CAPÍTULO XVI
LOS ASESINOS DE GALITZIA
En ningún lugar han sufrido tanto los judíos ni por tanto tiempo como en mi país natal, Galitzia, tradicionalmente escenario de pogroms[1]. Galitzia, situada a lo largo de la frontera occidental de la Rusia zarista, fue avanzada oriental de la monarquía austrohúngara; posteriormente pasó a formar parte de la República Polaca y hoy pertenece todavía a la República Socialista Soviética de Ucrania. Con una superficie aproximadamente igual a la de Indiana, tenía una población de unos tres millones y medio de habitantes, entre ellos 800.000 judíos.
De niño, muchas veces oí a mi abuelo materno contar historias de los pogroms, tristes y sabias historias a las que con frecuencia daba un matiz irónico. Recuerdo la historia de un amigo judío de mi abuelo, dueño de la taberna de un pequeño lugar de Galitzia, poblado por campesinos ucranios y unos pocos judíos. Uno de los mejores clientes de la taberna era el sacerdote, que le gustaba el Schnapp, pero no tanto pagarlo. Un sábado por la noche, requerido el sacerdote al pago de su cuenta semanal, éste contestó que no tenía dinero y dejó la llave de la iglesia en prenda, prometiendo pagar el domingo, en cuanto obtuviera dinero de los campesinos. Luego se fue a casa.
El domingo por la mañana fueron los campesinos a misa y no pudieron entrar en la iglesia. Despertaron al sacerdote, que les dijo:
—El cochino judío de la taberna del pueblo es quien os ha cerrado la puerta con llave. Id a reclamársela.
Los campesinos, furiosos, marcharon hacia la taberna, golpearon al dueño hasta dejarlo medio muerto, rompieron cuanto había en la taberna, se emborracharon y celebraron el domingo con un pequeño pogrom.
La vida era muy dura para los judíos de Galitzia, pero adoraban el país, pródigo en fruta y verduras, carnes y aves de corral, mantequilla y huevos. Una familia podía vivir muy bien con diez dólares al mes, y los más afortunados tenían parientes «ricos» en América que les enviaban un billete de cinco dólares al mes. El clima espiritual de la oprimida pequeña comunidad judía era estimulante, pues los judíos, la mayoría de los cuáles vivían en las ciudades, se evadían en un mundo de estudio, de libros, de música. En mi ciudad natal, Buczacz, vivían unos seis mil judíos e incluso los más pobres ahorraban el dinero para mandar a sus hijos al Gymnasium (escuela secundaria), donde aprendían latín y griego. Entre las dos guerras mundiales, más de doscientos jóvenes de Buczacz asistían a la universidad, o a la universidad técnica de Lwów o Varsovia. Muchos científicos, artistas, músicos y escritores son oriundos de aquella zona[2].
Después de comenzar la Segunda Guerra Mundial, todos los judíos de Polonia sufrieron, pero los de Galitzia sufrieron más, pues durante la ocupación soviética, desde septiembre de 1939 hasta junio de 1941, muchos fueron arrestados acusados de «burgueses» o de ser miembros de la inteligencia, o sionistas, o de poseer bienes. También muchos polacos y ucranios fueron arrestados por «nacionalistas» y, desgraciadamente, entre los oficiales soviéticos había algunos comisarios judíos. Después que Hitler invadiera la Unión Soviética el 22 de junio de 1941, los soviets abandonaron Galitzia con grandes prisas y en lugar de llevarse a los presos con ellos —judíos, polacos, ucranios— los mataron en su mayoría. Como es natural, los agitadores ucranios anunciaron a los campesinos: «Los judíos han matado a los vuestros», y ello llevó a nuevas explosiones de antisemitismo. La vanguardia de los ejércitos alemanes invasores estaba compuesta de unidades formadas por ucranios germanófilos que, como venganza, iniciaron una ola de pogroms. Conozco a judíos que habían estado en las prisiones soviéticas, que habían conseguido escapar de ellas y que luego fueron asesinados a manos de ucranios «porque asesinaron a los nuestros». Fuera cual fuere el bando en que estuvieran los judíos, siempre resultaba ser el de los que perdían.
A principios de 1942, en la Conferencia de Wannsee que tuvo lugar en Berlín, los nazis decidieron hacer de la Polonia ocupada (el «Gobierno General») centro de sus actividades genocidas. Tres millones y medio de judíos polacos iban a ser asesinados en su propia patria con el consentimiento y a veces con la cooperación de una gran mayoría de sus conciudadanos polacos. Polonia era el país ideal en que instalar los campos de muerte, ya que los SS y la Gestapo podían contar con ayudantes voluntarios formados en la tradición europeo-oriental de brutal antisemitismo.
