CAPITULO XII

UNA NOVIA PARA EL DOCTOR BABOR

Hoy en día la gente acude a mí con toda clase de problemas relacionados con el régimen nazi tomándome por algo así como un curandero general, capaz de curar todas las enfermedades que se remonten a aquellos oscuros años que a nadie gusta recordar. Muchas veces, tienen una muy vaga idea de en qué mi trabajo consiste: acaban de leer algo en el periódico, recuerdan mi nombre y suponen que puedo ayudarles, darles algún consejo, protegerles, en el convencimiento de que no informaré a nadie de lo que me digan. El caso del doctor Babor es un típico ejemplo. Nunca hubiera sabido nada de él si una mujer de una población austríaca que no me conocía, no hubiera leído algo sobre Wiesenthal en un diario y le hubiera dicho a su hija que viniera a verme.

El problema de la muchacha había comenzado varios meses antes de su visita. La llamaré Ruth aunque ése no es su nombre porque vive todavía en Austria. Ruth tenía unos veinticinco años cuando yo, un día de finales de 1963, la conocí: joven, bonita, vivaracha, de pelo oscuro, ojos soñadores y una figura de esas que los austríacos con mucha educación llaman vollschtank (esbelta a rabiar) Ruth me dijo que era una «irremediable romántica», imaginando que la vida debía de ser una aventura emocionante. Luego admitió francamente que todo había comenzado porque quería emociones, lo cual no podía tener en aquella población austríaca en que vivía con su madre, donde el trabajo de la oficina la aburría, así como los jóvenes que conocía en las pocas fiestas a que asistía. Hacía dos años fue a visitar a su her­mano, ingeniero, en Kenya. Su hermano la había llevado en un safari y África la encantaba: los extraños ruidos de la jungla, los animales, el ambiente y el misterio. Cuando regresó al cabo de tres meses, la vida en su ciudad natal se le hizo insoportablemente tediosa, y la rutina de la oficina, más espantosa que nunca. Al llegar a la veinticuatro o veinticinco carta del día encabezada por un «Muy señor mío: Nos complace informarle...», sentía una repulsión casi física hacia la má­quina de escribir.

Aquél era su estado de ánimo cuando leyó aquel anuncio en la sección de «Noviazgos» del Kurier de Viena.

Ruth me dijo que era un domingo por la tarde, que llovía y que se sentía muy deprimida. El anuncio decía:

«MÉDICO, 42, excelente posición ultramar, desea corres­pondencia con bonita muchacha. Propósito: matrimonio. Escri­bir: Apartado de Correos número...»

—Imaginé en seguida que «ultramar» quería decir África —me dijo Ruth—. No puedo explicármelo, fue algo más que una corazona­da; lo presentí. Dije a mi madre que pensaba contestar aquel anuncio y ella se rió porque me conocía, pero le pareció que no tenía nada de malo escribir una carta «mientras no se espere contestación». Mamá no es muy optimista. Bueno, pues escribí la carta y la eché al correo el lunes por la mañana al ir a la oficina y durante unos días estuve pensando en ella. Pero no llegó ninguna contestación, tal como mamá había pronosticado y al cabo de un tiempo, la olvidé.

Tres semanas después llegaba una carta. Era del ingeniero diplo­mado Babor, de Viena.

El ingeniero Babor escribía en un estilo cortés y pasado de moda, decía que había leído detenidamente su carta y que le gustaría tener el privilegio de conocerla, para hablarle de su hijo Karl, renombrado doctor de Addis-Abeba, Etiopía. Karl gozaba de muy buena posición pues entre sus pacientes se contaban varios miembros de la familia del emperador Haile Selassie.

—Lo hablé con mi madre —me siguió contando Ruth— y deci­dimos que no había nada malo en hablar con aquel educado anciano. No es que yo pensara en él como futuro suegro mío, no; más bien lo tomé a broma. Las compañeras de la oficina me decían: «Vigila, Ruth, que dentro de un año vas y tienes un marido y una gran casa en Addis-Abeba, docenas de sirvientes y automóviles. El emperador en persona te invitará a cenar, ¡vaya suerte la tuya!.». Y todas se echaban a reir porque sabían que yo nunca tenía suerte. Me había enamorado pero siempre del hombre menos apropiado: o bien él estaba enamora­do de otra o, peor aún, ya casado. En la oficina me llamaban «la chica de la mala pata».

