi, Ernst Sebastian Alvez, Friedrich Edler von Breitenbach, Walter Hasek, Heinz Stobert, Karl Geuske, Fritz Fischer y Lars Ballstroem.
Durante la época de su divorcio, Mengele ejercía la medicina en Buenos Aires bajo el nombre de doctor Helmuth Gregor-Gregori. Se había vuelto a casar con la viuda de su hermano mayor Karl, muerto en acción durante la guerra. Pregunté a Langbein si las autoridades de la Alemania Occidental habían tratado de dar con Mengele.
—El 5 de julio de 1959, el fiscal de Freiburg publicó una orden de arresto y entonces el Departamento de Asuntos Extranjeros de Bonn pidió su extradición a la Argentina. Pero la Argentina pretextó que Mengele no podía ser hallado en la dirección indicada; así, que nos toca averiguar su último domicilio.
Langbein había conocido a Mengele en el campo de concentración y me lo describió como de pequeña estatura, moreno de piel, un poco bizco del ojo izquierdo, con un agujero triangular entre los dientes superiores. Medía metro sesenta y siete.
—Ahora tiene cincuenta y tres años, se está quedando calvo, y viste estupendamente —siguió diciendo Langbein—. En Auschwitz llevaba siempre el uniforme impecablemente planchado, botas relucientes y guantes blancos.
Langbein me dijo que una vez Mengele entró en el bloque infantil de Auschwitz para medir las estaturas de los niños.
—Se enfadó muchísimo al ver que muchos de ellos eran bajos con relación a su edad e hizo que los niños se pusieran uno tras otro contra un poste que había en la entrada y que tenía unos clavos que marcaban la altura apropiada de cada edad. Si los niños no llegaban al clavo que les tocaba, Mengele hacía un signo con su látigo y el niño era llevado a la cámara de gas. Más de mil niños fueron asesinados en tal ocasión.
Mengele es doctor en filosofía (por la Universidad de Munich); estudió la Kritik der reinen Vernunft («Crítica de la razón pura») de Kant y simultáneamente se empapó de la basura racial del filósofo hitleriano Alfred Rosenberg. Como doctor en medicina (por la Universidad de Frankfurt) sacrificó miles de niños gemelos de toda Europa, inyectándoles dolorosas soluciones para tratar de cambiar el color castaño de sus ojos en azul. (Ambas universidades han despojado a Mengele de su título universitario.)
Mengele tenía la «teoría» de que los seres humanos tenían «pedigree» como los perros y creía a pie juntillas en su «misión» de producir una super-raza de hombres de ojos azules y pelo rubio «nórdico» y en su «deber» de matar «a los especímenes biológicamente inferiores». En Auschwitz, su sala quirúrgica estaba impecablemente limpia, sus jeringas con las que muchas veces inyectaba ácido fénico, bencina o aire, que matara a sus pacientes en pocos segundos, siempre esterilizadas. Mengele era el SS perfecto. Sonreía a las muchachas bonitas mientras las enviaba a la muerte. Frente al crematorio de Auschwitz le oyeron decir una vez: «Aquí los judíos entran por la puerta y salen por la chimenea».
Pensé, al igual que las autoridades de la Alemania Occidental, que la captura de Mengele causaría fuerte impacto en millones de personas, cuando los detalles de sus crímenes fueran entera y completamente revelados ante un tribunal. El gobierno de la Alemania Occidental ofreció una recompensa de 60.000 marcos alemanes (15.000 dólares) por él. Junto a su amigo Martin Bormann 100.000 marcos alemanes (es decir, 25.000 dólares) Mengele es el fugitivo nazi con mayor precio puesto a su cabeza.
Después de hablar con Langbein, me puse en contacto con un amigo de Buenos Aires al que di la última de las direcciones que conocíamos del «doctor». El 30 de diciembre de 1959, mi informador en Buenos Aires, a petición mía, notificaba a la Embajada alemana que Mengele «residía en la actualidad bajo su auténtico nombre en Vértiz, 968, Olivos». Al parecer, ya no creía necesario tener que ocultar su verdadera identidad.
Pasé el nuevo informe a Langbein, que se puso en contacto con el fiscal de Freiburg. Entre las embajadas, ministerios de asuntos exteriores, ministerios de justicia y ministerios públicos se intercambiaron fichas. A principios de enero de 1960, una petición oficial urgente, la segunda, de la extradición de Mengele fue hecha por cable desde Bonn a Buenos Aires. Pocas semanas después, la Embajada alemana era informada de que el Procurador de la Nación presentaría la objeción de que las ofensas de Mengele podían considerarse «políticas» y no «criminales». La mayoría de países, especialmente en Latinoamérica, no conceden la extradición por ofensas políticas. Aunque las autoridades argentinas admitían que las pruebas contra Mengele eran muy poderosas, no podían superar las actitudes psicológicas que hacen casi imposible la extradición en todo Sudamérica.
Tradicionalmente, la mayoría de países latinoamericanos tienen una alta valoración del santuario político ya que, dado que la situación política en esos países a veces cambia bruscamente, los dirigentes políticos tienen que huir a menudo para salvar sus vidas, generalmente pidiendo asilo en la embajada de otro país sudamericano. Muchos de estos dirigentes creen que concediendo la extradición de criminales nazis, pueden crear un peligroso precedente y por esta razón los países de Sudamérica raramente conceden la extradición de criminales, ni asesinos. El «huésped» es siempre protegido. En ciertos países, a un hombre se le protege de extradición aunque sólo haya pasado en el país dos días. El ejemplo de Mengele no significaba que hubiera amplias simpatías pro-nazis en Sudamérica sino aversión grande a conceder una extradición.
