Alfredo Bryce Echenique - Retrato de familia con 98 (cuento)




                       Para Carlos Bazán Zénder y Jorge Salmón Jordán, por los
                       viejos tiempos, los nunca idos, y por los nuevos.



         Yo andaba aún por los nueve años, o sea que mi tierna edad tan sólo me
         permitió asistir en calidad de espectador a la tan fría como
         entretenida aunque algo cruel guerra que se desató en mi familia
         cuando el cincuentenario del 98, o sea en 1948, un año en que mi
         hermana Cristi, adolescentísima y realmente torturada porque, en cada
         mirada al espejo -un millón al día- no le quedaba más remedio que
         darle toda la razón a las envidiosas enemigas de su pelo rubio platino
         como un tesoro, esto sí que sí, pero en cambio cuánta razón tenían en
         eso de encontrarla exacta, pero lo que se dice detestablemente exacta,
         a la odiosa y empalagosa y melosa June Allyson; en fin, un año en que
         la pobre Cristi, además de todo, se debatía entre una fidelidad casi
         bíblica a Clark Gable y la debutante pero qué dulce y acariciadora voz
         de Frank Sinatra, un esqueleto sin el menor atractivo físico, y sin
         embargo... Y sin embargo, desde que por primera vez lo vio en el mejor
         cine de Lima, el Metro, que además de todo había construido nuestro
         tío Rudecindo Galindo, el del nombrecito, pobrecito, como solían
         decir, casi en coro, y por más lejos que vivieran unos de otros, todos
         los miembros de mi familia, ante la sola mención de su nombre y
         apellido...
         - Lo demás en él está bastante bien - comentaba siempre la tía
         Carmela, y además ha hecho muy feliz en matrimonio a nuestra prima
         Raquel, pero, con ese nombrecito, pobrecito, es como si de pronto todo
         en él y en Lima se viniera abajo.
         O sea pues que nada más ajeno a la familia que el asunto aquel de
         España y la trágica pérdida de Cuba y el fin de un imperio colonial y
         el nacimiento de otro. Además, según el cine en tecnicolor del imperio
         americano, ya súper establecido en el Perú por aquellos años de
         dictadura de Odría -la que a todos nos convenía, como afirmaba una y
         otra vez mi padre-, La Habana era la ciudad de los fines de semana
         felices y el amor a flor de piel entre palmeras y hamacas y brisa y
         Caribe. Sus cantantes dominaban los micrófonos de todas las radios de
         América Latina y sus orquestas y bailarinas sexy los escenarios de
         tantos teatros en los que el pueblo coreaba alegremente un sueño
         popular:
         Yo me voy pa' l'Habana y no vuelvo más
         El amor de Carmela me va a matar...
         Para qué pues la tristeza con que llegó un día viernes mi hermano
         Bobby del colegio usamericano donde cursaba el cuarto de secundaria,
         casi todo en inglés de Norteamérica, por supuesto -hasta la natación,
         diría yo-, salvo un poquito de geografía, historia, y literatura, en
         castellano, y como quien dice sólo para que cuando crezcan y hereden
         las fortunas de sus padres, sepan al menos que nacieron en un país
         llamado Perú. Para qué pues la tristeza con que llegó Bobby esa tarde,
         un día viernes de habitual reunión familiar.
         - ¿Por qué viene tan cabizbajo mi hijito? -le preguntó mi mamá, con
         esa dulzura, con esa suavidad, con esa ternura, incluso, que le
         aplicaba a todas las cosas y situaciones de esta vida, y que no
         significaban absolutamente nada, creo yo, salvo tal vez una manera de
         distanciarse al máximo de las cosas de este mundo, de desaparecer casi
         en el corazón mismo de la realidad, de la realidad peruana, en todo
         caso, y de seguir metida cuerpo y alma en ese estado de ensoñación que
         le permitía continuar viviendo como una reina, en París, los
         interminables meses limeños durante los cuales iba convenciendo a mi
         padre para que le financiara un nuevo viaje a Europa.