En ninguno de los demás países ocupados —Checoslovaquia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Francia, Italia, Grecia, Yugoslavia— la población nativa cooperaría con los ejecutores. Incluso en Austria y Alemania, pocos, relativamente, dentro de la población civil, sabían la verdad sobre los campos de muerte, aunque desde luego sí sabían algo. En conjunto, los oscuros secretos estaban bien guardados.
En Polonia no había secretos. Los trenes que transportaban vagones de carga llenos de víctimas hasta los campos de exterminio, aparecían en los horarios de tren como trenes normales. La población polaca sabía lo que eran los campos de concentración, veía a los demacrados prisioneros en sus monos de trabajo a rayas cuando se los llevaban a trabajar, se quejaba del hedor que despedían las chimeneas de los crematorios instalados en la vecindad de sus casas.
La moderna esclavitud fue introducida en Galitzia en 1941, cuando los alemanes entraron. Un miembro menor de la Gestapo o un SS de baja graduación sabía que en Galitzia podía saquear y pillar, torturar y matar sin que se le hicieran preguntas, hasta el punto que los nazis tenían que contener a sus propios criminales. El gobernador de Lwów, el Führer SS Lasch, fue arrestado porque había confiscado demasiada propiedad judía para su exclusivo beneficio personal.
En mis archivos privados tengo una fotocopia de una factura que reza: «6 sogas a 8,80 zlotys», y debajo añade: «Pagado». Seis sogas para los doce miembros del Consejo Judío de Lwów que fueron ejecutados el 1 de septiembre de 1942 por orden del Oberscharführer de la SS Oskar Waltke, jefe de la sección de Cuestiones Judías de la Gestapo en Lwów. Waltke, que fue juzgado en Hannover en noviembre de 1962, lo negó cínicamente todo cuando presenté al tribunal; fotografías de la ejecución tomadas en secreto por amigos míos de la resistencia polaca. Presenté también la cuenta de las sogas. Con increíble cinismo, el jefe de Waltke, el Obersturmführer Leitmayer, había enviado la factura a los nuevos miembros del Consejo Judío y los sucesores de los hombres asesinados la pagaron, sabiendo que pronto iban a ser ejecutados ellos también. Waltke fue sentenciado, finalmente, a ocho años de cárcel.
No había otra ley en Galitzia que la ley de los SS. Después de la invasión alemana, los judíos de todos los pueblecitos y poblaciones fueron concentrados en las grandes ciudades en ghettos. La población nativa de Ucrania cooperó activamente con la Gestapo y los SS y muchos policías auxiliares ucranios fueron más brutales incluso que los SS. (En Francia, donde con frecuencia los alemanes no conseguían distinguir a los judíos de los franceses, la Gestapo importó ucranios que descubrían fácilmente a los judíos.)
En Galitzia la persecución de los judíos fue llevada a cabo con increíble cinismo. En algunas ciudades, los judíos tenían que pagar las balas que habían de matarlos; de ello tenemos pruebas. La brutalidad de los SS en Galitzia sobrepasó a todo lo que hicieron los nazis en cualquier otro lugar, y lo digo porque me he pasado años investigando los crímenes de Galitzia. Una noticia de dos líneas del Jüdische Rundschau, pequeña revista que se publica en Basilea, y que yo leí en la primavera de 1958, me hizo iniciar la investigación de aquel montón de enmarañados crímenes. El proceso de Galitzia se abrió el 3 de noviembre de 1966, en Stuttgart, y comparecieron diecisiete acusados. Presté declaración los días 15 y 20 de diciembre, a requerimiento del fiscal. El alcance y repercusión del proceso de Galitzia sería mucho mayor que el que tuvo el de Auschwitz en Frankfurt am Main.
El párrafo del Jüdische Rundschau que leí en 1958 decía que un SS llamado Richard Dyga había sido arrestado en Waldshut, pequeña población de Baden-Württemberg.
El nombre Dyga trajo a mi memoria una escena ocurrida la mañana del 19 de julio de 1944 en el campo de concentración de Lwów-Janowska. Cogí el teléfono y llamé a Waldshut preguntando por el fiscal encargado del caso de Herr Dyga. Era el doctor Angelberger, que resultó ser un hombre que entendía de aquellos problemas y tenía la energía necesaria para batallar con ellos. Le pregunté cómo había sido arrestado Dyga y me dijo que en realidad había sido por equivocación: que una mujer de Hannover había acusado de crímenes de guerra a cierto Dyga y que resultó que aquel Dyga no tenía nada que ver, pero cuando los alemanes hicieron comprobaciones sobre el caso, encontraron pruebas contra el SS Richard Dyga. Declaré al fiscal que con mis propios ojos yo había visto cómo Dyga asesinaba por lo menos a una mujer.