Entretanto, Mengele había sido informado por sus parientes de Alemania que se había publicado una orden de arresto en Freiburg. En mayo de 1959, ocho semanas antes de que fuera hecha pública en Freiburg la acusación, Mengele se fue al Paraguay, donde había hecho amistades durante el curso de una previa visita, entre ellas la del barón Alexander von Eckstein, ruso báltico muy allegado al presidente del Paraguay, general Alfredo Stroessner, de ascendencia alemana. Eckstein apadrinó la naturalización de Mengele como ciudadano del Paraguay, atestiguando —falsamente— junto con otro testigo, un hombre de negocios alemán llamado Werner Jung, que Mengele había vivido en Paraguay durante cinco años, que es lo que las leyes del país requieren para conceder la naturalización. Ello fue confirmado a su vuelta a Alemania en 1961, cuando bajo juramento respondió a preguntas del fiscal del Estado, Hans Kügler, de Frankfurt. Con ese falso testimonio, a «José Mengele» le fue concedida ciudadanía paraguaya, el 27 de noviembre de 1959, según decreto gubernamental número 809.
Pocos días después de su naturalización, Mengele volvió a la Argentina. Allí se enteró que el gobierno de la Alemania Occidental había hecho una segunda petición, urgente, de extradición, pero como en Buenos Aires la cosa estaba en manos del Procurador de la Nación que no hizo ni una gestión ni durante los siguientes seis meses dio el procurador muestras de que pensara hacer ninguna. Al parecer, la Argentina iba a permanecer tan pasiva como en el caso de Adolf Eichmann. En realidad, puedo revelar ahora, que si la Argentina hubiera concedido la extradición de Mengele a principios de 1960, el rapto de Eichmann no hubiera tenido lugar en mayo del mismo año.
Mengele no estaba seguro de que su pasaporte paraguayo, recién nuevo, le protegiera y pensó que sería más seguro salir de Buenos Aires. Se fue a Bariloche, hermoso y frecuentado lugar del distrito de los lagos andinos, donde muchos nazis ricos tienen elegantes villas y vastas haciendas. Bariloche está lo convenientemente cerca de la frontera con Chile, otro de los refugios favoritos de muchos ex nazis.
En Bariloche ocurrió un misterioso accidente. No puedo facilitar la fuente de mi información pero puedo afirmar su autenticidad. Entre los turistas de Bariloche, se contaba por entonces la señorita Nora Eldoc, de Israel, que visitaba a su madre, con quien había estado en Auschwitz donde la señorita Eldoc fue esterilizada por el doctor Mengele. Por pura casualidad pasaba unos días en Bariloche precisamente cuando Mengele estaba allí. Tenía cuarenta y ocho años, era todavía atractiva y contaba con muchos amigos en la población. Una noche, en el baile de un hotel local, se encontró de pronto cara a cara con Mengele. El informe de la policía no dice si él la reconoció (Mengele había «tratado» a miles de mujeres en Auschwitz), pero sí reconoció el número tatuado en el antebrazo izquierdo. Por unos segundos, la víctima y el torturador se miraron uno a otro en silencio, pues testigos presenciales aseguraron luego que entre ellos no se cruzó palabra. La señorita Eldoc, le dio la espalda y salió de la sala.
Pocos días después, ella no regresaba de una excursión de montana. Se dio aviso a la policía y tras varias semanas de búsqueda el cuerpo magullado de la señorita Eldoc fue hallado dentro de una grieta profunda del terreno. La policía hizo una investigación rutinaria y atribuyó su muerte a un accidente montañero.
Tras el rapto de Eichmann, el airado gobierno argentino presentó sus quejas argumentando que hubiera entregado a Eichmann voluntariamente. Ello me parecía más que sobradamente dudoso, e informé a los servicios telegráficos y a los principales periódicos del mundo de lo sucedido en el caso Mengele. Tales revelaciones puede que convencieran a ciertas personas de Buenos Aires de que era necesario hacer algo respecto al caso Mengele, pues una orden de arresto fue publicada por las autoridades argentinas en junio de 1960. Llegaba demasiado tarde. El mismo día en que tuvo lugar la captura de Eichmann, el doctor Mengele había escapado cruzando la frontera brasileña y desaparecido así una vez más. No por mucho tiempo, sin embargo. Un día de abril de 1961 un hombre que llamaré Johann T., un alemán entrado en años que formó parte del Partido nazi y que todavía está en contacto con sus antiguos Kameraden vino a verme. Johann, con el que he venido teniendo trato desde el final de la guerra, me ha dado en repetidas ocasiones informes que han resultado ser exactos y muy útiles. Me consta que si Johann me ayuda no es por un sentido de culpabilidad ni porque quiera expiar crímenes cometidos durante el régimen de Hitler, ni porque sienta especial simpatía por los judíos, sino porque aun siendo un fogoso nacionalista alemán, tiene muy personales razones en su actitud para con los nazis. En 1942, su sobrina Linda, bonita muchacha rubia y de ojos azules, fue llevada contra su voluntad a un castillo de los llamados «Lebensborn», campo oficial nazi donde los jóvenes arios, machos y hembras, se juntaban para producir super-arios, exactamente la clase de lugar que el doctor Mengele pudo haber inventado. Allí Linda dio a luz a un crío cuyo padre no podía identificar ya que pudo ser cualquiera de la docena de jóvenes SS que habían estado con ella de acuerdo con el programa, Johann nunca pudo olvidar tamaño insulto a la dignidad humana y en una ocasión dijo que nunca dejaría de odiar a los nazis por sus pervertidas teorías racistas. Cuando se presentó en mi oficina en 1961, hacía años que yo no lo veía. Ahora su pelo era blanco, pero sus sentimientos seguían siendo los mismos.
—Le traigo buenas noticias —dijo—. Sé donde está Mengele y espero que lo pueda atrapar porque su proceso abriría los ojos de muchas personas. —Me miró y siguió diciendo:— La semana pasada me encontré con dos alemanes, uno de ellos un viejo conocido mío, que acababan de regresar de Egipto donde vieron a Mengele hace unas semanas.
—Johann —le dije— por cuanto sabemos, Mengele está todavía en una nación sudamericana.
