CAPITULO XIV
GALERIA DE LAGRIMAS
Aquella carta venía de Nueva Zelanda, la letra era difícil de entender, pero el contenido era muy claro. La anciana se disculpaba sabiendo que su caso no pertenecía a la clase de aquellos de que yo acostumbraba ocuparme, pero no sabía a quién recurrir, pues había escrito muchas cartas a Viena durante los últimos años, sin obtener respuesta. La habían detenido en 1939, en su piso de Viena, distrito primero. «Me dieron exactamente cinco minutos para que me pusiera el abrigo y tomara el bolso», decía. No tenía dinero, había ya entregado sus joyas y no le quedaba más que el piso con lo que contenía.
«Había venido haciendo grandes esfuerzos para conservar el piso exactamente igual como mis padres me lo dejaron: los Meissen y las cajas de rapé que mi padre coleccionara, las cómodas Biedermeier, la vitrina con las tres figuritas de Sèvres, los viejos candelabros y la plata. Durante la inflación de los años veinte, cuando pasábamos frío y hambre, tuve que vender alguna de las cosas para poder comprar comida y carbón. Pero de los cuadros no había vendido ninguno, ni mucho menos uno que quería con locura porque sabía cuánto había representado para mi padre...»
Al llegar a la puerta se volvió a echar la última ojeada y aquella fue la última vez que vio sus tesoros. Cuando en 1946 regresó, no quedaba nada y se enteró de que un famoso nazi se había mudado al piso de ella pocas semanas después de que lo tuviera que abandonar, y que poco antes del final de la guerra, el nazi y su familia habían volado, llevándose muchas cosas de las que nadie sabía darle razón. La gente sólo se preocupaba de encontrar a las personas y a nadie le importaban los Meissen, ni las cajas de rapé ni los candelabros. Posteriormente emigró a Nueva Zelanda, donde unos parientes lejanos la mantenían.
«He renunciado a todas mis cosas y aunque sé que hay muchas personas que perdieron mucho más, quisiera saber lo que le ha ocurrido a aquel cuadro, porque un amigo que tiene mucho dinero me lo compraría, prometiéndome dejar que yo lo conserve mientras viva. Y ese dinero me ayudaría. Me voy haciendo vieja y hay muchas cuentas que pagar...»
Había escrito a varias agencias de Viena pidiendo información sobre el cuadro suyo. Tardó dos años sólo para descubrir dónde guardaban los «cuadros sin dueño»: en el Hofburg, almacenados en dependencias del Bundesdenkmalamt (Oficina Estatal de Monumentos). Escribió una carta y le contestaron diciendo que tenía que presentar varios documentos, ya que, si no lo hacía, ni siquiera podían informarle de si el cuadro se hallaba allí.
No era la primera vez que oía yo hablar de aquellos cuadros, pues hacía poco un abogado me había llamado para quejarse del caso de un refugiado de Viena, ahora con domicilio en Inglaterra, que le había pedido tratara de recuperar un valioso cuadro que se guardaba en Hofburg.
—Es extraño —me decía el abogado—. Parece como si me metiera en una espesa niebla donde todo el mundo se comporta como si yo intentara robar algo. Creo que usted tendría que meter baza en el asunto, Wiesenthal, pues me da la impresión de que alguien intenta esconder algo tras esos cuadros.
Efectivamente, alguien lo intentaba. En cuanto empecé mis averiguaciones en aquel campo, para mí desconocido, obtuve resultados de lo más interesantes. Al final de la Segunda Guerra Mundial reinó la confusión con respecto a los tesoros de arte del continente, pues los nazis habían organizado el mayor robo de obras de arte de la Historia. De pronto, Hitler, Goering y Ribbentrop demostraron un sorprendente interés por las artes: «coleccionarlas» se convirtió en característica nazi y en un pasatiempo mucho más provechoso que cazar o pescar, dando ejemplo el mismo Führer, que pasó a ser el mayor coleccionista de arte, con grandiosos planes de dotar a su ciudad natal, Linz, de la mayor colección de arte mundial que vieron los siglos, dejando chiquitos al Louvre, a los Ufficci y al Prado. Sería asimismo la mayor ganga de la Historia, pues se creó un Einsatzstab (personal especial) bajo las órdenes del infatigable experto en cultura Alfred Rosenberg, con el fin de saquear de tesoros artísticos los países de ocupación nazi. Los miembros de este personal se reclutaban entre conservadores de museos, críticos de arte y marchantes.
Las «colecciones» nazis fueron creadas, o por simple confiscación o bajo una pantalla de legalidad. Recientemente un amigo de Holanda me habló del segundo método:
—Era de conocimiento público que yo poseía un hermoso Frans Hals, de los que pocos había en manos de particulares. Los expertos de Rosenberg vinieron a verme un día de 1941 con dos individuos de la Gestapo; miraron mi Frans Hals y les gustó. Naturalmente. Me propusieron comprármelo para el futuro museo del Führer, gran honor para mí, espectacular privilegio el de contribuir a semejante empresa y me demostraron cuánto lo apreciaban ofreciéndome lo que llamaron «un precio justo». Mi amigo se rió.
