CAPITULO XX
ESCUELA DE ASESINATO EN MASA
Un día, a finales de mayo de 1961, otra austríaca, da mediana edad, vino a verme a Linz. Era poco después de la captura de Adolf Eichmann y la prensa local había publicado un largo artículo sobre mi participación en la búsqueda del hombre. En aquella ocasión, toda clase de gente vino a decirme cosas que yo no quería saber y a venderme cosas que yo no necesitaba. Algunos me ofrecían sus conocimientos especiales y otros venían a pedirme consejo. No adivinaba por qué aquella mujer de aspecto descuidado y poco atractiva había acudido para verme. Llevaba un jersey chapucero y las greñas le colgaban sobre la frente. No, no era el tipo adecuado de mujer para venir a contarme una historia de amor y sin embargo, eso fue lo que hizo. Bruno Bruckner, originariamente vigilante nocturno de los docks del ferrocarril de Linz y a la vez fotógrafo de afición, había vivido con la mujer aquella y prometido casarse con ella. Resulta que luego conoció a otra...
Yo la escuchaba distraído, preguntándome cuándo llegaría al meollo de la cuestión.
—...y en 1940 Bruno trabajó para los nazis y se convirtió en fotógrafo especial del castillo de Hartheim.
¡Hartheiml Aquello me puso instantáneamente alerta.
—¿Se refiere al castillo Hartheim de Alkoven?
—Sí —dijo—. A media hora de coche, en la autopista de Passau. ¿Ha estado alguna vez allí? Durante la guerra, los nazis convirtieron el castillo Hartheim en un sanatorio y allí es donde Bruno trabajaba como fotógrafo. Iba a Linz, a verme dos veces al mes y siempre disponía de dinero a montones. Entonces fue cuando empezó a salir con esa mujer y...
—Sí, ya me dijo. ¿Y qué hacía en el sanatorio?
—Bueno, le decían que sacara fotografías de los pacientes. Las fotografías las enviaban a Berlín, cosa de «alto secreto», pero un día que se emborrachó me lo contó todo.
—¿Qué clase de fotografías hacía allí? —le pregunté.
De pronto la mujer se puso en pie. Quizás había ido demasiado lejos en mis preguntas.
—¿Por qué no se lo pregunta a Bruno? —me dijo llena de veneno—. Muy bien, él era un nazi y usted anda detrás de los nazis, ¿no? Aquí tiene su dirección y que se lo cuente todo, todos los bonitos experimentos que le hacían fotografiar en Hartheim.
Y se marchó.
Había oído hablar por primera vez de Hartheim durante mis últimas semanas en el campo de concentración de Mauthausen. Los crematorios funcionaban continuamente y a veces un horno se estropeaba y un técnico «de Hartheim» tenía que venir a reparar la maquinaria. Y también ciertos grupos de prisioneros eran enviados a Hartheim y nunca regresaban. Alguien me dijo que «Hartheim» («Mansión áspera») era el nombre de un viejo castillo que no estaba lejos de Mauthausen, y parecía ser sinónimo de muerte. Pero no le presté mucha atención entonces. Allí en mi catre del «bloque de la muerte» me sentía demasiado débil para pensar.
En 1947 varios guardas de la SS del campo de concentración de Mauthausen fueron juzgados ante un tribunal militar americano en Dachau. Ayudé a preparar las pruebas contra algunos SS y asistí al juicio. Uno de los acusados declaró que había sido enviado a Mauthausen «desde Hartheim». Fue condenado a muerte y ninguna otra mención de Hartheim se hizo.
La siguiente vez que tropecé con el nombre del castillo Hartheim fue en un informe sobre el programa de eutanasia del régimen nazi. La mayoría de los hechos son bien conocidos y voy a recapitularlos resumidos. La primera mención de eutanasia, que los nazis llamaban Gnadentod (muerte de favor), tuvo lugar en enero de 1940. Por orden de Adolf Hitler, tres hombres se reunieron en Brandenburgo: el Reichsleiter Philip Bouhler, Führer de la «salud» del Reich, el doctor Leonard Conti y el médico personal de Hitler, doctor Karl Brand. Las órdenes eran planear la «Vernichtung lebensunwerten Lebens». La frase, que no existe en ninguna otra lengua, puede ser, en traducción libre, como «destrucción-de-vidas-que-no-vale-la-pena-vivir». El proyecto constituía «alto secreto» y estaba bajo directo control de la Cancillería del Führer, cuya plana mayor estuvo primero bajo la supervisión de Rudolf Hess y, después de la deserción de éste, de Martin Bormann. Bormann nombró un comité de médicos especialistas a las órdenes del doctor Werner Heyde, profesor de psiquiatría de la Universidad de Wurzburgo. Heyde, responsable de la muerte de, por lo menos, cien mil personas, desapareció terminada la guerra bajo el nombre de «Dr. Sawade», fue capturado en 1962 y se suicidó en la cárcel poco antes de ser juzgado.
