CAPÍTULO XXII
LA HERENCIA DE CAÍN
En diciembre de 1961, en Bruselas asistí a una conferencia de la Unión Internacional de la Resistencia, de la cual soy vicepresidente, y en esa reunión, el señor Hubert Halin, secretario general de La Union des Resístants et Déportés, nos pidió a mi amigo Hermann Langbein (secretario general del Comité Internacional de Auschwitz) y a mí que tratáramos de localizar en Viena a un tal Robert Jan Verbelen, Oberstürmbann-führer de la SS, nacido en Flandes, jefe de la SS flamenca, lugarteniente del líder fascista Degrelle y el más importante confidente de la Gestapo en Bélgica. El 14 de octubre de 1947, Verbelen había sido declarado culpable in absentia del asesinato de 101 personas por un tribunal belga. Halin creía que Verbelen vivía en Viena, posiblemente bajo el seudónimo «Jean Marais», con el que había escrito muchos libelos neonazis, pues Halin había recogido buen acopio de material contra Verbelen.
Langbein y yo sabíamos algo más de las actividades de «Jean Marais». Había sido destacado miembro de un equipo llamado SORBE (Social Organische Ordnungs Bewegung Europas, o sea Movimiento de reajuste orgánico-social de Europa), que convocó un congreso en Salzburgo al que «Marais» asistió.
A nuestro regreso a Viena, Langbein y yo, cada cual por su parte, comenzamos a buscar a «Jean Marais». No conseguimos hallarle y tuvimos que desistir. Pocas semanas después recibimos sendas cartas urgentes de Halin apremiándonos a proseguir la investigación. Hablé con Langbein y como no había un tal «Marais» en Viena, acordamos buscar a Verbelen bajo su verdadero nombre, cosa que no habíamos hecho, si bien no había muchas probabilidades que un criminal nazi con condena pendiente conservara su nombre.
Sin embargo era exactamente eso lo que había hecho. El mismo día Langbein y yo hallamos un tal Robert Jan Verbelen en el registro oficial de la policía, que vivía en Greinergasse, en el distrito de Döbling. Langbein envió a un hombre que informó que la tarjeta de visita de Verbelen estaba clavada junto al timbre, para que todos la pudieran ver, pues no había intentado nunca esconderse como nosotros suponíamos.
Le enviamos la dirección a Halin. En la carta de contestación, Halin nos adjuntaba el veredicto contra Verbelen, que había sido sentenciado a muerte el 14 de octubre de 1947 por el tribunal de la provincia de Brabante. Era un extenso documento, escrito a máquina en flamenco. Llamé a Langbein y juntos fuimos a ver al fiscal Mayer-Maly, de la audiencia del distrito de Viena, quien inmediatamente anunció que Verbelen sería arrestado, pero quería primero tener una traducción oficial del documento flamenco. ¿Quién sabía flamenco en Viena?
—Nos va a costar mucho encontrar a alguien aquí en Viena que sepa flamenco —le dije—. Y puede que al final el traductor resulte un SS como Verbelen.
Mayer-Maly se rió, pero la verdad es que yo no me había equivocado mucho. En el juicio de Verbelen, el traductor oficial flamenco resultó ser el antiguo secretario del Dr. Arthur Seyss-Inquart, el Reihskommisar de Hitler en Holanda. Hallamos la frase clave en el veredicto, que decía que Verbelen había sido sentenciado a «Tot mit dem Koogel» (muerte por fusilamiento); el fiscal Mayer-Maly firmó la orden de arresto de Verbelen y telefoneó a la policía estatal. Langbein y yo nos enteramos que Verbelen, a su regreso a Viena, había servido como agente de la policía del Estado. El alto oficial de policía se puso al teléfono: parecía haber perdido el habla y no era de extrañar.
—Bueno, por lo menos sabrá usted dónde encontrarle —dijo el fiscal, y le leyó la orden de arresto.
A las diez y media habíamos ido a ver al fiscal. A la una de la tarde Verbelen fue detenido.