—En los años treinta, durante la Depresión, el cuadro había sido valorado en 1.500 marcos. Así que, declarando que no querían aprovecharse de mí, uno de los hombres de la Gestapo afirmó que en su opinión 1.500 marcos era demasiado, pero me dio sesenta segundos para pensarlo. Acepté.
—¿Y si rechazabas la oferta?
Volvió a reírse.
—Sé de un hombre que fue testarudo; la Gestapo se llevó el cuadro y a él también. No regresó jamás.
Terminada la guerra, especialistas en restitución intentaron poner orden al caos. Los cuadros que habían sido robados de los museos y de galerías públicas fueron fácilmente identificados y devueltos. Ya era menos fácil en el caso de colecciones privadas cuyos dueños habían desaparecido, y el mayor problema lo presentaban los cuadros que habían pertenecido a individuos que poseían un cuadro solo o dos o tres, individuos que no tenían descripciones detalladas en archivo como los coleccionistas.
Los alemanes del Oeste hicieron un esfuerzo por encontrar los dueños o sus herederos legales y devolvieron a Austria los cuadros que habían pertenecido a austríacos. Pero los austríacos fueron más lentos: entregaron los tesoros artísticos a los propietarios que pudieron demostrar su propiedad, pero no hicieron ningún esfuerzo para encontrar a los dueños, o sus herederos, de los cuadros, dibujos y esculturas almacenados en el Hofburg. Sabían que los propietarios habían sido perseguidos por razones políticas o raciales, pero alegaban que muchos casos eran «complicados», pues a veces los propietarios habían «vendido» obras de arte bajo extrema presión, como mi amigo holandés «tuvo que vender» su Hals. Los tribunales tenían que decidir si tales ventas eran legales o no. Un cuadro pudo haber sido «requisado» por un nazi cuando su propietario judío fue deportado y luego «requisado» otra vez por alguien durante la apresurada partida de los nazis. Era komptiziert (complicado).
Empecé por estudiar la lista de los miembros más importantes del Einsatzstab Rosenberg que había tenido a su cargo la tarea de requisar obras de arte. No me sorprendió demasiado descubrir que algunos de los individuos que habían tomado parte en el gran saqueo de obras artísticas tenían otra vez puestos importantes en museos y ministerios y otros se habían convertido en prósperos marchantes, y dos miembros de la plana mayor de Rosenberg eran y son en la actualidad respetados marchantes de una ciudad del sur de Alemania. Uno de los más altos oficiales del Bundesdenkmatamt de Viena fue un Guskunstwart (especie de Gauleiter artístico) de Carintia y miembro de la comisión volante de la SS que viajaba por Yugoslavia, seleccionando obras para el museo del Führer.
Procuré determinar exactamente cuántos cuadros se guardaban en el Hofburg y qué clase de cuadros eran, cosa nada fácil. Había listas, pero las guardaban como explosivos atómicos (posiblemente porque les asustaban las explosiones). Telefoneé a Frau Dr. P., Staatskonservator (Conservador del Estado) y le pedí me recibiera. Me preguntó quién era yo y qué era lo que deseaba saber.
—Quisiera obtener una lista de los cuadros sin dueño que se hallan en el Hofburg.
Hubo una larga pausa.
—¿Quién le ha enviado a mí?
Le expliqué que mi misión consistía en actuar por cuenta de algunos propietarios y Frau Dr. P. me dijo que estaba muy ocupada y que «pasara a verla dentro de unos diez días».
Así lo hice. Frau Dr. P. me preguntó de qué cuadro en especial se trataba y le contesté que quería enterarme de todos los cuadros que hubiera.
—Pero eso es imposible. No podemos facilitar semejante información a simples ciudadanos.
Le pregunté si quería que pusiera al corriente a la prensa, y al mencionar la palabra «prensa», la Conservador del Estado cobró rigidez. En realidad, todo aquello no pertenecía a su departamento y me dijo que me dirigiera al Ministerio de Finanzas.
En el Ministerio de Finanzas, el encargado superior no se dignó ni hablar conmigo. Se me pidió que fuera a ver al suboficial en funciones, que resultó ser un austríaco encantador que me ofreció asiento y un cigarrillo y me dijo que se alegraba de conocer al berühmte (famoso) Herr Wiesenthal.
—Querrá usted decir el beruchtigte (promovedor de escándalo) Wiesenthal.
Perdió jovialidad y preguntó qué era lo que podía hacer por mí. Reproduzco el siguiente diálogo lo mejor que puedo recordar:
W.: ¿Cuántos cuadros conservan de propietario desconocido?
Él: Bueno, sería difícil precisar. Habría que poner al día el inventario... Hay constantes cambios, ¿sabe usted? No sólo guardamos cuadros de propietarios perseguidos por razones políticas o raciales, sino que también guardamos algunos de propiedad húngara o checoslovaca que llegaron aquí durante la guerra.
W.: ¿Cuántos pertenecen a propietarios perseguidos política o racialmente? ¿Dos-cientos? ¿Trescientos?