Durante la fase inicial del programa de eutanasia, ciertos grupos de personas (retrasados mentales, enfermos incurables extremadamente viejos), fueron las víctimas ya que habían sido clasificadas de Unnutze Esser (bocas inútiles). La teoría era que consumían considerable comida y no producían nada; por eso tenían que morir. La mayoría de ellos eran pacientes cristianos, alemanes y austríacos que ocupaban hospitales y asilos. No había judíos entre ellos, los judíos en su mayoría habían sido enviados ya a campos de concentración. Los nazis consideraban la eutanasia como una clase de ejecución casi ética y la reservaban para miembros de su propia raza. Oficialmente el programa tenía la sigla «T 4», de una elegante mansión de Berlín en la Tiergartenstrasse 4, donde los especialistas en eutanasia tenían su central.
Las decisiones de si un ser humano debía vivir o morir era tomada por médicos especialistas conocidos como «T 4» que recibían las listas y fichas clínicas de «bocas inútiles en potencia» de los hospitales y asilos de Alemania, Austria y otros países. Aquellos médicos echaban un superficial vistazo a las fichas sin molestarse en visitar los pacientes y cuando una ficha se marcaba con una cruz, la sentencia de muerte había sido pronunciada.
A continuación los ficheros eran enviados a una oficina especial de transporte y empleados de robusta complexión llevaban a los hombres y mujeres condenados, a la «clínica» más cercana o «sanatorio», donde tenían una muerte dulce gracias a una inyección mortal. Cuatro de esas instituciones se mencionan en los informes sobre eutanasia que he estudiado. Había tres en Alemania: Hadamar, cerca de Limburg; Sennestein, cerca de Pirna, Sajonia; castillo Grafenegg, Brandenburgo. La cuarta era el citado castillo Hartheim, cerca de Linz.
Después que los hospitales y asilos fueron aligerados de muchas «bocas inútiles», la operación se extendió, bajo la clave «14 f 13», a los internados, enfermos o inválidos, en campos de concentración alemanes y austríacos, con frecuencia así inútiles a causa de los trabajos forzados. (El que había sido Canciller de Austria, Dr. Alfons Gorbach, un inválido, fue seleccionado para ir a parar al castillo Hartheim pero su caligrafía le salvó y fue enviado a trabajar a la oficina del campo de concentración de Dachau.) La «Acción 14 f 13» comenzó en 1941 y duró hasta el final de la guerra. A partir de 1943, muchos prisioneros franceses de campos de concentración fueron enviados al tétrico castillo Hartheim.
Después de leer el informe, fui al castillo Hartheim, que se halla en el pacífico pueblo de Alkoven, a unos veinte kilómetros de Linz, rodeado de verdes campos y onduladas colinas. El castillo Hartheim era un edificio de aspecto imponente y amenazador, del siglo XVI estilo Renacimiento, con cuatro torres y muchas hileras de ventanas. Traspuesta la verja, pasé a un gran patio rodeado de bellas columnatas. Por entonces, el castillo estaba habitado por volksdeutsche, refugiados del Este y sabía que no podrían decirme gran cosa, habiendo llegado después de la guerra. Fui al pueblo y hablé con algunas personas pero todas se mostraron en extremo reservadas en cuanto les preguntaba por Hartheim. Me decían que había sido «una especia de sanatorio», se encogían de hombros y se marchaban. Volví a mi coche y regresé a Linz. No hubiera vuelto a pensar posiblemente en el castillo de Hartheim si una mujer celosa no me hubiera venido a ver para hablarme de Bruno Bruckner que había «fotografiado» ciertos experimentos en el misterioso castillo.