Remontándonos hasta 1936, Verbelen había fundado entonces una organización en Bruselas llamada «De Vlag» que decía ser una sociedad germano-flamenca «de cooperación cultural». Pero era en realidad un equipo de espionaje que trabajaba para la SS de Berlín y que recibía órdenes directamente de la RSHA. Su cabeza, un hombre llamado Van de Wiele, está en la actualidad en una cárcel belga. Los crímenes de Ver-belen han recibido amplia publicidad. Traicionó a los patriotas belgas y a los que com-batían en la Resistencia, entregándolos a los SS; participó en gran número de actos de terror y asesinó con sus propias manos a Georges Petre, alcalde de Saint-Josse-ten-Noode, el 31 de diciembre de 1942; a Emile Lartigue, en Woluwe-Saint Lambert, el 20 de enero de 1943; y a Raoul Engel, abogado de Ixelles el 24 de febrero de 1943; sin mencionar otros noventa y ocho asesinatos, todos ellos descritos en un veredicto de varias páginas a máquina. Varios aviadores americanos que cayeron en manos de SS, se cuentan también entre sus víctimas. También, según el veredicto, Verbelen participó personalmente en la tortura de diversas víctimas antes de ser asesinadas. Es una fea historia, aún juzgándola por las feas normas que privaban en la SS.
Al terminar la guerra, Verbelen desapareció. Escapó a Alemania y de allí a Viena, donde llegó con el pasaporte de Isaac Meisels, un judío de Amberes que había sido asesinado en Auschwitz. (No se ha dado nunca la explicación de cómo Verbelen se apoderó del pasaporte de Meisels, ni tampoco de lo que les ocurrió a ciertos diamantes que Meisels llevaba en tubos de dentífico cuando salió de Amberes.)
Verbelen usó otros nombres en Viena, pero en 1958 pidió nacionalización austríaca bajo su verdadero nombre, Robert Jan Verbelen, y según la ley austríaca, toda solicitud de nacionalización debe ir acompañada de pruebas de no haber sido reo de crímenes en ningún país. Un llamado «certificado de buena conducta» es imprescindible y todo solicitante es sujeto de investigación por parte de la policía austríaca. Pero a Verbelen, condenado a muerte en Bélgica, al parecer le bastó una simple llamada telefónica a la Embajada belga en Viena para probar que no había impedimento para adoptar la nacionalización austríaca, y así se convirtió en ciudadano austríaco el 2 de junio de 1959. Los periódicos austríacos se preguntaban si se trataría de un caso más de Schlamperei (chapucería) austríaca... o si Verbelen tendría amigos en muy altos círculos.
El juicio de Verbelen tuvo lugar en Viena en 1965. Se defendió con habilidad y arrogancia, dando a los jurados largas conferencias de cómo había actuado «bajo presión y fue puesto en libertad. Se produjo una ola de indignación en Bélgica, fuera de Bélgica e incluso en Viena; los estudiantes protestaron y los periódicos criticaron en su mayoría el veredicto. Verbelen salió de la sala de justicia como hombre libre, pero todavía no se ha dicho la última palabra contra el que fue Obersturmbannführer.
Trabé conocimiento con Herr Toni Fehringer, uno de los cincuenta Kapos (confidentes) alemanes, en septiembre de 1944, en el campo de concentración de Plaszow, cerca de Cracovia, Polonia. En su mayoría, los Kapos eran antiguos reos: criminales convictos, tahúres y asesinos, enviados a los campos de concentración para «servicio aparte». Algunos de ellos eran buenos hombres, y dentro de esta categoría recuerdo particularmente un antiguo pirata llamado Schilling que hizo carrera a principios de los años treinta en el mar del Norte, donde él y unos compinches se habían especializado en asaltar yates de recreo. Detenían un yate elegante, aliviaban a los pasajeros de dinero contante y joyas y dejaban partir de nuevo al yate. Perseguido por la policía alemana, Schilling escapó a Sudamérica, pero en 1937 volvió a la Vaterland (patria), llevado del Heimweh, particular versión de la añoranza germana. Tenía nombre falso y un bonito pasaporte falso también, pero en cuanto puso los pies en la patria, en Hamburgo, entró en un burdel del barrio de Reeperbahn. El Heimweh tiene efectos diferentes sobre las diferentes personas y aquella noche se armó un escándalo en el Reeperbahn. Schilling fue detenido, identificado y metido en la cárcel. Era un amable Robin de los Bosques que aligeraba al rico de su dinero inútil para con él ayudar al pobre y cuando dos prisioneros del campo de concentración tenían una discusión y uno de los dos le decía a Schilling: «Fíjate en ése, era de los ricos», podía ocurrir que Schilling abofeteara al ex rico; pero por un judío pobre era capaz de hacer mucho, traía comida y nos protegía contra los confidentes de instintos perversos.