A la semana siguiente, el ingeniero Babor le hizo una visita. Era un caballero anciano de reposado encanto, muy como su carta hacía presumir. Pareció muy complacido al ver a Ruth y le dedicó un cum­plido, afirmando que había recibido un montón de cartas «así de alto» (levantó la mano a un metro y medio por encima de la mesa) pero que la de Ruth era la que le había gustado más. Y con galante­ría vienesa añadió:

—Y puede aún que me guste más su persona que la carta.

Siguió diciéndole que él y su esposa llevaban en Viena una vida tranquila, que su hijo Karl se había marchado a Etiopía con su esposa, una baronesa Babo («muy curioso el parecido de los nombres») muer­ta en accidente de coche en 1960, que la única hija del matrimonio, Dagmar, tenía ahora veinte años y estaba en París estudiando. El doctor Karl Babor era ginecólogo, «el mejor de Addis-Abeba», decía su padre, y trabajaba en el Hospital Menelik que los soviets habían do­nado a Etiopía. Tenía además clínica propia moderna, con equipo de rayos X y laboratorio, y de vez en cuando era invitado a palacio por el emperador.

—Desde la muerte de su esposa, nuestro hijo se ha sentido muy solo —dijo el anciano—. No puede dejar sus pacientes y venirse a Europa y por eso le sugerí lo del anuncio en el periódico, pensando que quizás encontrásemos alguien —sonrió a Ruth y prosiguió: — Y no me sorprendería que efectivamente lo hubiésemos encontrado.

Herr Ingenieur —le dijo Ruth al instante—. Voy a repetir lo que ya le decía en mi carta: yo soy judía...

—Pero mi querida damita, ello no importa en absoluto. Nosotros somos católicos, siempre nos hemos mostrado liberales en cuestión de sentimientos y en nuestra casa el antisemitismo no se conoce, créame. —Miró a Ruth y le preguntó:— Le escribirá usted directamente, ¿verdad?

Aquel fue el comienzo de un largo e intenso romance por corres­pondencia. Todos los lunes por la mañana, el cartero traía un gran sobre alargado, «Por avión» con bonitos sellos (el cartero le decía: «Si no necesita usted los sellos...») enviado por el doctor Karl Babor, P. O. Apartado 1761, Addis-Abeba,

Al cabo de unas semanas, Babor le envió una fotografía suya. Ruth vio a un hombre de pelo castaño, estatura mediana, bastan­te delgado, de ojos tristes y aspecto joven. En sus cartas le decía que se encontraba muy solo, que su hija vivía casi siempre en París, que tenía la jungla cerca y le gustaba ir de caza solo. Al cabo de dos meses enviaba un «beso tus manos» a su. «querida Ruth». Ella le contestó llamándole «Querido Karl», creyendo conocerlo bien. En la oficina ya no hacían bromas de su supuesta marcha a África.

El padre de Karl le pidió que fuera a Viena a pasar el día y la llevó al teatro y a un bar donde tomaron una copa y hablaron de Karl. A Ruth le sorprendió que el ingeniero Babor no le presentase a su esposa.

—Cuando le pregunté por ella, me respondió con evasivas —me contó Ruth—. Supuse que a la madre no le agradaría la idea de aquella boda por anuncio. Pero Karl y yo seguíamos manteniendo frecuente correspondencia y sus cartas eran amables y afectuosas.

Aproximadamente al año de la primera carta, el doctor Babor invitó a Ruth a ir a Addis-Abeba y le escribió que había pedido billete ida y vuelta de Viena a Addis-Abeba, «por si acaso esto no te gustara, cosa que espero no ocurra». Decía que también había pedido a su hija Dagmar fuera a Viena a reunirse con ella «para que mi hija y tú hagáis el viaje juntas».

