CAPITULO XXIII

EL MARTIRIO DE CEFALONIA

En la primavera de 1964, hallándome en Turín invitado por unos amigos, antiguos miembros de la Resistencia Italiana, hablé de mi trabajo ante un gran auditorio interesado. Al terminar, siete oyentes se acercaron para hablarme y pedirme información sobre parientes o para contarme ciertos sucesos que creyeron podrían interesarme, entre ellos, una anciana señora, encorvada, de pelo blanco, vestida de luto riguroso de la que me impresionó la grave, casi pétrea expresión de los ojos.

—Signor Wiesenthal —me preguntó—. ¿Trata usted solamente de los crímenes que los nazis cometieron contra los judíos?

Le indiqué que en nuestros archivos figuraban crímenes nazis co­metidos tanto contra judíos como contra no judíos, pero que en la mayoría de casos las víctimas resultaban ser judías. Asintió con una inclinación de cabeza, como si fuera aquello lo que hubiera esperado oír.

—Quisiera poder hablar con usted media hora mañana por la mañana, a solas —me dijo.

Concertamos la hora y se marchó.

Se presentó en mi hotel a la hora fijada y de nuevo me impresionó su dignidad y su tristeza, que me hicieron comprender que el corazón de aquella mujer había sufrido mucho y que no le había sido fácil decidirse a hablarme.

—Vi que ayer se fijaba usted en mis ropas negras —me dijo—. Llevo luto desde un día de otoño de 1943 en que fui informada que mi hijo había muerto, ejecutado por los alemanes. Signor Wie­senthal, desde aquel día no he vuelto a reír, ni volveré jamás a reír. Era nuestro único hijo y mi esposo murió de pena. Ya sé que no se puede devolver a la vida a los muertos y que como buena cristiana tendría que aceptar la voluntad del Señor. Pero me duele que no haya nadie en Alemania que se preocupe de los nueve mil soldados ita­lianos asesinados en Cefalonia.

—¿Cefalonia? —le pregunté—. No he oído nunca hablar de ello.

—Ni siquiera usted está enterado de la tragedia de esa pequeña isla griega —dijo con amargura—. Dígame, ¿es lícito ejecutar a prisioneros de guerra, a soldados que se han rendido?

—Ni es humano ni es lícito. Constituiría una enorme violación de la Convención de Ginebra.

—Pues bien: en Cefalonia nueve mil soldados de la división italiana Acqui fueron asesinados por soldados alemanes. Hay algún escritor italiano que ha descrito ese terrible crimen.

Me dio más pormenores, le prometí que investigaría el caso y que si su información podía ser confirmada, trabajaría en el caso de Cefalonia, Inclinó la cabeza y se despidió.

Antes de ir al aeropuerto, llamé a mi amigo Angelo del Boca, editor de la Gazzetta del Popolo y vi que sí estaba al corriente de los sucesos de Cefalonia.

—Uno de los peores crímenes de nuestro siglo contra la Convención de Ginebra, pero a nadie en Alemania le preocupa lo más mínimo —me dijo—. Le pediré a Marcello Venturi que te envíe su libro.

Pocos días después, en Viena, recibía una carta del escritor Mar­cello Venturi y un ejemplar de su libro «Bandiera Blanca a Cefalonia». Estudié el libro y consulté el informe del quinto tribunal militar de Nuremberg que había tratado de aquel crimen de guerra. Posterior­mente recibí una copia del veredicto, sacada por el tribunal militar supremo de Roma el 20 de marzo de 1957, contra más de treinta oficiales del ejército alemán que habían sido sentenciados in absentia. El veredicto llena setenta y cuatro páginas a máquina. Inmediata­mente escribí una carta a la Agencia central de Ludwigsburg, que se ocupa de crímenes nazis y me contestó que la matanza de nueve mil soldados en Cefalonia les era desconocida.

Empecé a comprender por qué aquel terrible crimen no había sido investigado en Alemania: porque no estaban implicados ni los SS, ni la Gestapo, ni miembros del Partido Nazi, sino que el crimen había sido cometido por miembros de la Wehrmacht y poderosas influencias de la Alemania Federal intentaban por todos los medios salvar la Wehrmacht de toda investigación de crímenes de guerra nazis. Me­diante la cooperación de la Embajada italiana en Viena, obtuve las direcciones de veinte o treinta soldados italianos que habían sobrevi­vido milagrosamente a la matanza y envié sus nombres a Ludwigsburg. Tras cierto retraso, el caso fue adjudicado al fiscal Obluda de Dortmund, joven funcionario, hombre enérgico, que empezó inmedia­tamente la investigación. Mantuvimos contacto hasta conocer pronto toda la tragedia de Cefalonia.