Entre estos últimos, el peor de todos era Toni Fehringer, que tenía veintiún años, era rubio, de nariz respingona y tenía una expresión maliciosa y brutal en sus ojos azules. Sus mujeres (siempre tenía varias) le llamaban der blonde Toni, pero los prisioneros, más como correspondía, die blonde Bestie (la bestia rubia). Disfrutaba de habitación propia, especial comida de la SS y otros privilegios.
Había confidentes de todas clases. Schilling, por ejemplo, salvó la vida de muchos judíos que habían cometido ofensas menores, como haber llegado tarde al trabajo o no haber saludado a un SS al pasar. Cuando Schilling veía que un SS llevaba la mano a su fusil, le daba rápidamente una bofetada al prisionero y le derribaba.
—¡Vamos! —le decía al SS—. No se ensucie las manos con un puerco judío, Herr Rottenführer. Ya le castigaré yo por usted.
El prisionero puede que perdiera un diente, pero no la vida.
Toni Fehringer era distinto. Tenía a su cargo el llamado Kommando 1005, al que pertenecía yo, brigada de trabajo muy especial: cavar fosas para ejecutados en masa en aquella zona, desenterrar los cadáveres y quemarlos o hacerlos desaparecer de algún otro modo. La ofensiva soviética iba avanzando hacia el Oeste y los alemanes que habían llenado previamente aquellas fosas con los cuerpos de inocentes civiles, querían evitar que ocurriera lo que en los bosques polacos de Katyn, donde miles de cuerpos de oficiales polacos que habían sido ejecutados por orden de Stalin, fueron posteriormente descubiertos en 1941 por las avanzadas nazis, que hicieron una inmensa propaganda del crimen ruso. Los alemanes no querían que les ocurriera algo por el estilo; así que todos los ejecutados en masa de Polonia eran exhumados y toda traza de huella de cadáveres borrada. Los alemanes tenían listas exactas de las fosas y de los cuerpos enterrados en ellas, confeccionadas cuidadosamente y por triplicado; algunas cayeron posteriormente en manos de los aliados y se emplearon como prueba en varios juicios nazis. Nuestra tarea en Plaszow consistía en desenterrar los cadáveres y quemarlos o, si eso ya no era posible, triturar los huesos hasta convertirlos en polvo; luego, plantar césped y flores sobre el lugar que ocuparon las fosas del massacre. No era tarea agradable, por eso el comandante del campo nos daba doble ración de comida y los mejores barracones. Después de trabajar catorce horas, con el terrible hedor de los cadáveres y del humo de las piras, regresábamos tambaleándonos a nuestros barracones, soñando en unas pocas horas de sueño o de olvido. Pero allí estaba el rubio Toni aguardándonos, que nos ordenaba salir al campo de entreno a hacer «gimnasia» ; arriba, abajo, correr y saltar y luego treinta flexiones de rodilla hasta que los hombres más débiles se derrumbaban. Fehringer no tenía órdenes de la SS, sólo que le gustaba hacerlo, pavoneándose siempre de sus ejercicios de tortura particulares.
Hacía otras feas cosas además: azotaba tanto a los prisioneros, que enfermaban y a los enfermos los liquidaban rápido. Mientras trabajábamos en las fosas, Fehringer inspeccionaba los cuerpos que habíamos desenterrado, llevaba en la bota unas pinzas como las que usan los dentistas y con ellas sacaba los dientes a los cadáveres buscando empastes de oro que los SS hubieran pasado por alto. Si encontraba alguno, se metía el diente en el bolsillo y luego lo cambiaba por schnapp, que siempre tenía en abundancia. Yo me prometí que si lograba sobrevivir al Kommando 1005 y a la guerra, buscaría al bonito Toni, el rubio.
En 1946 conocí en Linz a una mujer polaca que había estado en el campo de Plaszow y que me dijo nos había observado muchas veces desde el patio de mujeres:
—Veía cómo el grupo de usted regresaba y veía cómo Toni se divertía con todos —me dijo—. ¡Qué sadismo!