         - El curso de literatura me tiene triste, mamá. El profesor es español
         y...
         - Los españoles son todos tristísimos, Bobby, pero eso no debe
         preocuparte en lo más mínimo. Ten paciencia y ya verás: algún día
         serás un hombre hecho y derecho y leerás a Proust.
         - ¿Proust es alegre?
         - Ni alegre ni triste, mi amor. Simplemente grandioso, como todo en
         Francia.
         - ¿Y Cervantes, mamá?
         - Vulgarón, mi amor.
         - ¿Vulgarón?
         - Chabacano, en todo caso, pero esta noche viene tu abuelito y te
         ruego que no le vayas a decir que yo he dicho nada de esto. él adora a
         Cervantes, tú sabes. Y es que, en el fondo, también al pobrecito se le
         secó un poco el cerebro en aquel viaje a Madrid con mi mamacita...
         - ¿De qué te ríes, mamá?
         - De tu pobre abuelito entrando al hotel Ritz, en Madrid, y
         descubriendo que medio mundo, ahí en el amplio vestíbulo, lo había
         tomado por Alfonso XIII. Fue tan feliz con la confusión que desde
         aquel día no ha hecho más que buscar la manera de acentuar ese
         parecido, y, cada mañana, me cuenta tu abuelita, se afina y recorta el
         bigote mirando un millón de veces la foto que les tomaron al rey y a
         él juntos. Se está horas en el baño con lo de la foto y el espejo y
         otra vez la foto y Alfonso XIII. Y todo se debió simplemente a una
         confusión y a la suerte que tuvo de que el rey se enterase de la que
         se había armado en el Ritz, con el caballero peruano exacto a él como
         dos gotas de agua, y lo invitara llevado por la curiosidad que sintió
         de conocer a su gemelo ultramarino.
         - ¿Y por eso sólo lee a Cervantes?
         - Tanta foto y tanto espejo, mi amor, y además sus ochenta años, ya.
         Se le ha secado el cerebro como a Don Quijote. Yo, en todo caso, he
         fracasado totalmente en mi intento de hacerlo leer a Proust, a Gide, a
         Mauriac; en fin, Bobby, a todos los escritores del mundo.
         - ¿Y Unamuno, mamá, tú has leído a Unamuno?
         - Si no es francés no lo he leído, mi amor. Ni tengo por qué leerlo,
         tampoco, porque sencillamente no se es escritor si no se es francés.
         Pero bueno, ¿es ese tonto de Unamuno el que ha hecho que mi adorado
         hijo regrese tan cabizbajo del colegio? A ver, ¿cuéntame por qué?
         - El profesor García, que es español, dice que a Unamuno le dolía
         España, desde la tragedia del 98. Y como que lo ha probado. dice que
         tenía el alma triste hasta la muerte.
         - A los escritores españoles les duele siempre todo, mi amor, por eso
         es que son tan pesadotes.
         - Pero, mamá...
         - Mira, mi amor: como hoy llegan Alfonso XIII y tu abuelita, que sólo
         lee a un tal Azorín, me parece, esta noche debes aprovechar la
         oportunidad para preguntarles por qué a Unamuno y al profesor García
         les duele tanto España y el alma.
         Observé como loco, aquella noche, y la verdad es que mucho más aprendí
         sobre mi familia que sobre ningún 98. La fecha y su significado no
         existían para unos, y, para los que sí existían, o eran algo
         absolutamente positivo para la historia de la humanidad, o eran unos
         momentos sin la más mínima importancia, en todo caso en el Perú este
         del diablo en el que nos ha tocado vivir.
         - Entonces para qué discutir sobre cosas sin importancia - dijo el tío
         Otto Burmester, esposo de tía Carmela, la hermana menor de mamá.
         - Bueno, Ottito -intervino tía Carmela-: Discutamos siquiera un
         poquito porque el tema de Unamuno y el 98 trágico lo tienen tan
         interesado como triste al pobre Bobby.