—Sí, estaba, pero se marchó hace un mes. Parece que se siente muy preocupado y con la sensación de que agentes israelíes le persiguen. —Johann me guiñó un ojo.— Puede que sea así o puede que sólo sea un caso de conciencia culpable porque no me extrañaría que hubiera perdido sus agallas después de la captura de Eichmann. Sea como fuere, ha decidido que El Cairo es un lugar más seguro para él.
—¿Y qué piensan de ello los egipcios?
—Lo acogieron con mucha reserva. Como Nasser quiere estar a la vez en buenas relaciones con Estados Unidos y con la Unión Soviética, puede que le preocupe la publicidad adversa que puede suscitar el hecho de que Egipto dé asilo a un hombre como Mengele. Así, que los egipcios le han sugerido que salga del país lo más pronto posible y el grupo alemán de Egipto, bajo las órdenes de cierto Obersturmbannführer Schwarz de Alejandría que se encarga de tan delicadas operaciones, alquiló un yate y llevó a Mengele y a su mujer a la isla griega de Kythnos, diminuta isla vecina a Creta, idealmente situada porque muy pocos barcos regulares llegan a ella.
—¿Es que Mengele va a quedarse allí?
—Los alemanes le han prometido sacarle de la isla, a él y a su mujer en cuanto puedan. No tiene usted mucho tiempo Wiesenthal, pero si actúa rápido, puede atraparle en Kythnos.
Yo estaba a punto de salir para Jerusalén con el fin de asistir al juicio de Eichmann. Pensé que si lo notificaba a las autoridades griegas a través de los canales diplomáticos habituales, se perderían varias semanas, y en aquella ocasión, como ya había hecho muchas veces en el pasado, decidí seguir un camino muy fuera de la rutina. Llamé por teléfono al editor de una gran revista ilustrada de Alemania con el que ya había cooperado anteriormente y nos pusimos de acuerdo: la revista quería el artículo y yo quería al hombre. A través de Langbein, llamamos a Atenas para ponernos en contacto con un tal doctor Cuenca, notable científico que se vio forzado durante la guerra a trabajar en Auschwitz como «asistente médico» bajo las órdenes de Mengele. Le expliqué que tendría que actuar rápido y en secreto. A su vez, Cuenca nos informó que los barcos normales de pasajeros, paraban en Kythnos sólo dos veces por semana. Tomé, la decisión de que un reportero de la revista se apersonara en Kythnos, pasando por Atenas y si encontraba a Mengele en Kythnos, llamara a Cuenca, que se desplazaría inmediatamente e identificaría al doctor. Si era el hombre en cuestión, Cuenca lo notificaría a la policía griega y con toda seguridad las autoridades griegas concederían la extradición de Mengele.
El reportero llegaba a Kythnos cuarenta y ocho horas después. No había más que dos grandes edificios en la isla, un monasterio y una pequeña taberna junto al puerto. El reportero entró en esta última y preguntó al tabernero si había tenido algún huésped últimamente.
—Un alemán y su mujer que se fueron ayer.
—Pero si ayer no hubo ningún barco de pasajeros —dijo el reportero.
—Vino un yate blanco al puerto. El alemán y su mujer subieron a bordo y el yate se volvió a marchar en dirección Oeste.
Había llegado, pues, con doce horas de retraso.
El reportero insistió:
—¿Y no hay otros alemanes en la isla?
El tabernero negó con la cabeza:
—Fueron los dos primeros huéspedes del año. Es demasiado temprano para los turistas, que de costumbre empiezan a llegar en mayo.
El reportero mostró al hombre gran número de fotos, de entre las que, sin dudar, el tabernero supo distinguir la de Mengele. Dos monjes que encontró le dijeron también que aquel hombre había estado allí el día anterior.
Habíamos perdido otro asalto.
Posteriormente, cuando volví a encontrarme con Johann, le pregunté si Mengele habría sido advertido que un reportero alemán se dirigía a Kythnos.
—No lo creo.
—¿Quién fue a buscar a Mengele a Kythnos?
—Ciertos amigos suyos españoles recogieron a Mengele y a su mujer en su yate particular porque el individuo tiene amigos en todas partes. Es aterrador lo que la gente es capaz de hacer por un sentido de solidaridad mal entendida. No sé quiénes son, pero sí que se lo llevaron a Barcelona. ¿Sabía usted que hasta tuvo la osadía de volver a Alemania?
—¿A Alemania? Pero si se ha publicado la orden de su arresto.
—Mengele tiene muy buenos amigos en Alemania. Sé que volvió a Günzburg en 1959 para asistir al funeral de su padre y que pasó allí varios días. Naturalmente, no se alojó en ningún hotel ni quiso estar en su casa, sino que vivió en el convento del Colegio Inglés.
—¿Y nadie fue a denunciarle a la policía?
—En Günzburg todo el mundo depende, de un modo u otro, de los Mengele. Estoy convencido de que la policía ignora que estuvo allí.
Cuando se supo que Mengele había estado en Günzburg en 1959, el ministerio público Rahn declaró en una conferencia de prensa en Frankfurt que la población de Günzburg «actuó como un grupo de conspiradores para ayudar a la familia Mengele». Posteriormente, el alcalde, un tal doctor Seitz, protestó, y a continuación un periódico publicaba que el doctor Seitz era ni más ni menos que el notario de la familia Mengele. Hubo acusaciones y contraacusaciones. Según la prensa, un funcionario legal de Günzburg decía que la población daba albergue «a un grupo de antiguos nazis que hábilmente echaban tierra» a la maquinaria de la democracia. El ex alcalde, Michael Zehetmeier, declaró para un periódico suizo: «En esta población nadie soltará prenda por mucho que sepa». Esa era Günzburg, una extravagante población medieval de doce mil habitantes, a orillas del Danubio, en Baviera. Günzburg se siente orgullosa de su bonito castillo estilo renacimiento, su iglesia rococó, su plaza del mercado con sus casas antiguas y de su mayor industria, la fábrica de maquinaria agrícola de Karl Mengele e Hijos. El padre de Mengele fundó la firma a principios de siglo y la familia se ha convertido en acomodada: los Mengele han venido siendo ciudadanos de primera categoría en Günzburg, de modo que un considerable tanto por ciento de los habitantes de la población trabaja, directa o indirectamente, para la firma. En Buenos Aires, terminada la guerra, la firma Mengele e Hijos adquirió el cincuenta por ciento de la Frado Agrícola KG, S. A., nueva industria local dedicada a la fabricación de tractores. La compañía argentina fue fundada con un capital de un millón de dólares.