Le conté que había pensado muchas veces en Toni Fehringer pero que no sabía de él sino que hablaba alemán con acento austríaco. Entonces la mujer polaca me dijo que había oído decir que Toni procedía de la Alta Austria, lo que no significaba nada importante pues el nombre de Fehringer es corriente en la Alta Austria. Un día de 1947, estaba yo en la hemeroteca pública de Linz leyendo diarios antiguos nazis pues me había dado cuenta que resultaban ser una fascinante fuente de información. Los nazis habían cuidado de destruir y borrar las pruebas del pasado pero sin duda se olvidaron de los archivos de las hemerotecas públicas, que contenían ejemplares de sus periódicos.
Mientras estaba apuntando algunos nombres interesantes oí la conversación de dos hombres a mi lado, uno de los cuales era un Sippenforscher (investigador de parentesco) profesión de la que yo nunca había oído hablar. Era un hombre de edad, simpático y le pregunté en qué consistía exactamente su cometido. Me explicó que durante el régimen nazi, cada Gauleitung tenía empleados varios técnicos con la misión de comprobar los Ariernachweise (certificados de origen ario), aquellos importantes documentos capaces de decidir entre la libertad o la cárcel, el bienestar o la pobreza y muchas veces entre la vida y la muerte.
—Más de uno presentaba certificados falsos a los Gauleitung —me dijo el hombre—. Teníamos que comprobar los informes, las partidas de nacimiento y de bautismo y llevar a cabo una investigación genealógica. La mayoría de los Sippenforsche habían sido Heimatforscher (historiadores locales). Gracias a Dios ya no tengo que seguir haciéndolo y ahora vuelvo a escribir historia local.
De camino a casa, tuve una idea: ¿y si pidiera a un antiguo «investigador de parentesco» que me ayudara a encontrar a Toni Fehringer? Cualquiera de aquellos especialistas, sabría muchas cosas de los Fehringers de la Alta Austria. Una semana después, fui a ver a un Heimatforscher de Linz, que había sido miembro del Partido nazi pero, como averigüé, nunca había tenido papel activo, para hablarle de Toni Fehringer.
Se me quedó mirando, dudó y dijo que no quería convertirse en «traidor».
—¿Cometió usted alguna vez un crimen? —le pregunté.
—Ya sabe que no —me contestó. Llevó usted una investigación a fondo sobre mis actividades durante el régimen nazi.
—Sí, pero sin embargo ahora quiere usted proteger a un criminal común, a un hombre que abusando de su papel de confidente en un campo de concentración torturó prisioneros indefensos sólo por puro placer.
Dijo que no era por eso, sino porque le asustaban las posibles «consecuencias». Le prometí guardarle el anónimo y que nadie iba a saber que me había ayudado. No nos encontraríamos nunca en su domicilio.
—Varios Fehringers viven en el pueblo de Kremstal, entre Kirchdorf y Micheldorf, región históricamente muy interesante, de antiguas casas barrocas y antiguos castillos. Cerca de Kirchdorf hay un castillo del siglo XVI, es el castillo de Alt-Perstein que...
—Muy bien —le interrumpí—. Enviaré a alguien allí a hacer averiguaciones sobre los Fehringers.
Dos días después, uno de mis colaboradores me trajo la noticia de que vivía en Kirchdorf un tal Anton Fehringer que tendría unos veinticuatro años y del que los vecinos dijeron no había estado allí durante la guerra. Podía ser el confidente en cuestión pero yo tenía que asegurarme, así que pedí a un fotógrafo de Linz que fuera a Kirchdorf haciendo las veces de inofensivo turista, que sacara fotografías y que me trajera una de Anton Fehringer.
En cuanto vi la fotografía supe que aquel era der blonde Toni. Redacté un informe para la policía, conté la historia del confidente y di nombres de otros testigos.
Fehringer fue arrestado y juzgado. Fui citado como principal testigo de la acusación y declaré al tribunal lo que había hecho. Su abogado alegó circunstancias atenuantes pues su cliente había obrado bajo «presiones», se había limitado a cumplir órdenes, y que además, trabajar con el Kommando 1005 le había resultado muy duro.
Entonces der blonde Toni se levantó y me pidió perdón. Contesté:
—Personalmente yo perdono al acusado. Le perdono las palizas que me dio y todo lo demás que he descrito. Podría decir que hubo circunstancias atenuantes, pero no puedo conceder al acusado clemencia en nombre de mis compañeros que ya no están en este mundo. No tengo derecho a hacerlo.
Toni Fehringer fue sentenciado a siete años de trabajos forzados y murió tres años después en prisión.