         - De acuerdo, mujer -le dijo su esposo a tía Carmela-, pero pongámosle
         un límite de tiempo a la discusión.
         - De acuerdo -dijo mamá-, no bien Bobby se alegre un poco y nos diga
         que se ha enterado de algo, terminamos la discusión.
         - Fue una guerra triste y trágica -dijo el padre español Marcelino
         Serrador, que por nada de este mundo se perdía las copitas de los
         viernes, en casa de mis padres. Luego, dirigiéndose al abuelo, le
         preguntó-: ¿Qué piensa usted, don Atanasio?
         - Lo de siempre, padre Marcelino. Lo de siempre. Más vale honra sin
         barcos que barcos sin honra.
         Se hizo un silencio profundo, como cada vez que hablaba el viejo
         patriarca destronado que era el abuelo. Y es que, sin ser ninguno de
         los dos, ni mucho menos el autor de la frase - de esto me enteré
         siglos después-, como que acabara de hablar Cervantes y también como
         que acabara de hablar Alfonso XIII, por cariño, por respeto, por el
         amor que todos le teníamos al abuelito materno.
         - Tiene usted la razón, y no, don Atanasio - matizó, o al menos quiso
         matizar, el padre Marcelino Serrador. Sin embargo, el dolor que
         produjo esa fatídica pérdida de Cuba, Filipinas, y hasta el islote ese
         que cedimos como precio de la derrota...
         - ¿Islote? -preguntó mi abuelita. ¿Cuál?
         - Tú siempre en las nubes, María Cristina - intervino mi abuelito-, el
         padre Marcelino se refiere a Puerto Rico.
         - Puerto Rico, sí, doña María Cristina. Con su bello San Juan y todo.
         - Las guerras nunca han servido para nada -quiso pontificar, o sabe
         Dios qué, desde su eterna y absoluta distracción, la adorable abuelita
         María Cristina.
         -Sirven para ganar, querida suegra -la interrumpió, casi, el alemanote
         del tío Otto Burmester.
         Y por ahí iban las cosas cuando llegó mi hermana Cristi, comiéndose
         las uñas como loca porque, como nunca, esa tarde y ante ese mismo
         maldito espejo de su dormitorio, se había encontrado exacta a June
         Allyson, detestablemente.
         - Parece que vinieras de la guerra, darling Cristi -intervino mi
         padre, que también en ese instante llegaba de la fábrica y se disponía
         a ordenar un bourbon para él y después que llamen al mayordomo menos
         idiota y que cada uno pida lo que le dé la gana.
         - Coñac para todos, menos para los chicos -dijo, como cada viernes,
         exactamente a la misma hora, el abuelito materno.
         - En esta casa mandas tú, querido suegro cervantino - agregó mi padre,
         pero de tal manera que, una vez más, como cada viernes, desde hace
         varios años, todos ahí notáramos que en esa casa, en esa familia, en
         esa ciudad, y, de ser posible, en ese país, hacía ya un buen rato que
         él había desplazado cien por ciento al abuelo en todos y cada uno de
         los negocios y asuntos familiares. Luego, falsamente condescendiente,
         y mientras besaba a mi madre con su eterno Hi, darling, logrando
         expulsarla casi hasta Francia, de purita desesperación e
         incompatibilidad de caracteres, agregó un Hi general, para la familia
         completa, al menos la íntima, la más cercana, y preguntó si su llegada
         había interrumpido alguna conversación.
         - Estábamos hablando de la guerra de Cuba y del 98, Robert -lo informó
         el tío Otto Burmester.
         - John Wayne se voló un barquito o dos, de su propia armada, como
         quien no quiere la cosa, y los españoles le llamaron a eso guerra
         -quiso ponerle punto final al asunto, mi padre.
         - Pero Azorín dice -intentó decir mi abuelita, pobrecita, que sólo
         leía a Azorín, como mi mamá sólo releía a Proust-, Azorín dice..