Empecé por hacer averiguaciones acerca de Bruno el infiel. Ahora trabajaba en un complejo químico industrial del Estado en Linz y se decía que seguía siendo un aficionado entusiasta de la fotografía. En nuestros ficheros se mencionaba un tal Obersturmführer SS Bruckner que, según el testimonio de supervivientes de algunos campos de concentración, había sido un sabueso de enlace entre los campos y Berlín. Uno de los cometidos del Obersturmführer Bruckner era entregar en Berlín oro y joyas procedentes de prisioneros judíos. Como no había ninguna descripción de aquel SS, di a la policía de Linz la información que sobre él poseía y fue enviado un agente a entrevistarlo. No había ninguna acusación específica contra él y teníamos que movernos con cautela. Sugerí que el policía comenzara por hablarle de oro y joyas y que luego como sin darle importancia, dejase traslucir lo del castillo Hartheim. El agente actuó bien. Bruckner negó enfáticamente haber formado parte de la SS: no había sido más que «un simple soldado de la Wehrmacht», jamás había actuado de enlace para la SS en Berlín, y menos les había aportado joyas. En realidad, dijo, no había tenido nunca en sus manos el menor botín de guerra de que apropiarse.
—Ni me apropié siguiera de un aparato fotográfico durante la guerra —dijo Bruckner—. Y no es ningún secreto que casi todo el mundo se llevó a casa por lo menos un par de cámaras. Por no hablar de otras cosas.
El policía asintió y preguntó luego:
—Ya. Pero ahora tendrá algún aparato fotográfico, ¿no?
—Claro. Los poseía ya mucho antes de que empezara la guerra.
—¿Qué clase de fotografías sacaba usted en el castillo Hartheim, Bruckner?
A Bruckner tanto pareció aliviarle que el asunto del oro y las joyas se hubiera dejado de lado, que lo admitió todo.
—Fotografías médicas. Hacían experimentos abajo en el sótano y yo los fotografiaba desde una abertura disimulada.
No se había presentado voluntario para aquello, dijo. En 1940 un día un hombre del Gauleitung nazi me preguntó si me vería con ánimos de llevar un laboratorio fotográfico de primera categoría.
Bruckner le contestó que le encantaría. Pocos días después, le pidieron que fuera a la Gauleitung, donde dos hombres le interrogaron. Tuvo que firmar una declaración de que no hablaría a nadie de su trabajo, y al día siguiente un tal Herr Lohthaller lo condujo al «Sanatorio de Hartheim». Durante el camino, Bruno Bruckner le preguntó en qué consistía lo que tendría que hacer.
—No me haga preguntas —Lohthaller le contestó—. Ya se lo explicarán allí.
Una vez en el castillo, Bruckner fue llevado a presencia del capitán Christian Wirth, el jefe. Bruckner describió al capitán Wirth como «un hombre muy agradable fuera del trabajo pero muy exigente mientras se trataba de trabajar, y que no dudaba ni un segundo en matar al que algo le saliera mal». Wirth dijo a Bruckner que tendría que sacar «tres fotos de cada paciente», le mostró el laboratorio, que era de veras de primera clase, y le mostró dónde dormiría.
Bruckner fotografiaba unos treinta pacientes al día y a veces más. Siempre desde el mismo ángulo, era un trabajo difícil.
Algunos pacientes se ponían como locos y tenían que ser sujetados por enfermeros. Una o dos veces, se les soltó el paciente antes de que le pudieran dar la inyección letal y apenas pudieron con él. Lo peor era que me asqueaba la comida porque flotaba un horrible hedor en el aire procedente de los hornos crematorios que no nos dejaba ni de día ni de noche. Al cabo de unos días, fui al capitán Wirth y le dije que no podía soportarlo más. Le pedí que me librara del puesto.
Al capitán Wirth no le gustó nada la sugerencia de Bruckner, y le dio a elegir entre tres posibilidades:
—O sigue usted aquí y mantiene la boca cerrada. O le enviamos a Mauthausen. O si lo prefiere, podemos matarle aquí inmediatamente.
Bruckner se fue a su habitación abatido. Aquella noche el capitán Wirth le envió una botella de schnapps y Bruckner se emborrachó. Al cabo de un tiempo se olvido del hedor del ambiente.
Gradualmente, Bruckner fue descubriendo más cosas acerca de Hartheim. No le fue fácil porque todos eran muy reservados y le habían advertido que no hiciera preguntas si quería conservar la vida. Pero él no tenía nada de tonto y se dio cuenta de que a los doctores que estaban al frente de aquello, Rudolf Lohuauer, de Linz, jefe médico y Georg Renno, su ayudante, les hacía poca gracia que él sacara fotografías que les incluía. Pero él tenía órdenes de Wirth. Al cabo de unas semanas, Wirth le dijo que bajara al sótano e hiciera fotografías de los «nuevos experimentos».
