CAPITULO XIX
UN CENTAVO DE DÓLAR POR CUERPO
Salió por primera vez a relucir el nombre de Franz Stangl en 1948, en una lista secreta de las condecoraciones concedidas a los altos oficiales de la SS, que me mostraron. A la mayoría les había sido concedida la Kriegsverdienstkreuz (Cruz al Mérito) por «valor en acto de servicio», «ayuda a compañeros bajo el fuego» o «retirada bajo circunstancias especialmente difíciles». Pero tras unos cuantos nombres de la lista, había una nota escrita a lápiz: «Asuntos Secretos del Reich» seguida de la observación «für seelische Belastung» (por tensión psicológica). En el código nazi, tal término significa «por méritos especiales en la técnica del exterminio en masa». El nombre de Franz Stangl iba seguido de ambas, de la nota especial y de la observación.
El siguiente documento en que vi también aquel nombre, fue una lista de artículos entregados a la RSHA de Berlín por la administración del campo de concentración de Treblinka, cerca de Varsovia, entre el 1 de octubre de 1942 y el 2 de agosto de 1943. La lista es ésta:
25 vagones de cabellos de mujer
248 vagones de ropas
100 vagones de zapatos
22 vagones de lencería
46 vagones de medicamentos
254 vagones de mantas y ropa de cama
400 vagones de diversos artículos usados
2.800.000 dólares americanos
400.000 libras esterlinas
12.000.000 de rublos soviéticos
140.000.000 de zlotys polacos
400.000 relojes de oro
145.000 kilos de anillos de boda, de oro
4.000 quilates de diamantes de más de dos quilates
120.000.000 zlotys en diversas monedas de oro, y
varios miles de collares de perlas.
(Firmado): Franz Stangl
Stangl había sido comandante del campo de Treblinka. De las 700.000 personas que se sabe con seguridad que fueron llevadas allí, se conocen ahora unas cuarenta con vida.
A finales de 1943 ya no hubo más víctimas. Polonia se consideró Judenrein, sin judíos. La mayoría de los demás judíos de Austria, Alemania y de los países de ocupación nazi, habían sido «liquidados» y tareas de menor envergadura se seguían llevando a cabo en lugares como Dachau y Mauthausen.
A los nazis les quedaba un problema por resolver: ¿qué se podía hacer con los varios centenares de altos SS, técnicos en exterminio en masa? En la terminología nazi eran «portadores de secretos de primera categoría», lo que quería decir que sabían demasiado para su propio bien y el del Partido. Las pruebas podían ser destruidas abriendo tumbas en masa y quemando cadáveres, derribando barracones de muerte y volando cámaras de gas y crematorios. Todo ello se realizó en Treblinka. Ahora tenían que ser eliminados tantos testigos como fuera posible y muchos de los «portadores de secretos de primera categoría» fueron enviados a un teatro de operaciones del que no se creía pudieran volver. A Yugoslavia, por ejemplo, donde los guerrilleros yugoslavos nunca se quedaban con alemanes vivos. Como consecuencia, el alto mando nazi enviaba muchos de los SS asesinos de masa, a luchar contra las guerrillas yugoslavas. El cinismo del sistema nazi se pone en evidencia con frecuencia en su misma terminología pues los jefes nazis empleaban una expresión coloquial para designar la eliminación de sus propios hombres, enviados al frente con el deseo de que no regresaran: «zum Verheizen» (para incinerar).
En 1948 descubrí que Franz Stangl se contaba entre los pocos alemanes supervivientes del frente yugoslavo, uno de los que se negó a dejarse «incinerar». Al final de la guerra había vuelto a Austria para reunirse con su mujer y sus hijos. Frau Stangl trabajaba como gobernanta pero Franz Stangl no disfrutó mucho de su libertad en Austria.
Como antiguo Obersturmführer de la SS fue «automáticamente arrestado» por los americanos y conducido, junto con otros muchos SS, al Camp Marcus W Orr de Glasenbach, cerca de Salzburgo. Pasó por una investigación rutinaria pues nadie sabía que había sido jefe de Treblinka. Sufrió un interrogatorio y contestó las respuestas de rutina respecto a su servicio durante la guerra. Luego volvió a su catre, se fumó un cigarrillo americano y charló con los compañeros, altos oficiales de la SS, de una posible huida.
Stangl pasó dos años en el campo de Glasenbach. Estuve allí muchas veces cuando trabajaba para la Comisión de crímenes de guerra, la CIC y la OSS y sé que los internados tenían buena alimentación, la piel tostada del sol y de vida sin sobresaltos. Contaban con la agradable compañía de otra sección del campo, aquella que alojaba a las esposas de altos oficiales nazis y a algunas carceleras de los campos de concentración. Antes de que Stangl pudiera llevar a cabo sus planes de escapar, fue transferido del campo de Glasenbach a la prisión regular de Linz: se había descubierto que era un antiguo policía austríaco que había trabajado en el castillo de Hartheim, la escuela de entreno nazi para el exterminio científico de vidas humanas, descrita en el capítulo que sigue. Los austríacos pensaban juzgarle. Pero había muchos casos y los tribunales estaban muy ocupados.