—¿Cree usted que podría usted reconocer hoy a Dyga, después de catorce años?
—Creo que sí.
El doctor Angelberger me pidió que fuera con él. Recorrimos un largo corredor del segundo piso de la prisión cuyas ventanas daban al patio interior. Era un oscuro día de invierno y una docena de prisioneros se paseaban en círculo, todos con abrigos y gorros de lana Miré abajo un segundo y dije:
—Dyga es el tercero de la izquierda. Pero díganle que se quite las gafas: no llevaba gafas cuando le conocí.
El doctor Angelberger me dijo:
—Vamos a mi despacho.
Trajeron a Dyga. No había cambiado: los mismos ojos en blanco, la misma boca viciosa. Se trataba de un Volksdeutscher (alemán expatriado) de Silesia que hablaba polaco y que como otros Volksdeutscher de los Sudetes, Eslovaquia y Yugoslavia tenía un nombre muy poco alemán y muy eslavo, amén de un marcado complejo de inferioridad que le hacía ambicionar, demostrar siempre que él era alemán ciento cincuenta por ciento. Lo conseguía mostrándose especialmente brutal para con los prisioneros.
El doctor Angelberger preguntó a Dyga si me conocía y éste contestó negativamente. Entonces intervine yo:
—Pues claro que Herr Dyga no me conoce: éramos miles de prisioneros que un SS no se dignaba mirarles a la cara. Pero quizá Herr Dyga recuerde cómo escapamos juntos, prisioneros y SS, de Lwów hacia el Oeste, cómo establecimos cierto grupo de construcción «Venus».
Sonrió:
—Sí. Y hasta teníamos otro llamado «Mercurio», creo.
—Eso es —dije yo—. Ahora voy a recordarle unas cuantas cosas más, Herr Dyga. No deje de interrumpirme si digo algo que no es cierto.
Asintió, y proseguí:
—Recuerdo que la última vez que se pasó lista en el campo de concentración de Janowska el 19 de julio de 1944, dijo usted a los prisioneros que aquellos que no pudieran andar, serían llevados en un vagón. Había varios vehículos tirados por caballos junto a los barracones.
Dyga asintió de nuevo.
—Una mujer judía, anciana, que tenía las piernas horriblemente hinchadas, levantó la mano. Su marido, que estaba junto a mí, le gritó: «No se lo digas. ¡Cállate!». Pero ella contestó: «No puedo andar, no tengo fuerzas...». Entonces ella se adelantó y le dijo a usted que sus piernas le dolían mucho y usted la sacó del grupo y se la llevó detrás de los barracones, allá donde los vagones estaban. Oímos un disparo y vi como la mujer caía. Tomé al anciano en mis brazos y le tapé la boca con mi mano para que no gritara, porque de hacerlo, usted lo hubiera matado a él también.
El fiscal le dijo:
—¿Qué tiene usted que decir a eso, Herr Dyga?
—Herr Staatsanwalt, aquella mujer no podía andar, por eso yo... —Dyga se detuvo a media frase, dándose cuenta de que había dicho demasiado.
El fiscal añadió:
—Herr Dyga, ahora mismo acaba usted de hacer una confesión.
Dyga protestó de que él hubiese confesado nada.
Intervine diciendo:
—Herr Dyga, esto no es más que el comienzo. Tengo muchas otras cosas que decirle; mi memoria es mejor que la suya...
Aquel fue el principio de lo que sería uno de los mayores juicios de la historia de la justicia alemana, el juicio de Galitzia. Me quedé en Waldshut tres días. La confrontación con Dyga me trajo a la memoria todos los detalles de lo que yo había visto. El caso tiene un matiz especialmente íntimo para mí, ya que perdí a toda mi familia en Galitzia.
El doctor Angelberger me proporcionó una habitación y una secretaria y durante tres interminables días estuve dictando: nombres, fechas, lugares, sucesos. Recordé sesenta y ocho nombres, algunos de asesinos en masa entre ellos: Blum, Kolonko, Heinisch, Lohnert, Wobke, Rokita, Gebauer. El doctor Angelberger me presentó al Kriminalmeister Faller, un inspector de policía alemán muy capaz. Después de mi regreso a Viena mantuvimos correspondencia y de nuestros archivos reuní el material correspondiente a Lwów. Empecé por recoger las declaraciones de los testigos que yo había conocido, quienes, a su vez, hallaron otros testigos. Entregué un álbum completo de fotografías, muchas de ellas halladas después de la liquidación del campo de concentración de Lwów. Por razones obvias, a muy pocos SS les gustaba que les fotografiaran junto a personas que habían ejecutado, pero poseo fotos de verdugos de la SS, orgullosos, junto a los cuerpos oscilantes de dos hombres que acababan de ahorcar. Hay fotografías incluso peores. Las fotografías fueron muy útiles: ahora los criminales tenían rostro, y muchos testigos, al ver aquellas fotografías, recordaban vivamente lo que les había sucedido. Durante años sucesivos coleccioné más de ochocientas declaraciones juradas de testigos oculares. A treinta y seis criminales de los treinta y ocho que yo recordaba, se les siguió la pista y fueron descubiertos. La mitad están ahora en la cárcel en espera de juicio.