—¿Qué clase de experimentos? —le preguntó el agente.
—Entonces los pacientes morían por gas. Yo tenía que tomar fotografías muy de cerca de sus últimos momentos y luego tuve también que fotografiarles el cerebro. Wirth llamaba a las fotografías «material científico» y las enviaba a Berlín. No se me permitió guardar ninguna de aquellas fotografías. Junto a la habitación de los experimentos, estaba el crematorio. Yo no hacía preguntas. Era un buen trabajo porque me pagaban trescientos marcos al mes y además siempre me hacía un pequeño sobresueldo sacando fotografías a los empleados, con permiso del capitán Wirth. La comida, en sí, era buena y siempre había bebida. Además por las noches tenían lugar juerga tras juerga, todos durmiendo con todos.
Bruno Bruckner hizo su trabajo a boca cerrada. Luego el capitán Wirth fue transferido y le sucedió un tal Franz Stangl. Y luego, hacia 1941, todo se le acabó a Bruno, desgraciadamente. La Wehrmacht lo reclutó y fue enviado al frente del Este.
—¿Hubo algo que le llamara la atención mientras estuvo en Hartheim? —le preguntó el policía.
—Sí —contestó Bruckner—. Algo que no logré comprender. Cada día en el sótano eran gaseados unos treinta o treinta y cinco pacientes y sin embargo tenían por lo menos ochenta empleados, que bajaban al sótano a verlo, ¿para qué necesitarían ochenta personas?
Pocas semanas después, tras una investigación a fondo, yo estaba en condiciones de contestar la pregunta de Bruckner. El castillo Hartheim no sólo era una institución de eutanasia como yo había supuesto hasta el interrogatorio de Bruckner. Hartheim era mucho más.
Había unos hechos al parecer sin relación, ya que Wirth, el lugarteniente del castillo Hartheim, estuvo luego al frente de tres campos de exterminación polacos: Belzec, Sobibor y Treblinka, donde un millón y medio de judíos, hombres, mujeres y niños, fueron gaseados entre 1941 y 1943. Su sucesor en Hartheim, Franz Stangl, fue luego comandante del campo de Treblinka. Gustav Wagner, otro alumno de Hartheim, estuvo luego al frente del campo de Sobibor y ahora se esconde probablemente en la Argentina bajo otro nombre. El jefe de doctores de Hartheim, Rudolf Lohnauer, de Linz, se suicidó al terminar la guerra, con toda su familia; su segundo, Renno Georg, fue arrestado en Frankfurt en 1963 y se le juzgará allí. En resumen, gran número de SS que desempeñaron cargos técnicos en las cámaras de gas y crematorios de varios campos de concentración, habían pasado cierto tiempo en Hartheim o una cualquiera de las otras tres clínicas de eutanasia.
La terrible verdad es que los centros de eutanasia eran escuelas normales de asesinato. Trato sólo de Hartheim, donde he tenido fácil acceso, pero material similar existe sobre los otros tres centros de Alemania, todos ellos centros de entreno para el programa genocida de Hitler.
Este descubrimiento contesta preguntas que habían desconcertado a historiadores y criminólogos desde el final de la guerra: cómo seleccionaban el personal, cómo lo adiestraban, para haber llevado a cabo el aniquilamiento de once millones de seres humanos y cómo guardaban el secreto para que no se hubiera sabido nada de aquello hasta años después de terminada la guerra. Como es lógico, los hombres que manejaban las cámaras de gas, tuvieron que contemplar la muerte de decenas de miles de personas día tras día y semana tras semana, tuvieron que ser entrenados técnica y psicológicamente, de otro modo no hubieran podido resistir la continua tensión.
En 1947 empecé a discutir el problema con varios especialistas que habían estudiado los archivos de la maquinaria de aniquilamiento nazi. Pregunté a historiadores, criminólogos, doctores y a los componentes del Instituto Yad Vashem de Jerusalén: ¿cómo podía explicarse que nunca se produjera una sola falla en el engranaje de exterminio de los campos de muerte? Sabemos que en la Conferencia de Wannsee en enero de 1941, los nazis determinaron el exterminio metódico de once millones de judíos de Europa y que diversos métodos de genocidio fueron propuestos. Sabemos que se produjeron fallas técnicas; una vez, estando presente Himmler, los vapores de los motores de submarinos resultaron altamente insatisfactorios para el exterminio, Himmler se puso furioso y como consecuencia hubo drásticos castigos. Las máquinas fallaban, pero el personal que las manejaba, no falló nunca. ¿Cómo podía ser que el elemento humano fuera más seguro que las mismas máquinas? ¿Habían sido aquellos hombres sometidos a entreno, técnico y psicológico, para poder resistir la enorme tensión? La cuestión me estuvo preocupando años. Los nazis sabían que se les acababa el tiempo y existían planes de asesinato de gitanos, polacos, rusos, etcétera. Ello significaba que la maquinaria genocida tenía que seguir rodando a toda velocidad; así, que todos los hechos llevaban a la conclusión que cuadros de asesinos, técnicamente especializados y psicológicamente endurecidos, eran preparados en alguna parte. El castillo Hartheim y los demás centros de eutanasia eran la respuesta: allí los nazis crearon los cuadros de perfectos asesinos profesionales.