Pocos días después, Dagmar llegaba e iba a visitar a Ruth. Una y otra se vieron inmediatamente con simpatía. Dagmar era una bonita muchacha de ojos tristes.

—Supongo que aquella muchacha nunca tuvo demasiado afecto en el hogar —me dijo Ruth.

Una semana después, volaban juntas rumbo a Addis-Abeba.

El doctor Babor las esperaba en el aeropuerto. Estuvo muy cortés; a ella le besó la mano y abrazó a Dagmar pero no como Ruth había imaginado. En aquel hombre había algo raro, inquietante.

—No tenía nada de lo que yo por las cartas había imaginado —prosiguió diciéndome Ruth—. Al contemplarlo personalmente, le vi extraño, retraído, casi siniestro.

Conducía pésimamente. En la carretera del aeropuerto a la ciudad, por poco choca de frente dos veces por conducir demasiado a la izquierda, hasta el punto de que Ruth le preguntó medio riendo si es que intentaba matarse. A lo que él contestó muy serio que hacía años lo intentaba. Ruth supuso que estaría abrumado de trabajo y momentáneamente deprimido, sabiendo que en África los hombres blancos sufren con frecuencia negros abatimientos. Pero quedó estupefacta cuando él añadió con sombría satisfacción que había tenido cinco accidentes de automóvil en los últimos dos años. Entonces Ruth, con una mirada de curiosidad le preguntó cómo se las había arreglado para que no le retiraran el permiso de conducir.

—Querida mía, en el palacio del emperador me tienen en gran estima: soy el mejor médico de Addis-Abeba.

Detuvo el coche frente a una casa oscura, con aspecto de desha­bitada. El lugar era fresco y, como Dagmar, Ruth tenía ganas de descansar un poco.

—Vamos una horita a la jungla —propuso el doctor a Ruth.

—¿Ahora? —se sorprendió ella.

—¿Por qué no? No hay mucho trecho, no tienes que cambiarte más que los zapatos. Yo voy por el fusil.

La jungla estaba a unos pocos kilómetros. De nuevo Ruth se dejó cautivar por la magia de África aunque se le hacía difícil disfrutarla. Él conducía como un loco y ella tuvo miedo. Le dijo que bajaría del coche si seguía conduciendo así.

—Se rió —me contaba Ruth—. Se rió cómo si yo hubiera dicho algo divertido y yo cada vez le iba teniendo más miedo.

—No seas tonta —me dijo—. Esto no es la Ringstrasse donde puedes bajarte del coche y tomar el primer tranvía —rió otra vez—. Está infestado de cocodrilos.

Creyó que era una broma, pero él detuvo el coche, le dijo que bajara y los dos anduvieron por un estrecho sendero en dirección al río. Entonces pudo ver cocodrilos en la oscura agua terrosa.

—¿No te parecen unos animales encantadores? —le preguntó.

Ruth se apartó.

—Volvámonos, quiero presentarte al mejor amigo que tengo en todo Etiopía.

Ambos se reunieron con Dagmar.

—Nos detuvimos frente al cuartel de policía y descendimos. Bajo un árbol había un león viejo, y, ante mi terror, Karl dijo que no había nada temer porque aquel león era como un animal doméstico y ellos dos se llevaban bien y sin más metió la mano dentro de la boca del león. Cuando volvió hacia mí, vi que le goteaba sangre del brazo.

—Dios mío, ¡te ha mordido! —exclamé. Pero Karl, con una risita, dijo: «No importa. Es mi mejor amigo... Venga, vámonos a casa».

La sala de estar del doctor Babor era húmeda y fría y en la casa no había nada que comer, la nevera estaba vacía. Dagmar abrió una lata de cecina. El doctor Babor dijo que estaba cansado y subió a su habitación sin una palabra de excusa. Aquello produjo un incómodo silencio y Dagmar me contó que las depresiones de su padre iban de mal en peor.