Los principales acusados no estuvieron en el banquillo cuando el juicio de Galitzia comenzó. El Brigadeführer de la SS doctor Otto Gustav Wachter, antiguo jefe de policía en Viena, y el lugarteniente de Wachter, el SS Brigadeführer Friedrich Katzmann de Darmstadt, han muerto. Wachter fue uno de los cinco agentes nazis que planearon y llevaron a cabo el asesinato del canciller de Austria Engelbert Dollfuss el 25 de julio de 1934. A principios de la Segunda Guerra Mundial fue nombrado gobernador del distrito de Cracovia, Polonia, y posteriormente enviado a Lwów. Le vi a principios de 1942 en el ghetto de Lwów. Tenía la plaza a su cargo personal cuando el 15 de agosto de 1942 cuatro mil ancianos fueron reclutados en el ghetto y llevados a la estación.
Mi madre se hallaba entre ellos.
Wachter logró escapar, terminada la guerra, con ayuda de la ODESSA y obtuvo refugio en un colegio religioso de Roma, gracias a sacerdotes eslovacos que no conocían su identidad. Su huida había sido muy bien planeada; se llevó incluso los archivos de Baviera. En 1949, al caer Wachter gravemente enfermo y confirmarle que no le quedaba mucho tiempo de vida, confesó a la gente de Roma su verdadera identidad, pidió ver a su esposa, que vivía bajo el nombre «Lotte Pohl» en un campo de refugiados vecino y que le proporcionaran un sacerdote. El obispo Alois Hudal, rector austríaco de la Iglesia Católica Alemana en Roma, le administró los sacramentos. Efectivamente, Wachter murió y está enterrado en Roma. Posteriormente, un aristócrata austríaco que colaboró en ocasiones conmigo, pidió al obispo Hudal que le entregara los archivos de Wachter, a lo que el obispo se negó.
El lugarteniente de Wachter, el SS Brigadeführer Friedrich Katzmann, en cuanto llegó al campo de concentración de Lwów supimos que pronto miles de personas serían enviadas a la muerte. Era un hombre pequeño, de rostro pálido y anémico, labios duros y delgados, ojos oscuros y sin brillo. Nadie le vio sonreír ni siquiera una vez. Redactó el largo informe sobre «Einsatz Reinhard», la acción que mató a dos millones y medio de personas en Polonia como represalia por la muerte de Reinhard Heydrich en 1942 a manos de la resistencia checa. Al final de su informe, Katzmann escribe: «Galitzia, que contó en un tiempo con 800.000 judíos, ahora está jundenrein»(limpia de judíos).
Terminada la guerra, Katzmann desapareció. Seguí varias pistas sin lograr encontrarlo. En otoño de 1956 recibí una carta anónima de Darmstadt y su autor me sugería que fuera a ver un comerciante en Alemania llamado Albrecht, del que se decía fue un perverso criminal nazi. Hay varios comerciantes en Alemania con ese nombre y yo deseché la carta. Pero tres años después, hablando con el Kriminalmeister Faller, éste mencionó a Katzmann y dijo que tenía razones para creer que se ocultaba en algún lugar de Alemania bajo el seudónimo «Bruno Albrecht».
—En Darmstadt —dije instintivamente.
Entonces le conté lo de la carta anónima. Pocos días después, Faller me informaba que «Bruno Albrecht», comerciante, había muerto el 19 de septiembre de 1957 en el hospital Alice de Darmstadt, Cuando los doctores le dijeron que no le quedaba mucho de vida, pidió ver a un sacerdote y confesó que era el antiguo SS Brigadeführer Friedrich Katzmann. Pidió que le enterraran con su verdadero nombre. Igual que el jefe, Otto Wachter.