En esa encantadora población antigua nació Josef Mengele el 16 de marzo de 1911 y se convirtió en el príncipe con corona de la familia dirigente local. En los años veinte pasó a la cercana Munich, donde fue a estudiar filosofía. Allí conoció a Adolf Hitler, en los días de la cervecería, convirtiéndose en un fanático seguidor del Führer. La gente de Günzburg que recuerda a Mengele joven, me dijo que su aspecto físico le hacía sufrir, que hubiera querido tener el aspecto de un ario, cosa que desde luego ni con imaginación podía soñar.
Mengele se alistó al principio de la guerra, se unió a la Waffen de la SS y prestó servicio como oficial médico en Francia y en Rusia. Los veteranos de la Waffen de la SS se disociaban de los SS ordinarios, pretendiendo que la Waffen no tenía nada que ver con campos de concentración ni otros aspectos crueles del régimen de Hitler. Sin embargo, sea o no verdad, lo cierto es que en 1943 Mengele fue nombrado doctor en jefe de Auschwitz: Himmler y el general inspector Glucks habían dado con el hombre apropiado.
Los experimentos de purificación de raza de Mengele me recuerdan el testimonio del ayuda de Hitler, el Obergruppenführer de la SS Von der Bach-Zelewski en Nuremberg. En el verano de 1941, cuando el Mufti de Jerusalén salió de Irak tras un malogrado golpe revolucionario al estilo fascista y huyó a Alemania, el cabecilla antijudío Moslem quiso conocer a su tocayo alemán. A Hitler le mostraron una fotografía del Mufti y se negó a recibirle no queriendo tratar con una persona «que parece un judío».
—Pero mein Führer —dijo Von der Bach-Zelewski, según testimonio propio—, si el Mufti tiene los ojos azules.
El Mufti fue recibido.
Ahora puedo reproducir con exactitud los movimientos de Mengele. Al terminar la guerra se fue a su hogar, a Günzburg, donde su familia y amigos, desconocedores de su carrera en Auschwitz, le recibieron como a un buen soldado que ha cumplido con su deber. Muchos sabían que había trabajado en «uno de esos campos», pero nadie hizo preguntas. Incluso después, cuando empezaron a correr rumores, la gente calló. Günzburg se hallaba en la zona de ocupación de los Estados Unidos en Alemania, pero los americanos no tenían cargos contra Mengele porque no sabían lo que había hecho. Era otra prueba de la total confusión que existía entre la diversidad de autoridades, civiles y militares en la Alemania de los primeros años de la posguerra.
Durante cinco agradables años, Mengele llevó una vida tranquila en Günzburg, visitando con frecuencia Munich y otros lugares. No fue hasta 1950 cuando empezó a sonar su nombre en los diversos tribunales de crímenes de guerra nazis. Algunos de sus antiguos colegas y subordinados, entre ellos su antiguo chófer de la SS, comenzaron a hablar de lo que él había venido haciendo en Auschwitz.
Mengele pensó que había llegado el momento de desaparecer. Como contaba con poderosos amigos en la organización ODESSA, en 1951 escapó hacia Italia siguiendo la ruta Reschenpass-Merano, pasando de allí a España y posteriormente a Latinoamérica. En 1952 llegó a Buenos Aires con documentaciones falsas y empezó a trabajar como médico sin licencia. No tenía temores: estaba en muy amistosos términos con la policía del dictador Juan Perón. En aquellos tiempos se hacía llamar Friedrich Edler von Breitenbach y contaba con muchos amigos entre los nazis del lugar.
El régimen de Perón terminó el 16 de septiembre de 1955 con el exilio del dictador. De repente los nazis temieron perder la protección oficial y entonces empezó un éxodo general al Paraguay. Mengele se fue a Asunción, capital del país, pero luego volvió a Buenos Aires, donde la vida era más grata. Ya no se atrevía a practicar la medicina ilegalmente y, en vez de ello, tomó a su cargo la dirección de la sucursal de la empresa familiar.
Habían pasado diez años desde que regresara de la guerra. Ningún tribunal alemán había abierto sumario contra él y Mengele debió creer que ya no era necesario esconderse bajo seudónimo y pasó a vivir en Buenos Aires bajo su propio nombre. Y así fue cómo encontramos su pista dos años después, en 1957, cuando su nombre apareció como principal acusado en un juicio alemán que se iba a efectuar contra los encausados de Auschwitz.
En 1962, algunos meses después que Mengele nos hubiera dado esquinazo en Kythnos, me enteré de que había vuelto a Sudamérica. Su esposa y su hijo habían quedado en Europa: Frau Mengele vivía en Kloten, cerca de Zürich, Suiza. Me puse en contacto con un abogado suizo que descubrió que ella había alquilado una casita en la calle Schwimmbad, número 9, e inmediatamente me enteré que la casa donde Frau Mengele vivía estaba muy cerca del aeropuerto. No era un lugar muy tranquilo —con los aviones volando por encima del techo de la casa—, pero conveniente para su esposo que podía estar en casa a los pocos momentos de llegar al aeropuerto de Zürich, sin riesgo de ser visto por demasiadas personas. Quise irme para allá y averiguar más cosas sobre la pareja Mengele, pero a la policía suiza no le gustan los forasteros inquisitivos en sus dominios. Por tanto, pedí a un amigo suizo que hiciera una visita a Frau Mengele.
Este me contó que la casa era una torre parduzca, que pasaba inadvertida en una zona moderna. Llamó al timbre. Una mujer pequeña, de unos cincuenta años de edad, «bastante bonita», abrió la puerta y al ver a un desconocido pareció desconfiar. Le preguntó qué deseaba.