—Durante la guerra debió de ser testigo de horribles escenas. Nunca habla de ello, pero le obsesiona. Mientras vivió mamá, parecía más tranquilo y a veces, hasta casi feliz, pero desde entonces... —se encogió de hombros con gesto de desaliento—. A mamá la necesitaba mucho. Luego ocurrió el accidente, y ahora, ya lo ves, me tiene asustada.

Ruth indagó cautelosamente sobre el accidente y descubrió que al parecer la señora Babor conducía el coche una noche oscura y sin luna y chocó contra un coche aparcado. Su esposo iba sentado a su lado pero el accidente nunca fue descrito con detalle. Pero se dedujo que la señora Babor no había hecho acción de desviarse para evitar el choque de frente, ni tampoco frenó, como si hubiera querido precisamente chocar contra el coche aparcado. Murió instantáneamente y su esposo quedó mal herido.

Ruth no pudo dormir aquella noche. Pensaba en las afectuosas cartas de Karl, en sus ojos brutales y en cómo había metido la mano en las fauces del león. Se alegró de no tenerle que ver a la hora del desayuno, pues él había marchado temprano a su clínica. Salió con Dagmar y cuando regresaron a casa, a última hora de la tarde, él es­taba en la sala sentado, con la vista fija al frente, y no se levantó cuando ellas entraron.

Ruth subió a su habitación. Abajo se produjo una discusión y pudo oír que Dagmar se quejaba de que tenía hambre y de que en la casa no había nada que comer. Luego sonó la voz del doctor Babor, gritan­do algo que Ruth no entendió y la voz de Dagmar contestando a su padre también a gritos. De pronto se hizo el silencio y al cabo de un rato le vio salir de casa y meterse en su coche. Una media hora después estaba de vuelta con comida, pero no comió con ellas. Dagmar dijo que su padre no comía casi nada.

Al día siguiente por la noche, la esposa de un funcionario local, llevó un niño enfermo al doctor Babor. Dagmar abrió la puerta y la señora le contó que el niño estaba con fiebre y que no podía encontrar ningún médico de infancia, ¿tendría la bondad el doctor Babor de echarla un vistazo al pequeño?

La muchacha entró y dijo que había una mujer con un niño en­fermo. Karl se puso furioso.

—Tenía los ojos inyectados en sangre y su rostro descompuesto por el odio —me dijo Ruth—. Fue horrible. Se puso a gritar a Dagmar que a quel crío ni lo tocaría, que él odiaba a los niños, que por él podían morirse todos: «Nunca he visitado niños ni nunca lo haré». Dagmar se quedó inmóvil, pidiendo en silencio mi intervención; así, que dije: «Karl, piensa que eres médico y el niño está enfermo. Por favor, ve y hazte cargo de él».

Entonces se volvió hacia mí. Me dijo que no me metiese en lo que no me importaba, que no necesitaba consejos de una puerca y gorda judía. Me quedé sin habla. Entonces gritó: «No te quedes mirándome así. Odio a los niños y a todos los seres humanos, lo mejor sería que los asfixiaran lo más rápidamente posible a todos. Son mucho mejor los animales que las personas, a los animales sí que hay que conservarles la vida».

Dio media vuelta y desapareció corriendo en la noche.

La mujer se marchó con su crío. El viejo criado que había en la casa, dijo a Ruth que el doctor Babor se habría ido probable­mente al zoo y cuando Ruth le preguntó qué iba a hacer al zoo a aquellas horas, de noche, el criado le dijo que el doctor Babor «estaba enfermo y muy preocupado», que le gustaba ir a jugar con el leopar­do del zoo, que le encantaba pelearse con él y meterle la mano en la boca. Al día siguiente Ruth vio que la mano izquierda de Babor estaba vendada.

—Me dí cuenta de que era un enfermo —me dijo—. Le dije con toda calma que yo quería volver a Viena y aquello le produjo un ataque de rabia. Se puso a gritar que yo no tenía ningún derecho a hablarle así, que a él nadie le hablaba así, que tuviera en cuenta que era un gran hombre, un hombre importante, el mejor doctor de Addis-Abeba. Sonreí y con toda calma le dije: «Karl, creo que lo que en realidad eres es el más peligroso loco de Addis-Abeba» y le di la espalda pero inmediatamente noté detrás su jadeante respiración. Me volví: venía hacia mí y vi que sus ojos estaban como inyectados en sangre. Comprendí que era capaz de estrangularme y algo me hizo gritar: «¡Vete de aquí, bruto! ¡Sal de aquí ahora mismo! ¡No me toques!».

