Muchísimos niños
argentinos se alimentan en forma deficiente; otra
considerable cantidad de ellos carece del mínimo
indispensable de alimentos para asegurarse un correcto
desarrollo. Esa crítica situación no ha pasado inadvertida
ni para las autoridades ni para los investigadores. Sin
embargo, todavía no se la atiende en forma debida, lo cual
pone en serio riesgo el porvenir de un elevado porcentaje
de nuestra niñez.
No se trata de un
inconveniente circunscripto a los niveles más desposeídos
de nuestra sociedad. Por el contrario, abarca un amplio
espectro que incluye los sectores de mayores recursos.
¿Cómo es eso? En
efecto, en las capas sociales medias y altas el problema
no pasa por la escasez de comida ni la ausencia material
de medios para adquirirla. Tienen a su disposición
alimentos en cantidad satisfactoria, pero la deficiencia
es cualitativa, porque está fincada en que no ingieren los
más adecuados. Sus niños consumen, por ejemplo, notables
porcentajes de alimentos y bebidas azucarados, tales como
golosinas, gaseosas, galletitas, jugos y leche chocolatada,
todos ellos caracterizados por sus altos valores calóricos
y baja densidad nutricional. Asimismo, han perdido el sano
hábito del desayuno y muestran tendencia al sobrepeso
cuando todavía están en plena edad escolar.
Ese diagnóstico ha sido elaborado por el Centro de
Estudios sobre la Nutrición Infantil y fue expuesto
durante la Segunda Conferencia de las Américas acerca de
los beneficios de la leche en la alimentación escolar,
realizada en Montevideo. Dicha reunión internacional dio
pie, asimismo, para la difusión de otras comprobaciones no
menos serias y merecedoras de una profunda reflexión.
De acuerdo con
aquellos análisis, nuestros chicos no consumen calcio,
zinc, hierro ni vitamina A en las cantidades apropiadas
para configurar una dieta balanceada. El desayuno generoso
y provisto de los ingredientes más aconsejables era una
sana costumbre que se ha ido diluyendo, entre otros
motivos, por causa de las premuras impuestas por el
vertiginoso ritmo de la vida moderna. Y en las escuelas,
opinan los expertos, ha perdido vigencia la tradicional e
irreemplazable copa de leche -inseparable de los recuerdos
de los adultos que cursaron la enseñanza primaria en
establecimientos públicos- ahora mayoritariamente
sustituida por sucedáneos hipocalóricos provistos con
monótona reiteración.
Dichos
inconvenientes también obedecen, a la influencia de
ciertas tendencias familiares que, pese a conocer los
beneficios implícitos en la ingestión de los alimentos más
recomendables, casi siempre dejan librado al gusto de los
chicos qué y cómo comer. Modalidad que, obviamente, los
embarca en el consumo de los productos pródigos en grasas
polisaturadas, propios de modas propugnadas mediante
vastos recursos publicitarios.
En cambio, las
dificultades alimentarias de la niñez proveniente de las
capas sociales empobrecidas son uno de los resultados de
la crítica situación de nuestra economía, que ha planteado
la necesidad de abaratar los consumos alimentarios.
Los resultados de
esa situación son francamente preocupantes. Hay un 13% de
niños menores de cinco años afectados por desnutrición
crónica y un 3% que padece desnutrición aguda. Uno de cada
dos lactantes es anémico.
Se coincide en que
las deficiencias alimentarias -en especial el escaso o
nulo consumo de leche y de lácteos- padecidas durante la
infancia acarrean consecuencias que habrán de arrastrarse
a lo largo de toda la vida. Sea cual fuere su motivación,
afectarán la conformación ósea, el crecimiento normal, la
capacidad intelectual y darán origen a enfermedades tales
como la hipertensión.
No se trata, pues,
de una cuestión de menor cuantía. Al contrario, salta a la
vista que es una de las situaciones que entran dentro de
las inexcusables competencias del Estado, puesto que se
encuentra íntimamente vinculada con la salud pública.
Existen, sin duda, diversos programas alimentarios
sustentados por el presupuesto nacional. Lo negativo es
que, siempre de acuerdo con la opinión de los expertos,
esos programas "calman el hambre, pero no corrigen
aquellas deficiencias de la alimentación".
Plausibles
esfuerzos para revertir esa realidad han sufrido
inexplicables postergaciones. Por caso, el tratamiento en
el Congreso del proyecto de ley que proponía un marco
legal para los denominados "bancos de alimentos". Esa
iniciativa, enfocada sobre una de las herramientas más
útiles para combatir el hambre en la Argentina, según
quedó demostrado hace pocos días en esta misma columna
editorial, perdió estado parlamentario. Es satisfactorio
que haya sido reingresada con el número 4006-D-03 -la
suscribieron los diputados Marta Alarcia, Jorge Bucco,
Eduardo Di Cola y José Luis Fernández Valoni-, y es
deseable que las comisiones de Legislación General y
Acción Social y Salud Pública agilicen su tratamiento
considerándola de máxima prioridad.
En definitiva, la
sanción de esa ley tiene que significar el primer paso
para que nuestras autoridades se aboquen a establecer
políticas alimentarias sustentables, coherentes y aptas
para atender los múltiples aspectos de las necesidades y
deficiencias alimentarias de todos los argentinos, sin
excepción alguna, poniendo el acento en la niñez y
desarrollándolas en condición de políticas de Estado. De
esa manera, la sociedad entera terminará de tomar
conciencia de que una adecuada y satisfactoria
alimentación le garantiza buena salud y mejor calidad de
vida. |