Mi amigo explicó que venía de parte de una compañía de seguros.
—La póliza de esta casa no se ha pagado. Tiene usted que abonar la prima.
—Yo soy un nuevo inquilino y no sé nada de esa póliza.
Frau Mengele intentó cerrar la puerta; mi amigo, rápido, interpuso el pie.
—Perdone, señora, ¿no es usted Frau Vogelbauer?
—No. Ésa es la señora que alquiló la casa antes que yo. Es mejor que vaya y hable con el propietario.
—Sólo quiero echarle un vistazo al piso para ver si necesita alguna reparación.
La Hausfrau (ama de casa) alemana se despertó en Frau Mengele. Dijo a mi amigo que había un escape en el baño y le pidió que pasara y lo viera.
El apartamiento era moderno, confortable, limpio y frío. Suizo. Mi amigo no vio trazas de que por allá anduviera hombre alguno, sino que al parecer Frau Mengele vivía sola. Luego descubrimos que su hijo, Karl Heinz, estaba estudiando en Montreux.
Aquella noche me encontré en Zürich con un oficial suizo al que referí nuestro descubrimiento y le pedí informara a la policía. No es que yo quisiera causar ningún perjuicio a la esposa de Mengele, sino que sólo tenía interés en que vigilaran la casa por si Mengele se presentaba allí algún día. Pero pobablemente como resultado de mi intervención, las autoridades federales suizas, varias semanas después, en julio de 1962, expulsaban a Frau Mengele de Suiza. Los suizos no querían verse, al parecer, con el problema de tener que conceder la extradición de un criminal nazi, ni querían verse envueltos en un proceso de crímenes de guerra. Frau Mengele abandonó Zürich y se trasladó a la encantadora ciudad de Merano, en el Tirol italiano, donde todavía vive en una recoleta casa, confortada por la presencia de muchos ex nazis.
Ahora Mengele ha regresado a Asunción, y aunque hubiera preferido vivir en Buenos Aires, tiene en cuenta que todavía la orden de arresto sigue en pie. Sin embargo, de la sucursal que la firma de su familia tiene allí recibe el suficiente dinero para llevar una vida confortable.
Mengele tiene buenas razones para sentirse seguro en el Paraguay y la historia del país le reconforta. Paraguay ganó su independencia en 1811, siendo una dictadura desde 1815 a 1840. Luchó contra Brasil, Argentina y Uruguay desde 1865 a 1870 y adoptó por fin una constitución democrática cuando la población se había reducido a 280.000 hombres y casi 200.000 mujeres. Como Paraguay necesitaba emigrantes que quisieran trabajar su suelo, griegos, polacos, italianos y japoneses fueron inmigrando, así como muchos alemanes. Desde siempre, el Paraguay ha atraído a los colonos alemanes, especialmente después de la Primera Guerra Mundial y hoy existen más de treinta mil habitantes de ascendencia germana en el país. La población es ahora de casi dos millones, pero la influencia de la minoría alemana excede considerablemente a su número, pues los alemanes han conseguido posiciones clave en el comercio y en la industria. El presidente, general Alfredo Stroessner es el nieto de un oficial de caballería bávaro, y si bien él nació en Paraguay, parece muy ligado a su herencia alemana, hasta el punto que la guardia presidencial está compuesta de seis guardias que marcan el paso a la alemana.
Viven ahora en el Paraguay unos mil judíos; hay también un antiguo amigo mío del campo de concentración de Mauthausen que estuvo en Auschwitz y allí conoció a Mengele. Le encontré en Milán en 1964 y al hablar de Mengele parecía sentir aprensión.
—Por favor, no hagas nada drástico, Simón —me dijo—. Los dirigentes de nuestra comunidad judía en Asunción han recibido anónimos que amenazan con que «no quedará un solo judío con vida en Paraguay» si Mengele es raptado. Puede que sea una broma estúpida, pero muchos de los nuestros están preocupados y no seré yo quien les censure.
—¿Y la policía, qué? —le pregunté.
—Un forastero que no conozca el Paraguay no comprenderá nunca la importancia de la influencia alemana en el país. La ideología nazi de 1933 todavía subsiste, así como el principio nazi de la Sippenhaftung (discriminación racial). Los judíos de Paraguay serían hechos colectivamente responsables de lo que le sucediera a Mengele.
—Eso es una bobada —le contesté—. Hace años que conocemos a la segunda esposa de Mengele y a su hijo Karl-Heinz, que es un muchacho correcto y serio. Sé dónde vive, a quién ve y lo que hace, pero no se me ocurriría hacerle responsable de los crímenes que cometió su padre.
—Claro que no. Nosotros no hacemos esas cosas, pero ello no quiere decir que tampoco ellos vayan a hacerlas.
Se despidió de mí y se fue profundamente preocupado. Me quedé pensando en él un buen rato. Veinte años después de terminada la pesadilla, todavía hay personas para quienes la pesadilla sigue existiendo.
En julio de 1962, el gobierno de Bonn pidió a las autoridades de Paraguay que verificasen la identidad del doctor José Mengele, con residencia en Fulgencio Moreno, 507, Asunción. Varios meses después, las autoridades del Paraguay notificaron a la Alemania Occidental que Mengele era ciudadano de Paraguay sin «historial criminal alguno».