         - Muy querida María Cristina -la interrumpió mi abuelito, un poco
         desde su trono perdido y otro desde su flaquísimo Rocinante-, Azorín
         nunca dijo nada, por la sencilla razón de que nunca pasó de ser un
         filósofo de lo pequeño.
         - De acuerdo, don Atanasio, de acuerdo -intervino el padre Marcelino
         Serrador, obligado como estaba a saber un poquito más sobre el tema,
         en su calidad de español-. Sin embargo, algo nos dice también Azorín,
         desde el corazón mismo de la generación del 98. Y algo nos dice
         también un Unamuno, un Baroja, un Antonio Machado. Algo nos dicen
         todos ellos del fatídico 98...
         - Ese año nació Federico y a esa generación perteneció también
         Antoñito -reapareció, como quien llega desde lejísimos, la eternamente
         distraidísima tía Carmela, que todo lo había heredado de su madre, en
         lo que a carácter se refiere.
         - Mujer -carraspeó el tío Otto Burmester- llevo quince años casado
         contigo y francamente me encantaría saber de donde me has sacado tú a
         unos amigos llamados Antoñito y Federico. Y francamente me
         encantaría...
         - Antoñito se apellidaba Machado y murió pobre, triste, y exiliado, en
         un bellísimo lugar de Francia llamado Colliure. Y Federico se
         apellidaba García Lorca y lo asesinaron en la guerra civil de España.
         - Prohibido hablar de guerras delante de los mayordomos - ordenó mi
         padre, al ver que Ramón, el primer mayordomo, se acercaba con dos
         azafates, vasos, copas, hielo y bebidas-. Un mayordomo debe ignorarlo
         todo acerca de las guerras. Y bueno, pensándolo bien, debe ignorarlo
         todo de casi todo, mejor.
         - ¿Y por qué, Robert? -le preguntó el tío Otto Burmester, bastante
         bruto el pobre, puesto que Ramón ya estaba entre nosotros y podía
         oirlo todo-. Finalmente, cualquier hombre en este mundo tiene derecho
         a la instrucción.
         - Pues entonces cuéntale tú a Ramón qué tal le fue a tu país en su
         última guerra, esa que llaman Mundial y todo. Y cuéntale también de tu
         llegada al Perú, si te atreves.
         - Darling papi -intervino, encantadora y vacía como siempre, mi mamá.
         Probablemente lo único que temía era que se alzara demasiado la voz en
         esa sala en discusión familiar y que ello le impidiera concentrarse en
         el maravilloso uso que Proust hacía del subjuntivo. En francés, claro
         está. A quién se le iba a ocurrir que a ella se le antojara, siquiera,
         leer a Proust en un idioma que no fuera el francés.
         Ofendidísimo, el tío Otto Burmester abandonó la discusión y la guerra
         de Cuba, el 98, o lo que fuera, mientras yo observaba que el pobre
         Bobby rogaba con los ojos que alguien dijera algo acerca de Unamuno y
         su dolor por España. Y Cristi, que odiaba a la humanidad entera,
         empezando por sí misma, pero que con Bobby había hecho la excepción
         amorosa a tan ruda ley, intervino:
         -¿Y por qué no dejan que Bobby haga un par de preguntas siquiera? A él
         le toca estudiar a la generación del 98, este año, y lo que es ustedes
         hablan de cualquier cosa menos de lo que a él le interesa.
         - Tu pregunta, y se te responderá, hijo -se burló mi padre, pero sólo
         un poco, porque la verdad es que en este mundo se le caía la baba por
         tan sólo dos temas: los Estados Unidos de Norteamérica y su hijo
         Bobby. En este orden-. Anda, tú pregunta, hijo mío, y se te responderá.
         - ¿Por qué a Unamuno le dolía España y además decía que su alma estaba
         triste hasta la muerte? -le tembló la voz al pobre Bobby.
         - En realidad, Bobby -le respondió el padre Marcelino Serrador,
         cumpliendo con su obligación de español y de religioso, y luciéndose
         ante esta posibilidad-, en realidad esas palabras sobre el alma dolida
         hasta la muerte no son de Unamuno sino del apóstol San Pablo. Lo que
         pasa es que...