Hartheim fue organizado como una escuela médica, con excepto que los «estudiantes» no aprendían a salvar vidas humanas sino a destruirlas lo más eficazmente posible. Las muertes de las víctimas eran clínicamente estudiadas, fotografiadas con precisión, científicamente perfeccionadas. (En los últimos juicios de Alemania se ha comprobado que en los campos de muerte de Belzec, Sobibor y Treblinka hubo fotógrafos especiales que sacaban fotografías de las víctimas agonizantes). Varias mezclas de gases se probaron hasta hallar el más efectivo. Doctores provistos de cronómetros observaban a los agonizantes por el atisbadero de una pared del sótano del castillo Hartheim y cronometraban las últimas convulsiones, con aproximación de décimas de segundo. Se hicieron películas a cámara lenta que fueron estudiadas por especialistas. Los cerebros fueron fotografiados para conocer con exactitud el momento de la muerte. Nada se dejó al azar.
Los «estudiantes» contemplaban primero los experimentos, luego los realizaban ellos mismos. Cada «estudiante» era seleccionado por altos oficiales nazis, los llamados Gau-lnspekture. La seguridad de todo el asunto se consideraba de tanta importancia que la Gau-lnspekture era personal y directamente responsable ante la Cancillería de Hitler. Los nazis se dieron cuenta de que debía ser evitado cualquier desliz pues alemanes y austríacos venían siendo asesinados y podían producirse complicaciones. A pesar de todas las precauciones, algo trascendió luego de los «sanatorios» de Sonnenstein y Grafenegg: corrió el rumor entre la población y ambos lugares tuvieron al fin que ser clausurados. En Hadamar y Hartheim la organización fue perfecta, por ser lugares muy apartados, no hubo rumores.
Nadie sabrá nunca exactamente cuántas personas fueron asesinadas en el castillo Renacimiento de la hermosa columnata. No hay monumento que recuerde las víctimas de Hartheim, en su mayoría cristianos alemanes y austríacos; el monumento está por erigir. No se han hallado los ficheros de la oficina de registro pero en el juicio de Dachau de 1947 hubo testimonio de que en el sótano se trataba diariamente de treinta a cuarenta «conejillos de indias» humanos. Ello equivaldría a unas treinta mil personas en tres años. Hacia el fin, Hartheim se convirtió sencillamente en un lugar de exterminio más. Cuando los verdugos del cercano Mauthausen tenían demasiado trabajo, las víctimas sobrantes eran enviadas a Hartheim.
Los «graduados» en Hartheim, se convirtieron luego en maestros de futuros cuadros de asesinos científicamente entrenados. Después de unas prácticas, los «estudiantes» eran insensibles a los gritos de las víctimas, los «maestros» vigilaban la reacción de los «estudiantes». Fue un brillante hallazgo psicológico haber utilizado a alemanes y austríacos en el entreno base de asesinos en masa: si un «estudiante» no se desmoronaba cuando tenía que matar a los suyos, no tendría escrúpulo moral para exterminar miles de Untermenschen, El «estudiante» que no lo resistía, era enviado al frente, donde sus superiores lo destinaban a un Himmetfahrtskommando, escuadrón suicida.
Entregué mi dossier sobre Hartheim al doctor Christian Broda, entonces Ministro de Justicia austríaco. El 20 de febrero de 1964, informé a la prensa que el ministro me había asegurado, en presencia del procurador general Franz Pallin, que mi material sería inmediatamente cursado «para que este nuevo descubrimiento sea puesto en conocimiento y empleado en todos los procesos pendientes». Los dossiers contienen los nombres de varios ciudadanos austríacos que tuvieron participación activa en Hartheim. Escribo esto en el verano de 1966 y aún siguen en libertad.