Él: Yo diría que muchos más.
W.: ¿Dos mil?
Él: Bueno, esa cifra es demasiado alta.
W.: ¿Hay valiosos cuadros entre ellos?
ÉL: Bueno, eso depende de lo que usted llame «valioso». No hay nada de la categoría de Rembrandt.
W.: Pero, ¿hay algunos bastante buenos, o no?
Él: Bueno... pues... sí.
W.: ¿Por qué ni siquiera publicaron la lista de esos cuadros? Ello daría a los propietarios de todo el mundo la oportunidad de reclamarlos.
Él: Pero, mi querido señor Wiesenthal, uno no tiene por qué publicar una lista así: los marchantes y coleccionistas están al corriente de todo lo relativo a los cuadros importantes. Das spricht sich herum (la voz corre).
W.: Suponga que no corre hasta una pequeña población de Nueva Zelanda donde una anciana señora judía vive de la caridad ajena, cuando en realidad podría vender sus cuadros y disfrutar de los últimos años de su vida.
Él: ¡Hum!...
W.: Sé que han devuelto algunos cuadros a los propietarios que lograron probar su propiedad, pero sé también que los cuadros que no hayan sido reclamados, en 1968 pasarán a ser propiedad definitiva del Estado.
El: Bueno, ¿qué propondría usted que hiciéramos?
W.: Un catálogo de todos los cuadros y las obras de arte, ya sabe cuánta sangre y lágrimas va unida a esas obras. El catálogo tendría que imprimirse y entregarse a todos los consulados austríacos del mundo entero para que la gente tuviera la oportunidad de verlo y de enterarse de si lo que les pertenece está almacenado en el Hofburg.
Él: (retorciéndose las manos): ¿Se da cuenta de lo que significaría? Recibiríamos un aluvión de cartas.
W.: Eso agradaría enormemente a los filatelistas austríacos.
Él: Es que usted no se hace cargo, todo es muy kompliziert. Hemos iniciado ya negociaciones con los húngaros y vamos a ponernos al habla con los checoslovacos. No hemos tenido tiempo de tratar con cada dueño por separado, no tenemos personal suficiente.
Hallé similar reserva en el departamento de Estado que se ocupa de Vermogenssicherung (asegurar la propiedad). Me dijeron que un catálogo de los cuadros crearía una auténtica «guerra de papel» y que ello provocaría demandas judiciales. No se podía así «mostrar» aquellos cuadros por las buenas a las muchas personas que pretendieran ser sus propietarios.
—Usted no sabe lo que ocurrió cuando las tropas de los aliados se marcharon en 1955. Devolvimos la propiedad secuestrada a los supuestos dueños y luego se presentaron otros reclamando la misma propiedad. Dios santo, no tiene idea de la que se armó: todas las luchas, siempre por las cosas de valor; nadie reclamaba lo malo.
—¿Es que eso significa que usted quiere guardarlo hasta que ello se convierta en propiedad del Estado?
—Las solicitudes de restitución pudieron hacerse hasta fines de 1956; ahora no pueden ser tenidas en consideración posteriores solicitudes.
¿Y si los propietarios no se enteraron de que expiraba el plazo? Qué se le iba a hacer, ahora ya no tenía remedio.
Sólo cabía ya apelar a las altas jerarquías del gobierno y al pueblo de Austria. Escribí diversas cartas dirigidas al ministro de Finanzas, al ministro de Educación, al ministro de Asuntos Exteriores: «Estoy convencido que la República austríaca no tiene interés en aprovecharse de tesoros artísticos cubiertos de sangre y lágrimas», terminaba diciendo.
Envié toda la información que tenía sobre el asunto, con copias de mis cartas, a la prensa, pero durante un tiempo no se publicó nada. Un alto oficial del gobierno me indicó «que todo aquel complejo asunto estaba siendo considerado».
En octubre de 1965, el Express de Viena publicó un reportaje de la «Galería de las lágrimas», y a continuación algunos otros periódicos lo publicaban también. El ministro de Asuntos Exteriores, doctor Bruno Kreisky, me escribió diciéndome que era partidario de aquella propuesta mía de hacer un catálogo de los tesoros artísticos y enviarlo a todos los consulados de Austria en el mundo entero, catálogo en el que los presuntos propietarios pudieran obtener la necesaria información.
El 16 de abril de 1966, el doctor Wolfgang Schnitz, ministro de Finanzas, me escribió diciendo que él y el ministro de Educación habían estudiado detenidamente el asunto:
«La solución del problema indicada por usted —escribía el ministro— será objeto de una nueva ley federal que probablemente se denominará Kunstgut Bereinigtmgsgesetz (Ley para la disposición de tesoros artísticos). He dado ya órdenes para que se prepare un primer esbozo de la ley y daré opción a que los interesados presenten sus solicitudes dentro de un plazo prudencial, después que la ley haya entrado en vigor. Espero que estará de acuerdo con esta intención...»
Quizá no sea entonces demasiado tarde aún para la anciana de Nueva Zelanda.