Comparados con Wachter y Katzmann, los criminales mencionados en este capítulo son cosa de poca monta. Recuerdo al SS Untersturmführer Wilhaus, comandante del campo de concentración de Lwów-Janowska, el perfecto sádico. Vivía en una casa en el interior del campo con su mujer y su hija, una niña rubia de seis años llamada Heike, y una mañana en que varios trabajadores judíos estaban construyendo una edificación cerca de su casa, testigos oculares vieron a Wilhaus en el balcón de su casa con su mujer y cómo Heike señalaba a los albañiles encorvados levantando una pared de ladrillo. Debieron recordarle las figuritas que sirven de blanco en el tiro de feria, porque de pronto tomó el fusil, apuntó cuidadosamente y disparó. Un hombre cayó, y Heike pensó que aquél era un juego maravilloso. Batió sus manitas y papá volvió a apuntar con sumo cuidado, dando de pleno a otro «blanco». Entonces le pasó el fusil a la esposa y le dijo que lo intentara, cosa que ella hizo en seguida. El tercer albañil judío cayó asesinado.
Varias brutalidades de Wilhaus vienen clínicamente detalladas en el manuscrito de un libro que escribió durante aquellos días el profesor Tadeusz Zaderecki, cristiano polaco que había estudiado judaísmo, hablaba hebreo y estaba familiarizado con la comunidad judía de Lwów. Tenía muchos amigos judíos, sufría muy profundamente por ellos y cuando comenzaron las atrocidades alemanas, el profesor Zaderecki decidió llevar un recuento de todas las cosas que veía y oía, a modo de monumento privado a los judíos de su amada ciudad. Con frecuencia, el profesor Zaderecki se deslizaba furtivamente dentro del ghetto, hablaba con los judíos y tomaba notas en secreto. El libro contiene fechas, nombres, lugares. Los judíos no tenían tiempo de anotar las brutalidades: sobrevivir era un trabajo que requería todas las horas del día. El profesor Zaderecki ha muerto, pero la Resistencia polaca salvó su manuscrito, que traduje y presenté al acusador en Waldshut. Ha sido de gran valor para el fiscal que acusa a los SS de Lwów.
Por el manuscrito me enteré por qué Wilhaus fue súbitamente transferido de su puesto de comandante del campo de concentración. La oficina del campo de concentración de Lwów-Janowska estaba en contacto con varias firmas de Lwów que enviaban comida, materiales de construcción, carbón, alambradas y otras cosas que se necesitaban. Un empleado de una de esas firmas, era un ingeniero polaco que pertenecía a la resistencia polaca y que tenía una prima suya, polaca, prisionera en el campo de concentración. La resistencia estaba perfectamente al corriente de las brutalidades de Wilhaus y en una reunión especial, la célula de la Resistencia decidió que Wilhaus debía morir. Aunque varios miembros se presentaron voluntarios para matarle, se creyó que ello podría originar terribles represalias. Y entonces el ingeniero recordó que la firma donde trabajaba tenía varias cartas del campo de concentración, con sello oficial y firma de Wilhaus y expuso la siguiente idea: que uno de los miembros de la Resistencia, calígrafo experto, escribiera una carta firmada con el nombre «Wilhaus». En ella «Wilhaus» pedía a la Cancillería del Führer en Berlín le transfiriera al frente del Este, y terminaba con la frase: «Como alemán y como SS creo que ése es mi deber para con mi Führer y mi Vatertand».
Pocas semanas después, Wilhaus fue llamado a la Cancillería, y, ante su sorpresa, se halló frente al Reichsleiter Martin Bormann, que le anunciaba que al Führer le había complacido mucho su carta. Sí, dijo Bormann, el Untersturmführer ha dado un notable ejemplo de Pflichterfullung (sentido del deber), y el Führer ha consentido en conceder la petición.
—Aquí tiene los papeles de viaje para el frente del Este —le dijo Bormann—. Mi felicitación. ¡Heil Hitler!
—¡Heil Hitler! —contestó el SS Untersturmführer, perplejo.
Cayó en acción cerca de Dantzig a finales de 1944. Últimamente he descubierto a su mujer en el Sarre y lo comuniqué a las autoridades alemanas, que la interrogaron sobre sus ejercicios de tiro al blanco en el campo de concentración de Lwów contra seres vivos. Frau Hilde Wilhaus está ahora en la prisión de Stuttgart en espera de ser juzgada.