»Fue muy extraño. En cuanto me oyó gritar, empezó a retroceder, los hombros se le hundieron y pareció como si fuera a caerse. Me hizo pensar en un muñeco de esos que se deshinchan cuando se les escapa el aire. A continuación, se fue. El viejo criado esperó a que Babor se hubiera marchado. Luego entró y me hizo una reverencia: puesto que yo le había gritado a su amo ahora yo era más fuerte que su amo. El criado me explicó que la esposa de Babor le pegaba una bofetada cuando le daba «uno de aquellos ataques» y que entonces Babor se callaba y estaba «muy amable». El criado hizo una mueca de desprecio. Llamé al aeropuerto y reservé plaza para el primer vuelo del día siguiente.

El avión salía a las diez de la mañana. Cuando Ruth bajó con sus maletas, Dagmar le dijo que ella y su padre estaban invitados a comer en el palacio del emperador y que no podían acompañarla al aeropuerto.

—En Addis-Abeba una mujer no puede tomar sola un taxi —me explicó Ruth—. Así, que le dije a Dagmar: «Sabe Dios adonde me lle­varán esos conductores nativos. Lo siento, pero tú y tu padre me acompañáis primero al aeropuerto y luego os vais a comer con el emperador.

«Entonces oí un ruido en la puerta y le vi allí. Estaba de pie, sin moverse. Lentamente, empezó a andar hacia mí. Creí que iba a matarme y actué movida por un reflejo: le abofeteé el rostro muy fuerte, dos, tres, veces... no recuerdo. El seguía sin moverse, dejando que yo le pegara y me dio la impresión de que le gustaba. Eso fue lo peor, que empezó a decirme que le pegara, que no merecía otra cosa, que no había nada de bueno en él, que quería morir, que había querido morirse desde el accidente de su esposa.

Ruth cerró los ojos.

—Oh, era horrible. ¡Y pensar que todo aquello ocurría delante de su hija! Pero a partir de entonces, no tuve problemas; me llevaron al aeropuerto. Dagmar lloraba y quería que yo me quedase. El ni siquiera se des­pidió de mí, y me alegré, se fueron a comer con el emperador y subí al avión. En cuanto me instalé en mí asiento, llamé a la azafata y le pedí algo de comer.

Directamente, desde el aeropuerto, Ruth fue a ver al padre de Babor para contarle lo ocurrido. Una anciana que era sin duda la madre del doctor, abrió la puerta, pero al ver a Ruth llamó rápidamente a su marido y la dejó sola.

—Yo estaba muy excitada y le dije que no debió permitir jamás que yo fuera hasta allí. ¿Es que no sabía acaso que su hijo estaba seriamente enfermo y que su lugar era el hospital? ¿Cómo podía Karl ser médico negándose a curar a los niños y diciendo que odiaba a la gente? Pensaba y decía que a la gente había que gasearla, que sólo amaba a los animales... Se lo conté todo y el anciano se excusó, diciéndome que Karl había sufrido un terrible choque moral durante la guerra, que había supuesto que ahora se habría recobrado, precisa­mente por ello necesitaba alguien que fuera más fuerte, más enérgico que él, y que quisiera cuidarle.

—Sí —le contestó Ruth—. Una gorda y cochina judía que se atreva a pegarle.

—Lo siento, créame. Espero que pueda olvidarlo todo.