Cefalonia es una de las mayores islas del mar Jónico, el golfo de Patrás la separa de la costa oeste de Grecia y un canal de cuatro kilómetros y medio de la pequeña isla de Ithaka, que menciona Homero. En general, el suelo de Cefalonia, cubierto de macchia, espe­cie de siempreviva, y de una especie de abeto Abies Cefalonia, no es de cultivo y en el centro las desoladas colinas alcanzan los novecientos metros de altura, pero a lo largo de la costa hay campos de olivos, viñedos y huertos de pasas de Corinto.

En el verano de 1943, durante las últimas semanas de la alianza germano-italiana, la división Acqui, que estaba integrada por unos nueve mil hombres bajo el mando del general Gandin, había sido des­tinada al puesto militar de Cefalonia y un pequeño destacamento alemán de enlace, compuesto de infantería y marina, estaba destacado en la península de Palis, en la parte oriental de la isla. En agosto de 1943, la proporción entre tropas alemanas e italianas en Cefalonia era de 1 a 6. El 8 de septiembre de 1943, Italia se rindió a los aliados angloamericanos y tras la capitulación del mariscal Badoglio, el general Gandin recibió por radio órdenes del undécimo ejército ita­liano: «Mantenga su posición. Si los alemanes emplean la fuerza, haga uso de las armas».

El 9 de septiembre, hallándose alerta todas las unidades de la división Acqui, el general Gandin recibió otra orden radiofónica, revocando la anterior y diciéndole que se rindiera a los alemanes. Gandin no cumplió esta segunda orden, que consideró apócrifa, sino que, en vez de ello, pidió por radio instrucciones al alto mando italiano.

La mañana del 10 de septiembre, dos emisarios del alto mando alemán en los Balcanes, el teniente coronel Hans Barge y el teniente Franz Fauth, aparecieron en el puesto de mando de Gandin pidiéndole la rendición, con todas sus armas, según la orden recibida el día ante­rior. Gandin explicó que tenía razones para dudar de la veracidad de la segunda orden y les pidió una tregua. Entonces convocó a sus oficiales y ordenó al tercer batallón del 317° regimiento, se retirara de su expuesta posición en Cardacata, «para evitar futuras complica­ciones». Llegaban informes de que las tropas alemanas estaban desem­barcando a lo largo de la costa, y entre los soldados italianos crecía la inquietud.

Exactamente a las nueve de la mañana del 11 de septiembre, los dos emisarios alemanes comparecieron de nuevo en el cuartel general del general Gandin para presentar un ultimátum, dándole al general tiempo hasta las siete de la tarde de aquel mismo día para cumplir lo que los alemanes le exigían. El estado de ánimo entre los soldados se hacía más hostil y a última hora de la mañana soldados alemanes intentaron capturar un vehículo blindado italiano y fueron rechazados. La situación fue haciéndose más crítica y a las tres el general Gandin reunió otro consejo de guerra. Los capellanes de la división se mos­traban partidarios de una rendición pacífica. El general Gandin inició negociaciones con los dos oficiales alemanes pero aplazando la decisión final hasta recibir órdenes definitivas de sus superiores. Los alemanes seguían desembarcando tropas en la isla y la proporción entre tropas alemanas, e italianas pasó a ser de 1 a 3.

El 12 de septiembre, varios soldados de artillería italianos esca­pados de la cercana isla de Santa Maura, informaron que todos los soldados italianos que se habían rendido allí habían sido depor­tados a un campo de concentración alemán, lo que aumentó la intranqui­lidad y tensión en Cefalonia, produciéndose algún tiroteo. Por otra parte, los alemanes ocuparon dos baterías, unas barracas de carabinieri, la aduana de Argostolion y la intimación del coronel Barge de rendi­ción inmediata, se hacía más apremiante pero fue rechazada después de la conferencia habida en el cuartel general de la división, en la que se acordó que el ejército italiano no se rendiría y que si los ale­manes querían violar el statu quo, tendrían que hacerlo por la fuerza.

El 13 de septiembre por la mañana, los italianos hicieron fuego sobre dos barcos alemanes que trataban de desembarcar en la isla, uno fue hundido y el otro se rindió con cinco bajas alemanas. A la una de la tarde, el general Gandin informaba a sus tropas que todavía se llevaban a cabo las negociaciones con los alemanes, pero poco antes de la medianoche, el general pidió a sus tropas que votaran si que­rían aceptar o no el ultimátum alemán, procedimiento poco corriente como poco corriente era la situación. Al día siguiente, las tropas italia­nas votaron por unanimidad en contra de la rendición y de toda cola­boración con los alemanes. Por otra parte, el general Gandin recibió orden del gobierno italiano de rechazar el ultimátum alemán; si era necesario, por la fuerza. Al mediodía, el general Gandin comunicó a los emisarios alemanes cuáles habían sido las últimas órdenes recibidas y el resultado de la votación de sus soldados; los alemanes a su vez lo comunicaron que para reflexionarlo le daban de plazo hasta las nueve de la mañana del día siguiente.