Mengele no pasó mucho tiempo en Asunción. Sus amigos le dijeron que estaría más seguro en una de las colonias alemanas del río Paraná Superior, zona donde Paraguay, Brasil y Argentina tienen fronteras comunes. El río que forma la frontera está muy poco vigilado y es fácil cruzarlo y entrar en Brasil. Mengele se trasladó a una propiedad cercana a Encarnación, perteneciente a Alban Kruge Krug, hacendado granjero de sesenta y pico de años, descrito como hombre de temperamento violento y violentas ideas políticas, que en sus viajes se hace escoltar por cuatro guardas concienzudamente armados. Mengele pasó dos años en la hacienda de Krug, ayudándole en la cosecha y asistiendo a los pacientes de Encarnación bajo el nombre de «doctor Fritz Fischer». Pero a finales de 1963 se sintió otra vez poco seguro. Sabía yo que iba a ser imposible seguirle todos los pasos a un hombre protegido por tantas personas en tan diferentes partes del mundo, y por tanto en vez de hacerlo decidí vigilar los movimientos de las personas allegadas; en este caso, su mujer y su hijo. Frau Martha Mengele no salía apenas de su casa de Merano y por aquel tiempo su hijo Karl-Heinz estudiaba en Montreux, Suiza. Poco antes de la Navidad de 1963, una carta echada en Montreux informaba a uno de mis amigos de Austria que Karl-Heinz Mengele acababa de salir para Milán, donde pensaba alojarse, en cierto hotel, pues según dijo a sus compañeros de curso tenía que encontrarse allí con ciertos parientes suyos de ultramar. La carta llevaba el matasellos de Montreux, 22 diciembre, pero debido a la acumulación de correo de Navidad, me llegó la mañana del 28. Tomé el primer avión para Milán y en el hotel me dijeron que un individuo con pasaporte español a nombre de «Gregor-Gregori», había estado allí, pero se había marchado hacía dos días.
El tercer asalto tuvo lugar pocos meses después, una noche de marzo de 1964, en que Mengele estaba pasando el fin de semana en el Hotel Tirol, cerca de Honeau, próspera colonia alemana al este del Paraguay. El Hotel Tirol es punto favorito de reunión de la sociedad local: buena comida, buena cerveza y una orquestina que toca maravillosas rumbas. El general Stroessner acude de vez en cuando a pasar allí un fin de semana, y también Mengele.
Era una noche calurosa y oscura. Media docena de hombres habían seguido al «doctor Fritz Fischer» hasta la suite número 26 del Hotel Tirol. Posteriormente hablé con algunos de ellos que formaban el «Comité de los Doce», porque eran doce supervivientes del campo de concentración de Auschwitz. Algunos tenían ahora dinero y habían entregado considerables sumas con el propósito de llevar ante la justicia a algunos de sus antiguos torturadores. Desgraciadamente, los métodos del comité no eran tan buenos como sus intenciones.
Me contaron más tarde lo que había sucedido. Seis miembros del «Comité» tomaron la decisión de ir a Sudaméríca, a fin de cazar a Mengele y llevarlo a Frankfurt am Main, donde se preparaba el juicio de Auschwitz. Pocos minutos antes de la una de la madrugada, los hombres entraron en el vestíbulo del Hotel Tirol, corrieron escaleras arriba y forzaron la puerta de la habitación número 26. Estaba vacía. El dueño del hotel informó que aquel tal «Herr doktor Fischer» había salido a toda prisa hacía diez minutos, después de recibir una llamada telefónica. Había sido tanta su prisa, que ni siquiera se había tomado la molestia de quitarse el pijama, poniéndose el traje encima mientras bajaba las escaleras y desapareció en la noche.
Mengele seguía siendo un hombre en libertad.
En abril de 1964, una mujer de mediana edad que voy a llamar Frau María (ése no es su nombre), vino a verme a mi oficina de Viena. Frau María estaba divorciada y vivía sola en Lörrach, pequeña población de Baden-Württemberg a la orilla del Rin que en esta zona sirve de frontera con Suiza. Frau María le hacía una visita a unos amigos que tenía en Viena y queriendo aprovechar la ocasión para tratar de averiguar qué le había sucedido a ciertas personas desaparecidas durante la guerra, le habían indicado que fuera a verme. Yo no podía, desgraciadamente, ayudar a Frau María, pero comenzamos a charlar y me contó que tenía demasiado tiempo libre, ya que, viviendo de una modesta pensión, no podía permitirse muchas cosas (un viajecito de vez en cuando a Basilea para ir de compras o a Zürich, ir alguna vez al teatro). La vida de Lörrach no era especialmente interesante y por su parte le hubiera gustado ocuparse en algo, pero, claro, «nadie da trabajo a una mujer de cincuenta y dos años».
Mientras hablábamos, me pasó por la cabeza la idea de que Frau María podría ser precisamente la persona que yo andaba buscando. Había llegado a la conclusión de que teníamos que cambiar de táctica respecto a Mengele, pues otro ataque de frente iba a ser inútil. Por otra parte, me llegaban informes de que le fallaba la salud, de que tenía conciencia de ser un criminal perseguido, de que necesitaba alguien que le cuidara, que echaba de menos a su esposa y a su hijo y que aunque tuviese éxito con las damas lo que necesitaba era una mujer que supiera guisar y cuidar la casa; en una palabra, una Hausfrau alemana en quien poder confiar. Me constaba que sus amigos y parientes de Günzburg habían discutido el problema y hablaban de buscarle una mujer «de absoluta confianza» que enviar al Paraguay.
Se me ocurrió que si podía meter a aquella mujer en casa de Mengele quizá consiguiéramos algo. Frau María parecía muy de acuerdo con el papel, pues era alemana, de aspecto agradable, buena ama de casa, sin vínculos familiares y parecía lista. Después de nuestra charla mandé hacer averiguaciones sobre su persona y todos los informes fueron excelentes. No había tenido nunca nada que ver con el movimiento nazi, gozaba de fama de digna confianza. Le escribí proponiéndole que nos encontráramos en Munich al cabo de unas semanas. En el vestíbulo de un gran hotel le conté mi plan. Ella me explicó que había oído el nombre de Mengele y que había leído lo de Auschwitz. Le pedí que lo pensara y a las cuatro de la tarde volvía a reunirme con ella en una cafetería. Frau María me dijo que tenía tomada su decisión: iría al Paraguay para ser el ama de llaves de Mengele. Lo único que faltaba ahora era que Mengele o sus parientes de Günzburg la tomaran para el puesto.