En 1943, en las Obras de Reparación del Ferrocarril del Este en Lwów había siempre unos centenares de judíos forzados a trabajar. Uno de ellos, un callado hombrecillo llamado Chasin, trabajaba en un establo junto a la cantina alemana. El trabajo de Chasin consistía en cuidar de unos pocos caballos y tenía permiso especial para dormir en el establo. La mujer de Chasin había sido asesinada en la primavera de 1943, durante una de las acciones aniquiladoras de la SS en el ghetto, y el hijo del matrimonio, de ocho años, logró escapar y lo tenían escondido unos vecinos. De algún modo, a Chasin le llegó la noticia de que el niño vivía en el ghetto y el hombre no paró hasta lograr hacerse con un pase para el ghetto y poder traerse camuflado el niño a las Obras del Ferrocarril del Este. Como había un gran, arcón para granos en el establo, una especie de cajón de madera con tapa, Chasin metió a su hijo en él e hizo unos agujeros a los lados para que pudiera respirar. El niño pasó allí casi tres meses, y sólo por las noches, cuando los alemanes estaban en sus hogares, Chasin dejaba salir a su hijo para que respirara un poco de aire fresco. Eugen Jetter, el inspector alemán que tenía a su cargo el personal, sabía lo del niño y también algunos otros alemanes, pero todos le guardaban el secreto.
Un día, era el verano de 1943, el Oberinspektor Peter Arnolds lo descubrió. Posteriormente me contaron que una mujer polaca que trabajaba en las cocinas y le llevaba comida al niño de vez en cuando, sin darse cuenta se lo mencionó a Arnolds, que era muy temido entre los prisioneros. Si uno de los trabajadores forzados no le saludaba con el debido respeto, Arnolds le soltaba una bofetada. La mayoría de oficiales alemanes de las Obras del Ferrocarril nos trataban con corrección y despreciaban a Arnolds, pero no les era posible intervenir.
Arnolds advirtió a los guardias de la SS del campo de concentración de Janowska que había un niño en el establo. El SS Scharführer Schonbach, miembro del comando especial de ejecución del campo, vino a las Obras de Reparación y vi cómo se encontraba con Arnolds frente a la cantina alemana.
Corrí al establo. Chasin lloraba junto al cuerpo de su hijo, arrojado sobre el estercolero y me contó que Arnold y Schonbach habían entrado en el establo, que Arnolds había abierto el arca y descubierto al niño. Entonces Schonbach dijo al niño que saliera, lo alzó y le ordenó al padre volverse de espaldas. Mató al niño de un tiro, arrojó el cuerpo sobre un montón de estiércol, y ordenó a Chasin:
—Echa una de las mantas de los caballos sobre el cuerpo, iCorre!
Arnolds y Schonbach se pasaron dos horas en la cantina y se emborracharon. Mi jefe inmediato, el Oberinspektor Adolf Kohlrautz, me dijo luego:
—Claro, Arnolds tuvo que emborracharse para olvidar lo que había hecho.
Durante años, después de terminada la guerra, anduve buscando a Arnolds infructuosamente. En enero de 1958, cuando resolvía ciertos asuntos en Dusseldorf, Colonia y Frankfurt, descubrí por casualidad que Peter Arnolds era entonces un alto oficial de los Ferrocarriles Federales Alemanes en Paderborn. Lo notifiqué al juzgado de Paderborn y al fiscal del distrito, que me pidió que fuera allá y mantuviera un careo con Herr Arnolds.
El careo tuvo lugar en la oficina del fiscal del distrito y acusé a Arnolds de ser el responsable de la muerte de aquel niño judío. Arnolds no lo negó, sino que acabó diciendo:
—Herr Wiesenthal, quizá podamos llegar a un acuerdo sobre la cuestión.
Le contesté:
—Herr Arnolds, no puede haber acuerdo alguno cuando se trata de la muerte de un niño.
Entonces Arnolds relató al fiscal del distrito una complicada historia: no había sido él en realidad quien denunciara al niño del arcón a los SS, sino un tal Schulze, que estaba al frente de la cantina alemana. Como le convenía a Arnolds, Schulze había muerto y no podía defenderse. Encontré otro testigo clave, el Inspektor Eugen Jetter, uno de los oficiales alemanes de las Obras de Reparación en Lwów, que admitió haber tenido conocimiento que en el arcón de trigo se escondía el niño y que, como muchos otros, había mantenido la boca cerrada. Dijo al fiscal del distrito que todo el mundo sabía en las Obras que fue Arnolds quien entregó el niño a su asesino. Tras este testimonio, Jetter, que ahora vive en Stuttgart, empezó a recibir llamadas anónimas durante la noche; voces desconocidas le llamaban Judenknecht (esclavo de los judíos), y luego colgaban.
De muy mala gana, las autoridades tuvieron que suspender el caso de Arnolds. Tiene suerte, pues de los mil doscientos judíos que trabajaban en las Obras de Reparación en Lwów por entonces, sólo tres sobrevivieron y no he podido hallar a los otros dos que hubieran podido testimoniar contra él. El SS Schonbach, sin embargo, fue arrestado por el Kriminalmeister Faller, pues Schonbach admitió al instante haber disparado contra el niño. En la actualidad está en la cárcel.