Los prisioneros eran enviados con frecuencia a despejar de cascotes los edificios y a remediar los desperfectos de los bombardeos. Me enteré más tarde de que Stangl formaba parte de un grupo de «pequeños criminales» que trabajaban en la reconstrucción del complejo industrial del acero VOEST de Linz. Los prisioneros no eran especialmente custodiados, ¿por qué iban a querer escapar? Tenían más comida en la cárcel que fuera de ella y en el vecino puente del Enns, los soviets custodiaban la frontera de la zona soviética de Austria. Desde luego ningún prisionero sería tan tonto como para tratar de pasarse de allí. Pero en la noche del 30 de mayo de 1948, Franz Stangl no estaba entre los prisioneros que habían salido con él de mañana. Nadie le había visto escapar pero a nadie le causó sensación tampoco. Fue añadida una nota a su dossier y su dossier añadido a muchos otros del archivo. Ni las autoridades americanas ni la prensa austríaca fueron informadas.
Cuando posteriormente me enteré que Stangl se había «evaporado», decidí hacer averiguaciones respecto al paradero de su familia. Cuando acudí a su domicilio de Wels, los vecinos me dijeron que Frau Stangl con sus tres hijas había salido de Austria el 6 de mayo de 1949. Después de la huida de su esposo, Frau Stangl había encontrado trabajo en la biblioteca americana del lugar. Mientras tanto (lo descubrí posteriormente) Franz Stangl había sido llevado a Damasco, Siria, a través de los buenos servicios de ODESSA. Encontró trabajo e hizo planes: para que su esposa y sus hijas se le unieran. En Damasco, conoció a una dama india de posición que hacía frecuentes viajes a Suiza y que le prometió dar trabajo a Frau Stangl como gobernanta de sus dos hijos. El consulado sirio en Berna se encargaría de cursar los visados necesarios.
Un día de 1949, tres hombres de la Schenker & Co, famosa agencia comisionista expedidora austríaca, se presentaron en el piso de Frau Stangl, escribieron en mayúsculas DAMASCO en dos enormes cajones de madera y se los llevaron. Frau Stangl se despidió de los amigos y vecinos, prometió escribir pronto y se fue con las niñas a Suiza. En Berna le dieron visados para Siria y desapareció.
Después, en el mismo año, se sabían ya muchas cosas del campo de muerte de Treblinka y de las actividades de Franz Stangl. Por entonces fue clasificado entre los peores criminales nazis desaparecidos. Corrían muchos comentarios en Wels: amigos y vecinos de Frau Stangl me dijeron que no les había escrito ni siquiera una postal y algunos añadían que todo aquel asunto de Damasco no tenía más objeto que engañar a la policía. «Alguien» les había dicho que los Stangl estaban «probablemente» en Beirut, Líbano. Escribí «Damasco o posiblemente Beirut» en la ficha del prontuario correspondiente al criminal nazi Franz Stangl y puse su dossier entre los casos de prioridad no resueltos. Sabía, sin embargo, que no iba a ser un caso fácil pues no era muy probable que los sirios concedieran la extradición de un criminal nazi.
Nada ocurrió hasta un día de 1959 en que me vino a ver un periodista alemán que hacía años conocía. Llegaba de un viaje por cuenta del periódico a través de varios países árabes y me traía una lista de nazis que vivían en ellos.
—Por cierto, Franz Stangl —me dijo— está en Damasco. Yo no le vi pero hablé con gente que tenía absoluta certeza de ello. Me dijeron que trabajaba de mecánico en un garaje.
Después de la captura de Eichmann en la Argentina, en mayo de 1960, el periodista alemán hizo otro viaje a los países árabes para escribir sobre la reacción de la gente al enterarse de lo sucedido. Cuando vino a verme unos meses después, me dijo que Stangl ya no estaba en Damasco.
—Parece que desapareció pocos días después que Ben Gurion anunciase la captura de Eichmann —me dijo mi amigo.
Ben Gurion había dicho al Parlamento de Israel y al mundo entero, que ahora Eichmann se hallaba en una prisión de Israel, sin dar detalles. Hubo mucha especulación en la prensa mundial acerca del éxito del golpe y una revista alemana publicaba que Eichmann había sido llevado a Israel gracias a la ayuda de ciertos miembros pro-israelíes de los drusos, tribu que vive junto a la frontera sirio-israeli. La historia era imaginación pura del principio al final pero al parecer puso a Stangl sobre aviso. Al periodista alemán le dijeron que Stangl había salido de Damasco a toda prisa. Taché la palabra «Damasco» de su ficha y escribí «Paradero desconocido».
El 21 de febrero de 1964 una austríaca se presentó en mi oficina de Viena. Parecía muy agitada. Había leído una declaración que yo había hecho a la prensa el día anterior mencionando entre varias personas a Franz Stangl y sus crímenes. Lloraba al decirme:
—Herr Wiesenthal, no tenía la menor idea de que mi prima Teresa estaba casada con semejante hombre. ¡Un asesino de gente en masa! Es terrible. No he podido dormir en toda la noche.
