Alfredo Bryce Echenique - Mi Amigo Conrado




   Como tantos cubanos, mi amigo Conrado pensó siempre que para qué tanto
   socialismo si lo que realmente importa en la vida es el sociolismo, palabra
   mágica que también quiere decir amigo y hermano, y que aplicó siempre
   conmigo, allá en La Habana de los ochenta, sacándome de mil embrollos y
   consiguiéndome todo aquello que en Cuba jamás nadie puede encontrar.
   - Eso no existe, Alfredo -solía decirme, pero sólo para agregar
   inmediatamente después-: No existe, mi socio, pero yo te lo consigo.
   Y Conrado encontraba una aguja en un pajar, en menos de lo que canta un
   gallo.
   Cubanísimo y patriota cien por ciento, Conrado ama la vida tanto como a La
   China, su esposa, y a sus hijos Michel y Giselle, que nunca supe de dónde
   sacaron esos nombres, ya que La China es bastante china y algo más, pero
   nada francés, y él tremendo guajiro. Conrado, el hombre más dotado del mundo
   para enderezar entuertos, arreglar cuanto automóvil, motocicleta, reloj,
   encendedor -o lo que sea- malogrados o inservibles aparecen en su camino, el
   más grande encantador de serpientes burocráticas, en fin, el mayor
   desobstaculizador del mundo, es un hombre grande y fuerte y luce un bigote
   «Pancho Villa» que en su momento hizo temblar al propio Pinochet, de visita
   en Cuba allá por los sesenta, muy militarote él, cuando derramó a propósito
   un vaso de ron sobre el único pantalón limpio de mi socio y éste se lo mandó
   lavar y planchar express, y con sus propias manos, ante las barbas del
   propio Fidel. También el Comandante se achicó ante mi socio una noche en que
   yo creí que me lo mandaban al paredón y todo. Fue por un asunto de ropa,
   también. ¡Dios mío! ¡Para qué le dijo Fidel a mi socio que no andaba lo
   suficiente bien trajeado para aquella ocasión jet set, en casa de un
   ministro del régimen, nada menos! Conrado se puso de pie, con ese bigote
   suyo con más pelos que la entera barbazón del Comandante, y que, según
   afirma él mismo, ufanísimo, llevó al propio Sartre a escribir que «Un hombre
   sin bigote es como un huevo sin sal». (Conrado ignora el resto de la obra
   sartreana, de pe a pa, lo cual no impide que Sartre siga siendo su socio, y
   un genio, por siempre jamás). ¡Para qué le dijo nada Fidel, Dios mío!
   Conrado le espetó que ni él ni su China ni sus hijos Michel y Giselle le
   debían absolutamente nada a la revolución, que su casa se la había
   construido solita su alma, con sangre, sudor, ron, y puros de fabricación
   casera, que él de socialismo nada y de sociolismo todo, idem que de
   patriotismo, y remató su faena con una frase que a mí literalmente me lanzó
   en busca de García Márquez, tan generoso siempre para interceder ante el
   Comandante en casos de vida o muerte. Pero el gran Gabo, que hasta hace un
   instante había estado ahí, sin duda había puesto los pies en polvorosa para
   no tener que asistir a lo que sólo podía desembocar en un fusilamiento
   inmediato. Y confieso que también yo estuve a punto de picármelas detrás
   suyo, pero la verdad es que la frase de mi socio había sido tan acertada que
   valía la pena exponerse a lo que fuera para seguir oyendo el eco. Y hasta el
   día de hoy sigo oyendo al bigote machísimo de Conrado decir:
   - «Sabe usted lo que es tener fe en la revolución, Comandante? ¡Coño! Tener
   fe en la revolución es tener un pariente o un socio en el extranjero.»
   Increíblemente, Troya no ardió aquella noche y yo creo que esto se debió a
   que hasta el propio Fidel se quedó paralizado ante el coraje del pueblo
   cubano, encarnado esa noche por un simple guajiro llamado Conrado. Lo cierto
   es que al día siguiente el gran Conrado ya estaba haciendo otra vez de las
   suyas, y siempre por ayudarme a mí. Recuerdo, por ejemplo, aquella urgente
   llamada que necesité hacer a Madrid y que jamás había entrado, pues era
   total la inoperancia y vagancia de la operadora del hotel en que me alojaba.
   Sin embargo, a mi socio le tomó un instante enamorar a aquella mujer, de
   teléfono a teléfono, con argumentos tan sencillos como una promesa de
   matrimonio, aunque, eso sí, hecha con toda la gracia y salero y bigote del
   mundo. En un instante entró la llamada y pude por fin comunicarme con
   Madrid, pero ahí no terminó todo. Yo acababa de colgar cuando Conrado volvió
   a levantar el auricular, esta vez para sugerirle a la operadora una serie de
   lugares paradisíacos para la inminente luna de miel, para hacérselos vivir,
   literalmente, con la dulzura de sus palabras de amor bañadas en daiquiris y
   echaditas en una hamaca bajo el sol y la luna de Caribe, al mismo tiempo, ¿o
   no, mi amó?, todo a cambio de un favocito má, y es que tú, mi negra, me
   pases la cuenta de esta llamada a la Casa de las Américas, poque aquí mi
   socio peruano... Con un millón de dólares yo no habría conseguido
   absolutamente nada.