Dos semanas después nos encontramos en Salzburgo y preparamos un plan estratégico. Le expliqué exactamente a Frau María qué era lo que tenía que hacer: escoltada por un hombre que presentaría a todos como «el esposo de una íntima amiga», se iría a Günzburg y se alojaría en el Hotel Hirsch. A eso de las cuatro de la tarde, se irían a una cervecería que no estaba muy lejos, donde algunos de los más antiguos empleados de la firma Mengele e Hijos suelen reunirse a beber un vaso de vino o una cerveza antes de ir a cenar. Si todo salía como yo pensaba, Frau María no tendría que aguardar mucho.
La siguiente escena tuvo lugar un viernes por la tarde de mayo de 1964 en Günzburg, en una cervecería de paredes revestidas de roble y lámparas de hierro forjado. En una de las mesas, Frau María, con aspecto atildado y bondadoso, al estilo alemán, hablaba con su acompañante. Quizá, pensaban los que la observaban, haya bebido un poquito, pues su voz resonaba en todo el local.
—¡Bribones judíos! —decía—. ¡Son los mismos de siempre!, Streicher tenía razón: te estafan en cuanto te distraes un poco.
El hombre que la acompañaba parecía incómodo:
—No hables tan alto, María. Los tiempos han cambiado y no hay que decir esas cosas en público, cuando otros pueden oirte.
—No me importa. Que me oigan. Es así, ¿no? Quedan aún demasiado judíos, créeme.
De una mesa vecina, un hombre de edad se levantó y se fue al mostrador a hablar con el dueño del local. Le hizo una pregunta y el tabernero contestó que no, no conocía a la pareja, eran forasteros. El anciano entonces se dirigió a la mesa de ellos y les preguntó si les importaba se sentara un momento. Se presentó. Le llamaremos «Herr Ludwig».
Dijo que no podía dejar de oír lo que la señora había dicho.
—Pero no tema, se lo aseguro. Yo no soy un Epitzel (cómplice). En realidad estoy de acuerdo con usted. Esos —dijo mirando a María y asintiendo con la cabeza— no aprenderán nunca a meterse en lo que les importa y dejar en paz a los demás. Yo conozco a una persona que sufre mucho a causa de ellos, ¿y sabe por qué? Porque fue un buen soldado que cumplió con su deber. ¿Puedo invitarles a un vaso de vino?
María le dijo su nombre y presentó a su acompañante como «el esposo de una de sus íntimas amigas».
—Estaba usted diciendo que la habían perjudicado —dijo Ludwig—. Si ha sido aquí en Günzburg quizás yo pudiera ayudarle. Nosotros conocemos a todo el mundo.
Siempre decía «nosotros» cuando se refería a la firma Mengele e Hijos.
María le dijo que le estaba agradecida por su interés y a renglón seguido le contó la historia que ella y yo habíamos hilvanado varios días antes en Salzburgo: que intentaba conseguir la parte que le correspondía de la heredad de un tío suyo y que «uno de esos judíos» la había estafado. Herr Ludwig meneó la cabeza comprensivamente. Pidió más vino y se puso a hablar de la guerra, su tópico favorito de conversación. María le escuchaba con interés, pues le había recomendado yo que supiera ser un excelente oyente. Preguntó a Herr Ludwig si por casualidad era abogado, ya que parecía conocer tan bien a las gentes de Günzburg.
Negó con la cabeza:
—Estoy empleado en la firma Mengele e Hijos.
—¿Mengele? ¿No es ése el nombre del médico que los judíos andan buscando?
Antes de contestarle le lanzó una rápida mirada y luego dijo:
—Sí.
—¡Ojalá no lo encuentren nunca! No crea ni una palabra de todo eso que cuentan de él.
Aquello pareció complacer a Herr Ludwig:
—El doctor Mengele lleva una vida muy desgraciada. Nunca sabe de dónde puede venir el peligro.
Luego le preguntó dónde vivía y qué hacía.
—Casi nada —contestó ella—. Me encantaría poder viajar, dar la vuelta al mundo, pero probablemente cuando haya ahorrado bastante dinero seré demasiado vieja o estaré demasiado enferma para viajar.
Todos rieron y Ludwig pidió más vino. Cuando María y su acompañante se marcharon, Ludwig les acompañó hasta el hotel y, antes de despedirse, invitó a María a comer con él al día siguiente.
Fue a buscarla a mediodía y, después de comer, le dijo que había estado pensando en lo que ella le había contado. Quizás él pudiera proporcionarle un trabajo interesante y como posiblemente tendría que ir pronto muy cerca de Lorrach, ¿le molestaría que le hiciera una visita entonces?
—¡Claro que no! Avísemelo, así me encontrará en casa con seguridad —le dijo Frau María.
Pasaron cuatro semanas, durante las cuales probablemente Ludwig hizo concienzudas averiguaciones sobre María y, al parecer, serían satisfactorias porque avisó que iría a hacerle una visita en Lorrach y se presentó con flores y bombones. Recorrió con ojos complacidos el apartamiento de María y le dijo que era una estupenda ama de casa. Sintiéndose a sus anchas, le habló de Josef Mengele, a quien él conocía desde la infancia y que ahora se veía perseguido como un criminal. Cierto Wiesenthal de Viena, «uno de esos...»
Ella le preguntó si había visto a Mengele últimamente.
—He estado varias veces en Sudamérica desde el fin de la guerra, porque tenemos grandes sucursales allí, y en una de ellas me encontré con Josef Mengele. —Sonrió y prosiguió diciendo:— ¿Sabe, dónde nos vimos? En el más increíble de los lugares: en la embajada alemana en Asunción. Naturalmente, procuramos no llamar la atención de los funcionarios, pero habiendo tanta gente que hable alemán, dos hombres que también lo hagan pasan inadvertidos.
Herr Ludwig parecía bastante satisfecho de sí mismo.
—He venido a visitarla porque deseo hacerle una pregunta: ¿querría usted trasladarse a otro continente y trabajar por un año como ama de llaves del doctor Mengele?