¡Frau Stangl era prima suya!, Le pregunté rápidamente:
—¿Dónde está Teresa ahora?
—¿Por qué? Pues en Brasil, claro.
Cerró la boca y se echó atrás, sin dejar de mirarme. Se dio cuenta que había dicho demasiado. Intenté con mucha precaución hacerle decir algo más pero no quiso añadir nada. No podía romper la costumbre mía de jamás preguntar nombres ya que es de sobra sabido en Viena que no intento nunca averiguar nombres ni direcciones de las personas que vienen a darme información voluntariamente. Tuve que dejarla marchar sin saber de los suyos.
Al día siguiente vino a verme un desharrapado personaje de ojos astutos que no parecía capaz de poderme mirar cara a cara. Mientras hablaba se frotaba nerviosamente la barbilla. No me sorprendió cuando admitió que había sido miembro de la Gestapo. Y todavía me sorprendió menos cuando me aseguró que él no había hecho «nada malo». Muchas veces me pregunto quién es culpable de algo de lo malo que se llevó a cabo ya que nadie admite la menor culpa.
—Me obligaron a alistarme —me dijo—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo no soy más que un hombre de esos que los demás siempre empujan.
No dije nada. Era el prefacio de rigor.
—He leído la historia en el diario. De Franz Stangl. Por culpa de hombres como Stangl, nosotros los pobres tipos hemos tenido líos sin fin desde que terminó la guerra. Conseguí algún empleíllo, pero al cabo de un tiempo todos acaban por descubrir lo que uno ha hecho y te despiden.
—Creí que usted no había hecho nada malo —le dije.
Pareció molesto:
—No es eso lo que he dicho. Pero en cuanto se enteran de que pertenecí a la Gestapo... Bueno, ya sabe a qué me refiero.
—Sí, ya lo sé.
—Los peces gordos, los Stangl, los Eichmann, todos ellos tuvieron la ayuda necesaria. Los sacaron de aquí, les dieron dinero y trabajo y papeles falsos. ¿Quién ayuda a hombres como yo? Mire qué camisa, qué traje. Sin dinero, sin empleo. No puedo ni comprar un poco de vino.
No quise discutir de esto último con él, aunque me pareció notar cierto aroma en su aliento. Quizá fuera mal whisky. O alcohol de quemar.
—Fíjese —siguió diciendo cuando advirtió que yo callaba—. Sé dónde está Stangl: yo puedo ayudarle a encontrarlo. Stangl a mí no me ayudó. ¿Por qué habría yo de encubrir a Stangl?
Me miró de soslayo:
—Aunque, claro, eso va a costarle a usted dinero.
—¿Cuánto? —le pregunté.
—Veinticinco mil dólares.
—También podía haber pedido dos millones. Yo no tengo ese dinero.
Se encogió de hombros.
—Bueno, le haré un precio especial. ¿Cuántos judíos mató Stangl?
—Nadie sabrá exactamente cuántos murieron mientras él fue jefe de Treblinka. Quizá tantos como setecientos mil.
Dio un puñetazo en mi mesa:
—Quiero un centavo por cada uno de ellos. Setecientos mil centavos. Veamos... eso son siete mil dólares. Una ganga, vamos.
Tuve que retener mis manos tras de la mesa porque tenía miedo de perder mi autodominio y abofetearle. A mí ya no me sorprende el cinismo después de todos estos años, pero la aritmética de aquel individuo era demasiado para mí. Me levanté.
—¿Qué me dice? —preguntó.
Tenía ganas de echarle de allí pero me volví a sentar. Quizá fuera aquella mi única oportunidad de hallar al más perverso criminal de todos.
—Ahora no le voy a dar ni un centavo. Pero si arrestan a Stangl gracias a sus informes, tendrá el dinero.
—¿Quién me garantiza que el trato se cumplirá?
—Nadie se lo garantiza. Y si no le gusta, váyase.
—Muy bien. No tiene por qué ponerse nervioso —me dijo. Le diré exactamente dónde trabaja ahora Stangl. Lo que no sé es bajo qué nombre vive. ¿Sigue el trato?
—Adelante.
—Stangl trabaja como mecánico en la fábrica de la Volkswagen de Sao Paulo, Brasil.
La información resultó ser correcta. Stangl todavía trabaja en Sao Paulo, hasta tenemos su domicilio actual. Y todavía sigue «reclamado» por el tribunal provincial de Linz, Austria, que publicó la primera orden de arresto contra él. Una vez vi una fotografía de Stangl: lleva un látigo en la mano y conduce a la gente hacia la cámara de gas de Treblinka. Si ese hombre fuera llevado ante la justicia, no me importaría pagarle siete mil dólares a un antiguo miembro de la Gestapo[1].
[1] Al poner en máquina estas páginas, las agencias de noticias comunican la detención de Franz Stangl, en Sao Paulo, y hacen hincapié en que ello ha sido posible gracias a la información suministrada por Wiesenthal.