Pero ella no podía olvidarlo y veía al doctor Babor en sus pesadi­llas. Había vuelto a su aburrido empleo en la oficina y cometía más errores cuando escribía a máquina que nunca hasta el punto de que la gente decía que parecía otra. Lo malo era no poder contar a nadie lo sucedido pues era de esa clase de cosas que sólo se leen en las malas novelas pero que nunca le sucede de veras a nadie. Sólo su madre estaba al corriente de todo y le preocupaba su hija, hasta que una noche, al regresar Ruth a casa, le había dicho:

—Creo que deberías relatarlo a alguien que pudiera comprenderlo. Mira, he leído de ese Simón Wiesenthal en el diario, ¿por qué no vas a Viena y hablas con él?

Ruth, al llegar aquí se encogió de hombros:

—Comprendo que toda esta historia parece increíble, Herr Wie­senthal, pero es la pura verdad. Se lo juro.

La tranquilicé, y le aseguré que yo sí la comprendía:

—Hace años que conozco al doctor Karl Babor —le dije—. Le conocí mucho antes que tú.

Mientras Ruth me contaba toda la historia, yo pensaba en otra cosa, en cierta escena grabada en mi memoria que nunca olvidaré y que ocurre en una pequeña habitación de paredes gris oscuro. La entrada está a la izquierda, la salida en el centro de la pared de atrás y esa salida da directamente al crematorio del campo de concentración de Grossrosen, cerca de lo que entonces era Breslau y ahora es Wroclaw, Polonia.

En el escenario vacío no hay más que una mesita con varias jeringas y unas pocas botellas llenas de un líquido incoloro y una silla, no más que una. Un ligero olor a carne quemada flota en el aire. Estamos en el año 1944 y la hora puede ser una cualquiera del día o de la noche. Nos hallamos en la antecámara del crematorio de Gross­rosen. No hay cámara de gas en este campo de concentración y el crematorio lo maneja un prisionero ruso llamado «Iván el negro» porque el humo constante le ha ennegrecido cara y manos. Iván tiene un aspecto realmente terrible pero pocos internados le ven mientras todavía están con vida. Para cuando «Iván el negro» se ocupa de ellos, la gente ya no tiene miedo. El transporta sus cenizas hasta un huerto vecino donde son usadas como fertilizante, en él los guar­dianes plantan verduras para la cocina del campo. Sé todo esto porque yo soy uno de los prisioneros que trabajaban en aquel huerto, el huerto vecino al crematorio de Grossrosen.

Ahora aparece un hombre joven en el centro de la habitación. Sobre su uniforme de la SS lleva una bata blanca de médico. La ma­yoría de prisioneros no habían visto hasta entonces a aquel joven «doctor» que es un miembro del «comité de selección». Cuando los transportes de prisioneros llegan, se les ordena bajar la rampa y quedar­se en posición de firmes frente a la mesita. El «doctor», sentado detrás de ella, mueve su índice hacia la derecha (vida) o hacia la izquierda (muerte). Un SS hace una señal en la lista. El «doctor» echa un segundo vistazo al despojo humano que tiene ante sí:

—¡Abre la boca! ¡Más!

Asiente con la cabeza. El prisionero aún vale algo: tres dientes de oro. El «doctor» marca una gran cruz negra con un grueso lápiz mojado, sobre la frente del prisionero.

Abtreten! (¡Marcado!)

Todos los marcados han de inscribirse en la oficina del campo y los dientes de oro que la boca tiene son registrados por duplicado. Ya no les pertenecen, pero se les permite usarlos mientras estén con vida, pues ¿quién dijo que los SS eran inhumanos? No serían capaces jamás de quitarle los dientes de oro a un hombre vivo.

Pronto los prisioneros que han sido dirigidos hacia la izquierda volverán a estar frente al joven de blanco uniforme de médico que tiene gran habilidad en su trabajo. Llena la jeringa, dice al paciente (que está desnudo hasta el ombligo) que se siente en la silla. El pa­ciente es sostenido por dos SS. El joven se pone rápidamente ante él, le clava la aguja en el corazón y le inyecta el líquido. La aguja con­tiene ácido fénico: es mortal.

A Herr Doktor Babor sus superiores lo quieren bien y le llaman Herr Doktor, aunque saben perfectamente que sólo era un estudian­te de medicina con su sexto semestre recién aprobado en la Universi­dad de Viena.

