El Pan de la vida y
de la paz
Homilía
de S.S. Juan Pablo II en la Solemnidad del Corpus Christi
6 de
junio de 1999
1. «Lauda, Sion, Salvatorem».
Alaba, Sión al Salvador.
Alaba a tu Salvador comunidad
cristiana de Roma, reunida delante de esta basílica catedral dedicada a
Cristo Salvador y a su precursor san Juan Bautista. Alábalo, porque «ha
puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina» (Sal 147,
14).
La solemnidad del Corpus Christi
es fiesta de alabanza y acción de gracias. En ella el pueblo cristiano
se congrega en torno al altar para contemplar y adorar el misterio eucarístico,
memorial del sacrificio de Cristo, que ha donado a todos los hombres la
salvación y la paz. Este año, nuestra solemne celebración y, dentro
de poco, la tradicional procesión, que nos llevará de esta plaza hasta
la de Santa María la Mayor, tienen una finalidad particular: quieren
ser una súplica unánime y apremiante por la paz.
Mientras adoramos el Cuerpo de
aquel que es nuestra Cabeza, no podemos por menos de hacernos solidarios
con sus miembros que sufren a causa de la guerra. Sí, amadísimos
hermanos y hermanas, romanos y peregrinos, esta tarde queremos orar
juntos por la paz; queremos orar, de modo particular, por la paz en los
Balcanes. Nos ilumina y guía la palabra de Dios que acabamos de
escuchar.
2. En la primera lectura ha
resonado el mandato del Señor: «Recuerda el camino que el Señor, tu
Dios, te ha hecho recorrer» (Dt 8, 2). «Recuerda» es la primera
palabra. No se trata de una invitación, sino de un mandato que el Señor
dirige a su pueblo, antes de introducirlo en la tierra prometida. Le
ordena que no olvide.
Para tener la paz, que es la síntesis
de todos los bienes prometidos por Dios, es preciso ante todo no
olvidar, sino atesorar la experiencia pasada. Se puede aprender mucho
incluso de los errores, para orientar mejor el camino.
Contemplando este siglo y el
milenio que está a punto de concluir, no podemos menos de traer a la
memoria las terribles pruebas que la humanidad ha debido soportar. No
podemos olvidar; mas aún, debemos recordar. Ayúdanos, Dios, Padre
nuestro, a sacar las debidas lecciones de nuestras vicisitudes y de las
de los que nos han precedido.
3. La historia habla de grandes
aspiraciones a la paz, pero también de recurrentes desilusiones, que la
humanidad ha debido sufrir entre lágrimas y sangre. Precisamente en
este día, el 3 de junio de hace treinta y seis años, moría Juan
XXIII, el Papa de la encíclica Pacem in terris. ¡Qué coro unánime de
alabanzas acogió ese documento, en el que se trazaban las grandes líneas
para la edificación de una verdadera paz en el mundo! Pero, ¡cuántas
veces en estos años se ha tenido que asistir al estallido de la
violencia bélica en diferentes partes del mundo!
Con todo, el creyente no se
rinde. Sabe que puede contar siempre con la ayuda de Dios. Son muy
elocuentes, al respecto, las palabras que pronunció Jesús durante la
última cena: «Mi paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da
el mundo» (Jn 14, 27). Hoy queremos una vez mas acogerlas y
comprenderlas a fondo. Entremos espiritualmente en el cenáculo para
contemplar a Cristo que dona, bajo las especies del pan y del vino, su
cuerpo y su sangre, anticipando el Calvario en el sacramento. De este
modo nos dio su paz. San Pablo comenta: «él es nuestra paz: el que de
los dos pueblos hizo uno derribando el muro que los separaba, la
enemistad (...) por medio de la cruz» (Ef 2, 14. 16).
Entregándose a sí mismo,
Cristo nos dio su paz. Su paz no es como la del mundo, hecha a menudo de
astucias y componendas, cuando no también de atropellos y violencias.
La paz de Cristo es fruto de su Pascua: es decir, es fruto de su
sacrificio, que arranca la raíz del odio y de la violencia y reconcilia
a los hombres con Dios y entre sí; es el trofeo de su victoria sobre el
pecado y sobre la muerte, de su pacífica guerra contra el mal del
mundo, librada y vencida con las armas de la verdad y el amor.
4. No por casualidad es
precisamente ése el saludo que dirige Cristo resucitado. Al aparecerse
a los Apóstoles, primero les muestra en las manos y en el costado las
huellas de la dura lucha librada y luego les desea: «¡La paz esté con
vosotros!» (Jn 20, 19. 21. 26). Esta paz la da a sus discípulos como
regalo preciosísimo, no para que lo tengan celosamente escondido, sino
para que lo difundan mediante el testimonio.
Esta tarde amadísimos hermanos,
al llevar en procesión la Eucaristía, sacramento de Cristo, nuestra
Pascua, difundiremos por los caminos de la ciudad el anuncio de la paz
que él nos ha dejado y que el mundo no puede dar. Caminaremos interrogándonos
sobre nuestro testimonio personal en favor de la paz, pues no basta
hablar de paz si no nos comprometemos luego a cultivar en el corazón
sentimientos de paz y a manifestarlos en nuestras relaciones diarias con
los que viven en nuestro entorno.
Llevaremos en procesión la
Eucaristía y elevaremos nuestra apremiante súplica al «Príncipe de
la paz» por la cercana tierra de los Balcanes, donde ya se ha derramado
demasiada sangre inocente y se han realizado demasiadas ofensas contra
la dignidad y los derechos de los hombres y de los pueblos.
Nuestra oración, esta tarde, se
ve confortada por las perspectivas de esperanza, que por fin parecen
haberse abierto.
5. «El pan que yo daré es mi
carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Estas palabras de Jesús,
que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, nos ayudan a
comprender cuál es la fuente de la verdadera paz. Cristo es nuestra
paz, «pan» entregado por la vida del mundo. El es el «pan» que Dios
Padre ha preparado para que la humanidad tenga la vida y la tenga en
abundancia (cf. Jn 10, 10).
Dios no perdonó a su propio
Hijo, sino que lo dio como salvación para todos, como Pan que
constituye el alimento para tener la vida. El lenguaje de Cristo es muy
claro: para tener la vida no basta creer en Dios, es preciso vivir de él
(cf. St 2 14). Por eso el Verbo se encarnó, murió resucitó y nos dio
su Espíritu, por eso nos dejó la Eucaristía, para que podamos vivir
de el como el vive del Padre. La Eucaristía es el sacramento del don
que Cristo nos hizo de sí mismo: es el sacramento del amor y de la paz,
que es plenitud de vida.
6. «Pan vivo, que da la vida».
Señor Jesús, ante ti, nuestra
Pascua y nuestra paz, nos comprometemos a oponernos sin violencia a las
violencias del hombre sobre el hombre.
Postrados a tus pies, oh Cristo,
queremos hoy compartir el pan de la esperanza, con nuestros hermanos
desesperados; el pan de la paz, con nuestros hermanos martirizados por
la limpieza étnica y por la guerra; el pan de la vida, con nuestros
hermanos amenazados cada día por las armas de destrucción y muerte.
Con la víctimas inocentes y más
indefensas, oh Cristo, queremos compartir el Pan vivo de tu paz.
«Por ellos (...) te ofrecemos,
y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (Canon romano),
para que tú, oh Cristo, nacido de la Virgen María, Reina de la paz,
seas para nosotros, con el Padre y el Espíritu Santo, fuente de vida,
de amor y de paz.
Amén.
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