         - Lo que pasa es que el tal Unamuno este tan achacoso que todo le
         dolía y le entristecía, le pegó tremenda plagiada al apóstol San
         Pablo... Ja ja ja...
         - Papá, por favor, deja que mi hermano Bobby se entere de algo -lo
         intentó callar Cristi.
         - A callar tú, June Allyson -la mató mi padre, como antes al pobre tío
         Otto Burmester, y como si de golpe la famosa guerra de Cuba y el 98
         empezaran a instalarse en la sala de la casa, a pesar de su
         inexistencia, al menos hasta el momento.
         Y el tercer muerto fue el pobre abuelito y sólo por repetir aquello de
         los barcos sin honra y viceversa.
         - Molinos de viento, mi querido don Quijote. John Wayne, una buena
         cantidad de barcos, muchísima suciedad, y ya verás qué victoria tan
         sabrosa y qué botín cubano y filipino y puertorriqueño te tocan
         saborear al final. Después, si quieres perder tiempo en tonterías, la
         honra te la fabricas tú mismo comprándote un buen par de historiadores
         y poniéndolos a cumplir con su buen sueldo.
         - Eso no está bien y yo no lo admito -se indignó el abuelo, como en
         los viejos tiempos, cuando mandaba en el clan.
         - ¿Y entonces cómo te admito yo en esta casa, querido suegro y rey de
         España en el exilio?
         Otro muerto más en el clan familiar. Y así, al final de la batalla, ya
         no sobrevivió más que mi padre, cada vez más duro con todos, cada vez
         más yanqui, cada vez más dueño y jefe del clan de los Richards, por
         parte suya, y de la Torre, por parte de madre. Mi abuelito y el padre
         Serrano ya no se atrevieron a abrir más la boca, ni mi abuelita María
         Cristina volvió a hablar del filósofo de lo pequeño, ése llamado
         Azorín, ni mi pobre tía Carmela se atrevió a mencionar a ese par de
         perdedores natos, según mi padre, llamados por ella Federico y
         Antoñito, de lo puro cariñosa que fue siempre. España estaba, pues,
         derrotadísima, y mi tío Otto Burmester ni qué decir, había que verlo
         cabizbajo y ensimismado y avergonzado como toda una Alemania derrotada
         y que aún tardaría años en renacer de sus culpables cenizas. Hasta
         Cristi había muerto, desde que mi padre, en vez de besarla
         cariñosamente, la comparó con su odiada imagen ante el espejo de una
         difícil adolescencia. Y yo ahí con mis nueve años, me limitaba a
         observar a mi padre y a Bobby. Finalmente, Bobby era el gran favorito
         de mi padre y aquello del 98 y la guerra de Cuba tenía que terminar
         sin que entre ellos hubiera roce alguno. Y la tensión crecía minuto a
         minuto, a medida que mi padre sorbía lentamente su tercer bourbon de
         la noche.
         - A ver, hijo mío -dijo, por fin-, vamos a preguntarle a tu madre qué
         opina ella de todo esto del 98.
         Francamente, creo que ésta fue una de las pocas veces en su vida que
         mi madre descendió de su nube francesa y dijo algo realmente
         auténtico, sincero, y absolutamente parisino:
         - ¿El 98? Connais pas, mon amour... Connais pas. ¿Y qué más quieres
         que te diga, hijito mío? Hasta esta tarde, jamás había oído hablar del
         tal 98.
         -Ya ves Bobby. Tu madre tiene la razón. Por una vez en la vida, tu
         madre tiene toda la razón del mundo.
         - ¿Estás seguro, papá?
         - ¿Quieres que te lo pruebe, Bobby?
         - Sí, papá. - Pues Hemingway, que tanto anduvo por España y Cuba,
         jamás participó en ninguna guerra de Cuba ni 98 ni nada. Y mira tú que
         le gustaban las guerras al gringo borrachoso ese.