En 1963, recibí un día una carta de un hombre que designaré por su nombre de pila, Leónidas, que había leído algo acerca de mi trabajo y desesperado pensó que quizás yo podría ayudarle. Nos encontramos en Colonia y Leónidas me contó la historia que le había obsesionado durante veintidós años. Había nacido en Plunge, población de Lituania que estaba por entonces a treinta y siete kilómetros de la frontera alemana. De los seis mil habitantes que tenía aproximadamente Plunge antes de la guerra, unos mil ochocientos eran judíos y Leónidas, que es judío, me dijo que hasta últimos de los años treinta, siempre hubo amistosas relaciones entre lituanos y judíos. En el colegio tenía muchos amigos lituanos; los judíos tenían sus sinagogas, los niños iban al instituto, había judíos arquitectos, doctores y farmacéuticos.
—Si alguien hubiera pronosticado lo que iba a ocurrir en Plunge, yo le hubiera tomado por loco —me dijo Leónidas—. Y ello vale en particular por lo que hizo un lituano llamado Amoldas Pabresha, al que yo conocí en la escuela, un buen muchacho, tranquilo y retraído y a veces un poco extraño, pero buen muchacho al fin.
Los padres de Pabresha eran propietarios de dieciséis hectáreas de terreno en las afueras de Plunge, su padre trabajaba de asistente en la farmacia, y Amoldas y su madre cuidaban de la hacienda. Amoldas era un muchacho delgado, de estatura mediana, hombros estrechos y cabeza pequeña, que hablaba con voz ronca y parecía siempre nervioso, casi lleno de aprensión. Hablaba muy bien lituano, ruso y polaco.
Cuando en 1940 el ejército rojo ocupó Plunge, Pabresha se declaró ferviente comunista y entregó sus tierras al comité local del Partido por lo que recibió muy efusivos elogios. También demostró una nueva e inquietante tendencia a denunciar a algunos lituanos de la población a la NKVD a los que pasaban a buscar sin que volviera a saberse de ellos. Aquello fue lo último que Leónidas supo de Pabresha pues Leónidas fue reclutado para el ejército rojo y llevado a la Unión Soviética.
Durante la segunda Guerra mundial, Leónidas obtuvo el grado de comandante del ejército rojo, y, como tantos soldados de otros ejércitos, muchas veces deseaba fuera su unidad la que liberara su ciudad natal. Los deseos de Leónidas se cumplieron, luchó con una división en los países bálticos y un día de 1944 formaba parte de la unidad que tomaba la ciudad de Plunge.
—El corazón me latía aprisa cuando nuestros tanques llegaban a las afueras de la población —me dijo Leónidas—. Me fui derecho a nuestra casa y una mujer extraña me abrió la puerta, que, asustándose de mi uniforme, escapó. Me marché de allí con ganas de ver a mis parientes, a mis amigos. Pero no había nadie que yo conociera.
Paseé por aquellas calles tan familiares pero ahora llenas de extraños: Plunge se había convertido para mí en una ciudad fantasma. Me iba ganando la desesperación: no había ni una sola cara familiar en la población en que yo había nacido. Al final, me fui a ver al sacerdote, que excepcionahnente seguía siendo el que yo conocía. Me abrazó y los dos lloramos.
El sacerdote describió a Leónidas la terrible odisea. En el verano de 1941, los alemanes habían ocupado Plunge y de pronto el camarada Pabresha se convirtió en un entusiasta de los nazis y en un esbirro de la Gestapo. Si lo hizo o no siguiendo órdenes del Partido Comunista, no se sabía, pero el sacerdote contó a Leónidas que a los pocos días de la llegada de los alemanes, Pabresha había iniciado un pogrom que sólo acabó cuando todos los judíos de Plunge, todos hombres, mujeres y niños, hubieron sido asesinados.