También se hallaba allí el delegado del comandante del campo de Lwów, Richard Rokita, que luego pasó a Tarnopol, también Galitzia, prosiguiendo su carrera de asesino. Dio muerte a varios centenares de judíos o quizá miles, probablemente ni él mismo lo sepa. A Rokita le llamábamos «el cordial asesino», porque nunca pegaba a nadie, nunca gritaba a los prisioneros, sino que se limitaba a dispararles un tiro con toda educación. Era algo artista y en su Kattowitz natal, Alta Silesia (ahora Polonia), tocaba el violín y adoraba la música. Cuando vino al campo de concentración de Lwów, lo primero que hizo fue organizar una orquesta especial en el campo, ya que entre los prisioneros había músicos de primera categoría. Rokita encargó a Sigmund Schlechter, famoso compositor judío de Lwów, que escribiera un «tango de la muerte» que la orquesta del campo pasó a interpretar mientras se llevaban a cabo las ejecuciones. Muchas veces vemos ejecuciones con acompañamiento musical en los escenarios; pero, en Lwów, al son de la música se disparaban balas de verdad.
En una ocasión Rokita, paseando por el campo vio un judío viejo y débil. El judío le saludó y Rokita le devolvió el saludo amigablemente; luego arrojó un trozo de papel al suelo y dijo al anciano que lo recogiera. El judío se agachó y Rokita le mató de un tiro. Como he dicho, era un asesino cordial.
Rokita era uno de los primeros de mi lista, pero no lograba dar con él. Ni siquiera sabía si estaba vivo. Si lo estuviera, pensé, probablemente se dedicaría a la música.
En otoño de 1958, en el vagón restaurante de un tren que iba a Ginebra, tomé asiento frente a un oficial danés. Entablamos conversación y resultó que los dos habíamos estado a la vez en el campo de concentración de Grossrosen en 1944. El, terminada la guerra, había estado en la zona británica de Alemania. Hablamos de aquellos tiempos, mencionamos a Rokita y el oficial danés me preguntó cómo era Rokita físicamente.
—Tenía la cara ancha, ojos grandes y en los labios siempre un rictus de contrariedad. Tocaba el violín muy bien.
—Qué extraño —exclamó el oficial danés—. Creo que sería en el club de oficiales de Hamburgo que en 1947 ó 1948 actuó una orquesta alemana. Desde luego, no estoy seguro; hace tanto tiempo..., pero yo diría que había un violinista de ese aspecto.
Redacté un informe para el fiscal Angelberger. Empezamos a buscar a Rokita en el norte de Alemania, pero no pudimos encontrarlo. En mi siguiente visita a Waldshut discutí el caso con el Kriminalmeister Faller, quien me dijo había hecho averiguaciones entre los sindicatos de músicos de Hamburgo, Lübeck y Bremen, y que no había ningún Rokita entre los miembros. Luego habló con varios músicos, describiéndoles a Rokita. Un día, un músico fue a verle para decirle que conocía a un hombre que correspondía a aquella descripción, aunque no se llamaba Rokita, sino Domagala.
—Entonces me dediqué a buscar a Domagala —me dijo Faller—. Pero sin suerte. No existía ese nombre en las listas de sindicatos músicos, ni la policía tenía ese nombre.
Se me ocurrió una idea y le dije:
—Vamos a probar en el Krankenkassa (oficinas gubernamentales de seguros de enfermedad). A todo el mundo le gusta tener un seguro de enfermedad, hasta siendo un asesino.
Por la noche Faller me llamó:
—Tenía razón. Hay un hombre en Hamburgo a quien llaman Dogmala y tiene un seguro de enfermedad. Ya no es músico, sino vigilante nocturno. Espero que daré con él esta noche. Ya le tendré al corriente.
Dos horas después el Kriminalmeister detuvo a un vigilante nocturno en una fábrica de Hamburgo, que se hacía llamar «Dogmala».
El hombre admitió al instante que su nombre era Rokita y que estuvo en Lwów y Tarnopol bajo el de «Domagala», pero que «ya no tocaba el violín». Desde luego fue una gran idea emplearse como vigilante nocturno, porque así tenía poquísimas posibilidades de ser reconocido por alguna víctima. Le hubiera salido muy bien, probablemente, de no hacerse un seguro de enfermedad. Quizá le hubiera hecho falta, pues fue detenido y encarcelado, pero enfermó y tuvo que ser trasladado para ponerse en tratamiento.
En la tragedia de Galitzia, las matanzas de Stanislav constituyeron uno de los capítulos más conmovedores. En 1939 Stanislav contaba con casi unos 100.000 habitantes, la mitad de ellos judíos y la otra mitad entre polacos y ucranios. De acuerdo con el plan Einsatz Reinhard, tratándose de una parte de Polonia ocupada por los nazis, debía quedar judenrein (limpia de judíos) a finales de 1942. En Stanislav, el plan fue realizado al minuto.