   Pero en la vida suceden cosas increíbles, absolutamente inimaginables, y en
   el fondo profundamente lógicas. Y es así que en 1992 invité a Conrado a
   Madrid y mi socio, de ser el hombre con mayores recursos para enfrentarlo y
   arreglarlo todo en este valle de lágrimas, o más bien en ése, pues me estoy
   refiriendo a Cuba, pasó a ser un niño, un niño con antojos de niño y alma
   también de niño.
   - Qué te provoca hacer hoy, Conrado?- le preguntaba yo, cada mañana, a este
   hermano que tanto y tanto me había ayudado en Cuba, en lo más nimio y en lo
   más importante.
   - Hermano -me respondía él- llévame a ver embotellamientos.
   Y casi todas las tardes tenía que llevarlo yo a la Gran Vía, más o menos
   entre las 5 y las 7. Era lógico. El hombre estaba acostumbrado a los
   automóviles cincuentones y desvencijados que circulan por las calles de La
   Habana y realmente era feliz contemplando todo tipo de vehículos de último
   modelo. Y a la mañana siguiente quedaba fascinado porque le conseguía una
   motocicleta para que la manejara con un casco en la cabeza. Una motocicleta
   nueva y con casco. Un casco con una motocicleta nueva.
   CONRADO EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS
   Y maravillado viajó por Córdoba, Sevilla, Huelva, Cádiz, metiéndose a la
   gente al bolsillo con su simpatía natural y su sobrenatural deslumbramiento.
   Dicho sea de paso, arregló todo lo que hubiese que arreglar en todas las
   casas por donde fue pasando. Lo que en España se llama un manitas, un
   bricoleur hecho y derecho, como debe serlo todo cubano que vive o ha tenido
   que vivir en la Cuba de Fidel.
   El niño Conrado fue tan regalado que, al final de su estadía en España,
   había acumulado 67 siete kilos de exceso de equipaje. Me partía el alma que
   llegara el día de su regreso a La Habana y tuviera que dejar tantas cosas
   indispensables para él y su familia. Pero esto no lo inquietaba en absoluto:
   claro, iba a regresar en un vuelo de Cubana de Aviación y en el aeropuerto
   el personal de tierra era todo cubano. Verlo llegar a Barajas, verlo
   acercarse al mostrador de su línea aérea y verlo recuperar su edad adulta
   fueron cosa de un instante. El inmenso equipaje de mi socio se bañó de
   daiquiris y gardenias, en palabras dulces y sonrisas de envidiable
   coquetería, y fue facturado íntegro y gratis. Mi socio había renacido y más
   bien era el socio madrileño el que ahora contemplaba todo aquello con ojos
   de menor de edad.
   Pero mi socio siempre me volverá a sorprender, siempre me hará reír de
   nuevo, y siempre será capaz de conmoverme, de tocarme el llanto y la risa
   con las cosas esas de su inconmensurable cubanidad a toda prueba. La última
   ha sido el feroz atropello del que fue víctima mientras, una noche, buscaba
   comida para llevar a casa, en su motocicleta antediluviana, aquel cachivache
   de moto con sidecar que él conservó siempre impecable y que guardaba como su
   gran capital, ante una emergencia. Un turista italiano, absolutamente
   borracho, lo arrasó. Han sido meses de hospital, de ayudas de amigos, de
   socios inquietos y envíos de los productos más increíbles, pero
   indispensables para su recuperación.
   Pero no voy a esto, porque hoy Conrado galopa de nuevo y hasta ha regresado
   a España, estando yo ya en el Perú. A lo que voy es a una llamada que le
   hice para saber si aquel turista italiano había tenido al menos el gesto de
   visitarlo en el hospital y ofrecerle una ayuda, en los días siguientes al
   accidente, en los momentos graves, duros y dolorosos. Yo sabía que el
   italiano había salido ileso de un automóvil alquilado y que iba en compañía
   de una formidable jinetera de raza negra total y bellísimos e inmensos ojos
   azules. Yo sabía incluso que el italiano se había prendado de esa mujer y
   deseaba llevársela con él a Roma.
   - Pero dime, Conrado, ¿ese hombre te visitó, siquiera?, ¿te ayudó?, ¿te
   indemnizó?
   - Él trató, mi hermano. Sí, sí quiso ayudarme. Pero yo no podía aceptarle.
   Ese hombre a mí me daba mucha pena, ¿sabes, mi socio? ¿Tú te imaginas lo
   cara que le iba a salir esa hembra, allá en Italia, así tan negra y
   escultural y con esos ojazos azules? ¿La cantidad de cuernos que le iba a
   poner...? No, mi hermano, no hubiera sido correcto de mi parte... Ese hombre
   necesitaba mucho mucho dinero, mi socio. Porque tú no te imaginas la calidad
   de prostituta que el pobre se estaba llevando pa´ Italia.
   Todo esto lo decía una persona a la que le quedaban pocos huesos sin yeso,
   de pies a cabeza. Ah... Mi hermano... Mi socio... Mi amigo Conrado.