CAPÍTULO XXV

EPILOGO

Los relatos de muchos de mis casos son realmente difíciles de creer y ello me lleva a recordar la profecía del Rottenführer de la SS, Merz. No supe nunca su nombre de pila pero me acuerdo de él muy bien.

Era una tarde de septiembre de 1944. Nos hallábamos cerca de Grybow, Polonia, durante la retirada alemana del Este. El campo de concentración de Lwów había sido liquidado, sus docientos guardas SS se habían «desenganchado» con éxito del avance del ejército rojo y yo era uno de los treinta y cuatro supervivientes del campo que los SS «guardaban» como pretexto de su retirada hacia el Oeste.

Aquella tarde, el Rottenführer Merz me había invitado a echar con él un vistazo en el pueblo vecino. La comida escaseaba, se trataba de conseguir algunas patatas, y como yo hablaba polaco, Merz pensó que podría serle útil.

Era un día caluroso. Encontramos dos sacos pequeños de patatas en casa de un campesino; así, que de vuelta al vivac cada cual cargaba con uno de ellos, cosa ya de por sí insólita, porque de costumbre yo hubiera tenido que llevar los dos. Al llegar a un arroyo, junto a un bosque, Merz propuso que nos sentáramos un poco a descansar.

Merz fue uno de los pocos SS que se había mostrado siempre correcto con los prisioneros: no nos había apaleado, nunca nos había hablado a gritos, sino que se dirigía a nosotros con un Sie, el «ustedes» alemán, como a seres humanos. Sin embargo, yo no estaba preparado para lo que siguió:

Merz me dijo:

— De pequeño me contaron aquel cuento de hadas del niño que quiere ir a cierto lugar, expresa su deseo y un águila de alas enormes lo lleva allí. ¿Lo recuerda, Wiesenthal?

—Bueno, recuerdo el de la alfombra mágica.

—Si, la idea es la misma.

Merz se había echado boca arriba y contemplaba el cielo. Nos embargaba el murmullo de los árboles y el suave rumor del arroyuelo. Todo era pacífico, irreal, el prisionero y el SS descansando en el idílico campo en medio del apocalipsis.

—¿Y si el águila se le llevara a América, Wiesenthal? —me pre­guntó Merz—. Was würden Sie dort erzählen? (¿Qué contaría allí?)

Permanecí silencioso. ¿Estaría tratando de observar si cometía una indiscreción?

Merz adivinó mis pensamientos. Sonrió y me dijo:

—No tema. Puede hablar con franqueza.

Herr Rottenführer —contesté con tacto—. La verdad es que nunca lo he pensado. ¿Cómo iba a llegar yo a América? Es como si pretendiera ir a la luna.

Yo intentaba ganar tiempo. Aun admitiendo que Merz era la excep­ción, el SS bueno, ¿cómo iba a confiar en él?

—Imagínese, Wiesenthal, que llega a Nueva York y que la gente le pregunta: ¿cómo eran esos campos de concentración alemanes? Dígame, ¿qué respondería usted?

Reflexioné. Ahora estaba seguro de Merz y confiaba en él. Pero aún así, me era difícil contestar.

Le dije, recuerdo que vacilando:

—Creo... creo... creo que les diría la verdad, Herr Rottenführer. . ¿Iba a matarme? Había visto a los SS matar con mucho menor motivo.

Merz seguía contemplando el cielo. Asintió con la cabeza como si hubiera esperado aquella sincera contestación.

Nada añadí. Era más seguro dejarle hablar a él.

—Usted le contaría la verdad a la gente de América. Eso es. Y, ¿sabe lo que ocurriría, Wiesenthal?

Se incorporó lentamente, me miró y sonrió:

—No le creerían. Dirían que usted se había vuelto loco y hasta quizá le encerraran en un manicomio. ¿Cómo podría nadie creer seme­jante horror sin haber pasado por él?