—No lo podría describir ni ahora —le había dicho el sacerdote—. Primero azotaron a los judíos y los llevaron a todos a la sinagoga delante de la cual la multitud encendió una hoguera y los judíos fueron obligados a echar a ella sus «Toras», reliquias y libros de rezos. Luego Pabresha arrojó a varios viejos a las llamas y los remató a tiros. ¿Te acuerdas del anciano doctor Siw, al que todos veneraban como excelente médico? Pabresha le hizo hincar de rodillas y comer estiércol. Y no fue más que el comienzo. El populacho estaba enloquecido y Pabresha era el peor de todos. Llevaron a los judíos a Kaushenai, un pueblo que está a tres kilómetros y allí empezó la matanza definitiva. Los fusilaron a todos, hombres, mujeres y niños. Intenté salvar a unas jóvenes que conocía del instituto haciéndolas arrodillar, bautizándolas y diciendo a Pabresha que desde entonces eran cristianas. Saltó contra mí, me derribó al suelo y vi cómo las agarraba por los cabellos y luego como las mataba a tiros. Sí, y su mujer también cogió un fusil y mató a muchos. Perdí el conocimiento, después de aquello estuve enfermo muchos meses. Los médicos creyeron que mi mente se trastornó... Cuando me rehice, ya no quedaba nadie vivo. Uno de los últimos judíos ejecutados fue Freimaas Israilowicius, propietario de la farmacia donde el padre de Pabresha trabajaba. No te sorprenderá saber que Pabresha se apropió la farmacia, las tierras y la casa de su antiguo patrón asesinado.
Leónidas fue incapaz de hablar durante un buen rato después de oír el relato del cura pero al fin le preguntó por el paradero de Pabresha.
—Se marchó con los alemanes —le dijo el sacerdote—. Mi fe me manda perdonar, Leónidas, pero cuando pienso en Amoldas Pabresha, en mi corazón... no encuentro clemencia.
Leónidas no lloró al despedirse del sacerdote ni se quedó en Plunge pues las casas le eran tan extrañas como las caras de la gente. Se fue de la fantasmal población y sintió aún mayor afán de continuar luchando contra los alemanes, pero desde entonces no dejó de pensar sobre todo en localizar a Pabresha. Leónidas creyó que tenia una misión para la que Dios había reservado la vida al último judío de Plunge.
No encontró a Pabresha. Terminada la guerra, su división fue enviada otra vez a la Unión Soviética y allí integrado en otra unidad, destinada a la Alemania Oriental. Últimamente, Leónidas decidió pedir asilo en el Berlín Occidental, buscó en diversos campos de refugiados de la Alemania Occidental, a lituanos y a personas procedentes de los países bálticos. Algunos habían visto a Pabresha después de la guerra y Leónidas fue siguiéndole la pista hasta descubrir que Pabresha, con su mujer y sus dos hijos, habían emigrado a Australia, bajo nombre polaco, entre 1948 y 1949.
Allí acababa la pista. Leónidas no sabía cómo proseguir pero sabía que tenía que hacerlo y por eso había venido a verme.
Otro terrible crimen se había descubierto sólo porque un hombre había sobrevivido entre cientos o miles. ¿Cuántas Plunges existen? ¿Cuántos Pabreshas que no conocemos?
Leónidas había descubierto que el íntimo amigo de Pabresha, un médico lituano llamado Viadas Ivinskis, a quién Leónidas conocía también, había emigrado a Australia alrededor de 1948. Ivinskis en la actualidad ejerce la medicina en Guinea y a través de un antiguo habitante de Plunge que vive ahora en París, Leónidas descubrió que los Pabresha y los Ivinskis habían estado juntos en Australia hasta 1956, pero que, sin embargo, para entonces los Pabresha planeaban irse a Estados Unidos.
—Lo que quiere decir —dije a Leónidas— que tenemos que encontrar una familia (mujer, hombre, dos niños) que probablemente hacia 1948 marcharon a Australia bajo nombre polaco falso que no conocemos y que después de 1956 pasaron a Estados Unidos.
—Parece imposible —asintió él.
—Probablemente ese doctor Ivinskis sabe dónde están —le sugerí.
Escribí a Australia y recibí una carta de una monja católica que había hablado con un sacerdote de Nueva Guinea, el cual conocía al doctor Ivinskis pero que no podía facilitarnos la información que necesitábamos.
Busqué otro medio. Si los Pabresha estaban en América, probablemente tendrían relación con otros lituanos; así, que rogué a un amigo que pusiera un anuncio en varios de los periódicos lituanos que se publican en América diciendo que un antiguo habitante de Plunge, ahora llamado Smith, había muerto dejando su considerable hacienda a los supervivientes de Plunge, los cuales podían escribir a la dirección que se indicaba.
Nadie contestó al anuncio. Puede que Pabresha lo leyera y no se atreviera a escribir.
¿Duerme bien cuando piensa en Plunge?