—Siempre les doy un poco más de la dosis letal, para estar bien seguro —les dice.

El Doktor es muy humano. A veces los prisioneros están muy asustados cuando les administra el coup de grace, pero no tiene de­masiado tiempo para pensar, pues hay otros pacientes que esperan. Los cuerpos de los que han muerto son arrastrados rápidamente hacia la puerta de salida, y poco después los de afuera ven salir humo de la chimenea.

Después que Ruth me hubo contado la historia me quedé un buen rato sentado frente a mi mesa. ¿Cuántas veces vi salir humo de aquella chimenea mientras trabajaba en el huerto del campo? Fue sólo por voluntad de Dios que no tuve yo también que sentarme en aquella silla frente al Herr Doktor Karl Babor.

No existe tratado de extradición entre Austria y Etiopía y en la mayoría de países africanos el Estatuto límite para asesinato es diez años. De acuerdo con la ley de Etiopía, los crímenes de Babor no pueden ya serle imputados.

Repasé la historia de Babor desde terminada la guerra. Primero estuvo en un campo de internamiento aliado, como uno de los «peces sin importancia» que no había hecho «nada serio»; en 1947 pasó varios meses en la prisión Landesgericht de Viena, pero las pruebas no eran «suficientes» y fue puesto en libertad. Babor tuvo suerte: su caso nunca pasó de una investigación preliminar y luego fue abando­nado. Había muchos otros casos más urgentes.

En 1948 Karl Babor reanudó sus estudios de medicina en la Uni­versidad de Viena. Al año siguiente, después de haber aprobado los exámenes, recibió el título de doctor en Medicina en la misma Universidad y juró solemnemente «servir a la humanidad». El doctor Babor hizo su internado en el hospital municipal Gersthof de Viena y luego practicó el ejercicio de la medicina en la encantadora pobla­ción de Gmunden, en el Salzkammergut. Se cuenta que fue muy po­pular allí entre sus pacientes; pero, sin embargo, el doctor Babor no se sentía a salvo en Gmunden: un día de 1952, dos hombres se presen­taron en el domicilio de sus padres en Viena y preguntaron por él. Se trataba de dos individuos que en otro tiempo estuvieron internados en el campo de concentración de Grossrosen, y al decirles el padre de Babor que su hijo no estaba allí, los hombres se fueron a la policía y prestaron declaración de cargos contra el doctor. Posiblemente no fue pura casualidad que poco después Babor desapareciera de Gmurtden con su mujer y su hija. Al año siguiente, las autoridades austría­cas obtuvieron más pruebas sobre las actividades de Babor durante la guerra que le acusaban de haber causado la muerte de un número desconocido de personas, inyectándoles veneno. Se publicó su orden de arresto; pero su paradero se desconocía, creyéndole en algún lugar de Sudáfrica.

Como yo sabía que ningún tribunal etíope juzgaría al doctor Karl Babor y que él no iría voluntariamente a Viena para presentarse ante el tribunal, quedaba sólo una posibilidad de obligarle a hacerlo. Llamé al corresponsal en Viena del New York Times, que publicó un relato que tuvo repercusión en América y Etiopía. La Embajada de Etiopía en Washington convocó apresuradamente una conferencia de prensa para informar al público de que el doctor Babor no había sido nunca médico oficial de Su Majestad el Negus, admitiendo, sin embargo, que sí era cierto que había tratado a algún miembro de la familia im­perial.

Cuando fue publicado mi reportaje «Babor tiene que justificarse», por un periódico de Frankfurt, el editor recibió una carta de un pro­fesor de historia alemán, que decía:

«Después de terminada la guerra de 1945, mi esposa Ingeborg, su madre (ahora fallecida) y su hermana se trasladaron a Austria y vivieron en el Hotel Post, de Stube am Arlberg. Unas pocas casas más allá vivía cierto Karl Babor con su esposa Helga y su hija Dagmar, de Viena. Babor andaba con muletas y dijo que había sido herido al final de la guerra. A principios de 1946, mi suegra y su familia se trasladaron a Zug, pequeño pueblecito no lejos de Lech am Arlberg, alo­jándose en un antiguo barracón de la Wehrmacht que pertene­cía entonces a un campesino de la localidad. Poco después Babor y su hija fueron a vivir con la familia de mi esposa y estuvieron en el barracón hasta finales de 1946. Como es na­tural, viviendo juntos en tan reducido espacio, llegaron a cierta intimidad y Karl Babor reveló a mi mujer que había sido Lagerartz (doctor de campo) en varios campos de concen­tración.