María no contestó, y él añadió presuroso:
—Ya imagino lo que piensa: que el doctor Mengele vive en constante peligro. Usted tendría que andar con mucho cuidado...
María le contestó que era todo tan imprevisto... que por dinero no lo haría, pero había soñado tanto poder estar en el trópico.
Entonces él le dijo:
—¿Por qué no lo piensa? Dentro de una semana volveré, y si me dice que sí, tendré que pedirle que se venga a Günzburg para conocer a algunos miembros de la familia. Luego tendremos que ir a ver a Frau Mengele, que le explicará cómo tiene que llevar la casa del doctor.
María me tenía al corriente de todo enviándome postales, con inocentes mensajes en un código que habíamos acordado, que echaba en un lugar de las afueras de Lorrach y nunca dirigidas a mí. Al cabo de una semana me comunicó que Herr Ludwig había vuelto a visitarla, que se había mostrado muy persuasivo y que ella había dado su consentimiento al plan, más bien a desgana, como yo le había recomendado, y por los resultados, lo había hecho perfectamente.
Dos semanas después, Herr Ludwig le pidió que fuera a Günzburg y se volvieron a encontrar en la misma cervecería. María dijo que se había traído el pasaporte.
—Supongo que necesitaré visado —sugirió ella.
Herr Ludwig parecía dudar...
—Va a haber un pequeño retraso. Pero de todos modos será mejor que yo hable con algún vecino suyo de Lorrach para que le vigile el piso y también que haga lo necesario para que su banco cuide de su pequeña renta mensual...
De pronto cambió bruscamente de tema:
—Por cierto, querría que fuera usted a Viena y tratara de ponerse en contacto con ese Wiesenthal. Sería importante conocer sus movimientos exactos y especialmente si está planeando algo contra Josef.
Si era una trampa, María no cayó en ella.
—Herr Ludwig, usted me preguntó si quería irme a Paraguay como ama de llaves del doctor Mengele —le contestó ella—. Usted me prometió encargarse de mi viaje y decirme lo que había de hacer y yo acepté su oferta. Pero no soy una espía, ni puedo ir a Viena. Además, sería una insensatez. ¿Por qué iba a decirme algo a mí, a una extraña, el señor Wiesenthal?
Herr Ludwig pareció asentir.
—Creo que tiene razón —dijo—. Muy bien, vuélvase a Lorrach y ya le avisaré cuando todo esté a punto.
Eso fue lo último que María supo de Herr Ludwig: no volvió a visitarla ni a escribirle nunca. Quizá fuera más listo que nosotros. O quizá nosotros cometiéramos alguna equivocación.
El juicio de Auschwitz iba a empezar en Frankfurt am Main en 1964. El doctor Fritz Bauer, ministerio público principal, dijo a la prensa que el «José Mengele», al que se suponía en cierto lugar del Paraguay, y el «Josef Mengele» que fue médico del campo de concentración, eran una misma persona. El gobierno de Bonn hizo la última tentativa para obtener la extradición del principal encartado, y el 16 de julio de 1964, Eckhard Briest, embajador alemán en Asunción, durante una audiencia que le concedió el presidente Stroessner, presentó una vez más petición oficial de la extradición de Mengele.
El presidente Stroessner se puso furioso y dio un puñetazo sobre la mesa del despacho.
—Si sigue insistiendo en ello —gritó—, romperé toda relación diplomática con la República Federal Alemana.
Briest le explicó que había recibido instrucciones. específicas de Bonn respecto al caso Mengele. El presidente añadió:
—¡Ni una palabra más, señor embajador! ¡No voy a seguir tolerando semejantes cosas!
Varias semanas después aparecía un relato de la entrevista en la revista alemana Der Spiegel. Cuando Stroessner leyó el ejemplar aéreo del número, se dio cuenta de que quizás había ido demasiado lejos y consultó a sus consejeros. El ministro de Asuntos Exteriores, Raúl Pastor, apremió al presidente para que se librara de Mengele, poniendo de relieve que el Paraguay acababa de obtener un préstamo de tres millones de dólares del gobierno de Bonn y que quizá pudiera obtener algún otro más. Sería muy poco sensato, pues, ponerse en contra del gobierno alemán.
Por espacio de una semana, el sino de Mengele estuvo en la balanza. Se apersonó en Asunción y poco después en las paredes de la embajada alemana aparecían las inscripciones: ¡Embajada judía! Mengele libre! ¡Es una orden!
Quizá lo fuera. Una vez más el general Stroessner decidió no poner las manos sobre Mengele, que se vio forzado a retirarse al Paraguay oriental para vivir en una zona perfectamente custodiada donde no se permitiría la entrada a extraños. En Caracas, Venezuela, en una conferencia de la Interpol se discutió el caso Mengele y el doctor Federico Nicolás Fernández, director de la Interpol en Río de Janeiro, declaró haber sido informado que Mengele se escondía en la jungla, junto a la frontera paraguaya, pero no siendo Paraguay miembro de la Interpol, cualquier intervención directa, dijo, era imposible.
El doctor Fernández tenía razón.
Mengele vive ahora como prisionero virtual en la restringida zona militar cruzada por la autopista Asunción-Sáo Paulo, entre Puerto San Vicente y la fortaleza fronteriza de Carlos Antonio López, en el río Paraná. Vive allí en una pequeña choza blanca en medio de la jungla, en una zona despejada por obra de colonos alemanes. Sólo dos carreteras llevan a la escondida casa, ambas vigiladas por la policía paraguaya y una patrulla de soldados con órdenes estrictas de detener a todos los coches y disparar contra todo el que viole aquel espacio.
Y, por si acaso la policía se distrajera, hay allí también cuatro hombres convenientemente armados, guardas privados, con radios emisoras-receptoras portátiles, mantenidos por Mengele con su fortuna personal.
El gobierno de la Alemania Occidental sigue todavía reclamando a Mengele y sigue en pie la recompensa de 15.000 dólares por su persona.