El 15 de septiembre, a las nueve, los alemanes pidieron una tre­gua hasta la una de la tarde, y una hora después los primeros bombar­deros Stuka aparecieron sobre la isla. El general Gandin dio orden de abrir fuego y la batalla entre italianos y alemanes empezó. Ahora ambos tenían el mismo número de tropas en la isla pero los alemanes poseían mejor artillería y apoyo aéreo. La batalla duró seis días, hasta el 21 de septiembre, en que los italianos, habiendo perdido más de dos mil hombres, enarbolaron bandera blanca y se rindieron a título de prisioneros de guerra.

Descubrí que en el juicio de Nuremberg ciertos detalles de la matanza de Cefalonia se habían puesto de relieve y dos de los oficiales implicados, los generales Wilhelm Speidel y Hubert Lanz, jefes del séptimo cuerpo de ejército alemán en los Balcanes, fueron condenados a veinte y doce años de cárcel respectivamente y por tanto no pueden ser juzgados otra vez por aquellos crímenes. Algunos de los otros alemanes implicados, según el veredicto aliado se limitaron a trans­mitir órdenes y fueron puestos en libertad. El comandante Haral von Hirschfel, el más alto oficial de enlace alemán con el vigésimosexto cuerpo de ejército italiano, del que la división Acqui formaba parte y que había estado en el escenario de Cefalonia, fue muerto en acción de guerra en el frente ruso, en 1944.

Hoy sabemos algo que ni el tribunal de Nuremberg, ni en 1957 el tribunal militar de Roma sabían: Martin Bormann, lugarteniente de Hitler, dio orden «de alto secreto» (Geheime Reichssache) de que todos los prisioneros de guerra de Cefalonia fueran ejecutados como represalia por no haberse rendido inmediatamente. La orden fue transmitida por eslabones del mando hasta llegar al oficial de enlace Hirschfel de Cefalonia, formándose un comando de ejecución bajo las órdenes del capitán Rademacher de la armada alemana y de los tenientes Heidrich y Kuhn del ejército alemán. Los prisioneros italianos fueron desarmados, cargados en camiones, como para llevarlos a cam­pos de concentración, pero en lugar de ello fueron conducidos a lugares solitarios de la isla, en las proximidades de Cocolata, Trojanata, Cons­tantinos y allí ejecutados por pelotones del ejército alemán y luego incinerados en masa.

Durante el 21 y 22 de septiembre, después del cese de hostilidades, casi todos los soldados y oficiales restantes de la división Acqui fueron ejecutados. El general Gandin lo fue a las siete de la mañana del 24 de septiembre y aquel mismo día 260 oficiales italianos eran conducidos al faro de Phanos, al norte de Argostolion y allí ejecutados, sus cuerpos colocados en una enorme lancha después que cargaron de pesadas piedras, la lancha remolcada hasta alta mar y allí hundida. Uno de los últimos actos de la represalia tuvo lugar el 25 de septiembre en que varias docenas de soldados y oficiales heridos fueron sacados del hos­pital de la división y ejecutados. El 28 de septiembre, al encontrar los alemanes diecisiete marineros italianos que habían venido escondién­dose, los fusilaron en el acto. De la entera división de nueve mil hombres, sólo unos treinta lograron esconderse en la isla. Luego lo­graron escapar y aparecerán como testigos cuando el juicio empiece.

En los últimos pocos años, comisiones del ejército italiano han conseguido hallar las fosas de Cefalonia, de ejecutados en masa. El padre Luigi Ghilardini, que fue capellán de la división, vive hoy en Genova y ha escrito un libro titulado «I martiri di Cefalonia». Los oficiales que estuvieron al mando de los pelotones de ejecución alemanes, se hallan hoy en las listas de reclamados por la justicia. (El coronel Berge, uno de los emisarios, probó que había sido enviado a Creta antes de ini­ciarse la matanza.)

En febrero de 1966 hablé con el fiscal Obluda, de Dortmund, que se trasladó personalmente a Cefalonia para hacer investigaciones de pri­mera mano y espera poder llevar a los culpables ante el tribunal. Posteriormente se nos unieron otros varios demandantes. Había una pregunta que nadie podía contestar: ¿cómo era posible que las auto­ridades alemanas ignoraran los crímenes de Cefalonia, el asesinato de miles de personas?

Si un día en Turín una anciana y apenada dama no hubiera venido a verme, la mayoría de alemanes seguirían sin saber nada de Cefalonia.