El 12 de octubre de 1941, los barrios judíos fueron cercados y aproximadamente veinte mil judíos, llevados conjuntamente al cementerio judío. Todos ellos tuvieron que entregar su dinero, joyas, abrigos de piel y finalmente las ropas. Una vez desnudos fueron llevados a dos enormes zanjas (Panzergraben o «tumbas tanque») y ejecutados con ametralladoras. Según el sumario presentado en Salzburgo contra los SS que cometieron este múltiple crimen, dos hermanos llamados Johann y Wühelm Mauer, relataron lo siguiente:
«La acción empezó a primeras horas de la mañana y duró hasta que oscureció. Vehículos motorizados fueron apostados cerca del cementerio y sus faros iluminaron la ejecución, que comprendió por lo menos 12.000 judíos. Los restantes, completamente desnudos, fueron llevados otra vez a la ciudad...»
Entre los sádicos peores de Stanislav se contaban los hermanos Mauer. Eran Volkdeutschen procedentes de Polonia y tenían todos los complejos de aquellos alemanes «inferiores». Los pocos supervivientes de Stanislav cuentan terribles historias de los dos hermanos, pero desgraciadamente daban el nombre como «Maurer», con otra r. Por consiguiente, el fiscal Sichting de Ludwigsburg buscaba dos hermanos llamados «Maurer».
En 1963 conocí a Sichting, quien me contó que en sus investigaciones había encontrado muchos Maurers, pero ninguno nacido en Polonia. Entonces le sugerí que quizás el nombre fuera «Mauer». El fiscal me pidió que llevara a cabo una investigación en Austria y para ello me puse en contacto con un comité que se encarga de los Volkdeutschen en ese país. Sí, dos hermanos, Johann y Wilhelm Mauer, se hallaban en Salzburgo trabajando para las Obras Auxiliares Evangélicas, caritativa organización. Johann era «consejero de refugiados» y Wilhelm tenía a su cargo el albergue de juventud: tareas apropiadas para dos ejecutores en masa. Uno de mis ayudantes fue a la policía de Salzburgo y descubrió que los dos hermanos habían nacido en Polonia. Volvió con una fotografía y al verla recordé que en realidad me había encontrado con Johann Mauer después de la guerra, cuando él trabajaba para una organización de caridad protestante y yo hacía algo similar para una organización de refugiados judíos. Desgraciadamente, entonces no conocía su pasado.
Me puse de acuerdo con Sichting y entregué el material entero que teníamos contra los hermanos al fiscal del distrito de Salzburgo. El arresto de los Mauer causó sensación en la ciudad, y el juicio contra ellos, a principios de 1966, fue uno de los más escandalosos capítulos en los anales de la justicia austríaca de posguerra.
Parecía imposible lograr la designación del jurado de tantas personas como pidieron se las excusara de serlo por enfermedad u otras razones. Cosas extrañas sucedieron en la atiborrada audiencia de la bella ciudad de los festivales, Salzburgo. El público aplaudió a los acusados y se rió cuando los testigos judíos juraron sobre la Biblia. Todos los testigos reconocieron a ambos hermanos. El testimonio era perfectamente convincente. Tras varias horas de deliberación el jurado admitió que los, acusados habían cometido asesinatos, pero que había que tener en cuenta que obraron coaccionados, ejecutando órdenes superiores. El tribunal tuvo que absolver a los acusados, pero el juez presidente informó que, de acuerdo con el código penal austríaco, el veredicto del jurado era «un patente error» y que por lo tanto se abriría un nuevo juicio contra ellos y que hasta este segundo juicio los acusados seguirían en prisión.
El veredicto de Salzburgo y la conducta antisemita del público produjeron olas de reacción en Austria. El Wiener Zeitung hablaba de «veredicto vergonzoso». Estudiantes católicos y socialistas iban por las calles de Viena llevando pancartas que decían: «Austria, parque nacional de criminales nazis». No solucionó nada que yo descubriera —demasiado tarde desgraciadamente— que el presidente del jurado había sido un nazi austríaco clandestino y un SA.
El segundo juicio contra los hermanos Mauer se celebró en Viena en el mes de noviembre de 1966. Johann Mauer fue condenado a ocho años y Wilhelm a doce.
[1] Palabra rusa con que a partir de la revolución rusa de 1905 se designa la persecución sistemática de que han sido objeto los judíos residentes en dominios rusos.
[2] El último premio Nobel de Literatura, Joseph Agnon, es oriundo, como Wiesenthal, de la ciudad de Buczacz.