»Mi mujer tenía entonces veintidós años y no sabía nada de lo que había realmente ocurrido en aquellos campos, cre­yendo que los «doctores de campo» tenían a su cargo las nor­males funciones y obligaciones humanitarias de cualquier otro médico. Posteriormente, ella trabajó como enfermera en el Sa­natorio Helios de Davos bajo los auspicios del Comité de Ayuda Judía, donde personas procedentes de campos de con­centración enfermas de tuberculosis eran tratadas. Los horrores que sus pacientes le describieron y los hechos que más tarde mi mujer descubrió —yo soy profesor de historia—le abrieron los ojos. Cree ahora que puede contribuir a la condena de Karl Babor porque lo llegó a conocer muy bien y está dispuesta a facilitar toda clase de información a Herr Wiesenthal, por lo que pide se haga llegar esta carta hasta el Centro de Docu­mentación, ya que no conoce la dirección de Herr Wiesenthal."

El relato del New York Times tuvo también repercusiones en Addis-Abeba. Corresponsales austríacos y alemanes pidieron al doctor Babor que se defendiera de aquellas acusaciones mías y en una conferencia de prensa Babor declaró indignado a los corresponsales que «él no había tenido jamás actividad en campo de concentración alguno». Admitió, sin embargo, que había actuado en Breslau como Truppenarzt (médico militar).

Uno de los corresponsales le dijo:

—Doctor Babor, ¿por qué no demanda a Wiesenthal por difa­mación?

—Mi posición económica no me lo permite. Para ello tendría que tomar el avión para Viena y no dispongo de dinero para ello.

Cuando leí aquello en la prensa alemana y austríaca envié a Babor el siguiente cable: «Tiene su billete de avión en Ethiopian Air­lines de Addis-Abeba stop habitación y alimentos pagados en Viena stop Wiesenthal». No consideré de buen tacto añadir que la habita­ción y la pensión iban a ser suministrados gratis por la cárcel de Landesgericht, pues las autoridades austríacas mantenían la orden de arresto contra él. Entregué el cable a la prensa local, queriendo asegu­rarme de que Babor no podría pretender no haberlo recibido.

Mi cable no obtuvo ninguna respuesta. Babor no quería presentarse en Viena, sino que decidió emprender otro viaje. Redactó su testa­mento, pagó las cuentas pendientes, puso meticulosamente todos sus papeles en orden y se fue en el coche hacia la jungla, hacia aquel su lugar favorito junto al río infestado de cocodrilos, adonde había llevado a Ruth en la primera noche que ésta pasó en Addis-Abeba.

Allí detuvo el coche, se desnudó completamente y guardó las ropas en el interior del vehículo. Se llevó sólo el fusil. Lentamente fue hun­diéndose en el río, rodeado de los animales que tanto quería. Siguió andando hasta que el agua le cubrió el pecho y entonces se disparó un tiro en el corazón.

Quizá quiso que los cocodrilos se ocuparan de él, pero no lo hicieron. Pocos días después, unos turistas americanos en safarí vieron el cuerpo flotando en el río e informaron a las autoridades de Etiopía de su descubrimiento. La investigación policial estableció sin lugar a dudas que el doctor Karl Babor se había suicidado. Un periódico nazi publicó en exclusiva la historia de que «agentes de Wiesenthal» habían asesinado a Babor. El funeral tuvo lugar pocos días después, con asistencia de muchos miembros de la colonia alemana y austríaca. El cónsul general de Austria colocó una corona sobre la tumba del doctor Babor.